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Libertad de pensamiento: La larga lucha por liberar nuestra mente
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Libro electrónico480 páginas7 horas

Libertad de pensamiento: La larga lucha por liberar nuestra mente

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"Compartimos nuestros pensamientos más íntimos con empresas tecnológicas que mueven billones de dólares. Sus algoritmos nos clasifican y sacan conclusiones preocupantes sobre quiénes somos. También dan forma a nuestros pensamientos, elecciones y acciones cotidianas, desde con quién salimos hasta si votamos (y a quién lo hacemos). Sin embargo, esto no es sino el último frente de batalla de una lucha milenaria.

Este libro, en parte historia y en parte manifiesto, explica cómo los poderosos siempre han intentado influir en nuestra forma de pensar, en lo que hacemos, compramos y consumimos. Trazando el hilo que va desde Galileo hasta Alexa, Susie Alegre narra la historia y la fragilidad de nuestro derecho humano más importante: la libertad de pensamiento. Esta obra pionera muestra hasta qué punto nuestra libertad está amenazada como nunca antes. Solo reformulando nuestros derechos humanos para la era digital podremos salvaguardar nuestro futuro."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jun 2024
ISBN9788446054184
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    Libertad de pensamiento - Susie Alegre

    cubierta.jpg

    Akal / Pensamiento crítico / 102

    Susie Alegre

    Libertad de pensamiento

    La larga lucha por liberar nuestra mente

    Traducción: Cristina Piña Aldao

    Compartimos nuestros pensamientos más íntimos con empresas tecnológicas que mueven billones de dólares. Sus algoritmos nos clasifican y sacan conclusiones preocupantes sobre quiénes somos. También dan forma a nuestros pensamientos, elecciones y acciones cotidianas, desde con quién salimos hasta si votamos (y a quién lo hacemos). Sin embargo, esto no es sino el último frente de batalla de una lucha milenaria. Este libro, en parte historia y en parte manifiesto, explica cómo los poderosos siempre han intentado influir en nuestra forma de pensar, en lo que hacemos, compramos y consumimos. Trazando el hilo que va desde Galileo hasta Alexa, Susie Alegre narra la historia y la fragilidad de nuestro derecho humano más importante: la libertad de pensamiento. Esta obra pionera muestra hasta qué punto nuestra libertad está amenazada como nunca antes. Solo reformulando nuestros derechos humanos para la era digital podremos salvaguardar nuestro futuro.

    «Imprescindible. Para que la libertad de pensamiento y la posibilidad misma de una sociedad libre sobrevivan al siglo digital necesitamos urgentemente derechos y leyes que lo hagan posible. Afortunadamente, Alegre está con nosotros para iluminar el camino, empezando por su convincente, poderoso y necesario libro». Sho­shana Zuboff, Charles Edward Wilson Professor Emerita, Harvard Business School

    «Una visión muy necesaria sobre cómo podemos proteger una libertad olvidada y evitar colectivamente un futuro orwelliano. Este libro es una llamada de atención perspicaz y urgente». Ahmed Shaheed, Relator Especial de las Naciones Unidas

    Susie Alegre es una destacada abogada de derechos humanos en el internacionalmente conocido bufete Doughty Street Chambers. Ha sido pionera jurídica en materia de derechos humanos digitales, en particular el impacto de la inteligencia artificial en la libertad de pensamiento y opinión. También es investigadora principal en la Universidad de Roehampton.

    Ha trabajado sobre algunas de las cuestiones jurídicas y políticas más desafiantes de nuestro tiempo, incluidas la seguridad, la lucha contra la corrupción en el mundo en desarrollo, la protección de los derechos fundamentales en las fronteras, los impactos del cambio climático sobre los derechos humanos y el impacto del Brexit sobre los derechos individuales y la seguridad. Ha trabajado para ONG como Amnistía Internacional y con organizaciones internacionales como la ONU, la UE y el Consejo de Europa.

    Diseño de portada

    RAG

    Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

    Nota editorial:

    Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    Título original

    Freedom to Think. The Long Struggle to Liberate Our Minds

    © Susie Alegre, 2022

    © Ediciones Akal, S. A., 2023

    para lengua española

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 978-84-460-5418-4

    Por el pasado, por el futuro, por un tiempo en el que pensar sea libre…

    George Orwell, 1984

    A mis padres y a mi hija

    INTRODUCCIÓN

    El mejor de los mundos posibles

    1989 fue un año de agitación, optimismo y entusiasmo. El año en el que Tim Berners-Lee inventó la World Wide Web y el año en el que cumplí los 18, una de las últimas generaciones que vivió toda su niñez sin Internet. Una generación para la que la palabra privacidad significaba que nuestras madres no nos leyeran el diario y para la que la expresión «thought control» (control de pensamiento) formaba parte de una letra de Pink Floyd.

