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Diez puñaladas
Diez puñaladas
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Libro electrónico209 páginas3 horas

Diez puñaladas

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Cuenta la historia de un libro antiguo y maldito. Quien lo lee sufre un desesperado final y su historia pasa a reflejarse en dicho libro. Diez puñaladas es una recopilación de relatos de terror muy variados, pero todos ellos con el componente de lo sobrenatural. Cuenta la historia del último lector, quien lo lee sin sospechar la verdad que encierra. El desenlace será trágico y violento. ¿Te atreves con este libro y su maldición?

IdiomaEspañol
EditorialEllorian
Fecha de lanzamiento18 jun 2024
ISBN9798223872979
Diez puñaladas

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    Diez puñaladas - Ellorian

    Diez puñaladas

    Ellorian

    Copyright © 2015 Ellorian

    Registro de Propiedad Intelectual de Safe Creative:

    1509175182614

    A las cuatro C. Juan Antonio Cebrian, Bruno Cardeñosa, Carlos Canales y Jesús Callejo. A vosotros que sois incisivos, veraces y generosos; a vosotros que ponéis toda la pasión en cada palabra y nos regaláis nuevas ideas, nuevos argumentos, nuevos horizontes.

    Gracias por todos los momentos regalados, por todas las emociones y todos los argumentos; gracias por vuestros apasionados debates.

    A Amparo, mi mujer, junto con la que he disfrutado de estas historias.

    Contents

    Title Page

    Copyright

    Dedication

    Advertencia

    1. Diez puñaladas

    2. El misterio de Christ Chrush

    3. El despertar

    4. El páramo

    5. La voz de la hornilla

    6. El espejo

    7. La niebla de las Ardenas

    8. El libertador

    9. El viaje de Pierre Lavergne

    10. Locura

    Diez puñaladas (segunda parte)

    About The Author

    Books By This Author

    Advertencia

    Lector, que ahora leas estas trémulas líneas es el peor augurio para tu pobre alma.

    ¿Acaso has encontrado este libro en una vieja estantería, cubierta de polvo, junto a otros, igualmente apolillados y arruinados, abandonados de las cálidas manos del editor? ¿Te atreverás a decir que no pagaste por él una bagatela a un huraño y sudoroso librero de antigüedades, cuyas manos temblaban ante el sonido del excitante tintineo? ¿Caminabas entre las estanterías, como haría un visitante de un cementerio entre olvidadas y frías lápidas, esperando hallar, quién sabe, una extraña y olvidada obra, que hiciera brillar de nuevo tus desencantados ojos, que desesperan de la calidad de las nuevas y lustrosas ediciones de lujo?

    Lector, ¿acaso no creías ganada la partida a ese indolente editor, que arroja a la basura los manuscritos más exquisitos y adorna con magníficas ilustraciones el libro más mediocre? ¿Cuándo te separaste del camino marcado, de tu camino, para terminar comprando tus libros en una vieja tienda, de un oscuro callejón olvidado? ¿Ganaste la partida a las grandes y elegantes superficies de ventas, que no cuentan con un solo título por el que merezca la pena perder unas cuantas líneas? ¿No ves ahora tu triste figura, frecuentando callejones que sólo son visitados por ti y por los gatos? ¿No eres capaz de ver que te has convertido en alguien que da la espalda a la humanidad y que será burlado y vilipendiado en adelante, que no entenderás ni serás comprendido por nadie?

    ¿No es natural, en tal caso, que te alcance una maldición por ser tan obstinado, tratando de destruir el esquema establecido? Tú te inclinabas por el orden natural, ¿pero acaso no es éste irrisorio en comparación, puesto que has de hallarlo en los lugares olvidados por el hombre?

    Lector, si estas leyendo estas líneas, es porque tienes este libro maldito en tus manos. No trates de arrojarlo al fuego, no te servirá de nada, pues cuantas veces lo destruyeras, éste volvería a ti, para seducirte con voluptuosas palabras y con vanas promesas de sabiduría y de dilucidación de los misterios que en él contiene. Te atraería de forma irresistible, hasta que, no sintiéndote capaz ya de volver a renunciar a él, acabarías deleitándote en su blasfema lectura.

