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Entre hilos de silencio
Entre hilos de silencio
Entre hilos de silencio
Libro electrónico417 páginas6 horas

Entre hilos de silencio

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Hay historias que se tejen en silencio. Voluntades de no hacer daño que acaban hiriéndote el alma. Tesituras ante las que te ves obligada a elegir en función de las circunstancias ajenas, sin que te dejen vivir.
Pero siempre quedará un resquicio para propiciar el cambio.
¿Estará Esperanza aún a tiempo de poderlo conseguir?
Pozoblanco. Verano de 1936
«¿Qué ha pasado, José, qué tienes? Dime qué tienes». La respuesta de José a la pregunta de su madre traza un punto de inflexión en la vida de Esperanza. A sus doce años, debe enfrentar una nueva y complicada realidad exterior; pero no lo hará sola. Isabel, una adolescente educada con una mentalidad abierta y progresista, llega al pueblo para vivir con su tía. El día en que se conocen, germina una inquebrantable amistad que forzará a Esperanza a redefinir su manera de ver el mundo, sus convicciones y su forma de sentir, con todas las consecuencias. 
Cortijo de La Jara. 31 de diciembre de 1999

Junto a su nieta Luna, Esperanza aguarda nerviosa la llegada de su familia para celebrar la Nochevieja; tiene algo muy importante que comunicarles. Mientras espera, rememora sus últimos sesenta y cinco años con nostalgia y, a la vez, con la amarga sensación de no haberlos vivido como habría deseado.
Pero esa tarde-noche no discurrirá como ella cree. El secreto de Luna y los suyos propios, las confesiones silenciadas de sus hijos y los afectos maltrechos de unos hacia los otros cobrarán protagonismo poniendo en jaque las creencias de todos, en un cruce de acusaciones previo a las doce campanadas del reloj.
«Hay novelas que cuentan vidas y hay vidas para ser contadas en forma de novelas. Esta hace las dos cosas». Víctor Fernández Correas
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 jun 2024
ISBN9788418976681
Entre hilos de silencio
Autor

Pilar Muñoz Álamo

Pilar Muñoz Álamo (Pozoblanco, Córdoba, 1967). Licenciada en Psicología —especialidad en Psicología Clínica— por la UNED y funcionaria de la Administración General del Estado.Es autora de novelas entre las que destacan Un café a las seis (Amazon, 2017), Aquello que fuimos (ganadora del V Premio Literario Amazon; Amazon Publishing, 2018, y traducción al francés en 2019) y Cuando la llamaste Claudia (Amazon, 2020). Aficionada también al género del relato, con el que ha participado en diversas antologías y ganado varios premios, el último con El atelier de Charlotte (ganador del premio de narrativa Antonio Porras, Excmo. Ayuntamiento de Pozoblanco, 2021).Es optimista, vital y una apasionada de la vida y las emociones, que transmite a través de la literatura.

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    Entre hilos de silencio - Pilar Muñoz Álamo

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

    Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

    28036 Madrid

    Entre hilos de silencio

    © 2024 Pilar Muñoz Álamo

    © 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

    Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

    Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock

    ISBN: 9788418976681

    Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Dedicatoria

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Capítulo 37

    Capítulo 38

    Capítulo 39

    Capítulo 40

    Capítulo 41

    Capítulo 42

    Capítulo 43

    Capítulo 44

    Capítulo 45

    Capítulo 46

    Capítulo 47

    Nota de la autora

    Agradecimientos

    A ti, mujer, que tanto has luchado por lo que sentías que merecía la pena

    En todo paraje oscuro puede lucir, sin esperarlo, un nuevo punto de luz

    1

    31 de diciembre de 1999

    Su vista alcanza el horizonte. Se le enreda la mirada en el paisaje dibujado tras la ventana, especialmente en el camino de tierra que serpentea entre las encinas y que, en la distancia, se le antoja angosto y árido. Una y otra vez, se acomoda las gafas con el dorso de la mano, sin reparar en que el calor de la estufa y el vapor del guiso puesto al fuego se las empañan. Ella cree que son sus ojos, que responden a la emoción que siente ante lo que se avecina; o unas lágrimas difusas por lo que de manera tardía pretende recuperar.