    Mientras me atiborraba de angustia existencial, de Sartre a Camus, y memorizaba nombres y fechas de revolucionarios franceses, propagandistas nazis y reyes ingleses, imágenes de resistencia del otro lado del mundo iluminaban las pantallas de los televisores con los manifestantes de la plaza de Tiananmen luchando por tener la oportunidad de experimentar la democracia y la libertad. Su protesta fue aplastada, pero se trató solo del primer acto en un año que demostró que la lucha eterna por la libertad humana distaba mucho de haber finalizado.

    Ese verano me uní a las multitudes que llenaban las calles de París para celebrar un punto de inflexión en esa lucha, 200 años antes, cuando los franceses habían escogido la liberté, la égalité y la fraternité como cimientos de un nuevo orden mundial revolucionario, basado en la democracia y en los derechos humanos. Treinta años después del bicentenario, quizá habría buscado alojamiento a través de una aplicación y habría subido un selfi mío sonriendo junto a la Torre Eiffel, al que todos mis amigos darían un me gusta. Pero en 1989 no había forma de encontrar alojamiento y no creí necesitar ningún recuerdo para demostrar que había estado en los Campos Elíseos, formando parte de la muchedumbre de idealistas y oportunistas políticos que celebraban la historia turbulenta de la libertad humana. Y ahora solo tengo el recuerdo de mí misma confiada a la «bondadosa indiferencia del universo» camusiana, durmiendo bajo un arbusto a la orilla del Sena, una ribera salpicada de cagadas de perro pero llena de esperanza e historia.

    Tres meses después caía el Muro de Berlín. En esta ocasión, la libertad había ganado de verdad. La alargada sombra del dominio totalitario del siglo XX en Alemania se borró en un resplandor de fuegos artificiales. Alemania estaba por fin unida y, tras casi sesenta años de horrores autoritarios desatados por el control social nazi y comunista, podía empezar a reparar su alma dividida.

    Mientras Europa experimentaba el renacimiento práctico de la libertad, yo me empapé de sus fundamentos teóricos en la atmósfera brutalista de la biblioteca de la Universidad de Edimburgo. Sobre la libertad de J. S. Mill y el diálogo socrático de la República de Platón me enseñaron a pensar en serio acerca de qué significa ser humano, al tiempo que gocé con el optimismo eternamente extraviado del Cándido de Voltaire y descubrí los sabores infinitos del aguardiente en bares oscuros y llenos de humo de Edimburgo. Leí de manera voraz y ecléctica. Pero, luchando por moverme entre las tarjetas de la biblioteca y tomando notas en libretas grandes de papel pautado, mis exploraciones del análisis de los sueños de Jung, el nacimiento virginal de las islas Trobriand y los significados ocultos de los cuentos populares franceses no dejaron rastros virtuales de mis procesos de pensamiento que otros pudieran seguir. No hubo evaluación de mi pensamiento, más allá de las anotaciones de mi tutor en el margen de textos y artículos de último minuto, garabateados durante las largas y oscuras noches invernales en Edimburgo. Fue un placer ese año tener por fin la libertad de pensar, beber y regodearme en un desesperado amor no correspondido.

    Había un chico. De esos de los que no me gustaría que se enamorase mi hija: poco fiable y desastroso, pero indudablemente intelectual, anárquico e interesante. Me había llevado a París, y esa Navidad me pidió que le prestara dinero para poder asistir a la mayor fiesta de fin de año de todos los tiempos, en una Berlín recientemente unificada. Pero, en un momento de autocontrol, decidí que, si lograba juntar el dinero, mejor usarlo para ir yo misma. Siempre recursivo y convincente, él consiguió el dinero en otra parte y me dijo que había encontrado alojamiento, de modo que yo no tenía que preocuparme. Acordamos encontrarnos allí.

    La noche de fin de año de 1989, congelada hasta los huesos tras veinticuatro horas acurrucada en el frío demoledor de un pasillo de tren en pleno invierno, mi amiga y yo estuvimos esperando a un chico delante de un Muro de Berlín en lenta desintegración, en medio de una multitud que tarareaba con el placer colectivo de la liberación. El chico no apareció. El ghosting era muchísimo más fácil sin teléfono móvil, y yo debería haberlo visto venir. Ya me había dejado plantada una noche en la Costa Azul a comienzos de ese año. Si hubiera tenido cuenta de Facebook, sin duda habría puesto «es complicado» en el estado de mi relación. Pero no necesitamos los algoritmos para tomar decisiones románticas ridículas. Y, a veces, quedarse plantada una noche gélida en un país extranjero es lo que necesitamos para entrever el mejor de los mundos posibles.