    Inevitablemente, sentirás cómo se densifica la atmósfera a tu alrededor, a medida que descubres que cuanto en él se cuenta es cierto y no ficción; el sudor recorrerá tu frente y convulsionarás en espasmos, cuando descubras que el olor acre que hasta ti llegaba no proviene de algún alimento en descomposición en la cocina, sino de la muerte, que viene en tu busca.

    Puedo imaginar una sonrisa desdeñosa en tu bello y lozano rostro, limpio de las terribles arrugas y espantosas supuraciones que provoca el encuentro con el mal, resoluto y aterrador, que se esconde en estas páginas.

    Si es así, si tu instinto de conservación es tan mermado y tan insignificante, que no has cerrado el libro con un estremecimiento, te insto a que lo arrojes lejos de ti y pongas tanta tierra entre él y tú como sea posible, que jamás hables de él a nadie, que lo olvides, y que retorne al lugar al que pertenece y de donde tú lo extrajiste.

    ¿Sigues adelante? Como quieras. Cada uno es libre de elegir su propio destino. Era mi deber advertirte. Pero no temas, ya está todo resuelto. Tu hasta ahora inescrutable destino se muestra ante mí con la misma facilidad con la que se abate al honor. Queda poco para la moraleja final, para que aborrezcas haber visitado las librerías a las que el mundo da la espalda.

    1. Diez puñaladas

    –¡S eñor, le he dicho que quiero este libro!­ –contesté al insolente librero, empezando a perder la paciencia.

    –Le repito que no está en venta –respondió él con una marcada afectación.– Devuélvalo a la estantería donde lo encontró. ¿No estaba tapado tras Los cantos de Maldoror y Melmoth el errabundo? ¿Acaso no era suficiente advertencia?

    –¿Así que es eso? –a lo largo de mis pesquisas en las librerías olvidadas, había encontrado varios libros, cuyos libreros no querían vender, porque lo estaban leyendo en ese momento. No diré nada en contra de esto, pues, ¿acaso no son libros de segunda mano? Y por otra parte, ¿no es un librero de viejo, un amante de los libros, tal que renuncia si quiera a abrir un negocio con posibilidad de ganancias reales? ¿No hay que perdonarles estas y otras excentricidades? En esos casos solía conducirme como un experimentado comerciante, y colocando sobre el mostrador, moneda tras moneda, y seduciéndole con amables palabras, lograba que aquél abandonara, poco a poco, su pasión por el libro, en favor de su sustento, pero esa momentánea preferencia sólo duraba lo suficiente para verme salir de la tienda con su libro. En esos casos, abandonaba la librería con mi preciado botín y dejaba atrás, desolado, a quien, encarnándose en el protagonista, había amado y sufrido como él, a quien no podría continuar aquel deslumbrante camino que yo ansiaba emprender.– No puedo esperar a que acabe de leerlo, porque entonces volveré y lo habrá vendido a otro.

    –¡Señor, no es ésa la cuestión! –contestó él visiblemente ofendido.

    –¿Entonces cuál es la cuestión? Le repito que quiero éste. ¿Cuánto cuesta, cinco euros?– dije colocando un billete en el mostrador.

    –Nada de eso. Es un libro maldito. ¿Acaso no ha sabido leer la terrible advertencia cuando apartaba aquellos raros libros de extrema maldad? –pero no podía apartar su mirada del billete que le había dado la libertad de tomar.

    –Señor, ya he leído muchos libros malditos y no he perdido la razón. Quizá seis euros basten para arrancar la maldición al libro –dije colocando una moneda junto al billete.

    –No se trata de su razón, ¡si tan sólo pudiera perder eso, qué no daría yo por librarme de su maligna influencia! Se trata de su alma.

    –Oh, ya veo. Esta comedia no es más que el prólogo de un libro cuyo valor aumenta por momentos –dije tendiendo una moneda más.

    La mano del librero se posó nerviosa sobre el mostrador, para ser retirada después con decisión. Ahora sabía que el libro era mío.

    Puse otro billete de cinco euros sobre el mostrador.

    –Le compro un libro viejo a precio de uno nuevo. Espero que valga la pena– advertí.

    –Estoy seguro de que no volverá para devolvérmelo –añadió el librero, recogiendo apresuradamente el dinero.– Por lo demás, ya le he advertido. Es responsabilidad suya leerlo o no hacerlo –dijo levantando la voz mientras abandonaba la tienda.

