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Y Dios le dijo su nombre. La maldición de las treinta monedas de Judas
Y Dios le dijo su nombre. La maldición de las treinta monedas de Judas
Y Dios le dijo su nombre. La maldición de las treinta monedas de Judas
Libro electrónico300 páginas3 horas

Y Dios le dijo su nombre. La maldición de las treinta monedas de Judas

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Todos los hechos descritos en este libro son verdaderos, los personajes existen o han existido y las situaciones han sido reales. No es ficción. Es HISTORIA.

Judas traicionó a Jesucristo por treinta denarios de plata. Estas monedas están regadas con la sangre del crucificado y por lo tanto malditas. En esta apasionante novela, el lector recorrerá la Historia acompañando a esa maldición.

Todo comienza en La Coruña (España), cuando una mujer arroja al mar, desde lo alto de las Torres de Hércules, una antigua moneda romana. Ella es la heredera de un antiguo combatiente de la II Guerra Mundial, y recibió, como última voluntad del finado, unos manuscritos y un denario.

A través de ellos, el lector conocerá en primer lugar cómo el difunto anciano encontró la moneda y los papeles que la acompañaban.

Después vivirá con Judas el momento de su traición.

Asistirá al sitio y destrucción de Jerusalén en el año 70 ya la posterior conquista de la meseta de Massada.

Con Benito de Nursia, fundará el monasterio de Monte Cassino y presenciará su destrucción.

Se conmovirá con la expulsión de los judíos de España en 1492, descubrirá América ese mismo año, y presenciará la construcción y destrucción del Fuerte Navidad en la isla La Española.

Revivirá el gran imperio azteca con Moctezuma y asistirá a su caída a manos de Hernán Cortés mientras se sumerge en la huida en la Noche Triste. 

Con Napoleón viajará a Egipto e invadirá Rusia.

Y, por último, asistirá a los tres últimos naufragios de grandes petroleros en la Costa de la Muerte de España: el Urquiola, el Aegean Sea y el Prestige.

Se complementa con 238 anotaciones a pie de página, así como con diversas fotografías, mapas, planos e ilustraciones, que consiguen una mejor comprensión del lector de las intensas historias narradas en esta obra. 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 may 2024
ISBN9798224013784
Y Dios le dijo su nombre. La maldición de las treinta monedas de Judas
Autor

ESTEBAN PERELLÓ RENEDO

Esteban Perelló Renedo nació en Bilbao (España) en 1963. Es Historiador y escritor. Ha sido ganador de varios premios literarios tanto en prosa como en poesía; y ha publicado con diversas editoriales una decena de novelas históricas así como diferentes artículos y relatos históricos en revistas especializadas. Todas sus obras se caracterizan por su amenidad y por un absoluto y objetivo rigor histórico.

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    Muy interesante. Varias novelas históricas conectadas con las monedas de Judas. Muy bien escrito, aporta anotaciones sobre lugares etc que ayudan mucho. Me ha gustado

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Y Dios le dijo su nombre. La maldición de las treinta monedas de Judas - ESTEBAN PERELLÓ RENEDO

Y DIOS LE DIJO SU NOMBRE

Y desde la Sagrada Zarza Ardiente le dijo su nombre a Moisés. Y su nombre era Jahv. Pero la Halvika dice que todo el que pronuncia su nombre es reo de muerte.

Entonces se le llamó El Sin Nombre, El Innombrable, Kyrios, Yahvé, Señor, Adonai, La Calma, El Nombre, El Cielo, La Estancia, La Presencia, El Sagrado, La Majestad, Cheinha, El Presente, El Todo, La Gloria, La Nada, El Eterno, El Misericorde, El Padre, El Santo Único, El Altísimo, Dios.

Y saldrá un vástago del tronco de Jessé y un retoño de sus raíces brotará, y sobre él reposará el Espíritu de El Cielo.

Y el mismo Cielo os dará esta señal: he aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo y le pondrá el nombre de Emmanuel.

Y será nacido, adorado, vendido y muerto en un madero. Y reinara entre los hombres. Y su Reino no tendrá fin. Y verá el mundo en la ciudad de Belén.

Y lo que Él toque, y de lo que Él coma, y de lo que Él beba, y el polvo que sus sandalias pisen, y los hombres y mujeres y los animales y plantas sobre los que Él ponga su mano, serán puros para siempre y considerados como sagrados.

Y la llegada será precedida de un gran terremoto que destruirá las naciones excepto la elegida. Y le seguirá un incendio de gran luz y fuego y calor, que destruirá las naciones excepto la elegida.