    Abandonadas en la mayor fiesta por la libertad del planeta, mi amiga y yo nos movimos de un lado a otro del muro toda la noche, bailando, bebiendo, cogiendo trozos de historia de cemento para llevárnoslos a casa en los bolsillos. La amabilidad de unos extraños nos dio un suelo caliente para dormir cuando los fuegos artificiales murieron, y una visión de la bondad fundamental del mundo que tal vez nos habríamos perdido de haber estado con el chico. Fue muchísimo mejor que una mala cita; fue una cita real con una enorme ola de esperanza histórica de libertad y con el dolor todavía lloroso de lo que significa para todo un país el hecho de perderla.

    Tampoco hay fotos mías en el Muro de Berlín y el trozo diminuto de cemento pintado con aerosol que me llevé de recuerdo ha desaparecido hace tiempo, perdido en el desorden de muchas mudanzas. No hay recibos, pagos con tarjeta, reservas, mensajes de correo electrónico, ni SMS; no hay prueba ninguna de que yo estuviera allí, celebrando el nuevo amanecer de la libertad y cuidando de un corazón roto. Las imágenes han adquirido el tinte sepia que les da solo mi recuerdo. Cuando le escribí a mi amiga para preguntarle qué recuerda de aquel viaje, me respondió: «Había bratwurst». Yo estaba segura de que habíamos comido en el Burger King, pero una bratwurst habría sido infinitamente mejor para colgarla en Instagram, de haber existido el Instagram.

    Busqué en Google al chico para ver si era como yo lo recordaba. No hay vestigios en Internet de aquel joven anárquico de 18 años que se veía a sí mismo como un Hemingway moderno. Todo lo que hallé fue la foto de un médico de mediana edad sonriendo a través de una imagen de respetabilidad profesional. ¿Pero habría estado donde está hoy si 1989 se hubiera vivido en la red? ¿Habrían concluido los algoritmos que medicina debería ser uno de sus intereses, introduciendo discretamente la idea en la conciencia del muchacho a través de la publicidad digital? ¿O lo habrían considerado, basándose en una presencia caótica en las redes sociales y en unos patrones de gasto electrónico erráticos, demasiado arriesgado como para concederle crédito financiero para sus estudios? ¿Lo habría dejado la cámara de resonancia de Internet apartado en las orillas más salvajes de la ineficacia? ¿O se habrían utilizado contra él en una entrevista de trabajo los registros indelebles de sus pensamientos adolescentes y la impresión que dejaba en otros? Fuimos la última generación que pudo dejar atrás sus pensamientos, opiniones y sentimientos adolescentes. Ni él ni yo hemos sido castigados por nuestras ideas juveniles acerca de la libertad. Puede que nuestros hijos no tengan tanta suerte.

    Hoy, los niños están enchufados al mundo digital desde que nacen, con deliciosas fotos en las redes sociales, listas de regalos para el nacimiento colgadas en Internet y pedidos de pañales. A algunos incluso se les hace un seguimiento antes de nacer con la ayuda de aplicaciones para el embarazo. Y la tecnología se ha convertido en una herramienta increíble para ayudar a nuestros hijos a aprender. Una de las primeras «palabras» de mi hija fue el icono de pájaro que aprendió en una aplicación y que le dio un puente para conectar el mundo exterior con su mundo interior. Cuando viajo por razones de trabajo, puedo estar simultáneamente en casa y en mi habitación de hotel; con el poder de las pantallas, la belleza de la tecnología me mantiene conectada con mis seres queridos, que están al otro lado del mar. Mi hija me extraña, dice, pero las pantallas dificultan la concentración y, por lo general, tras 10 minutos haciendo monerías en la del móvil, el bucle eterno de la televisión a la carta gana y me quedo viendo la parte inferior de su barbilla antes de que desconecte.

    El impacto de Internet no nos golpeó de repente como la caída del Muro de Berlín en 1989. No hay un 9 de noviembre para celebrar la revolución tecnológica. Se nos echó encima, por el contrario, como la devastación lenta y constante de la erosión costera, en la que cada ola de tecnología útil y de entretenimiento fue recortando los muros de nuestra conciencia, hasta que un día nos despertamos y descubrimos que nuestra geografía mental estaba fundamentalmente alterada.

    Para mí, la revelación llegó mientras me movía inconscientemente por Facebook una oscura noche invernal de enero de 2017. En medio de las fotos de vacaciones navideñas enviadas desde playas, montañas y paisajes urbanos brillantemente iluminados de todo el mundo, encontré un artículo que me hizo sentarme a pensar. Era una noticia, a estas alturas infame, sobre datos, el Brexit, Trump y Cambridge Analytica publicada originalmente en alemán por periodistas de investigación suizos en una pequeña página de noticias digital[1].