    Aún es pronto para que lleguen. El sol ha despuntado hace una hora y ella, como cada mañana, lo ha saludado expectante. «Las viejas ya no duermen», acostumbra a murmurar, «ahora, más que nunca, sueñan despiertas». El silencio que la rodea da voz a sus pensamientos. Maldito silencio, ajeno y propio. Tan imperturbable, tan dañino, tan tenaz. Capaz de asolar vidas, de arrasar las ilusiones, de hacerte sentir cobarde. De obligarte a vivir como quisieron otros, no como lo habrías deseado tú.

    Aun así, todavía queda esperanza. Una esperanza a la que, por primera vez, hace honor su propio nombre, que, dicho sea de paso, ya casi nadie pronuncia. «Señora», «abuela», «mamá», «tía». Desde que hace un lustro falleciera su esposo, apenas han pronunciado su nombre labios ajenos; ni siquiera los de sus hijos políticos, que se dirigen a ella llamándola «madre», pretendiendo con ello una cercanía afectiva que, muy a su pesar, siente distante. Es el eco de su esposo, de Guzmán, el que aún resuena en los rincones más recónditos de la casa, como si su voz se hubiese quedado prendida en ellos a imagen y semejanza de un recuerdo enmarcado.

    Se mira las manos, posadas en la encimera, y repara en la fragilidad de su piel, que deja entrever la decena de caudales azulados que le siguen dando vida. Unas manos que repartieron cuidados y no pocas caricias, aunque algunas fueron diluyéndose en el tiempo, convirtiendo en recuerdo lo que antaño fue una realidad. No se aprecia en ellas un ápice de temblor, a pesar de su edad septuagenaria, que sí ha pintado puñados de hebras blancas entre sus cabellos.

    —Abuela, si te tiñeras el pelo, estarías guapísima —suele decirle Luna, con la coquetería de sus dieciocho.

    —¡¿Insinúas que así no lo estoy?!

    Ambas ríen. Bendita la risa que se había acomodado en el cortijo unos meses atrás, resquebrajando el ambiente rancio de la vida cotidiana, martillando la soledad.

    Su memoria imperturbable la conduce hasta el momento en que Guzmán tomó la decisión de fijar la residencia allí, virando el rumbo de su existencia al compás de las nuevas costumbres.

    —Ya nada nos ata al pueblo —le dijo él—. Tu madre no está, los hijos, tampoco; la finca de mis padres queda cerca, viviendo en el campo puedo atenderlos mejor; y el trabajo puedo gestionarlo desde cualquier lugar.

    «Ya nada nos ata al pueblo», se repitió ella entonces, en un lamento silenciado.

    Esperanza podría haber objetado que una parte de su vida quedaba en él, que sufriría un vacío que la dejaba incompleta. Pero cómo explicárselo a Guzmán.

    Sabina entra en la cocina tarareando una melodía antigua. Se ajusta el delantal y se acomoda las horquillas del cabello para evitar que los mechones la importunen. Esperanza apenas se gira; sigue absorta en sus pensamientos, con un brillo líquido en las pupilas.

    —Va usted a desgastar el camino, de tanto mirarlo.

    —Esta vez sí vienen, Sabina.

    —¿Está segura?

    —Eso han dicho.

    —Sí, si decirlo, lo dicen siempre, pero luego…

    Esperanza entorna los ojos y suspira mientras Sabina ahoga sus murmuraciones en el borboteo del guiso, que gira en círculos empujado por un cucharón de madera.

    —Por cierto, ¿no le dije anoche que yo me encargaba de prepararlo todo? —replica Sabina—. ¿Por qué se ha puesto a hacer comida, y tan temprano? Podría haber descansado un poco más.

    —No te preocupes. Estoy bastante más descansada de lo que quisiera.

    —Pues entreténgase en decorar el salón, así matará las horas hasta que lleguen sus hijos. El árbol y las cajas con los adornos están al lado de la chimenea; mi marido se las ha dejado allí antes de irse.

    —¿Cuánto tiempo hace que no decoramos el árbol, Sabina?

    —¡Uf, madrecita mía! Veremos a ver si no se le deshace el espumillón en las manos, estará ya tieso. Lo que no sé es por qué se le ha ocurrido ponerlo este año. ¿Celebramos que entramos en el último año de este milenio, o hay alguna otra razón especial y yo no lo sé?