Y le seguirán la sed y el hambre que destruirán a los pobladores de las naciones excepto a los de la elegida.

Y será entonces cuando llegará el Hijo de Adonai, el Mesías, que será Rey de las naciones y Rey del Universo.

Y reinará en todas ellas y también en la elegida. Y su Reino establecido en la Tierra, será glorioso para todas las naciones y también para la elegida.

Y el oro pagado por su muerte será maldito y traerá desgracia al que lo portare porque estará teñido con su Divina Sangre.

Y Judas el Iscariote arrojó, cargado de ira y miedo, las monedas que había cobrado por su traición.

Y al tercer día resucitó.

Y las treinta monedas de plata marcadas y malditas, comenzaron su andadura por la historia.

UN DOMINGO, TEMPRANO EN LA MAÑANA

Llevaba muchos años, desde su juventud, residiendo en la hermosa ciudad de La Coruña, en donde había construido una familia. No obstante, cuando los periodos vacacionales del estío lo permitían, acudía a su villa natal para así hacer compañía por unos días a sus progenitores, alegrándoles un poco su rutina, con la actividad, desparpajo e inocencia de sus dos nietos. Cuando su padre enviudó y quedó sumido en una profunda tristeza, consideró obligado el ampliar las visitas, intentando un consuelo que no podría darle.

Siempre lo admiró. Lo había tenido como ejemplo a seguir en muchas de sus actuaciones en la vida. La entereza, aquel aplomo para hacer frente a las dificultades, causaban en su persona más influencia de la que hubiera imaginado. Nunca lo vio derrumbarse ante nada ni nadie. De él aprendió, como siempre dijo, que «al toro hay que cogerlo por los cuernos».

Aquella mañana de invierno, recibió la llamada de unos viejos conocidos de Bilbao. En ella le comunicaban el ingreso de su progenitor en un hospital, aquejado de una grave dolencia al corazón. No lo dudó. Desentendiéndose totalmente de sus tareas, se embarcó en el primer vuelo que desde Labacolla la trasladó a Sondica.

Al mediodía, después de haber visitado al enfermo, charló largamente con el doctor que lo atendía. Él le confirmó lo que ya intuía. Su estado de salud era crítico. Con suerte viviría una semana. Ante esa confirmación de lo peor, acudió de nuevo a los pies de su cama. Allí no pudo reprimir que una sombra de tristeza cubriera su rostro, siendo advertida por el encamado, quien la conocía lo suficiente como para lograr adivinar su inmediato destino.

—Bueno —dijo sonriendo—. Todo se acaba.

—Padre,..., por favor.

—Venga, mujer. Que te conozco —interrumpió—. ¿Cuánto me queda? ¿Uno? ¿Dos? ¿Acaso tres días?

—Como mucho siete —le confirmó cabizbaja.

—En muchas ocasiones, cuando tú eras niña —respondió borrando la sonrisa de su boca—, me vi con el cuello en el madero, ofreciéndoselo al tajo de la guadaña del caballero de las tinieblas. Ahora, que mi muerte va a ser dulce y cómoda —Soltó una larga carcajada—, hasta me puedo permitir el gusto de reírme de él.

Sonrió por no llorar. Ante aquella mirada profunda, su hija bajó la cabeza procurando que no la fijara en sus ojos repletos de brillos.

«En verdad, él sí había luchado contra la muerte en innumerables ocasiones —Los recuerdos volaban en su cabeza, en un pensamiento rápido—. Nació el 22 de julio de 1910 en Bilbao. Sus padres, los abuelos, supieron, desde su penuria económica, criar y dar estudios a sus cinco hijos. El benjamín, quien ahora agonizaba, se licenció en derecho por la universidad de Deusto en el año 1934. Contrajo matrimonio al año siguiente. En las elecciones de 1936, fue elegido concejal por candidatura independiente en el ayuntamiento de Bilbao. Al estallar la Guerra Civil Española, fue movilizado y nombrado oficial de la II República, participando en el frente de Archanda, en la defensa del Cinturón de Hierro de la villa. Cuando cayó la ciudad, en 1937, fue hecho prisionero y trasladado a un campo de concentración en Santander. Su esposa, por aquel entonces, se encontraba embarazada de su segundo hijo. En 1941, ofrecieron a los oficiales presos de guerra la posibilidad de su redención alistándose como voluntarios en la División Azul para luchar en la II Guerra Mundial al lado del ejército alemán. Así, ese mismo año partió hacia el frente del este.

