¡Que todos los árboles sean manzanos!
Por Ellorian
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Darion el Cartógrafo se embarca en un viaje oceánico con el fin de descubrir nuevas tierras para su rey, pero naufraga y alcanza la costa de Eternia, el mítico continente en cuya existencia nadie cree. Allí conocerá a Deesa, la traviesa hija de Gaya. Ambos se enamorarán. Mientrastanto Mekryk el trasgo se dirige con un ejército para someter esa tierra y a sus criaturas fantásticas. Se prepara la batalla entre los héroes de Eternia y los trasgos. ¿Será capaz Darion de proteger a Deesa y preservar su inocencia?
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¡Que todos los árboles sean manzanos! - Ellorian
Que todos los árboles sean manzanos
Ellorian
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Registro de Propiedad Intelectual de Safe Creative:
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A Deesa, mi duendecita. Por todas nuestras historias, por tu amor incondicional.
Contents
Title Page
Copyright
Dedication
1. Deesa, la preclara hija de gaya
2. Darion el caminante
3. El viaje de Deesa
4. El viaje de darion
5. Mekryk el brujo
6. Darion y deesa
7. Darion el de las múltiples heridas
8. La jaula de cristal
9. La proclama de mekryk
10. La cabalgata del cielo
11. Kaesha
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1. Deesa, la preclara hija de gaya
La cálida brisa de agosto discurría perezosamente a través de las fértiles tierras de Eternia, empujada por las impacientes corrientes de septiembre, que aún tendrían que esperar hasta cubrir el continente.
Como heraldo vigoroso y audaz, avanzaba la suave brisa de septiembre, metro a metro, proclamando con voz grave y sonora:
¡El otoño se acerca!, apurad vuestros juegos; daos los últimos baños; corred bajo la luz de la luna hasta altas horas de la noche; comed los últimos pasteles de arándanos sobre la cálida pradera; bebed los últimos tragos de vino bajo la gran luna, mientras apuráis las últimas danzas junto al fuego; salid de vuestras casas convenientemente equipados y no regreséis hasta que refresque, pues ya llego yo. Pero no os apenéis, traigo conmigo las primeras nubes grises, pero también las primeras lluvias, que harán reverdecer el pasto del mágico unicornio y del alado pegaso; las vides de los sensuales elfos; las bayas, las frambuesas, los fresones y los cerezos de los glotones gnomos y las malezas, que crecerán fuertes y ocultarán las secretas cuevas de los enanos.
Salid, tritones, hidras y sirenas, las lluvias del otoño se acercan. Danzareis sobre la tierra y bajo la lluvia, correréis a través de los fértiles campos que rocs, fénix y arpías habrán abandonado para ocultarse en sus secas cuevas, allá en los altos picos.
Roc, ya no batirán tus alas el viento, provocando la tempestad y llamando al trueno. No al menos los días de lluvia, si es que aprecias la calidez de tu bello plumaje.
Centauros, corred veloces como el viento una vez más. Recorred nuevamente las bastas regiones que ocupáis, desde los Picos Nublados hasta el Faro del Cabo del Este. Cuando galopáis juntos, vuestras pezuñas son el trueno, y sólo el impetuoso viento del otoño es más penetrante que vuestras fuerzas sumadas. Apurad vuestras alegres carreras, ¡atronad Eternia una vez más!, pues el viento del otoño me precede y traerá lluvias, y volveréis a vuestras casas.
Hadas y ninfas todas, que habitáis los mágicos ríos y estanques tras las Montañas de Hierro. La alegría llenará vuestros corazones con las primeras lluvias y los nuevos brotes. Iniciad vuestras alegres danzas junto a las aguas que os vieron crecer, pues ya está cerca la tormenta.