    —Todo es posible, Sabina.

    Las palabras se le han escurrido entre dientes, aunque Sabina no ha acertado a escucharlas; su pregunta ha sido como tantas otras de las que formula sin detenerse luego a esperar respuesta. Comienza a tararear un villancico tradicional y Esperanza se alegra al verse librada de dar explicaciones inoportunas. «Esta vez sí vienen, Sabina». Su corazón palpita más acelerado al pensarlo. La vida cobra fuerza y le ofrece una visión cristalina de lo que siempre le resultó turbio. Qué fácil resulta ser cobarde cuando se aúnan el sentido del deber y la incapacidad consciente de provocar dolor ajeno; qué fácil es renegar de una parte de ti misma cuando el futuro se presenta incierto.

    Pero ya se acabó.

    El camino que ahora observa se le antoja igual que su vida, cuyo recuerdo íntegro la asalta a traición. Es llano en unos tramos; abrupto, en otros; con matojos y curvas que arañan el corazón y sobrecogen el alma. Conforme va rememorándola comprende, con claridad meridiana, que esconderse ha dejado de ser una opción plausible. Que el riesgo es inherente a la vida, como la certeza absoluta lo es a la muerte.

    Ella quiere seguir viviendo.

    A ser posible, como nunca antes se había atrevido a hacerlo.

    2

    Agosto de 1936

    Esa tarde no supe anticipar que el horror dibujado en los ojos de mi hermano José marcaría un punto de inflexión en nuestras vidas. Solo vi en ellos sendos pozos sin fondo, dos agujeros negros que podrían haber engullido el cielo si mi madre no lo hubiese zarandeado en un intento desesperado de hacerlo reaccionar, de resquebrajar el mutismo que acompañaba a su tez pálida. La luz, mortecina como parecía estarlo él, se proyectaba sobre sus figuras creando dos espectros a la entrada del comedor. A través de las varillas de la persiana se filtraba el eco de las voces apagadas, de los pasos presurosos, y una brisa cálida que rezumaba olor a sudor y miedo. «¿Qué ha pasado, José, qué tienes? ¡Dime qué tienes!». La voz de mi madre, salida de entre su ropaje oscuro, lo increpaba, mientras yo trataba de contener el avance de mis hermanos más pequeños, con mis manos temblorosas de doce años.

    Aquel verano de 1936 ya no fue para nosotros como de costumbre. No hubo excursiones en familia a la Guizuela, ni competiciones de cometas que pusieran color al cielo en las afueras del pueblo. Cesaron la caza de grillos cebolleros con jaulas de alambre, las horas perdidas saltando a la comba, y el juego del escondite se hizo real.

    «¿Qué ha pasado, José, qué tienes?». «Es padre».

    La respuesta de mi hermano, eterna en el tiempo, no se borraría de mi cabeza jamás. Tampoco la tez demudada de mi madre, enmarcada por su cabello ondulado y oscuro, pulcramente recogido en la nuca por decenas de horquillas. La vi escrutar con la mirada las pupilas de José, saltando de una a otra, como si en ellas pudiera leer aquel mensaje cifrado. Y abrazarlo después, apretando la cabeza de mi hermano contra su pecho mientras exhibía una entereza desmedida que rayaba lo artificial.

    Yo tardé en comprender lo que había sucedido. Por más que mi mente intentase hilvanar el hilo de los acontecimientos, estos se desmadejaban; quizá porque nadie en mi entorno era capaz de entender, en aquellos días, lo que de verdad estaba pasando; quizá porque nadie se preocupó de explicarme el significado de palabras nuevas en el vocabulario del vecindario, aunque estas comenzaran a repetirse como si siempre hubieran desfilado por las conversaciones rutinarias: sublevación, alzamiento, República, represión…