»A los ocho meses de su partida, en su casa se recibió una comunicación oficial del Ministerio de la Guerra, junto con una carta del capitán de su compañía, en la que se le declaraba oficialmente caído en la lucha contra el comunismo y en defensa de la raza en el frente de Rostov. Las autoridades le fijaron, a la viuda, una irrisoria pensión que no llegaba ni para vivir con dignidad. Esto la obligó, por tanto, a trabajar para dar de comer a su prole. Todos los años, el primer domingo del mes de febrero, ofrecía una misa por el eterno descanso del alma del finado.

»A mediados de mayo de 1954, fue citada en el gobierno militar de Bilbao. Allí le comunicaron que por error se había dado a su marido por muerto, estando en realidad desaparecido. Ahora sabían a ciencia cierta que vivía. Con los billetes de toda la familia y el alojamiento pagados por el gobierno, acudieron a principios de abril a Barcelona, a recibir al buque Semiramis, a bordo del cual él regresaba. La alegría se fundió con el llanto. Era su esposo, el padre de sus hijos. Vivía. ¿Había quizá, resucitado?

»Era él, tal y como lo recordaban de años atrás. Estaba igual a como se lo había descrito su madre cuando era niña. Se encontraba muy envejecido y le faltaba su mano izquierda, pero era él. El Estado le asignó una pensión vitalicia que permitió saldar todas las deudas, para, después, vivir holgadamente. Nunca quiso contar lo sucedido durante esos largos trece años, pero indagando entre otros repatriados logró averiguar que se desarrollaron todos ellos en condiciones extremas. Jamás supo cómo su padre había perdido la mano, a pesar de sus muchas e insistentes rogativas para que lo contara. Años después, su madre murió, aquejada de una dolencia incurable: cáncer. El buen padre, quedó sumido en una profunda tristeza, reflejada día a día en su rostro. Ahora, pasados un par de lustros, se encontraba ante él, pudiendo comprobar cómo su entereza de antaño no disminuía ni ante la sombra de la muerte.

—Hija —dijo sonriendo—. Sé de buena tinta que tú eres una formidable lectora y no mal escritora. Que algún trabajo ya has hecho para cierta editorial.

—Nada —Intentó restarle importancia—. Poca cosa.

—No me vengas con historias a estas alturas —prosiguió—. Te conozco lo suficiente, lo sé. Cuando yo muera, en el momento en que mis huesos reposen junto a los de tu madre, acércate a casa, a la que siempre ha sido tuya —Se interrumpió debido a un fuerte y violento acceso de tos—. En la cómoda de mi habitación encontrarás una pequeña caja de caudales. El llavín está aquí, en mi cartera.

—Padre, todavía tienes... —Quiso pensarlo así—... tiempo para...

—Escucha. No trates de engañarme —interrumpió en seco—. Haz el favor. Coge lo que te digo de mi cartera.

En silencio la abrió. Dentro del monedero encontró una pequeña llave de puntos.

—Cuando mi entierro se haya verificado, acércate a la sucursal 89 del banco del Nervión. Con la clave que encuentres en la de caudales, abrirás la caja de seguridad número 2944. Dentro de ella hallarás un paquete de folios, una caja de plata con unos pliegos de papel biblia y una moneda. Lee su contenido. Si así lo consideras, intenta su publicación. Los pliegos destrúyelos. Con la moneda haz lo que tus sentimientos te aconsejen. Ese es mi legado para ti.

Mentalmente anotó el 2944. Después de una charla intrascendente, abandonó el hospital rumbo a su hotel. A las tres de la madrugada, una voz serena le anunció el fallecimiento de su padre. Dos días después, sus restos ya reposaban en paz junto a los de su amada, su esposa, en el cementerio de Derio. Terminado el funeral, se acercó hasta su casa. Allí abrió la caja fuerte. Dentro de ella, una llave de seguridad y una contraseña anotada en un papel, llenaban su vacío. Acudió a la sucursal 89 del banco del Nervión. Después de identificarse como heredera del finado, abrió la caja 2944. En su interior halló un paquete de folios mecanografiados, algunos dibujos, varios planos de poca calidad en su trazo, y una antigua caja de plata. Su espacio interior era llenado por unos enrollados pliegos de papel biblia manuscritos, así como por una gastada y antigua moneda de plata. De ésta, una de sus caras se encontraba totalmente enrojecida, quizás por efectos del tiempo.

