Niñas en la casa vieja
Por Dazra Novak
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Niñas en la casa vieja - Dazra Novak
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Título
Niñas en la casa vieja
Dazra Novak
© Dazra Novak, 2023
© Sobre la presente edición:
Editorial Letras Cubanas, 2023
ISBN: 9789591026286
Tomado del libro impreso en 2019 - Edición y corrección: Rogelio Riverón / Dirección artística: Alfredo Montoto Sánchez / Diseño de Cubierta: Claudia Hernández Cabrera / Ilustración de cubierta: Las geishas de 5ta. Avenida, Rocío García / Emplane: Jacqueline Carbó Abreu
E-Book -Edición-corrección, diagramación pdf interactivo y conversión a ePub y Mobi: Aymara Riverán Cuervo / Diseño interior: Javier Toledo Prendes
Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas
Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.
La Habana, Cuba.
E-mail: elc@icl.cult.cu
www.letrascubanas.cult.cu
Reseña del autor y la obra
Dazra Novak (La Habana, 1978). Escritora cubana. Ha cultivado el cuento, la novela, el minicuento y la crónica. Entre sus libros destacan Cuerpo Reservado (Cuento, Editorial Letras Cubanas, 2008 – Premio Pinos Nuevos 2007), Cuerpo Público (Cuento, Ediciones Unión, 2008 – Premio David y Premio Especial Cabeza de zanahoria 2007), Making of (novela, Ediciones Unión, 2012 – Premio Uneac de novela Cirilo Villaverde 2011), Los despreciadas (Cuento, Ediciones Isla de Libros, Colombia, 2019) y Erótica (minicuentos, Cuadernos de Bongó Barcino, Barcelona, 2019).
La sutileza, la recurrencia a referentes afectivos, pero también políticos y del arte y las letras, una conciencia del lenguaje que reconoce tanto el gesto culto como la jerga; el humor y la ironía dan cuerpo a este relato que ratifica la capacidad alusiva y cuestionadora de Dazra Novak. Sorprendente, llena de mujeres pertinaces, bellas, egoístas, ocurrentes, amorosas, arteras, libres, al borde de la desesperación o de la nostalgia, Niñas en la casa vieja es un libro tramado con pericia, consciente de su alevosía. ¿Novela lésbica? Insuficiente. ¿Novela feminista? Insuficiente. Se trata de una novela sobre la condición femenina; es en primera instancia un hermoso poema a la mujer y sus inabarcables perspectivas. En segunda instancia, lo sospecho, es muchísimo más.
ROGELIO RIVERÓN
Table of Contents
Título
Reseña del autor y la obra
Exergo
Ana Manso
Rosita Aparicio
Lina Linet
Rosario Farrás
Zulema Restrejo
Vera Borrás
Camila Comas
La gitana
La tregua
Natasha
VEF-206
David
Dazra Novak
Exergo
–No vive ya nadie en la casa —me dices—; todos se han ido.
La sala, el dormitorio, el patio, yacen despoblados.
Nadie ya queda, pues que todos han partido.
Y yo te digo: cuando alguien se va, alguien queda. El punto
por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está
solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre
ha pasado. Las casas nuevas están más muertas que las
viejas, porque sus muros son de piedra o de acero, pero no
de hombre. Una casa viene al mundo, no cuando la acaban
de edificar, sino cuando empiezan a habitarla. Una casa
vive únicamente de hombre, como la tumba. De aquí esa
irresistible semejanza que hay entre una casa y una tumba.
Solo que la casa se nutre de la vida del hombre, mientras
que la tumba se nutre de la muerte del hombre. Por eso la
primera está de pie, mientras que la segunda está tendida.
Todos han partido de la casa, en realidad, pero todos se han
quedado en verdad. Y no es el recuerdo de ellos lo que queda,
sino ellos mismos. Y no es tampoco que ellos queden en la
casa, sino que continúan por la casa. Las funciones y los actos
se van de la casa en tren o en avión o a caballo,
a pie o arrastrándose. Lo que continúa en la casa es el órgano,
el agente en gerundio y en círculo. Los pasos se han ido, los
perdones, los crímenes. Lo que continúa en la casa es el pie,
los labios, los ojos, el corazón. Las negaciones
y las afirmaciones, el bien y el mal, se han dispersado.
Lo que continúa en la casa, es el sujeto del acto.
César Vallejo. Poemas humanos. 1923-1937.
