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Arado torcido
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Libro electrónico300 páginas4 horas

Arado torcido

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Arado torcido narra la historia de Bibiana y Belonísia y de su familia. De su indestructible y poderoso vínculo y de la relación que mantienen con el mundo.

Con esta maravillosa novela, Itamar Vieira Junior nos abre una ventana que da directamente a la vida de los moradores de las haciendas del desconocido Brasil rural, a sus costumbres y sus creencias, y a su manera de habitar la tierra.

Arado torcido es una historia inolvidable que conjuga con maestría la épica y la lírica, el realismo y la magia.



Llamado a ser un clásico, Arado torcido —traducido por Regina López Muñoz— es un libro muy celebrado en su país. Ya ha vendido más de 250.000 copias y ha recibido los premios LeYa, Jabuti a la mejor Novela Literaria y Océanos de Literatura. Además, son numerosas las traducciones que hay en marcha; HBO ha anuncia una serie y Christiane Jatahy lo ha adaptado a teatro.
IdiomaEspañol
EditorialPepitas ed.
Fecha de lanzamiento8 abr 2024
ISBN9788418998522
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    Arado torcido - Itamar Vieira Junior

    FILO CORTANTE

    1

    CUANDO SAQUÉ EL CUCHILLO de la maleta llena de ropa, envuelto en un retal de tela antigua y mugrienta, con manchurrones oscuros y un nudo en el centro, yo tenía poco más de siete años. Mi hermana Belonísia, que estaba conmigo, era un año más pequeña. Poco antes de aquel acontecimiento estábamos en el patio de tierra de la casa antigua, jugando con unas muñecas hechas con espigas de maíz cosechadas la semana anterior. Aprovechábamos la paja que ya empezaba a amarillear para vestir las mazorcas. Decíamos que las muñecas eran nuestras hijas, hijas de Bibiana y Belonísia. Al ver que nuestra abuela se alejaba de la casa por el lateral del terreno, nos miramos para darnos la señal de vía libre: ya era hora de descubrir lo que Donana escondía en la maleta de piel, entre las prendas andrajosas con olor a grasa rancia. Donana se daba cuenta de que nos hacíamos mayores y, curiosas, invadíamos su cuarto para hacerle preguntas sobre las conversaciones que oíamos y sobre cosas de las que nada sabíamos, como los objetos que había dentro de su maleta. Nuestro padre o nuestra madre nos reñían a todas horas. Mi abuela, en concreto, solo tenía que mirarnos con firmeza para que sintiéramos un escalofrío y una quemazón en la piel, como si nos hubiéramos arrimado a una fogata.

    Por eso, al ver que se alejaba en dirección al patio de atrás, miré a Belonísia. Decidida a registrar sus cosas, no vacilé en echar a andar de puntillas hacia el cuarto con idea de abrir la maleta de piel envejecida llena de manchas y con una gruesa capa de tierra acumulada por encima. Durante toda nuestra existencia hasta entonces la maleta había estado debajo de la cama. Me acerqué al patio trasero para espiar desde la puerta y vi a la abuela Donana arrastrándose en dirección al bosque, que se extendía más allá del vergel y el huerto, pasado el gallinero con sus perchas viejas. En aquella época ya nos habíamos acostumbrado a ver a nuestra abuela hablando sola y pidiendo cosas raras, como que alguien —que no veíamos— se apartara de Carmelita, la tía que no habíamos conocido. Pedía que el mismo fantasma que habitaba sus recuerdos se apartase de las niñas. Era un aluvión de jerigonzas inconexas. Hablaba de gente que no veíamos —los espíritus— o de gente sobre la que casi nunca oíamos hablar, comadres y parientes lejanos. Nos acostumbramos a oír a Donana hablar por la casa, hablar en la puerta de la calle, en el camino que llevaba al campo, hablar en el patio de atrás, como si conversara con las gallinas o con los árboles secos. Belonísia y yo nos mirábamos, reíamos con disimulo y nos acercábamos sin que ella se diera cuenta. Fingíamos jugar con algo por allí cerca solo para escucharla y después, con las muñecas, con los animales y las plantas, repetir lo que Donana había dicho muy en serio. Repetíamos lo que mi madre le decía en voz baja a mi padre en la cocina: «Hoy está hablando mucho, cada día habla más ella sola». Él se resistía a reconocer que mi abuela mostrara síntomas de demencia, decía que de toda la vida su madre hablaba consigo misma, que de toda la vida repetía rezos y hechizos con la misma distracción con que rumiaba sus pensamientos.