Dríades, ¿no sentís ya el estremecimiento de los árboles? Tras de mí vienen las nubes grises. Los arrullos de los árboles llenarán el bosque entero, a modo de placenteros suspiros. Sentid cómo la tierra se empapa, cómo, el frescor otoñal, acompañado de las lluvias, silencia los bosques. No os dejéis contagiar de la nostalgia que abatirá a las criaturas que contemplen el otoño con triste mirada, tras sus ventanas.
Criaturas todas, que pobláis Eternia. Ya estoy llegando; ya estoy aquí. Yo traeré el otoño; el verano tocará a su fin; la tierra se regenerará una vez más y seguirá siendo fértil y próspera, no hay motivo para estar tristes, pero entretanto, apurad vuestro tiempo.
El Viento de Septiembre recorría de esta manera cada rincón de Eternia. Los niños elfos, en lo profundo del bosque, trepaban con habilidad a los árboles más altos, para comprobar con alivio que el cielo todavía permanecía claro y alegre, para retomar después sus juegos.
El enano que se refugiaba del calor en sus cuevas, allá, en las Montañas de Hierro, advertía que pronto llegaría el tiempo de guarecerse de la lluvia, y después del frío. El que correteaba allá en las lindes del bosque, tapaba obstinadamente sus oídos con sus robustos dedos.
Toda Eternia, en definitiva, miraba en aquellos momentos al cielo, allá, en la dirección de donde venía el viento de Septiembre. Algunos con alegría y otros con pesar. Pero de entre todas las criaturas, había una cuya felicidad la empujaba a recorrer el bosque con sus pequeños pies descalzos, a tal velocidad, que cuando un árbol la veía llegar, y preparaba una fórmula para saludarla, aquella ya había desaparecido, y el árbol quedaba desconcertado.
–¿Era ella? –se preguntaba.– ¡Luego, es verdad. El viento de septiembre ha llegado!
Esquivaba con asombrosa agilidad, ramas, piedras y troncos que le salían al paso. Cuanto más avanzaba más se diluía la fresca penumbra de su bosque, y la claridad del día ganaba terreno frente a ella.
Así, finalmente, tras un prodigioso salto y una estela de hojas tras ella, salió del último arbusto y voló por el aire hasta aterrizar en terreno descubierto.
Había aterrizado con las rodillas flexionadas, y ahora, apoyaba la mano derecha en la tierra, mientras, con la izquierda hacía una visera sobre los ojos y contemplaba al viento de septiembre.
De nuevo saltó; esta vez sin más objeto que el de manifestar una alegría desmedida, y volvió a internarse en el bosque a toda velocidad.
Los árboles querían preguntarle:
–¿Es cierto el rumor? –pero antes de conseguir articular palabra, aquella había desaparecido de nuevo. Esta vez corría hacia lo más profundo del bosque.
Llegó hasta su columpio. Exhausta, se sentó en él y de inmediato adoptó cierto aire nostálgico, mientras se balanceaba, mirando con indiferencia el follaje sobre ella. El corazón le palpitaba atronadoramente. Sin embargo, no lo manifestaba.
Dejó de hacer fuerza para balancearse cuando se dio cuenta de que el propio árbol la mecía suavemente.
¿Iba a reír?
-¡Ssshhh!- dijo ella, llevándose el dedo a la nariz y mirando al árbol.
Frente a ella, en la espesura, unas sonoras pisadas, un crujir de ramas secas y una voz grave y cascada, farfullaba:
-Bien, ya está todo listo.
Y por fin, apartando las ramas de un arbusto, apareció Ibun ante ella.
La mayoría de los hombres piensan que los animales y las plantas no hablan. Sólo unos pocos, de entre los más inteligentes, tienen claro que sí lo hacen.
Al principio, tras el primer despertar del hombre, todos los seres de la naturaleza utilizábamos el lenguaje único y universal, que la diosa nos ha otorgado.