    En las semanas previas a aquel infausto día, yo había sido testigo de las preguntas a media voz que mi madre hacía a mi padre cuando se hallaban a solas, creyéndose a salvo de mi curiosidad. «Tranquilízate, Mercedes, no va a pasar nada, ya lo verás». Tal era la respuesta de mi padre, concisa y pretenciosamente segura, que no calmaba a mi madre, ahora ya lo sé. Condicionado por los convencionalismos sociales y la educación propia, mi padre menoscababa su inteligencia y su perspicacia. Mi madre no conocía los detalles, no sabía de la existencia del telegrama que la Comandancia Militar de Córdoba había remitido al capitán de la Guardia Civil de Pozoblanco comunicándole el triunfo del Alzamiento en la capital, pero había escuchado rumores, aquí y allá, en torno a la postura de Rodríguez de Austria, que había prometido mantenerse fiel a la República y había acabado, un día después y por orden superior, incautando el Ayuntamiento y dictando órdenes a los guardias civiles bajo su mando para que iniciaran la represión en el pueblo ante el inminente estado de guerra. Sin duda, mi madre vaticinaba el peligroso cariz que aquel mandato tenía para nosotros, porque entre aquellos guardias civiles estaba mi padre, Genaro de las Heras.

    Los primeros disparos de fusil al aire en la calle Real, las entradas y salidas de mi padre, a destiempo, callado, sus ausencias nocturnas, la manera concienzuda en que se frotaba las manos cuando las lavaba al volver a casa, las miradas recelosas de los vecinos, que se expandían hasta alcanzar la figura de mi madre, o los platos sobre la mesa con su comida intacta eran para ella señales inequívocas de un camino malo y sin retorno. Cada vez que el camión blindado de la Guardia Civil salía en busca y captura de los huidos al campo, ella rezaba con una oquedad en el estómago desoladora. No quería enfrentamientos, sangre ni muertes; la enfermedad ya se las cobraba sin permiso, como había hecho con sus hermanos, que aún le pesaban en el recuerdo. «El hombre propone y Dios dispone», se decía, encomendándose a una fuerza superior que combatiera la fatídica decisión de quien podía destrozar con ella las vidas de un pueblo entero. De una nación entera.

    El 15 de agosto, los correveidiles del pueblo, con los pantalones remendados y las varas en la mano, difundieron la noticia como pregoneros clandestinos: «Vienen milicianos desde Villanueva y más soldados republicanos. ¡Muerte a los sublevados!». Aquella última exclamación despertó en mi madre un sudor frío que la hizo tiritar. El pueblo ya estaba cercado por los huidos al campo, habían bajado desde La Morra, y se hallaba cortada la carretera que unía Pozoblanco con la capital. Unas ventanas se abrían, otras puertas se cerraban; la cara y la cruz de un pueblo enfrentado, como otros tantos. La esperanza de unos brotando al compás de la angustia de otros, como la que se le había metido a mi madre bajo la piel. ¿Por qué resultaba tan cara la paz? ¿Por qué el destino había convertido la libertad, incluso la vida de mi padre, en moneda con la que pagar el restablecimiento de un orden que otra persona había decidido alterar? ¿Por qué las convicciones ajenas manejaban nuestra existencia arrebatándonos el derecho a vivir tal cual deseábamos? En esta última pregunta me quedaría enredada por muchos años. Por una vida. O casi.

    Los bombardeos de la aviación republicana nos pillaron por sorpresa. Corrimos a escondernos en las faldas de mi madre mientras caían octavillas sobre las calles desiertas exigiendo la rendición. De nuevo, los rezos. De nuevo la ausencia de mi padre, que llegó a las pocas horas, desencajado. Se atrancaron las puertas, se cerraron las ventanas. Se nos apagó el sol y un cielo encapotado se instaló dentro de casa, sin que mis hermanos, ni tampoco yo, pudiésemos aventurar el alcance de la tormenta.

    —¿Qué está ocurriendo, Genaro?

    Mis padres se habían sentado a la mesa, junto al hogar en el que mi madre prendía el fuego para cocinar. Él se empinó el porrón y bebió un poco de agua fresca antes de contestar en un tono apenas audible.

    —La capitulación es ya inminente; estamos en una situación clara de inferioridad, Mercedes.

    Mi madre entrelazó las manos, apretándolas contra el regazo. Vi cómo su pecho se hinchaba y deshinchaba de manera ostentosa; parecía faltarle el aire, cuya entrada había sido vetada horas antes.

    —¿Qué va a pasar? ¿Qué temes? —Ella tenía la voz quebrada.