    Aquel día oímos la voz de Donana alejarse por el espacio del patio trasero, en medio del cloqueo y el canto de las aves. Era como si las plegarias y las frases que pronunciaba, y que muchas veces no tenían sentido para nosotras, se alejaran, llevadas por el jadeo de nuestras respiraciones angustiadas por la transgresión que estábamos a punto de cometer. Belonísia se metió debajo de la cama y tiró de la maleta. La piel de pecarí que cubría las imperfecciones del suelo de tierra se arrugó bajo su cuerpo. Abrí la maleta yo sola, bajo nuestros ojos iluminados. Saqué varias prendas de ropa antiguas, raídas, y otras que todavía conservaban los colores vivos que la luz del día seco irradiaba, luz que nunca he sabido describir con exactitud. Y entre las prendas mal dobladas y guardadas, una tela sucia envolvía el objeto que captó toda nuestra atención, como si fuese la valiosa joya que nuestra abuela guardaba con todo su celo. Fui yo quien desató el nudo, pendiente de la voz de Donana, que aún sonaba distante. Vi los ojos de Belonísia titilar con el brillo de lo que descubríamos como si se tratara de un regalo nuevo, forjado en un metal recién extraído de la tierra. Levanté el cuchillo, que no era ni grande ni pequeño, a la altura de nuestros ojos, y mi hermana pidió cogerlo. Yo no se lo di, primero me tocaba a mí. Lo olfateé; no tenía el olor rancio de las demás pertenencias de mi abuela, no tenía manchas ni arañazos. Mi objetivo en aquel breve intervalo de tiempo consistía en escudriñar al máximo el secreto y no dejar pasar la oportunidad de descubrir la utilidad de aquel objeto que resplandecía en mis manos. Vi una parte de mi cara reflejada como en un espejo, y vi también la de mi hermana, más lejana. Belonísia intentó quitarme el cuchillo de la mano y retrocedí. «Deja que lo coja yo, Bibiana». «Espérate». Fue entonces cuando me llevé el metal a la boca, tan intenso era el deseo de sentir su sabor, pero casi al mismo tiempo me quitaron el cuchillo de forma violenta. Mis ojos perplejos, vidriosos, se clavaron en los de Belonísia, que ahora también se metía el metal en la boca. El sabor metálico que se me había quedado en el paladar se mezcló con el de la sangre caliente que me chorreaba por la comisura de la boca entreabierta y empezó a gotearme de la barbilla. La sangre caló de nuevo la tela mugrienta con manchurrones oscuros que recubría el cuchillo.

    Belonísia también apartó el cuchillo y se tocó la boca con la mano, como queriendo sujetar algo. Sus labios se tiñeron de rojo, yo no sabía si por la emoción de saborear la plata o si, como yo, tenía una herida, porque de su boca también salía sangre. Intenté tragar lo que podía, mi hermana se restregaba la mano contra la boca muy rápido, con los ojos empañados y entornados, tratando de ahuyentar el dolor. Oí los pasos lentos de mi abuela llamando a Bibiana, llamando a Zezé, a Domingas, a Belonísia. «Bibiana, ¿no ves que las patatas se están quemando?». Flotaba un olor a patata quemada que contenía también el olor del metal, el olor de la sangre que empapaba mi ropa y la de Belonísia.

    Cuando Donana apartó la cortina que separaba la estancia donde dormía de la cocina, yo ya había quitado el cuchillo del suelo y lo había envuelto de cualquier manera con la tela empapada, pero no me había dado tiempo a empujar la maleta de piel bajo la cama. Vi la mirada de estupefacción de mi abuela, que dejó caer su mano abultada sobre mi cabeza y sobre la de Belonísia. Oí a Donana preguntar qué estábamos haciendo allí y por qué la maleta no estaba en su sitio y de quién era aquella sangre. «Hablad», dijo, amenazándonos con arrancarnos la lengua, sin sospechar que estaba en una de nuestras manos.