En el viaje de regreso a su ciudad de residencia, comenzó a leer lo que ante ella tenía, de tal manera que se enfrascó totalmente en la lectura. Tardó dos días completos en conocer la totalidad de las historias. Al final de ellos, se decidió por intentar su publicación parcial y correlativa. Cuando, siguiendo los deseos del finado, destruyó los pliegos de papel biblia, guardó su traducción completa, que es la que figura en los folios, en su caja de plata dentro de alguna caja de seguridad de alguna sucursal de algún banco, en alguna ciudad de Europa. Entonces, descansó unos días para pensar.

Cuando, por fin, tomó una decisión, un domingo, temprano en la mañana, arrojó la moneda con todas sus fuerzas al mar, desde lo alto del milenario faro de la Torre de Hércules de La Coruña. Siguió su caída con la vista hasta que, con un chapoteo, se perdió, ¿quizá para siempre? entre las limpias y espumosas aguas de la península de la Torre.

Torre de Hércules (La Coruña, España)

LA QUINTA ESENCIA[1]

La vida es corta, todos los viejos lo decimos. Tan corta es, que muchos como yo sostenemos que es como un susurro, un murmullo muy bajito que apenas es escuchado. Esta cortedad únicamente es manifestada por aquellos que tenemos una edad avanzada. Los niños y jóvenes, al vernos, piensan que realmente la vida es larga, llena de venturas, pasiones y dichas. Comúnmente se dice que más sabe el perro por viejo que por perro. Acertadamente, este viejo dicho se aplica a las personas que han vivido muchos años.

El paso de esta a otra superior, marca la frontera entre la conocida vida vivida con la desconocida muerte. Aplicándonos el refrán de la frase anterior, a todos nos gustaría que nos recordaran. Que de nosotros quedara algo, quizás una esencia que no fuera volátil, sino como la quinta. Que después de nuestro último viaje, y al paso de los años, se hablara de nosotros.

Esta idea es común a todos los hombres y mujeres. Muchos, algunos, lo han conseguido con sus hechos, sus victorias, sus derrotas. Unos pocos con sus obras humanas o de arte. Los ejemplos son innumerables a lo largo de la historia de los tiempos.

El que suscribe, no siendo una derogación de lo normal, sabiendo más por perro que no por viejo, también está interesado en entrar a formar parte de esa élite de la historia. Pero aun siendo viejo, intentando aprender de los mayores y queriendo entender más por viejo que no por perro, sabe que esta empresa, aun acometiéndola con resolución, resultaría harto difícil, aunque no imposible, si tenemos en cuenta los caprichos del destino.

Conociendo y teniendo entendimiento suficiente como para saber de mis restricciones en el ámbito de mi inteligencia, virtud y habilidad en el arte literario, pongo sobre aviso al futuro posible lector, que quizá algún día, Dios lo quiera así, se digne robar unos minutos de su vida para leer estas historias, que mi calidad como escritor no se encuentra a la altura de la mayoría. Ni tan siquiera entra dentro de la nota para ser considerado literato.

Por todo ello, puesto al tanto el citado personal de mi inexperiencia como cuentista, contador o relator, me encomiendo al Todopoderoso, para que guíe mi mano temblorosa con bien a través de estas hojas en blanco. Podré, así, llevar a feliz término la relación de mis vivencias y la de las historias que el azar quiso desvelarme.

PARTE I

MI HISTORIA

Mis primeros recuerdos enlazados con los próximos capítulos de este legado comienzan en la estación del Norte de Bilbao[2] el quince de mayo de 1941.

La imagen de mi amada esposa con nuestros dos pequeños hijos en brazos, quedó grabada a fuego en mi retina y fue la fuerza que me dio el valor necesario para sobrevivir a las incontables tribulaciones que flagelaron mi vida, mi destino, en los años venideros.

La última visión que tuve de mi familia se produjo cuando yo, voluntario por fuerza, partía hacia la ciudad de Barcelona. Allí me incorporaría al cuartel base donde los miembros de la División Azul[3] recibiríamos nuestra instrucción antes de partir hacia el «Frente del Este». De este campamento guardo muy pocos recuerdos, todos ellos entremedias de lo grato y lo ingrato. Únicamente mi incorporación como soldado de infantería a la 1ª Compañía del 2º Batallón de la División.

Por fin partimos hacia el frente de batalla. Era el 5 de julio de 1941[4]. El interminable viaje duró tantos días que todos nosotros perdimos la noción del tiempo, hasta el punto de que los minutos eran horas, las horas días y los días semanas.