    Salí de aquel oscuro callejón, bajo la prematura noche invernal y las frías gotas de lluvia que principiaban a caer del cielo.

    Caminé bajo la llovizna un trecho, ansioso por empezar la lectura, pero temeroso de que ésta me defraudara. Realmente el libro no parecía gran cosa. Si algo me había incitado a comprarlo, fue la resistencia del librero a despojarse de él.

    Había leído ya a los más aterradores escritores que algún día moraron en la Tierra. De este modo, desfilaron a través de mis ojos las obras de Poe, Maturín, Ducasse, Lovercraf y un largo etcétera. Pero nada me había parecido tan tenebroso como la vida real. Quizá sí, las obras de Poe en relación con la catalepsia, porque éstas removían en mí la conciencia de mi aterradora realidad.

    Sucedió que, años atrás, en un campamento, me sobrevino una parálisis, tal que no pude por menos que pensar que había muerto, y que mi alma, de alguna manera, había quedado atada a mi cuerpo, o que quizá aquél era el orden natural de las cosas.

    Veía a mis compañeros moverse en el interior de la tienda de campaña, oía cómo hablaban entre sí, pero era incapaz de parpadear, si quiera de dirigir la mirada, de modo que tan sólo me era dado contemplar lo que quedaba en mi accidental campo de visión.

    Imaginaba que en poco tiempo descubrirían mi muerte, y me estremecía la idea de asistir a mi propio funeral. Mi cuerpo pugnaba por gritar y llorar, pero no era capaz. O bien había muerto o me había acometido un acceso similar.

    Entonces recordé a las personas que había visto muertas, y me pregunté si, a su vez, ellos habían tratado inútilmente de comunicarnos algo y si sus almas habían sufrido tanto como lo hacía la mía.

    Recordaba sus rostros sonrosados, donde no parecía morar la muerte. Recordaba sus ojos y creía recordar ahora un brillo especial. Una mirada.

    Pero ahora no importaba. Ahora me hallaba quizá en la misma situación. ¿Qué sería de mí? ¿Sería testigo de mi funeral, de la corrupción de mi propio cuerpo?

    Mi desesperación llegó a un punto insospechado y, como rompiendo el encantamiento, logré incorporarme, y grité como no lo había hecho nunca. Moví cada uno de mis músculos, asegurándome de que había recuperado la total capacidad de movimiento, alarmando sobremanera a mis compañeros.

    Aquel día no consentí en quedarme quieto un solo momento y, ante la idea de dormir a la noche, me estremecía como nunca.

    Entonces Poe cayó entre mis manos y me mostró, del modo más cruel, la aterradora enfermedad de la catalepsia.

    Desde entonces no he dejado de pensar que me sobrevendrá el final antes de tiempo. Que alguien, creyéndome muerto, me enterrará, o peor aún, me diseccionará para mayor tormento.

    ¿Qué podría hallar en un libro que me pareciera más inquietante que cuanto acabo de narrar? Por otra parte, ¿cuál era el motivo que me empujaba a buscar un nivel más elevado de terror?

    No podía contestar a esto.

    Ahora, la lluvia se había intensificado de tal modo, que corrí a refugiarme dentro de un bar. Tomaría algo hasta que amainara, y mientras, ¿por qué no? Comenzaría a leer mi nueva adquisición.

    2. El misterio de Christ Chrush

    Los ataúdes describían un movimiento circular. Quizá una fuerza gravitatoria, giroscópica, electromagnética, o ¡Dios sabe de qué tipo!

    Frank Russell. Científico. En su teoría del movimiento de los ataúdes de Barbados.

    El movimiento de los ataúdes era debido a extraños poderes psíquico de los cadáveres de quienes mueren prematuramente.

    Sir. Arthur Connan Doyle.

    1816

    Las finas gotas de lluvia surcaban el cielo, formando una suave cortina, en aquella triste tarde estival de la isla de Barbados.

    Una comitiva fúnebre, lacónica, silenciosa, imbuida, en definitiva, del espíritu anglosajón, avanzaba a través del páramo hacia el cementerio de Christ Chrush.

    En el féretro descansaba el cadáver de Dorcas Chase. Lo precedían los quedos lamentos de aquellos que la habían amado. La comitiva fúnebre estaba formada por todos los miembros de la familia Chase y de la familia Brewster, ambas con un poder prominente en la isla.