    2

    NUESTROS PADRES VOLVIERON DEL campo y encontraron a mi abuela desorientada, zambulléndonos la cabeza en un barreño de agua y gritando: «La niña se ha quedado sin lengua, la niña se ha cortado la lengua». Tantas veces lo repitió que, sin duda, en aquellos primeros instantes Zeca Sombrero Grande y Salustiana Nicolau creyeron que sus dos hijas se habían mutilado en un ritual misterioso que, en sus creencias, habría hecho falta mucha imaginación para explicar. El barreño era un estanque rojo y nosotras llorábamos. Cuanto más llorábamos abrazadas, con intención de pedir perdón, más difícil era averiguar cuál de las dos había perdido la lengua, a cuál había que llevar al hospital que había a leguas de Água Negra. El administrador de la hacienda llegó en un Ford Rural blanco y verde para llevarnos hasta allí. El Rural, como lo llamábamos, lo utilizaban los propietarios cuando estaban en la hacienda, y lo utilizaba Sutério para sus recados como administrador, para desplazarse entre la ciudad y Água Negra, o para cubrir distancias dentro de la propia finca cuando no le apetecía ir a caballo.

    Mi madre hizo acopio de colchas y manteles que recubrían las camas y la mesa para intentar cortar la hemorragia. Le hablaba a gritos a mi padre, que recogía hierbas en los parterres cercanos a la casa con manos temblorosas, impaciente, transmitiendo su desesperación a través de la voz, que se volvió más aguda, además de la mirada atónita. Las hierbas eran para usarlas camino del hospital, en rezos y hechizos. Los ojos de Belonísia estaban colorados de tanto llorar, los míos casi ni los sentía, y mi madre preguntaba perpleja qué era lo que había pasado, con qué estábamos jugando, pero nuestras respuestas eran largos gemidos difíciles de interpretar. Mi padre llevaba en la mano la lengua envuelta en una de sus pocas camisas. Incluso en aquellos momentos, mi mayor temor era que el órgano amputado se pusiera a hablar solo en su regazo y contara lo que habíamos hecho. Que revelara nuestra curiosidad, nuestra terquedad, nuestra transgresión, nuestra falta de cuidado y respeto hacia Donana y sus cosas. Más aún, nuestra irresponsabilidad al ponernos un cuchillo en la boca, conscientes de que los cuchillos desangran la caza, desangran a los animalitos del patio y matan hombres.

    Mi padre cubrió el pequeño bulto con las hierbas que había cogido antes de salir. Desde la ventanilla del coche vi a mis hermanos alrededor de Donana, a doña Tonha agarrándola del brazo y metiéndola en casa. Años después sentiría remordimiento por aquel día, por haber dejado a mi abuela desconcertada, hecha un mar de lágrimas, sintiéndose incapaz de cuidar de nadie. Durante el viaje, percibimos la angustia de mi madre a través de los susurros de sus oraciones y de sus manos callosas y siempre calientes, pero que ahora parecían recién salidas de una palangana con agua que hubiera dormido expuesta al relente nocturno.

    En el hospital tardaron en atendernos. Nuestros padres se quedaron acurrucados en un rincón, a nuestra vera. Vi los pantalones manchados de tierra que él no había tenido tiempo de cambiarse. Mi madre llevaba un pañuelo de colores atado en la cabeza. Era el mismo que utilizaba debajo del sombrero que se ponía para protegerse del sol en el campo. Nos limpiaba la cara con prendas del hato de ropa, a cada rato una tela distinta con olor a cerrado que yo no conseguía identificar. Mi padre sostenía todavía en la mano la lengua envuelta en la camisa. Las hierbas se las había guardado en los bolsillos del pantalón, quizá por vergüenza de que lo señalaran con desdén como hechicero en aquel lugar que él no conocía. Fue el primer sitio donde vi más gente blanca que negra. Y vi cómo nos miraban con curiosidad, pero sin acercarse.