    Este artículo encendió una luz, una luz azul que no me dejaría dormir. Lo leí y releí. Me aparté de la pantalla. Recordé que la noche en la que se celebró el referéndum del Brexit, en junio de 2016, comprobé mi cuenta de Facebook y me acosté temprano, segura de que al final se impondría el proyecto europeo, construido con tanta esperanza sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial. Facebook me dijo lo que yo quería oír: después de 20 años trabajando en derechos humanos en Europa, todos mis conocidos en Twitter y Facebook coincidían conmigo, y dormí profundamente. Pero de algún modo, por la mañana, quedó claro que el país disentía de lo que me decía mi muro de Facebook. ¿Podría ser que mi complacencia hubiera sido comisariada? ¿Me habían atraído hacia una falsa sensación de seguridad, para que no viera la necesidad de pronunciarme? Fuera o no el caso, la idea de que esto pudiera ser cierto –que mi teléfono móvil pudiera haberse utilizado como portal para manipularme la mente– me pareció un ataque personal. Que esto hubiera podido hacerse en masa para manipular los resultados de elecciones que podían cambiar nuestros propios futuros era una amenaza existencial para la sociedad democrática en la que yo había crecido; una amenaza de la que preocupantemente se hablaba muy poco en ese momento.

    La microfocalización conductual es una herramienta tecnológica para entrar en nuestra mente y recolocar los muebles. La idea de que esto pudiera estar ocurriendo, minuto a minuto, para influir en nuestra forma de pensar, sentir o comportarnos es impensable. Pero lo más preocupante aún es que estas técnicas no se limitan a la esfera política. Este tipo de perfilado y focalización vale miles de millones, porque hacer perfiles de nuestras mentes y dirigirse específicamente a nosotros para influir en nuestros pensamientos vende cosas. Lo que se vende puede ser banal, como la elección de una prenda interior, o profundo, como la creencia en el poder de la soberanía nacional. Estos procedimientos algorítmicos se usan, además, para filtrar nuestras propias oportunidades de trabajo, económicas y amorosas. Y nosotros las alimentamos cada vez que hacemos algo en Internet. Lo que me impresionó de la historia fue la facilidad con la que se pueden piratear nuestros pensamientos y opiniones a escala tan masiva, y lo poco o nada que se estaba haciendo por impedirlo.

    Las decisiones que tomamos, las ideas que se nos ocurren y nuestros estados de ánimo están influenciados por las personas a las que conocemos. Pero hay algunos encuentros que cambian el dial y el curso de nuestra vida. Yo nunca había planeado estudiar derecho. En la universidad, la poesía, los flecos más esotéricos de la filosofía e incluso el teatro de marionetas eran lo que me inspiraba. Pero en 1995, trabajando para una ONG de resolución de conflictos en el País Vasco, en el norte de España, me encontré haciendo de intérprete para el profesor Kieran McEvoy, abogado de derechos humanos de renombre internacional, que hacía investigación comparativa sobre la liberación de presos políticos como parte del proceso de paz de Irlanda del Norte. En documentos gubernamentales recientemente desclasificados que datan aproximadamente de aquella época[2], la Oficina para Irlanda del Norte lo calificaba de «sesgado y terco», y a la organización para la que trabajaba la tildaba de «radical a la moda, más que siniestra». La de sesgado es una crítica útil para aplicar a aquellos de quienes disientes, pero ser tercos y radicales a la moda son ambas positivas en mi libro. La influencia que Kieran tuvo en mí, sin embargo, fue mucho más profunda que una moda pasajera. Haciendo de intérprete de lo que él decía acerca de litigar por los derechos humanos y de presentar quejas comunitarias ante los tribunales, se me ocurrió que el derecho podía ser una fuerza tan potente para cambiar el mundo como la ira y los buses quemados que yo veía en las manifestaciones que atascaban las calles a mi alrededor. El hecho de que pudiera ser apasionante constituyó para mí una revelación, y se convirtió en un punto de inflexión. En lugar de la vida de poesía en los Pirineos que había planeado, ese verano volví a Londres y empecé a estudiar para dedicar mi vida al derecho, descubriendo en el proceso que, al igual que la poesía, el derecho público internacional es un destilado de la condición humana.

    Estudié filosofía e idiomas en la universidad porque quería entender cómo funciona el mundo y cómo lo explicamos de diferentes maneras. Esperaba que la razón y el arte llenaran el vacío y explicaran la humanidad. Pero, si bien los argumentos de Mill, Locke y Hume me parecían interesantes en un modo abstracto, la filosofía no me llenaba. Y aunque amaba con pasión la literatura francesa, en especial los excesos exuberantes de Rabelais y Voltaire, no lograba ver cómo podría usarla para dejar mi propia huella en el mundo. Me hice abogada de derechos humanos porque me parecía una forma de trabajar en el núcleo de lo que significa ser humano, y darle sentido al mundo y crear el tipo de mundo en el que quería vivir.