    —Las milicias están cometiendo una auténtica barbarie en Pedroche y en Villanueva de Córdoba, no sé lo que harán cuando entren aquí.

    —Pero tú no has hecho nada, Genaro, no has matado a nadie, tú… solo has hecho detenciones cumpliendo órdenes… Solo eso.

    Mi padre la miró con el gesto grave y guardó silencio; no fue necesario confesarle con palabras su temor. A mi madre le resbalaron con urgencia dos lágrimas por las mejillas que se limpió con el mandil antes de llevarnos a dormir. «Dios te salve, María, llena eres de gracia…». «Padre nuestro que estás en los cielos…». Recitamos las oraciones antes de encomendarnos al sueño, tal y como ella nos había enseñado. Mis hermanos pequeños, ajenos a una realidad que a mí en parte se me escapaba, cerraron los ojos, abandonándose a un paraje en el que sin duda se encontrarían más seguros que en nuestra propia casa. Bartolomé, a sus ocho años, continuaba durmiendo conmigo; Carmelo, a sus diez, lo hacía con mi hermano José, que miraba al techo con los ojos redondos y el ceño fruncido.

    Mi padre no salió de casa al día siguiente. Yo había despertado al alba, empapada en sudor, y no había escuchado la puerta, muy próxima a mi dormitorio. En la calle había un cierto alboroto y corrí a buscar a mi madre, que lavaba la ropa de mi padre en la pila del patio. Él estaba sentado en un rincón del comedor, con un pequeño trozo de pan con aceite en la mano y un vaso con apenas dos dedos de leche. Todo seguía en penumbra. Todo en silencio. Tan en silencio que éramos capaces de descifrar, sin apenas esfuerzo, las conversaciones que discurrían tras los muros de casa. Al caer la tarde, mi vecina, a la que todos conocíamos como la abuela Patricia, alzó la voz hasta gritar con un tono desgarrador: «¡Han fusilado a don Faustino y a don Antonio, el párroco! ¡Los han matado!». Don Faustino era el médico, nuestro médico, el que siempre nos regalaba salud y un trozo de chocolate de los de Hipólito Cabrera; don Antonio era el párroco de la iglesia de Santa Catalina, a la que acudíamos religiosamente cada domingo y fiestas de guardar. Mi padre dio un respingo en la silla al escucharla. Mi madre abandonó en la pila la camisa mojada y entró apresurada. El terror se adhirió a sus pieles y los conminó a callar y actuar; la represión de las milicias había comenzado.

    No sirvió de nada que mi padre se ocultara en la cámara trasera que se usaba en las matanzas. A la mañana siguiente, un grupo de cinco hombres nos arrancó del sueño a golpes de fusil y palos en la puerta. Sus voces desalmadas increparon a mi madre hasta permitirles franquearla, bajo amenaza de «llevarse por delante» hasta a los niños, si hacía falta. Ella nos devolvió a la habitación y nos ocultó bajo la cama instantes antes de que penetraran en la casa y comenzaran a registrarla de arriba abajo, apropiándose a un mismo tiempo de aquello que les pareció de valor. Buscaban a mi padre y lo encontraron. Las súplicas de mi madre cayeron en hueco; se las llevó el aire, la ira, el odio, una venganza añeja o el rencor incontenible por una contienda que acababa de empezar. Mi hermano José escapó por la puerta trasera sin que lo viera mi madre. No supimos adónde había ido. Ni de dónde había sacado, a sus quince años, una valentía adulta. Lo esperamos con impaciencia. O mejor dicho, los esperamos con impaciencia. Hasta que José volvió y entró en casa con el horror mordiéndole la mirada. «¿Qué ha pasado, José, qué tienes? ¡Dime qué tienes!». «Es padre. Lo han asesinado, madre. He visto cómo lo fusilaban desde la verja del cementerio».

    Aquel verano de 1936, nuestras vidas cambiaron para siempre. No tuve conciencia entonces de todo cuanto sucedió y de lo que realmente significaba. Aún no sabría dilucidar lo que quedó sellado en mi memoria o ha resultado ser fruto de la reconstrucción que el tiempo me ha permitido hacer según clamaban nuestras heridas, las mías, las de mi madre, las de mi hermano…, rescatando las voces calladas, las confesiones, los sentimientos que todos guardamos en aquel entonces sin permitir que afloraran.