    Cuando el médico nos condujo a la consulta y mi padre le mostró la lengua como una flor marchita entre las manos, vi su cabeza menearse en señal de negación. Vi también el suspiro que exhaló al abrir nuestras bocas casi al mismo tiempo. Tendrá que quedarse aquí. Tendrá problemas en el habla, y para deglutir. No hay manera de reimplantársela. Hoy sé que se dice así, pero por aquel entonces ni se me pasaba por la cabeza lo que significaba todo aquello, y por la cabeza de mi padre y de mi madre mucho menos. Belonísia casi no me miraba en aquellos instantes, pero todavía seguíamos unidas.

    Nos dieron puntos de sutura en las heridas y permanecimos juntas dos días más. Salimos con un cargamento de antibióticos y analgésicos en las manos. Teníamos que volver al cabo de dos semanas para que nos quitasen los puntos. Teníamos que comer gachas y purés, alimentos blandos. Las semanas siguientes, mi madre dejaría de trabajar en el campo para dedicarse por completo a nuestros cuidados. Solo una de sus hijas tendría problemas de habla y deglución. Pero el silencio se convertiría en nuestro estado más destacado a partir de aquel acontecimiento.

    Nunca habíamos salido de la hacienda. Nunca habíamos visto una carretera ancha, con coches circulando por los dos lados, dirigiéndose a los rincones más remotos de la Tierra. Eso fue lo que dijo Sutério. Durante el trayecto de ida nos embargaban la aflicción, el olor de la sangre coagulándose, las oraciones de mis atónitos padres. El administrador de la hacienda se limitaba a reírse y a decir que los niños son como gatos, que no los ves, un momento están en un sitio y al siguiente están en otro, casi siempre preparando trastadas que solo dan quebraderos de cabeza a sus padres. Que él tenía hijos y lo sabía. A la vuelta estábamos bastante doloridas, una más que la otra, pero igual de agotadas, a pesar de que la envergadura de las lesiones había sido distinta. Una se había amputado la lengua, la otra se había hecho un corte profundo, pero estaba lejos de perderla.

    Nunca habíamos montado en el Ford Rural de la hacienda ni en ningún otro automóvil. ¡Y qué distinto era el mundo más allá de Água Negra! Qué distinta la ciudad, con sus casas pegadas unas a otras, compartiendo tabiques. Las calles empedradas. El suelo de nuestras casas y de los caminos de la hacienda era de tierra. O de barro, que también servía para preparar las comiditas de nuestras muñecas de maíz, y de donde brotaba casi todo lo que comíamos. Donde enterrábamos los despojos del parto y el ombligo de los recién nacidos. Donde enterrábamos los despojos de nuestros cuerpos. Donde todos acabaríamos sepultados algún día. Nadie se libraba. Solo pudimos observar todo aquello durante el regreso, cada una en un lado del coche, con nuestra madre en el centro, absorta en pensamientos que nuestros alaridos habían precipitado en su interior.

    Al llegar a casa solo estaban Zezé y Domingas, los pequeños, acompañados de doña Tonha. Vi a mi padre preguntar por Donana mientras mi madre nos cogía de las manos delante de la puerta. Salió hace unas dos horas en dirección al río, fue lo que doña Tonha contestó. ¿Sola?, quisieron saber ellos. Sí, llevaba un paquete en las manos.