    En los veinticinco años transcurridos desde que me titulé, no me he arrepentido de mi decisión. He perseguido crímenes que habían arruinado la vida de las víctimas, y representado a personas cuya libertad pende de un hilo en los juzgados de lo penal. Me he enfrentado a gobiernos por respuestas excesivas al terrorismo y he asesorado a diplomáticos acerca de formas de erradicar la corrupción. Da igual el tema, las leyes sobre derechos humanos iluminan el camino para dar respuestas humanitarias a los problemas del mundo, sean grandes o pequeños. Para mí, hicieron tangible la ética que había estudiado en Edimburgo. Pero, cuando empecé a observar específicamente el derecho a la libertad de pensamiento, encontré por fin lo que buscaba cuando decidí estudiar filosofía: la clave de lo que significa ser humano.

    La libertad de pensamiento, de conciencia, religión y creencia, y la libertad de opinión son derechos absolutos protegidos por las leyes internacionales. Sin libertad de pensamiento o de opinión, no tenemos humanidad y no tenemos democracia. Para hacer realidad estos derechos se precisan tres cosas:

    1. capacidad para mantener los propios pensamientos en secreto;

    2. libertad frente a la manipulación de nuestros pensamientos;

    3. que no pueda penalizarse a nadie solo por lo que piensa[3].

    El derecho a la libertad de pensamiento es un puntal de todos nuestros demás derechos. Y su importancia profunda para la humanidad hace que esté protegido de la manera más firme posible en las leyes sobre derechos humanos. Pero, de algún modo, nos hemos dejado atraer por la suposición falsa de que no necesitamos preocuparnos por él, porque nadie puede metérsenos de hecho en la cabeza. El escándalo de Cambridge Analytica es solo una prueba de que esta suposición ya no es cierta, si es que alguna vez lo ha sido. La escala y la amplitud de las interferencias en nuestra capacidad de pensar y de sentir libremente que la tecnología puede y podría facilitar sobrepasan en muchos aspectos nuestra imaginación. Pero es lo que está ocurriendo ahora. Hemos olvidado que los derechos necesitan protecciones para ser reales y efectivos.

    El Cándido de Voltaire declaraba con orgullo «leo solo para mi disfrute y disfruto solo lo que place a mi gusto». En el siglo XXI, cada vez nos es más difícil hacer lo contrario. Los algoritmos dictan las noticias que recibimos, dándonos diferentes ventanas al mundo a personas distintas que habitamos en el mismo lugar para «mejorar nuestra experiencia». Spotify incluso ofrece a quienes hayan compartido alguna vez su saliva con AncestryDNA música adaptada a su ADN[4]. Los anuncios de puestos de trabajo, viviendas, finanzas y oportunidades sociales que vemos están dirigidos a las personas que Facebook, Google o los gestores de datos piensan que somos o queremos ser. Nuestras oportunidades y acciones están guiadas por actores invisibles.

    La economista Shoshana Zuboff describe este problema en un libro trascendental, La era del capitalismo de vigilancia. Sin embargo, por el momento, la mayor parte del debate sobre las soluciones se ha centrado en la privacidad y la protección de datos. Pero el problema fundamental que plantean técnicas como la microfocalización conductual y el modelo de «capitalismo de vigilancia» no son los datos, sino el hecho de que estén siendo utilizados como llave para penetrar en nuestras mentes.

    ¿Qué podría ser más humano e íntimo que el pensamiento? Cuando hablamos de privacidad, sentimos que no tenemos nada que ocultar. Pero, si hablamos de libertad de pensamiento, ¿cuántos estaríamos realmente dispuestos a decir «no tengo nada que pensar»?

    Mientras que la idea de privacidad parece cerrada, introspectiva y exclusiva, diseñada para restringir y ocultar el yo, mantener fuera a los demás, la idea de libertad de pensamiento es expansiva, exploratoria y abierta. Es el espacio para descubrir ideas nuevas, probar nuevos puntos de vista, ser descorteses, irreverentes y picantes, profundos y pomposos, para entender el lugar que ocupamos en el mundo que nos rodea. La libertad de pensamiento es un viaje de descubrimiento y la privacidad es el puesto de peaje.