Ana Manso
Un álbum de fotos bajo el brazo era todo su equipaje. Ana Manso aceptó el ofrecimiento, se aferró al brazo de aquel hombre como al último salvavidas del Titanic y subió sus quince primaveras. Sobre una rastra, detenida por unos minutos al borde de la carretera, fue donde ofreció su primera caricia oral a la entrepierna de un camionero. Quizá por eso su obsesión con los perfumes, porque el olor desabrido de la simiente del hombre quedaría impreso para siempre en su larguísima y fina nariz. Lamentablemente, para algunas y algunos, ese es el primer rostro de La Habana, ciudad tan diferente a su Pinar del Río natal que apenas era, contrario a lo asegurado por muchos, una confusión de extensísimas calles precariamente asfaltadas y malolientes que solo le brindaron por cobija el Palacio de las Ursulinas, con sus decenas de cuartos divididos hasta la mínima expresión. Fue en ese antiguo convento donde Ana Manso nació sin más remedio a esta vida de bares y mezquindades, sexo y deserciones, mujeres sin hombre, mientras contemplaba la manera lenta y obstinada con que el desagüe principal formaba más abajo, en lo que otrora había sido un hermoso patio interior, un verdadero pantano. A veces brillaba tanto aquel verde de quietud apestosa y densa cuando le daba un rayo de sol, que Ana Manso creía percibir una señal del más allá, un guiño del espíritu de su madre diciéndole No llores, mi niña, ya va a pasar. Quizá por eso los vecinos se detenían a mirarla mirando la mierda común del edificio y pensaban, está loca. Quizá por eso Ana Manso carga con esa dureza propia de los huérfanos, tan incapaces de pedir algo, pero si les tienes lástima, se lo llevan todo.
Todo.
Carita de niña perdida, esa fue el arma usada por Ana Manso para burlar a trabajadores sociales y presidentes del CDR, a policías, boliteros, bodegueros y, por esas cosas que un habanero pocas veces intentará para sobrevivir, anotó números de lotería, robó plátanos fruta de los altares religiosos y otras faenas turbias¹ que ni el DTI, la CIA o la KGB, le harán confesar jamás. Cuando se escucha su nombre, —también me ocurrió a mí—, nunca se entiende en todo su alcance. Nadie imagina la gracia inofensiva de sus ojos amarillos tan susceptibles al tiempo, la cicatriz en la mano izquierda dejada por un perro rabioso, esa manía de intentar sacarle rulos a su pelo lacio con un dedo distraído. Cuando se escucha su nombre por primera vez, A–n–a M–a–n–s–o, no se entiende bien lo que esconde. Nadie imagina que alguien con ese nombre sea perfectamente capaz, al sentirse traicionada, de darle un puñetazo a un árbol —aunque se le rompa un hueso— y acto seguido ofrecer el abrazo más tierno, más largo y más necesitado del mundo.
Además de su obsesión por los perfumes se hizo adicta a los gimnasios. Primero, para hacerle frente a las libras de más que su irrefrenable gusto por el pan le hacía ganar. Segundo, para no dejarse avasallar por los hombres. Y es que Ana Manso tiene una piel tan blanca, una figura tan bonita que, también por su corpulencia, claro está, nunca pasa inadvertida. Todo el tiempo los hombres coquetean con ella como suelen coquetear con la mayoría de las mujeres la mayoría de los hombres de La Habana: desnudándola con los ojos, llamándola Oye, mami, chiflándole hasta verla doblar en la esquina. Detrás del camionero no tardarían en llegar el bodeguero, el panadero y hasta el policía jefe de sector. Este último tomando en cuenta el carnet de identidad de Ana Manso que todavía llevaba escrito Pinar del Río y eso la hacía más usable que deportable. Desechable, como cuando el resto de la familia no sabe qué hacer con ese huérfano que nadie pidió.
Hasta que la conocí la vida de Ana Manso había transcurrido como las de casi todos los emigrantes, apremiante y accidentada. La de ella sería, presa de las dobles necesidades, impúdica y heterosexual hasta, como ocurre tantas veces, un buen día. Ese día, al que también se le llama erróneamente el menos pensado, cayó en brazos de una mujer y comprendió dos cosas. Una: con las mujeres el olor es totalmente diferente; dos: entre su Pinar del Río natal y La Habana comenzaría a existir, a partir de entonces, una distancia más grande que la recorrida al principio. Por si esto fuera poco aquella misma mujer, única amante capaz de hacer algo por ella que valiera la pena, le legó las dos posesiones más preciadas: un perrito de ojos asustados llamado Tino que, si hubiera podido hablar, habría pedido permiso para ladrar, y una enorme, fastuosa, corpulenta —tan corpulenta como Ana Manso— motocicleta Harley Davidson.