En el trayecto, únicamente sufrimos siete bajas, de ellas tres suicidios, las cuatro restantes en riñas y disputas comenzadas por fruslerías. Fuimos desembarcados en la estación de Hälder, en el nordeste de la Gran Alemania. Una vez enterrados nuestros muertos, nos instalamos en el campamento base para, dos días después, debidamente pertrechados, dirigirnos en una marcha, que duró quince, hacia el lago Kosmalavha, en plena Unión Soviética y a 120 kilómetros de Rostov.

Esta marcha nos costó más de cien bajas, producidas en su mayoría por el cansancio, la inadecuada alimentación y, a pesar del verano, por las fuertes ventiscas de agua y nieve que a veces nos flagelaban. Toda nuestra brigada tomó posiciones ocupando un frente de más de 20 kilómetros, el total del perímetro del lago, así como mucha zona pantanosa. Para ello, relevamos a la de infantería del IV cuerpo de ejército alemán. Las trincheras en las que vivíamos, ya utilizadas por los alemanes, se encontraban en buen estado. Únicamente el barro anegaba bastantes entradas y casi todas las exteriores. A pesar de todo ello, y debido a la relativa calma que reinaba en nuestro frente, la vida fue bastante cómoda durante los siguientes tres meses, si es que la vida de un soldado de infantería en una embarrada trinchera del algún punto perdido del frente ruso se podía considerar normal[5]. Mi compañía mantenía una posición enclavada a dos kilómetros al norte del lago. Delante de ella, la cenagosa tierra de nadie, ocupando una anchura de algo más de mil metros, al término de los cuales un frondoso bosque de álamos y pinos ocultaba las primeras líneas rojas. A nuestras espaldas, a más de ocho kilómetros, teníamos el derruido pueblo de Tobhaia, del cual, a causa de la guerra y los bombardeos, habían huido todos sus habitantes.

Nuestra compañía se encontraba compuesta por una sección de fusileros, una de morteros y otra equipada con armamento contra—carro, de la cual yo formaba parte. Nuestro material constaba de cinco lanzagranadas con gran cantidad de minas magnéticas.

Enfrente teníamos, dándonos la bienvenida, a una de infantería formada por siberianos de ojos rasgados, todos ellos tiradores de élite[6], acompañados por otra de carros de la III Brigada Lenin de caballería, de la N.K.V.D. [7]. La rutina de nuestras trincheras se veía trastocada de día por los precisos disparos de los francotiradores asiáticos que invariablemente producían numerosas bajas entre los despistados que asomaban durante una décima de segundo su cabeza por encima de la línea de los parapetos. Y de noche por las trazadoras [8] que, como en un cuadro impresionista, escribían sus claras líneas con un suave pincel descendente.

Diariamente, de diez a doce de la mañana, las baterías rusas, con su largo y temible trueno, nos alegraban la mañana, levantando una cortina de fuego y destrucción a lo largo de todo el frente. Aquella tormenta era contestada por nuestros valientes soldados durante otras dos horas, después del rancho, de dos a cinco de la tarde, con otra lluvia de proyectiles de la que todos esperábamos que fuera recibida con la misma alegría con la que nosotros aplaudíamos a los suyos.

Dentro de esta rutina, la molicie se apoderó de nosotros, salvando por supuesto, los pequeños malestares citados antes y a los que nos aveníamos con extraordinaria rapidez. En este estado transcurrieron casi tres meses de increíble comodidad, únicamente rota por los puntuales duelos artilleros y los entierros de las bajas producidas por los francotiradores. Estos siberianos, a esas alturas se habían convertido en auténticos asesinos. Incluso se comentaba que llevaban la cuenta de sus víctimas mediante muescas practicadas en las culatas de sus fusiles.

Al interponerse entre los rusos y nosotros más de mil metros de no mans land, y en esa tierra de nadie una zona pantanosa cubierta de juncos y cieno de más de quinientos metros de anchura por diez kilómetros de longitud lindando con el lago[9], no preveíamos un ataque frontal por cualquiera de las dos partes enfrentadas. La calma reinaba, aun a pesar de haber recibido, nuestro estado mayor, informaciones relativas a la acumulación de fuerzas de caballería e infantería justo frente a nuestras posiciones.

El infierno estalló una noche cerrada, cuando la artillería roja, reforzada por los agudos silbidos de los «órganos de Stalin»[10], levantó ante nuestras líneas una montaña de fuego y muerte que hizo que todos nosotros nos hundiéramos en el fango y besáramos la tierra, elevando nuestros rezos al Todopoderoso. Era el diecisiete de noviembre de 1941[11] cuando, al amanecer, cesó la caída de proyectiles. Atisbando entre la bruma y el humo, no

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