    Tim Berners-Lee no inventó Internet para esclavizar nuestras mentes. Pero, en las pasadas tres décadas, un optimismo panglosiano combinado con cínico interés propio ha permitido que la escala de nuestra dependencia y el alcance de la penetración de la tecnología en nuestras mentes se expanda de manera descontrolada. Las grandes tecnológicas han eludido la regulación a base de asustar a los políticos con la amenaza de que asfixiaría la innovación: nadie quiere que lo acusen de ludita. Ahora que hemos empezado de despertar a la realidad, se nos dice que ya está hecho, que es algo tan complejo y omnipresente que debemos aprender sin más a convivir con ello. Pero no tenemos que aprender a vivir con un sistema que nos niega la dignidad. Debemos recordar el espíritu revolucionario de París y Berlín que caracterizó el año en el que nació Internet. Y necesitamos aprender a cambiar Internet, para convertirla en un sistema que contribuya a nuestra libertad individual y colectiva. En una carta abierta escrita en 2019 para conmemorar los 30 años de su invento, Tim Berners-Lee decía lo siguiente:

    Sobre el telón de fondo de noticias acerca de la mala utilización de la Red, es comprensible que muchos sientan miedo y duden de que realmente sea una fuerza positiva. Pero, dado cuánto ha cambiado Internet en los pasados 30 años, sería derrotista y falto de imaginación asumir que la red que conocemos no pueda mejorarse en los próximos 30. Si renunciamos a construir una Internet mejor ahora, no será la red la que nos haya fallado. Nosotros le habremos fallado a la red[5].

    A comienzos de 1989, el Muro de Berlín parecía un hecho sólido e inmutable, la materialización de un mundo dividido por la ideología desde hacía décadas. Entonces los berlineses empezaron a coger martillos para destruir poco a poco la fachada de hormigón y en Navidad era historia.

    En 2020, la pandemia global que nos encerró en casa y acabó con tantas vidas convirtió en algo banal el uso de la palabra insólito. Pero sí nos proporcionó una insólita oportunidad para reflexionar. Ahora que entendemos lo que significa perder la libertad física y llevar vidas telemáticas, necesitamos centrarnos en qué debería significar la libertad, incluida la mental, para nuestro futuro en la era digital.

    El confinamiento me dio la oportunidad de releer los clásicos de la ficción distópica del siglo XX con una nueva perspectiva. 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley, Minority Report de Philip K. Dick y El cuento de la criada de Margaret Atwood, con su reciente continuación, Los testamentos. Y no he tenido reparos en incluir referencias abundantes a dichas lecturas en este libro. Sus visiones se han esculpido tan profundamente en nuestra conciencia colectiva que usamos de ordinario su terminología como una forma fácil de describir el tsunami de vigilancia, consumismo e injusticia que observamos a nuestro alrededor. Pero realmente no nos fijamos en la precisión detallada de su visión futurista. En lugar de tomar sus visiones como una advertencia, a veces parece que las hubiéramos adoptado como una plantilla para nuestro mundo.

    Para el protagonista de Orwell, Winston Smith, el delito de pensamiento original fue comprar un cuaderno, una pluma y tinta. No importaba lo que escribiese; el mero acto de escribir fuera de la esfera de vigilancia de la telepantalla o del habla-escribe era un delito punible con la muerte, o al menos con 25 años de trabajos forzados. Pero como humanos no podemos evitarlo. Nuestra necesidad de libertad interior siempre nos impulsa, en último término, a escribir, hablar o hacer una rebelión diminuta para enfrentarnos a la opresión, sin importar a qué precio. También este libro ha comenzado en tinta azul sobre suave papel pautado, lejos de las ubicuas pantallas del confinamiento. Tal vez escribir tanto a mano me haya provocado codo de tenista, pero siempre me ha proporcionado una forma distinta de pensar y ordenar mis ideas antes de trasladarlas a la nube eterna.

    En la Primera Parte del libro, exploro las bases históricas del derecho a la libertad de pensamiento, la forma en la que conecta con otros derechos humanos y las batallas milenarias para alcanzar la libertad de pensar por nosotros mismos. Si miramos hacia atrás en la historia, veremos lo que significa para individuos y sociedades no tener libertad de pensamiento. Los filósofos que yo he estudiado –Mill, Sócrates, Voltaire y Spinoza– sabían demasiado bien lo que significaba ser privado de libertad de pensamiento y opinión, ya fuera mediante amenaza de tortura, encarcelamiento o incluso muerte como pena por pensamiento herético o traidor, o mediante el peso aplastante del control social. Científicos y médicos desde la Grecia antigua hasta Silicon Valley han intentado entender qué nos motiva, y han desarrollado métodos imaginativos e intrusivos para deducir qué podríamos estar pensando y manipular nuestras mentes como individuos y como grupos. Y la historia de la guerra, la propaganda política y la mercadotecnia ilustra de qué formas han sido manipuladas nuestras sociedades a través de los tiempos, así como las consecuencias potencialmente mortales del control mental, ya sea comercial o político. Todos ellos tuvieron impactos en la libertad mental, tanto individual como colectiva, antes de que la libertad de pensamiento se estableciese como un derecho por ley.