Fue después, tras la Fractura de Valentia, cuando una nueva oleada de oscuridad inundó el mundo, y quizá fuera esta la más terrible, pues esta nueva oscuridad nublaba el intelecto y llenaba de temor los corazones de los hombres, y este, es el origen de todo mal. Pero me estoy adelantando demasiado en la historia. Baste decir, que tras la Fractura de Valentia, el hombre se volvió orgulloso y arrogante, y empujado por su arrogancia, inventó nuevos y artificiales lenguajes que les diferenciaran del resto de seres, e incluso de sus propios semejantes.
Del mismo modo, el hombre diseñó dioses artificiales, como si esperara insuflarles vida, y conducir sus nombres a una existencia real, porque se negaban a seguir creyendo que una única diosa había creado todo cuanto nos rodea. Se decían: "Si hablamos idiomas diferentes y nuestras culturas también lo son, ¿por qué habríamos de tener el mismo dios, y por qué ha de ser una mujer la que disfrute de tal honor?
Sin embargo, aquellos dioses nunca fueron más que imágenes talladas o pintadas, y la ausencia de magia y trascendencia en ellos, les llenaba aún más, si cabe, de angustia y temor, y habían cerrado de tal modo, los ojos al mundo, que no se daban cuenta del terrible mal que provocaba su error.
¿Pero cómo podría concebirse que hubiera más de un dios. No sería esto, tanto como negar la influencia de estos en nosotros? Porque de ser más de uno, no serían todopoderosos, por el mero hecho de compartir la existencia con un igual. Así pues, sólo podría existir un dios, y este sería supremo.
¿Y cómo podría concebirse que el dios no fuera una mujer, si es esta la que en la naturaleza engendra, alimenta y cuida la vida? ¿Y acaso no es la naturaleza el reflejo de la diosa, sobre la tierra?
El tercer pecado del hombre fue terrible, porque operó una cruel transformación en su existencia. El orgullo le empujó a conquistar, dominar y humillar la naturaleza. De tal modo, alzaron sus armas sobre los atónitos animales, para probar su carne después. Fue el espíritu de la conquista lo que empujó al hombre a procurar vencer sobre todo lo demás. Los animales ya no se aproximaban, mansos, al hombre. Ahora le evitaban con horror. Se decían los unos a los otros: ¡Los hombres se han vuelto contra la creación!
. Sólo algunos de ellos fueron capturados, hechos prisioneros y sido explotados como esclavos. A los hijos de estos se les enseñó que esa era su única existencia posible, y así, conduciéndose como las hordas del mal, sojuzgaron a la naturaleza, y dejaron de alimentarse del maná, que dejó de caer del cielo sobre aquellas tierras dominadas por el mal.
Por eso, es probable que no creas que los animales y las plantas hablen entre sí. Hace cientos de generaciones que tus antepasados obraron así, y lo que sabes no es más que lo que ellos te han enseñado.
Sin embargo, sí lo hacen, si bien es cierto, que ahora lo hacen muy quedamente, pues su máximo anhelo es pasar inadvertidos a la voracidad del hombre.
Pero no temas, pues no hay motivo para temer. La naturaleza es el reflejo de la diosa sobre la tierra, y como esta, es inmortal y todopoderosa. Gaya aún no ha golpeado con fuerza sobre la mesa, sólo nos advierte, pues tras su abnegada compasión, persiste la esperanza de ver al hombre retomar la senda correcta, pero, de no ser así, clamará, y los vientos, los mares y el fuego de Arda, engullirán al hombre para siempre, y el mundo volverá a ser aquello para lo que fue creado.
Así pues, no hay motivo para temer. No al menos para los corazones en los que aún persiste la llama, el anhelo del bien supremo. Pues de una forma u otra, finalmente se impondrá, y el valle de dolor volverá a ser el jardín del edén.
Parecía imposible comenzar este, que es el más grande relato del primer despertar del hombre, sin hacer un pequeño esbozo de lo que fue el mundo en aquella era. Así pues, no pude contenerme y lo empecé.