    Todavía nos quedaba mucho por sufrir, por luchar, por vivir. El futuro rehuyó los colores y se tiñó de negro, igual que mis vestidos nuevos.

    No acerté a pensar, sumida en el desconsuelo por la muerte de mi padre, que en todo paraje oscuro puede lucir, sin esperarlo, un nuevo punto de luz.

    3

    Agosto de 1936

    No era la primera vez que yo escuchaba hablar de muerte, ni de los términos emparentados con ella. Había visto a mi madre afanarse con arrojo en los preparativos de un sepelio cuando la pena imposibilitaba a quien le correspondía hacerlo por derecho y, en varias ocasiones, me había pedido acompañarla. «Hay que tener la piel curtida, Esperanza, la vida es dura y la debilidad no ayuda», me decía, apremiándome a madurar, a convertirme en mujer cuando todavía no era, ni tan siquiera, una adolescente en ciernes. Admiraba su fortaleza, su capacidad para hacer frente a la adversidad, como una roca frente al mar. Pero aquella noche, la del fallecimiento de mi padre, advertí una fisura en su anatomía que la hizo ganar humanidad ante mis ojos. Solo fue esa noche, pero la vi enjuta y vulnerable. En aquel momento no entendí su apocamiento, quizá porque me resultaba incoherente; más tarde, comprendí que las desgracias no adquieren verdadera entidad ni nombre hasta que uno las sufre en carne propia, y que los afectos debilitan. Para colmo, el objeto de nuestra desgracia no estaba allí para rendirle honores, para darle la despedida que «mandaba Dios», según palabras de mi abuela. Mi padre había partido sin confesión previa, sin que sus pecados fuesen absueltos antes de presentarse ante la justicia divina. No había recibido el santoleo por el cura, y las campanas de la iglesia de Jesús Nazareno no habían tocado a agonía, ni tampoco a muerte. Habían permanecido silentes, como si el fallecimiento en aquellos tres días de tantos ajusticiados sin sentencia previa las hubiera hecho encallar. Solo podía escucharse el murmullo de la oración de la agonía que mi abuela relataba incansable en su intento de redimirlo: «No sé la cuenta que con Dios pasa, solo sé que en el cielo han de entrar puras las almas».

    La avisadora no había transmitido la noticia casa por casa, puerta por puerta; no acudieron los vecinos a un velatorio que parecía impostado, a excepción de la abuela Patricia que, a su edad, decía estar ya en paz con las almas celestiales, que ya la vida le importaba un carajo. Tampoco se prendieron velas en los candeleros y nadie besó a mi madre diciéndole a un mismo tiempo: «El Señor lo tenga en su Santa Gloria». Ahora pienso que más de uno le habría deseado el infierno, como nosotros respecto de aquel que apretó el gatillo segando su vida tras la verja del cementerio.

    Yo me quedé dormida a mitad de la madrugada, acurrucada en la vieja mecedora del comedor en la que solía sentarse mi padre; la letanía de mi abuela y mi madre rezando el Rosario me provocaron una modorra imposible de controlar. Me dejé vencer por el sueño, con la extraña sensación de no saber poner nombre a lo que sentía. Ya eran tan frecuentes las ausencias de mi padre que aquella parecía ser una más; necesité que se sucedieran muchos días para tomar conciencia del alcance de la tragedia, para ser consciente de que no volvería a verlo más. La última imagen de aquella noche, antes de entornar por completo los ojos, fue el rostro de mi madre. No sé bien lo que buscaba en él. Tal vez una promesa de amparo, de la protección de mi padre que siempre sentimos, de la heroína en la que debía convertirse para sacarnos del barro en el que nos habíamos hundido hasta las rodillas. Necesitaba que mi madre espantara ese temor nuevo y pegajoso con el que tenía ungidas las entrañas.

    En los tres días siguientes no pisamos la calle. La vuelta al Ayuntamiento de los gobernantes republicanos restableció el orden en gran medida y se controlaron las detenciones y los fusilamientos, pero el hedor a miedo se había quedado incrustado en los muros de nuestra casa. El aire estaba viciado y nos asolaba un silencio espeso, cargado de preguntas en torno a un futuro incierto que me inquietaba. Mi hermano José era un espectro, un autómata de mente insondable que apenas pronunciaba palabra. Mi madre, por su parte, parecía tener una existencia doble; iba a rebufo de la rutina mientras su remolino mental la hacía gesticular de una manera extraña e incomprensible.