    La Segunda Parte contempla las nuevas amenazas a la libertad de pensamiento que afrontamos en la actualidad, explorando la interacción creciente, cada vez más directa, de la tecnología con nuestra mente y cuestionando la eficacia de los enfoques jurídicos actuales para proteger este derecho. Desde la legislación penal hasta nuestra forma de votar, encontrar pareja, mantenernos sanos y educar a nuestros hijos, la ciencia y la tecnología se usan para intentar entender qué pensamos y sentimos, y cómo puede cambiarse sin que nosotros nos percatemos, para beneficio de otros. Los ejemplos aportados no equivalen necesariamente a un quebrantamiento jurídico de este derecho (aunque algunos podrían resultar serlo), pero ilustran incursiones crecientes en nuestra libertad interior que nos afectan a todos, de manera directa o indirecta.

    En la Tercera Parte propongo sendas potenciales hacia un futuro en el que nuestro derecho a la libertad de pensamiento esté seguro junto a todos los demás derechos humanos. Llama a reflexionar acerca de qué necesitamos para la libertad y de que todos tenemos una función que desempeñar en la construcción de un futuro que reconozca y respete los derechos humanos de todos.

    Este no es un libro sobre tecnología; trata sobre los derechos humanos y la importancia de estos. Han pasado casi tres cuartos de siglo desde que la humanidad se unió para reconocer los derechos establecidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero lo que parecía un periodo definitivo de paz y prosperidad, al menos en Europa y Norteamérica, ha permitido que olvidemos por qué los derechos humanos importan para la vida de todos. Peor aún, los derechos y libertades se han convertido en un arma (de manera muy literal en Estados Unidos, con el derecho a portar armas), con una falta fundamental de conocimiento acerca de lo que significan y cómo funcionan. Tengo derecho a la libertad de expresión, pero eso no me da derecho a provocar odio y discriminación contra ti y personas como tú. Tengo derecho a la privacidad, y eso incluye el derecho a mantener mi estado de salud como algo personal y a mantener relaciones íntimas con otras personas, pero no me da derecho a infectar de manera intencionada o imprudente a otros con un virus mortal. La idea de la libertad ha sido empleada y corrompida para que represente un individualismo egoísta que poco tiene que ver con el ideal de libertad que nos puso en la senda hacia los derechos humanos defendibles judicialmente.

    Estamos en un punto crucial de nuestra historia. Para quien, como yo, desee un futuro de paz y prosperidad para las generaciones que están por venir, ha llegado el momento de pensar muy en serio qué significan los derechos humanos y las libertades fundamentales, cómo funcionan y cómo podemos protegerlos. Son universales, indivisibles e inalienables. La libertad de pensamiento se sitúa y funciona junto a otros muchos derechos. Pero en general ha sido descuidada, con una complacencia inapropiada. Si perdemos nuestra capacidad de pensar y formar opiniones libremente, seremos incapaces de defender cualquiera de nuestros derechos humanos. En cuanto hayamos perdido nuestros derechos, tal vez nunca los recuperemos. Antes de desperdiciarlos, deberíamos recordar de dónde proceden, por qué importan y cómo pueden salvarnos en el futuro.

    Es hora de avanzar en la definición de qué significan en la práctica los derechos de pensamiento y opinión, para poder trazar un círculo protector en torno a ellos y encontrar el espacio mental necesario para pensar, sentir y entender con libertad. Necesitamos libertad de pensamiento para combatir el cambio climático, el racismo y la pobreza mundial, y para enamorarnos, reír y soñar. La libertad de pensamiento es un derecho individual, pero resulta crucial para la vida cultural, científica, política y emocional de nuestras sociedades. Nos da la oportunidad de tener pensamientos espantosos y apartarlos antes de actuar de acuerdo con ellos o de permitir que arraiguen; nos permite escoger cómo nos comportamos con los demás, moderar nuestro discurso de acuerdo con el contexto y la audiencia, y ser nosotros mismos. La libertad de pensamiento nos permite imaginar nuevos futuros sin tener que probarlos primero. Conserva nuestro espíritu dinámico y aventurero, nos mantiene seguros y, sobre todo, nos permite seguir siendo humanos.

    No deseo frenar la tecnología. Este libro no es un manifiesto ludita que defienda el fin de la modernidad. Es un llamamiento urgente, sin embargo, a pensar qué le pedimos a la tecnología en el futuro y qué necesitamos para conservar nuestra humanidad y nuestra autonomía: estos deberían ser los principios rectores de nuestra relación con la tecnología y del desarrollo futuro de la industria tecnológica. Nuestro futuro no debería basarse en la mejor forma de monetizar la población mundial y obtener la dominación mundial para unos pocos. Debe basarse en lo que significa ser humano, y para eso debemos tener la libertad de pensar.