Continuaré ahora donde lo dejé para hacer esta necesaria aclaración.
Unos arbustos se habían movido. En un columpio estaba Deesa, la más bella criatura que la naturaleza había engendrado. Digo bien. Deesa no fue creada por la diosa. No fue moldeada a partir del barro primordial, como casi todas las demás criaturas, entre las laboriosas manos de Kaesha, sino que fue engendrada por Gaya.
Deesa era un soplo, un hálito mágico y fugaz, de la tierra, que cobró la más hermosa forma. Deesa era el espíritu de la naturaleza, y fue engendrada por esta, de manera natural e inevitable. Kaesha sabía que esto ocurriría cuando creó a Gaya, y tras terminar su obra la esperó, paciente, hasta que este hálito de refulgentes partículas tomó forma, y esta forma era la imagen misma de la diosa.
Deesa se encontró con Kaesha, y ante la vista de este ser tan puro y prístino, comenzó a llorar de alegría y se inclinó ante ella, y Kaesha supo que había hecho bien su labor.
El corazón de Kaesha era solemne, justo y piadoso, como corresponde a una diosa, mientras que el de Deesa era travieso, alegre y amistoso, como Gaya.
Así pues, Deesa estaba en su columpio. No hacía esfuerzos por balancearse, ya que Hombrumüm, el amistoso árbol en el que su fiel amigo, Ibun, lo había construido, la miraba con ojos amorosos, mientras la mecía.
Los arbustos frente a Deesa se habían movido. Habían sido apartados por unas fuertes manos, y tras ellos, Ibun había aparecido en el pequeño Claro de los Juegos, de Deesa.
Ibun era un enano de barbas ralas y grises. Robusto, según él, pero gordezuelo, si hacemos caso a los loros, cacatúas, gorriones, jilgueros y colibríes, que entre risas cantaban, cuando este venía desde las Montañas de Hierro, al Bosque de Deesa:
Ibun ha llegado.
roble, que creces fuerte y sano,
no seas tan orgulloso y abre paso,
Ibun no lleva hacha ni arma alguna,
pero si no te apartas serás derribado.
¡Gordezuelo!
Grita el roble a su paso,
¡Gordezuelo!
Grita el sauce desesperado,
pero Ibun es amigo bonachón
y a una mirada de sus grandes ojos,
todo el bosque canta:
¡Alegría, Ibun ha llegado!
Una amplia sonrisa se dibujaba en el rostro de nuestro amigo. Deesa sabía leer sus intenciones en sus ojos. Por ello, cuando un rato antes, Ibun había dicho:
-Voy a internarme en el bosque y dar un paseo. No te muevas de aquí, en seguida regreso.
Deesa había pensado:
-¿Ya ha llegado el Viento de Septiembre? Será mejor que lo vea con mis propios ojos.
Ya lo había visto. Ahora Ibun volvía de su paseo, y Deesa sabía todo cuanto iba a acontecer.
-Ven, espíritu bondadoso –decía Ibun.- He encontrado algo que deseo que veas.
Deesa se deslizó del columpio y caminaba ahora junto a Ibun, y tendían los brazos sobre sus hombros, como hacen los buenos amigos, en la edad de la despreocupación.
Nuestra amiga apenas podía contener su alegría, pero debía esforzarse para no frustrar los planes de su fiel amigo.
Entretanto, Ibun, apartaba las ramas al paso de Deesa, hasta que, sacando un pañuelo del bolsillo, vendó sus ojos, y conduciéndola, ahora de la mano, la condujo hasta un claro más grande.
Finalmente desanudó el pañuelo y volvió a guardarlo, y Deesa abrió los ojos.
Ante ella, una gran mesa, y sentados a su alrededor, enanos, gnomos, dríades, elfos, hadas y ninfas, esperaban con expectación la sorpresa que darían a su amiga.