Sin nadie que la repudiara, pues no tenía familia para convencer de su elección sexual, Ana Manso se lanzó a una de las más completas felicidades: la construcción del amor conyugal en aquel cuartico ubicado en una discreta zona del Vedado, no muy lejos del mar, que incluía esas obligaciones hogareñas, comunes a cualquier pareja heterosexual, y además el tira y afloja de quién lava, quién plancha, quién friega si yo cociné. Junto a esa mujer descubrió en la mano al órgano sexual más importante, el rol jugado en la cama con los hombres —léase baño público, banco de parque, escalera sin luz—, resultó ser no solo cuestionable, sino soberanamente inferior, y vivió lo que más extrañaría meses después: bailar con ella una canción romántica —un bolero, para ser más exactos—, sentir la proximidad de ese otro cuerpo buscando algo muy parecido, balanceándose al mismo ritmo, hablando el mismo idioma. Por desgracia aquella primera mujer de su vida, triunfante ante su sexualidad, pero derrotada por los penosos avatares cubanos, un buen día le dijo como tantos: No puedo más, amor mío, me voy pa´l yuma.
Ana Manso no insistió en convencerla de lo contrario. Entrenada para perder a los seres queridos más temprano que tarde, se limitó a encogerse de hombros y permanecer en silencio, como suele hacer con frecuencia obligándola a pensar a una que, bien está elaborando una larga respuesta o no ha entendido nada —generalmente, sucede lo segundo—. Sospechó que, tan inútil como llorar era anotarle en un papelito su dirección postal con el objetivo de no ser olvidada y, con ese gesto decidido que a su pesar todos confunden con indiferencia, la llevó hasta las mismísimas puertas del aeropuerto, la abrazó muy fuerte con sus brazos musculosos, y se marchó.
Desde hacía un buen tiempo había comenzado a hacer recorridos para algún que otro personal de servicio —a fin de ganarse unos pesos—, y se le había hecho costumbre, como a mí, desandar esta ciudad en las noches. Ambas coincidíamos en esta manera de salvarse del callejón sin salida adonde conducen nuestras quejas ciudadanas. La única diferencia entre nosotras era que yo lo hacía a pie mientras ella tenía de su lado las ventajas de esa velocidad, probada noche tras noche, que le permitía asomarse efímeramente a las vidas de los otros siempre que la ciudad no fuera castigada por otro sempiterno apagón. Cuando más le gustaba hacerlo era en invierno, en esas madrugadas en que la velocidad hace del viento un cuchillo afilado hiriendo el rostro y se pueden justificar fácilmente las lágrimas con el frío. De este modo la ciudad era, so pretexto de la velocidad, menos ajena, más alcanzable, menos repetida, más suya podría decirse. Gracias a ese trabajo de taxi nocturno llegó a visitar una noche el bar Gato Tuerto y escuchó, por primera vez, en vivo, a una mujer cantando, no con la voz, como cabría esperarse, sino con el hígado. En ese ritmo tan lento propio de las madrugadas aquel órgano vital procesaba desamores, más que tardanzas, ausencias, en una verdadera cirrosis sentimental e irreversible. Aquella cantante de boleros esculpida en ébano transpirado le regalaría, además, un encuentro del que después juraría no recordar nada. Al día siguiente no sabría decir si la otra tenía celulitis o si era ágil al moverse, si en verdad había logrado tener un orgasmo o varios o ninguno, porque aquella Guantanamera convertida de nuevo en mujer se diluía por completo en los mareos de su borrachera. Esa noche el Gato las vio salir dando tumbos y llegar, a toda velocidad por la larguísima avenida Línea —con el pretexto de taxi—, hasta aquella famosa y hoy triste casa-protagonista de la novela Jardín donde Ana Manso vivió alquilada en un espacio de tres metros por tres, haciendo pipi en un orinal, hasta que nos conocimos y se vino a vivir a esta casa.