    [1] H. Grassegger y M. Krogerus, «The Data That Turned the World Upside Down», Vice, 2017. Disponible en [https://www.vice.com/en_us/article/mg9vvn/how-our-likes-helped-trump-win].

    [2] Transcurridos los 30 años establecidos para su desclasificación.

    [3] Véase B. Vermeulen, «Article 9», en P. van Dijk et al. (eds.), Theory and Practice of the European Convention on Human Rights, 4.a ed., Cambridge, Intersentia Press, 2006, p. 752.

    [4] S. Zhang, «Your DNA Is Not Your Culture», The Atlantic, 2018. En [https://www.theatlantic.com/science/archive/2018/09/your-dna-is-not-your-culture/571150/].

    [5] T. Berners-Lee, «30 years on, what’s next #ForTheWeb?», Web Foundation, discurso retransmitido en 2019. Disponible en [https://webfoundation.org/2019/03/web-birthday-30/].

    PRIMERA PARTE

    Lo analógico

    CAPÍTULO I

    La libertad interior

    Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

    Artículo 1, Declaración Universal de Derechos Humanos

    En una polvorienta biblioteca de la Ivy League, con las paredes forradas de libros encuadernados en piel y escritos por hombres que se parecían mucho a él, Zechariah Chafee llegó a comprender, visceralmente, que existía una brecha entre el ideal de libertad humana expuesto por los Padres Fundadores y lo que esa libertad significaba en la práctica en Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Mientras veía bailar las motas de polvo en los rayos de luz del atardecer que penetraban por los elevados ventanales, esperando que las ilustres mentes juristas estudiaran minuciosamente las opiniones que él había manifestado y decidieran su futuro, la dedicación absoluta de Chafee a convertir la libertad de opinión en una realidad legislativa y vital cristalizó a su alrededor.

    Abogado de clase media-alta nacido en la Costa Este, especializado en derecho contractual y profesor en Harvard, Chafee podría haber escogido una vida cómoda y fácil en las torres de marfil de la intelectualidad estadounidense. Pero tenía puntos de vista. Y tenía puntos de vista muy firmes acerca del derecho de cada persona a sostener y expresar sus opiniones, sin importar lo incómodas que estas pudieran resultar. La Primera Enmienda parece ahora una parte fundamental del sistema de libertades civiles estadounidense, pero, antes de 1919, los tribunales del país ni siquiera la habían visto. Finalizada la Primera Guerra Mundial, mientras el Gobierno usaba la Ley de Espionaje de 1917 y la Ley de Sedición de 1918 para aplastar las críticas a su esfuerzo bélico y para combatir el primer «temor rojo», provocado por la Revolución bolchevique en Rusia, Chafee era una de las raras voces que se pronunciaban a favor de la libertad de expresión. Pero su voz tuvo alcance e impacto mundiales.

    Se dice que los conocimientos y el activismo de Chafee en torno a la Primera Enmienda influyeron en la primera declaración del Tribunal Supremo sobre la libertad de expresión, con el voto particular emitido por el magistrado Oliver Wendell Holmes Jr. en la causa de Abrams v. United States[1], en la que se condenó a inmigrantes por distribuir panfletos que criticaban la intervención estadounidense en Rusia. Aunque Chafee no compartía esas opiniones, no podía renunciar a defender el derecho de dichos inmigrantes tanto a sostener como a difundir sus puntos de vista.

    La libertad de cátedra es fundamental para el desarrollo del conocimiento y la sabiduría humanos. Pero, lejos de encontrar refugio en los círculos académicos, la actitud de Chafee sobre la libertad de opinión y expresión amenazó con socavar su carrera docente. Fue, de hecho, sometido a juicio cuando la Facultad de Derecho de Harvard llevó a cabo una investigación y vistas extraordinarias para determinar si sus textos sobre la libertad de expresión lo hacían «indigno para ejercer como profesor en una Facultad de Derecho»[2]. Aunque finalmente sobrevivió a este ataque y permaneció en Harvard, sus opiniones lo arrastraron ante el Comité de la Cámara de Representantes sobre Actividades Antiamericanas y sirvieron para que el senador Joe McCarthy lo declarase persona «peligrosa para Estados Unidos»[3]. Chafee sabía demasiado bien que «los hombres que obtienen el poder de gobernar experimentan una inclinación a usar dicho poder no solo con el fin de controlar las acciones de los hombres, sino también sus pensamientos»[4].

    Entendía la necesidad de proteger el derecho a sostener opiniones sin

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