Deesa dejó escapar una larga risa; sonora y fresca, como el salto de agua de un arroyo; inocente y juguetona, como la de una niña; y alegre como la propia Gaya.
La mesa estaba llena de pasteles, copas y jarras de vino y cerveza, y zumos de frutos silvestres y de manzana.
En la cabecera de la mesa había un sitio para Deesa, y a su lado, otro para Ibun. Deesa corrió a saludarlos a todos, y ellos se levantaron, y con un beso en la frente, le decían:
-Feliz aniversario, espíritu de la naturaleza.
-Feliz aniversario, alegría de los corazones.
-Feliz aniversario, preclara hija de Gaya.
-Feliz aniversario, espíritu bondadoso.
Y decían bien, pues estos eran otros nombres con los que se la conocía. Nadie en Eternia acumulaba tantos títulos, y si quieres saber los títulos de los presentes, te diré que ella contestaba aquellas felicitaciones del siguiente modo.
A los elfos les decía:
-Gracias, Eledágoras, veloz entre los árboles.
-Gracias, Ellórian, arco veloz.
-Gracias, Allírian, báculo luminiscente.
A los gnomos les decía:
-Gracias, Arpin, mandíbula batiente.
-Gracias, Gnudar, grande entre los tuyos.
-Gracias, Gindar, encontrador de tesoros.
A las dríades les decía:
-Gracias, Whenfhind, espíritu de la haya.
-Gracias, Homhnum, gracia del roble.
-Gracias, Hunwoh, centinela del bosque.
A las hadas les decía:
-Gracias, Ándari, voladora precoz.
-Gracias, Undwi, hacedora de luz.
-Gracias, Ínada, hija del viento.
A las ninfas les decía:
-Gracias, Sastras, arrulladora de la noche.
-Gracias, Asadra, frescura del alba.
-Gracias, Ashash, la que viene cuando se la espera.
Y por último, a los enanos les decía:
-Gracias, Adabar, corazón valeroso.
-Gracias, Inutabar, fuerte entre los tuyos.
-Gracias, Ibun.
¡Pero cómo! ¿Acaso el pobre Ibun no tenía título propio?
En efecto, no lo tenía. Los títulos sólo podían ser otorgados por la diosa o por Deesa, y esto sólo ocurría cuando alguno de ellos había hecho alguna hazaña por la que sería recordado para siempre.
Por ejemplo, Eledágoras, veloz entre los árboles, corrió para dar la noticia a Deesa, de que el hombre, el último de los nacidos, había llegado por fin, y había abierto los ojos a la creación.
Corrió tan veloz entre el bosque que dejó al Viento de Junio atrás, de modo, que cuando este llegó, ya todos lo sabían, y su frustración fue tan grande que sopló sobre el mar creando olas gigantescas que se perdieron en el océano.
Homhnum, gracia del roble, inventó el primer chiste. Salió desperezándose de un joven roble, instantes después del despertar de los gnomos.
Arpin, mandíbula batiente, pasaba por allí, explorando la tierra que se les había ofrecido, cuando Homhnum, con cara de pocos amigos preguntó:
-¿Entonces ya es de día?
Arpin comenzó a reír y al poco tuvo que sujetar con fuerza su barriga, porque había empezado a dolerle, pero de nada le sirvió, porque cayó rodando por el suelo y estuvo riendo durante tres días, bajo la impresionada e inmutable mirada de Homhnum, que decía cosas como:
-¿Entonces, qué pasa, ya es de día, o no?
Y cosas como.
-¡Esta criatura ha salido mal, que alguien venga a solucionarlo!
Y entre tanto, el pobre Arpin no podía dejar de reír.
Aún en la época de la que hablo, Arpin no podía evitar soltar una risotada cuando se tropezaba de improviso con Homhnum y le decía:
-¡Basta por favor! No, no, no ¡No digas nada! Jajajajaja.
Y la pobre