    —Mi Genaro tendría que haber subido a uno de esos dos trenes que enviaron a Valencia, madre. Ahora estaría preso pero vivo —la escuché decirle a mi abuela, sin mirarla, entre ahogados sollozos. Fregaba el suelo arrodillada, con las manos enrojecidas y un ímpetu con el que canalizaba la rabia.

    Aquel pensamiento estéril la estuvo martillando mucho tiempo; no hay peor condena que el lamento por una decisión aparentemente equivocada que resulta imposible contrastar. Cuánto la habría aliviado saber, en aquel entonces, que los enviados a Valencia, a la zona gubernamental, no serían absueltos ni deportados, que acabarían recluidos en las bodegas del Legazpi, un barco convertido en prisión militar, y posteriormente juzgados y fusilados. Cuánto la habría ayudado saber que, de haber subido a aquel convoy, su final habría sido el mismo, pero con prolongada agonía.

    El cuarto día tras el fallecimiento de mi padre tuvo un amanecer distinto. Me despertó la conversación un tanto exaltada entre mi madre y mi abuela.

    —No voy a obligar a Esperanza a que lleve luto entero, madre. Eso me corresponde solo a mí.

    —El que ha muerto es su padre, Mercedes, no es un tío, ni un abuelo. Tiene que llevarlo. ¿Qué van a decir los vecinos si sale a la calle como si nada hubiera pasado?

    Aparté el visillo y me asomé al patio trasero a través de la ventana interior. Mi abuela se afanaba en teñir de negro ciertas prendas en un viejo barreño de zinc, entre ellas, el vestido que yo más solía usar en verano.

    —No quiero que la señalen, que despierte las habladurías o las burlas de la gente por ser la huérfana de un guardia civil. De un sublevado —respondía mi madre.

    —La señalarán de todas formas. Todavía no debería salir a la calle, su padre está recién muerto. Solo faltaba que encima no le guardara respeto vistiendo como Dios manda. Parece que has olvidado todo lo que te he enseñado, Mercedes.

    Vi a mi madre envararse y contraer el gesto, crecerse ante la acusación de mi abuela. Aun así, le contestó con el tono de voz apaciguado:

    —Usted no me ha enseñado lo que es quedarse viuda con treinta y cinco años y cuatro hijos, madre. Ni cómo aguantar el dolor de saber que a mi Genaro lo han matado. Quiere que piense en los vecinos, pero no puedo, porque si pienso en ellos solo veo a asesinos.

    —Todo esto no te debe nublar la razón.

    La altivez de mi abuela se mantenía impertérrita, con su estirada postura corporal, su vestido austero, que la cubría desde el cuello a los pies, y un moño aposentado en la nuca que no dejaba en libertad ni uno solo de sus cabellos.

    —Tengo que enfrentarme al presente y a lo que ha pasado, madre, y lo haré como pueda y como sepa. Ahora estoy sola. Mi Genaro ya no está aquí para cuidar de mis hijos y sacarlos adelante, debo hacerlo yo. Las calles del pueblo están en guerra, los vecinos nos acusan, José no es el mismo desde que ocurrió la desgracia y Esperanza no deja de mirarme, con el miedo en los ojos, preguntándose, seguramente, lo que va a ser de nosotros.

    —Esperanza tiene doce años, ya no es ninguna niña.

    —Ya lo sé, madre. Por eso la voy a mandar hoy a coger agua de la fuente de la calle Real; hay que rellenar los cántaros y me da igual si solo hace cuatro días que murió su padre. Nadie va a venir de fuera a ayudarnos ni a traernos lo que necesitamos, ahora las circunstancias son distintas. Sé lo que manda Dios, pero no sé si ahora puedo obedecerlo.

    —¡Eres una hereje! —la acusó mi abuela, con desprecio.