    3

    SALU DECÍA QUE YO era la hija mayor, la primera de cuatro hijos vivos y de otros tantos que nacieron muertos. Belonísia llegó poco tiempo después, mientras mi madre todavía me amamantaba, desmintiendo la creencia de que quien da de mamar no se preña. A diferencia de los intervalos entre los demás hijos, entre nosotras dos no hubo mortinatos. Dos años después de que nacieran dos varones muertos llegó Zezé, y por último Domingas. Entre ellos, otros dos bebés que no sobrevivieron. Mi abuela, Donana, fue quien asistió a mi madre en todos los partos. Era nuestra abuela, pero también madre postiza. Ese era el título que expresaba cuál era su lugar en nuestras vidas: abuela y madre. Cuando salimos del vientre de Salustiana Nicolau —los vivos, los que murieron al cabo de un tiempo y los nacidos muertos— nos encontramos antes que nada con las manos pequeñas de Donana. Fue el primer espacio del mundo que ocupamos fuera del cuerpo de Salu. Sus manos cóncavas que tantas veces vi llenarse de tierra, de maíz desgranado y judías limpias. Eran manos pequeñas, de uñas recortadas, como debían ser las manos de una partera, decía doña Tonha. Pequeñas, capaces de introducirse en el vientre de una mujer para girar con habilidad a un bebé atravesado, mal encajado, bebés en malas posturas para nacer. Nuestra abuela se encargaría de los partos de las trabajadoras de la hacienda hasta pocos días antes de morir.

    Cuando nacimos, nuestros padres eran ya trabajadores de la hacienda Água Negra. Mi padre fue a buscar a Donana semanas antes de que yo naciera. Crecí oyendo a mi abuela quejarse de lo lejos que quedaba la hacienda donde había pasado toda su vida, muestra evidente de una nostalgia que no reconocía sentir. No exigía regresar, comprendía el papel que le correspondía junto a su hijo, pero tampoco se privaba de manifestar su lamento. Cuando mi padre se presentó en la hacienda donde había nacido para buscarla, Donana estaba ya sola en la casa vieja donde había vivido casi desde siempre. Sus demás hijos se habían marchado en busca de trabajo, uno por uno. La primera en dejar la casa después de mi padre fue Carmelita, que se fue sin indicar adónde justo después de que su madre enviudara por tercera vez. Pero la propia Donana, en su fuero interno, quiso que su hija siguiera su destino.

    Por aquella época las tierras de la hacienda Caxangá, que había rendido frutos en abundancia a lo largo de toda su vida, estaban ya divididas. Cada hombre con deseo de poder había avanzado sobre un trozo, y los moradores antiguos estaban siendo expulsados. A los trabajadores que no llevaban tanto tiempo allí los despedían. Los hombres investidos de poderes, muchas veces acompañados de otros hombres organizados en grupos armados, aparecían de la noche a la mañana con un documento cuyo origen nadie conocía. Aseguraban que habían comprado parcelas de Caxangá. Los capataces ratificaban a algunos, a otros no. Mi padre, después de llegar a Água Negra, volvió varias veces al lugar donde había nacido. Estas historias nos las contaba Salustiana a medida que nos hacíamos mayores. Solo permitieron que Donana se quedara debido a su avanzada edad, porque de algún modo se habían encariñado con su presencia. Y también porque corrían de casa en casa, de boca en boca, rumores sobre los poderes de la vieja hechicera, sus sucesivas viudedades, pruebas de su responsabilidad, y sobre el hijo que enloqueció y estuvo viviendo en el bosque con un jaguar durante semanas.

    Belonísia y yo éramos las de edad más próxima y, tal vez por eso, las que más regañábamos. Teníamos casi la misma edad. Enredábamos juntas en el patio de la casa, cogiendo flores y barro, seleccionando piedras de distintos tamaños para construir nuestro fogón, palos para hacer nuestra rejilla y nuestros utensilios de trabajo para arar nuestros campos de mentirijillas, para repetir los gestos que nuestros padres y nuestros antepasados nos habían legado. Reñíamos por los espacios, reñíamos a cuenta de qué plantar, a cuenta de qué guisar. Reñíamos por las zapatillas hechas con las hojas verdes y anchas que encontrábamos en el bosque que rodeaba nuestras casas. Montábamos garrotes de madera que transformábamos en nuestros caballos, recogíamos restos de leña para fabricar nuestros muebles. Cuando las riñas se convertían en peleas a gritos intervenía nuestra madre, impaciente, y nos metía en la casa, negándonos la libertad de salir mientras no nos comportáramos. Prometíamos que no discutiríamos más, hasta que salíamos al patio delantero o al de atrás y reanudábamos el juego, y poco después la gresca, a veces con arañazos y tirones de pelo.