    Encabezaba la comitiva el viejo Thomas Chase. Caminaba decidido, con regio paso, arrastrando tras de sí a aquellos que difícilmente luchaban por no quedar atrás.

    Cabría lugar a la admiración de la entereza que aquel padre mostraba ante el prematuro entierro de su hija, pero aquella premura sería difícilmente explicable si no se tuviera en cuenta la naturaleza de su carácter.

    En efecto, sus duras facciones y su mirada severa, tras aquella poblada barba, sugerían un violento carácter y un espíritu cruel, idea que no se desmentiría bajo un análisis más profundo de su alma.

    La lluvia bañaba su rostro, empujada por un viento incipiente, que amenazaba con azotar la isla con una tempestad. Pero sus ojos estaban secos. Ninguno de los presentes hubiera apostado un penique, aventurando cuál sería su estado de ánimo. Nadie pensaba siquiera en la posibilidad de que aquellos ojos se hubieran humedecido, siquiera, en la intimidad de la soledad y, sin embargo, ¿no es el padre el más propenso al dolor, en un momento así? ¿Qué ocupaba la mente de Thomas Chase?

    Su caminar era recio, como decía, y lejos de menguar, apretaba el paso si cabe, o al menos, eso afirmarían después los familiares y los criados negros que portaban el ataúd y hacían denodados esfuerzos por seguir el ritmo del patrón.

    Más tarde algunos dirían lo que en ese momento todos pensaban. Que la vergüenza del padre ante la naturaleza de aquella muerte le empujaba contra el viento, que ahora comenzaba a levantarse, sin lugar a dudas, en busca de una rápida conclusión a una situación que le ponía en evidencia ante los demás.

    A pesar de lo aventurado de tal argumento, es de justicia mencionar aquí que jamás hombre alguno vio a un Thomas Chase más expuesto, pues es cierto que tras su duro semblante y su acostumbrada decisión, en cuanto acometía, aquel día había algo en su forma de caminar, en su forma de moverse a través del páramo, que sugería la vaga idea de que habría pagado de buena gana mil libras por volverse invisible. Así parecía apretarse contra el suelo, imprimiendo una huella más profunda de lo que cabría esperar, en la húmeda tierra. Así parecía apretar el paso cuando creía poder rodear una roca, o cualquier otro obstáculo visual entre él y sus seguidores.

    Claro, que todo esto bien pudo ser producto de la imaginación excitada de cuantos caminaban, a grandes zancadas, tras él.

    De este modo avanzaba aquella cohibida comitiva, cuya sobria perplejidad era rota tan sólo por los lamentos de quienes amaron a la joven Dorcas Chase, de una manera más tierna.

    Pero, ¿qué era aquello tan terrible que se imponía al natural dolor del enterramiento de un familiar? ¿Qué era aquello que transformaba lo que debiera haber sido una emotiva despedida, en algo tan incómodo, casi vergonzoso?

    Horas antes, el motivo de tan extraño proceder había sido propagado, sino gritado, con honda excitación entre todos los familiares, y a aquellas horas, gran parte de la sociedad de la isla estaba enterada. Pero en aquellos terribles momentos nadie se atrevía a mencionarlo, ni tan siquiera los criados que portaban el ataúd querían pensar en ello. Alguna clase de superstición hacía que el contacto de la madera que revestía el ataúd de plomo hiriera sus carnes. En sus caras, se podía leer, con certeza, la aprensión que les provocaba la labor que les había sido encomendada.

    Era de todos sabido que Thomas Chase era un viejo tirano, duro y cruel hasta lo indecible. Que cuando, cuatro años atrás, falleció la menor de sus hijas, nadie había visto en él el dolor que se esperaría de un padre amante. Que la dureza con que se había empleado con Dorcas Chase, desde entonces, había sido contemplada, sino con horror, sí al menos con un sentimiento de compasión hacia la joven. Pero, ¿quién se habría atrevido a amonestar al viejo, si incluso el pastor de la iglesia callaba cuando él tomaba la palabra? Así de impetuoso era. Pasional, decían unos en voz alta. Mezquino, decían otros en voz baja.

    Los que le veían ahora, apresurándose para enterrar a su hija, y con ella su propia vergüenza,

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