Hacia las tinieblas
Por Ellorian
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Abel, un astrónomo, seudo científico, y como le gusta definirse: un psicohistoriador, cree haber hallado las claves para salvar su vida en un universo que parece precipitarse a su final. Como si se tratara de los últimos momentos de la humanidad los muertos se han levantado de sus tumbas y han tomado calles, pueblos y ciudades a lo largo de todo el país. Solo una esperanza: que su enloquecido cálculo sea correcto, que exista la salvación más allá de su viaje hacia las tinieblas.
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Hacia las tinieblas - Ellorian
Hacia las tinieblas
Apofis La hora final
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Contents
Title Page
Copyright
Dedication
1 La carretera
2 Un compañero de viaje
3 Bienvenido al infierno
4 Lo que no pudo hacer
5 Un poco de psico-historia
6 Una lección de astronomía
7 Seguro al 73%
About The Author
Apofis La hora final
Books By This Author
A Diego, que me acompañó en tantas presentaciones. Siempre sentí tu apoyo.
Índice
1 La carretera
2 Un compañero de viaje
3 Bienvenido al infierno
4 Lo que no pudo hacer
5 Un poco de psico-historia
6 Una lección de astronomía
7 Seguro al 73%
1 La carretera
Albarracín. Día 2 después del hum. 22:05h
Abel dio la espalda a sus amigos y salió de la casa acelerando el paso como solo recordaba haber hecho una vez, cuando siendo niño creyó ver un fantasma y pretendiendo armarse de valor decidió atravesar el largo pasillo de su casa lentamente, controlando sus emociones.
Sin embargo, aquella vez, como ahora, a cada paso le seguía un nuevo paso más rápido, y otro, y otro, hasta convertirse su penosa marcha en una desesperada carrera mientras su corazón batía su pecho con la fuerza de la desesperación.
Ahora, como entonces, no había motivo racional para permitir tan salvaje descontrol de sus emociones. Esto le aterraba, le hacía pensar que en caso de necesidad sería capaz de cualquier cosa. Su mente racional, cargada de sentido quedaba como desactivada. Su voluntad se esfumaba y parecía tomar el control una fuerza primigenia, natural y devastadora. Quizá fuera la más viva muestra del significado de los procesos inconscientes de supervivencia, pero eso a Abel no le gustaba.
¿Cómo explicarían esto los trascendentalistas? ¿La anulación de la voluntad no es muestra suficiente de una realidad absolutamente biológica, en la que no median almas, ni dioses, ni magia? Abel rió entre dientes, ahora, en su coche, tras haber recobrado su consciencia, sintiéndose seguro en su habitáculo, conduciendo hacia la salida de aquel maldito lugar.
Magia.
Nada de lo vivido era posible y sin embargo estaba ocurriendo. Quizá después de todo esta es la manera en que el universo abofetea a los racionalistas.
¿Qué más da? Ahora solo importa sobrevivir. Han cambiado las reglas del juego, bien. Ahora sobrevive y deja de pensar, estúpido pseudocientífico.
Airado, asustado, avergonzado, conducía cada vez más rápido, como queriendo dejar atrás no el peligro, sino algo quizá más aterrador, sus sentimientos.
A punto de perder el control en una curva rebajó considerablemente la velocidad, sobresaltado, sorprendido ante la absurda idea de morir, después de todo, en un accidente, o peor, devorado, atrapado en el habitáculo aplastado de su vehículo.
Una señal de tráfico. Tramacastilla.
Hubiera dado lo que fuera por conducir en mitad de la nada. Ahora, aproximarse a aquella población le hizo recorrer un escalofrío por la espalda. La incertidumbre, la sospecha, la imaginación era casi peor que la cruda constatación de la realidad.
De pronto, allí estaba, ante él, apunto de encontrarse en su camino. Hundido en el terreno, a su derecha, atravesaría una minúscula población de la que apenas llegaban a verse los tejados.
Sonrió aliviado. Esto es Tramacastilla.
Pero de pronto, a su izquierda distinguió una construcción, recortándose bajo la luz de la luna.
Oh, no. No, no, no, no.
Era un maldito cementerio.
Aterrado, ante la constatación de este hecho, no supo si acelerar o aminorar aún más, pues sintiéndose seguro en el interior de su vehículo, temía perder el control del mismo y acabar estrellándose en mitad de una población que aunque pequeña, ¿quién sabe qué peligros encerraría? Solo una de esas criaturas era suficiente para comprometer su existencia.
Por otra parte su instinto le instaba a apretar a fondo el acelerador, apretar los dientes a su vez e incluso cerrar los ojos y gritar, gritar como nunca antes lo había hecho, pero esta vez fue capaz de imponer su pensamiento racional, y aunque su corazón golpeaba su pecho con la más viva fuerza de la desesperación, contuvo la fuerza primigenia que le empujaba a actuar como un loco.
Una sombra.
Una criatura.
Le observaba fijamente desde la cuneta, junto al muro del cementerio.
No hubiera sabido decir si estaba vivo o muerto hasta que pasó junto a él y contempló con toda crudeza, bajo la luz de aquella luna maldita, un rostro cruelmente descarnado.
La criatura le miró, contempló sus avances y finalmente quedó allí quieta, como una estatua, observando cómo Abel se alejaba y dejaba oír un enorme grito de euforia al dejarla atrás.
Ahora se sentía más seguro. Había dejado atrás la primera dificultad. Sí era posible aquel loco viaje.
Si en un principio había temido encontrar la carretera plagada de coches, como en tantas películas apocalípticas, la realidad le mostraba lo contrario. O bien los hechos no se habían manifestado con tanta crudeza en otros lugares, o bien las poblaciones no habían tenido tiempo de reaccionar. Lo cierto era que la noche parecía tranquila.
Se arrellanó en el sillón, sus manos liberaron el volante de la tensión con la que lo había sujetado y sintió dolor. Por primera vez era consciente del grado de tensión que acumulaba su cuerpo.
Serían las once de la noche. Sería una larga noche, sin duda.
Siguiente señal.