    Los primeros meses después de perder la lengua nos poseyó un sentimiento de unión cargado de aquel pasado de discusiones y peleas infantiles. Al principio se instaló una gran tristeza en nuestra casa. Vecinos y compadres venían a visitarnos, a desearnos una pronta mejoría. Mi madre se turnaba con las vecinas, que vigilaban a los hijos pequeños mientras ella cocinaba papillas, gachas de mandioca que ayudaban a la cicatrización, purés de ñame, batata o yuca. Nuestro padre se iba al campo con las primeras luces del día. Se marchaba con sus aperos después de pasarnos la mano por la cabeza con sus oraciones susurradas a los encantados.1 Cuando retomamos los juegos habíamos olvidado las discusiones; ahora una tendría que hablar por la otra. Una sería la voz de la otra. Debíamos perfeccionar la sensibilidad que marcaría nuestra convivencia a partir de entonces. Tener la capacidad de leer con más atención los ojos y los gestos de la hermana. Seríamos iguales. La que prestaría su voz tendría que repasar con la vista las señales del cuerpo de la que había enmudecido. La que había enmudecido tendría que poseer la capacidad de transmitir tanto con gestos amplios como con vibraciones mínimas las frases que quisiera comunicar.

    Para que esta simbiosis se produjera y creara un efecto duradero, durante un tiempo y de manera natural las discusiones quedaron a un lado. Ocupábamos nuestro tiempo con los recelos del cuerpo de la otra. Al principio fue difícil, muy difícil. Era necesario que se repitieran palabras, que se levantasen objetos, que se señalaran las cosas que nos rodeaban, en un intento por comprender la idea deseada. Con el paso de los años ese gesto se transformó en extensión de nuestras palabras, hasta que casi nos convertimos la una en la otra, sin renunciar a nuestra esencia. A veces nos enfadábamos por algo, pero enseguida la necesidad de comunicar lo que una hermana necesitaba, la misma necesidad de comunicar a la otra hermana lo que necesitaba expresar, hacía que olvidáramos el motivo de nuestros agravios.

    Así fue como me volví parte de Belonísia, del mismo modo que ella se volvió parte de mí. Así crecimos, aprendimos a trabajar los campos, observamos las plegarias de nuestros padres, cuidamos de nuestros hermanos pequeños. Así vimos los años pasar y nos sentimos casi como siamesas que compartieran el mismo órgano para producir los sonidos que manifestaban lo que necesitábamos ser.

    1Los encantados son las entidades o espíritus de antepasados indígenas a, los que se rinde culto en la práctica religiosa del jarê , que aparecerá más adelante. (Todas las notas son de la traductora).

    4

    DONANA VOLVIÓ CON LOS bajos de la falda mojados. Dijo que había ido a la orilla del río a dejar allí el mal. Por «mal» entendí el cuchillo con mango de marfil y, aunque quedaba ya lejos, sentí su brillo deslumbrar mis recuerdos. Debió de meterlo dentro del «paquete» que doña Tonha contaba que se había llevado. Se la veía abatida, pálida, con los párpados caídos e hinchados. Se acercó a nosotras para acariciarnos con la misma mano que había dejado caer sobre nuestras cabezas. Sentí sus manos sarmentosas recorriendo nuestras caras, y acto seguido se metió en el cuarto sin decir nada más. No salió de allí hasta el día siguiente.

    Mi padre se dirigió al cuarto de los santos y encendió una vela. Mi madre nos llevó a su dormitorio y nos pidió que nos quedásemos tranquilas en su cama. Ató la cortina que separaba la puerta de la sala para poder observarnos desde donde estuviera. Parecía tener miedo de que preparásemos alguna otra trastada. Dijo que iba a lavar el hato de ropa empapada de sangre que había llevado en el viaje al hospital. Desde el cuarto oí que doña Tonha le pedía el fardo para lavarlo ella misma. Mi madre era una mujer alta —más alta que nuestro padre—, con un cuerpo recio y manos grandes. Trataba

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