Así como unos nacen con una estrella que no se apaga ni con la muerte, otros traen la mala suerte enganchada al pellejo con un imperdible, con el clarísimo y único objetivo de que duela más. Ese es el caso de Ana Manso. Convertida sin más, para todas las mujeres que amó a partir de la primera, en un pasaporte visado, un pasaje a la gloria, pero sin regreso. Todas se iban dejándole el corazón destruido, la mascota de turno —que sumaban ya, además del perrito, una cotorra, un gallo, un pececito, un conejo, una jicotea, una araña peluda— y al parecer se ponían de acuerdo para cerrar el capítulo con la frase más triste del ejército libertador: Eres tan buena que mereces alguien que de verdad te haga feliz. Para rematar, la primera vez que la gitana la vio en esta casa Ana Manso estaba cocinando sus famosos ajíes rellenos con atún y también a ella le leyó las manos y le largó, con ese tono de regaño que gustan usar algunos espiritistas:
—Aprovéchalo todo, tírate con la guagua andando que de todas formas, tú no vas a durar mucho.
Tras escuchar aquello ninguna de nosotras la perdía de vista. Nos turnamos durante un tiempo para acompañarla a todas partes hasta que, como suele suceder con las advertencias, aprendimos a vivir con la profecía.Y la lástima, la que negábamos porque en el fondo no debíamos sentir, se hizo más evidente y penosa. Yo, personalmente, en una ocasión le dejé regalos por toda la casa y una pequeña lista martillada a la puerta de su cuarto para que ella misma fuera descubriendo tesoros como: una botella de vino espumoso rosado —su color favorito—; una compilación de canciones donde cada cantante pronunciaba en algún punto de su respectivo tema la palabra amor —detalle que ella nunca notó, pero poco importa—; unas pesas para hacer ejercicios en casa; un perfume carísimo; y una cesta tejida llena de pan negro, pan integral, pan Viena, pan con ajonjolí, pan de molde, pan francés, pan de barra y hasta un pan de la bodega.² Luego de ese día me concedió la oportunidad de hojear brevemente su álbum de fotos de sus quince años, único tesoro traído desde Pinar del Río, donde salía retratada con vestidos y cabellos largos, tacones, el primer maquillaje y un brillo en los ojos que nunca antes le había visto. Aquel día comprendí por qué de vez en cuando nos sorprendía a todas usando vestido o falda corta, zapatos altos y salía, como gritándole a todo el mundo no solo que era mujer, sino que también, en un pasado no muy lejano, había tenido quince años. La verdad, más allá de que ya no se le veían tan bien ni los manejaba con prestancia, era con verdadero pavor que la veíamos dar, llevando sus tacones demodé, torpes pasitos de geisha hasta la acera. Nos quedábamos sumamente preocupadas al ver difuminarse su silueta en la tenebrosa oscuridad de la calle 19 del Vedado, tan precariamente iluminada, y aguantábamos la respiración hasta su regreso que, con suerte, acontecería entrada la madrugada, y a pie —porque a nadie se le pasaba por la mente que pudiera manejar una Harley con tantos tragos arriba, un vestido tan corto y aquellos tacones tan altos.
Ana Manso era una mujer de naturaleza tan parca, de gestos tan recogidos, casi tímidos, que las pocas veces en que dejaba escapar su voz entrecortada se le quedaban las frases a medias, como si el necesario vínculo entre sus neuronas y su aparato vocal se rompiera apenas al segundo de crearse. Las inflexiones de su voz, por otro lado, me hacían pensar en el estado más puro, en esa inocencia humana común a todos en la niñez. Por eso comprendí, cuando me pidió: Ayúdame a hablar mejor, lo injusto de negarme. Y me entregué sinceramente, con una sensación que era casi una certeza de estar rescatando la última pureza disponible en el mundo, a nuestras tardes de té, lecturas, películas y música. Entre otras cosas aprendió que, aunque muchas de las más populares canciones dijeran... y que cambiastes el querer que siempre me perteneció o Quisiera volver al lugar aquel donde me besastes con placer, la segunda persona del singular, en presente, no lleva ese. Al llegar juntas a la última página de la novela Los pasos perdidos aseguró, con la mejor dicción de que era capaz —e intentando demostrar que algo había asimilado de mis explicaciones sobre las sílabas omitidas y vocales aspiradas:
—No digas más. ¿Tú sabes lo que es haber encontrado el camino de la felicidad y perderlo así como así? Esto es… ¡una mariconada de Carpentier!
Pero Ana Manso conservaría, a pesar de todos mis esfuerzos por