    Mi madre bajó la mirada y calló. Respiró hondo y luego añadió, con la seguridad y el sosiego que yo necesitaba ver en ella:

    —Una semana. La vestiré de luto entero una semana, madre, por respeto a usted y a lo que me ha enseñado. Después solo llevará un lazo negro en el pelo. No voy a consentir que mis hijos vayan con el sufrimiento a la vista de todo el mundo, no les voy a dar ese gusto. Bastante tienen con el que sienten por dentro.

    El «orgullo» adquirió para mí un nuevo significado con aquellas palabras, sustentadas en la amargura, en el rencor y en un recelo que se acrecentaría con el tiempo. La rebelión de mi madre me mostró la fuerza con la que un hecho aislado puede derribar un muro de convicciones sin esperarlo, cómo puede avivar un carácter aletargado haciendo que asuma de inmediato el control de la embarcación. Fui testigo, aquella mañana, del comienzo de una transformación imprevisible. Un rayo en su tormenta había pulverizado parte de sus certezas, obligándola a reconstruirlas. Pero a su manera. Mi madre cobró una relevancia en nuestras vidas que he celebrado y odiado a partes iguales a lo largo de la mía.

    —José, coge la carretilla con los dos cántaros y ve con tu hermana a por agua a la fuente —le ordenó mi madre.

    Mi hermano apilaba pequeños trozos de encina en un rincón de la leñera. Se limpió las manos en los pantalones y me miró de soslayo. Luego respondió a mi madre.

    —Puede ir ella sola.

    —Tal y como están las cosas, no. Además, ella no sabe manejar la carretilla.

    —Sí que sé, madre —dije con cautela, intentando zanjar la discusión. Mi madre me miró, a la espera de una explicación—. A veces, cuando usted no está, subo a Carmelo y Bartolomé y jugamos a hacer carreras por el patio. Ellos se ríen.

    Vivíamos en la calle San Antonio. Nuestra casa distaba de la fuente poco más de trescientos metros, pero el firme era muy irregular y la mala disposición de las piedras dificultaba la conducción de la carretilla de madera que, de manera artesanal, nos había hecho mi tío Cristóbal. Yo había visto cómo se atascaba y daba respingos cuando la llevaba mi madre, pero quería hacerme valer ante ella.

    Mi hermano José había vuelto a su tarea, ignorándonos.

    —Yo iré con la niña —dijo mi abuela, que ya llevaba unos días viviendo a caballo entre su casa y la nuestra, ofreciéndonos el amparo que entendía que demandábamos sin marginar por ello a sus dos hijos solteros, que seguían reclamando los cuidados que, de haberse casado, les prodigarían sus esposas.

    Ella se acomodó la falda y se puso un velo, también negro, sobre la cabeza, prendiéndolo al cabello con varias horquillas. Yo reestrené un vestido que había perdido por completo la dulzura con el cambio de color. Si aquella prenda, que me alcanzaba los tobillos, me pareció horrible, el lazo en el pelo me resultó macabro. Aquel adorno perdía su razón de ser. No me aportaba hermosura, me la quitaba y le arrebataba el protagonismo al candor de mi piel.

    Cuando abordamos la calle, noté miradas fugaces posadas en mí. «Buenos días nos dé Dios», saludaba mi abuela, empeñada en una normalidad que hasta yo veía alterada. Los vecinos caminaban con prisa, las cabezas agachadas, los hombros contraídos, como si cometiesen delito por permanecer fuera de casa. Era el semblante de la incertidumbre y el miedo por el deambular de los fantasmas, que se habían hecho reales y paseaban por el pueblo con sus cadenas en ristre, haciéndose notar. El sol se daba de bruces con las paredes encaladas y se proyectaba sobre nosotras, que lo absorbíamos como esponjas. Yo conducía la carretilla, sorteando los salientes de las piedras para facilitar el giro de la rueda de madera, que crujía sin cesar. Apenas se veían hombres; a esa hora de la mañana ya debían de haber acudido a sus lugares de trabajo. Al llegar a la esquina de la calle Real vi al buñuelero bajar por la calle Andrés Peralbo. Traía la cesta de mimbres colgada del brazo, pero no entonaba el pregón de «buñuelos calientes» con el que solía anunciar su presencia. Tal vez se dirigía a la plaza en la que asentaba el anafre donde los hacía. Tal vez el calor enrarecido de aquel verano no invitaba a degustarlos. O

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