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La isla de los demonios
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La isla de los demonios
Libro electrónico899 páginas14 horas

La isla de los demonios

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El Proyecto Ínsula reúne durante dos meses a diez adolescentes con problemas de conducta en una isla donde, incomunicados y alejados de la tecnología, toman parte en una serie de actividades diseñadas para reconducir su comportamiento conflictivo. No obstante, el programa, donde a cada uno de los adolescentes se le asigna la identidad y el nombre de un demonio, termina por ser mucho más perverso de lo esperado.
Dieciséis años después de su traumático paso por la isla, Ager Irizar, alias Lucifer, deberá desentrañar lo que realmente sucedió allí, al verse implicado en un entramado de intereses donde nadie es quien aparenta. Por su vida van apareciendo fantasmas del pasado, uniéndose al presente y poniendo en jaque su futuro. ¿Quién es en realidad? Una serie de asesinatos sin resolver, macabros experimentos fallidos, una llave y un cofre que esconde la verdad que todos están buscando: hasta que Ager no la descubra, no podrá cerrar el círculo y seguir con su vida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 mar 2024
ISBN9788410683006
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    La isla de los demonios - Txema Pikabea Bereziartua

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Txema Pikabea Bereziartua

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Berna G.Novoa

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-300-6

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    VAMOS ALLÁ

    Lo primero que debes de saber es que si buscas una novela sencilla, sin quebraderos de cabeza, sin que tengas que andar para atrás y para adelante, sin necesidad de utilizar todos los sentidos a cada momento, este no es tu libro. Estás avisado/a. Si después de esto y pese a esto has decidido seguir adelante, te felicito, porque te vas a entretener, o eso espero. Los escritores debemos ponernos, por si acaso, la capa y la armadura para recibir posibles críticas negativas, pero ya sabemos que nunca llueve a gusto de todos y espero de verdad que «perder» tu valioso tiempo leyendo mi última obra, no te resulte tal. Sea como fuere, gracias por leer, eso te hace muy grande.

    Si has leído mis dos anteriores novelas (Gritos y Lía), al terminar esta podrás comprobar que no tiene nada que ver con ellas. Sí en el ritmo de la narración, pero no tanto en el contenido. Es una novela más compleja, pero mucho más currada que las otras. Al final, eso de estar más currada te puede llevar a una ida de olla total, pero creo que ha quedado algo bonito, bonito y enrevesado, pero pienso que ser enrevesado lo hace más bonito.

    La trama va retrocediendo dieciséis años para volver al ahora. Una isla, adolescentes problemáticos o con problemas (una de mis pasiones), experimentos, un protagonista principal llamado Ager (pronunciado Aguer) cargado de complejos, miedos, que no le gusta quién es ni cómo es, pero que tampoco se esfuerza para cambiarlo. Barreras y miedos que irán cayendo a medida que pasan las páginas. Y entre medias, un buen puñado de personajes e historias, de giros, de cosas que parecen ser de una manera, pero que no lo son en absoluto. Podría seguir, pero no lo voy a hacer, porque a partir de aquí te invito a que seas tú quien vaya descubriendo y desmenuzando la historia.

    Espero que disfrutes y si quieres, para aclarar cualquier duda o que me cuentes lo que quieras, de este o de mis anteriores libros, te dejo mi dirección de correo y mi cuenta de Instagram. Una vez más, gracias por leer.

    Email: txemapibe-escritor@hotmail.com

    Instagram: txemapikabea

    AGRADECIMIENTOS

    En este apartado, mis más sinceras gracias a las personas que han leído el manuscrito antes de hacerlo libro, que me han ayudado dándome su punto de vista y con sus correcciones. Mientras escribo la novela y una vez terminada, suelo leerla unas cuantas veces para ver si todo concuerda, para comprobar si todo está bien; pero, como consecuencia de leerlo tantas veces, puedes perder la perspectiva, y es por eso que suelo dejar el «tochazo» a varias personas para que encuentren posibles faltas e incongruencias. Mil gracias a mi hermana Nekane, a mi prima Idoia, a Bakartxo, Silvia, Óscar, Maitena, Yolanda y Yosune. Me habéis ayudado un montón. Tampoco me olvido de Berna, autor de la impresionante portada del libro.

    Como siempre suelo decir, agradecer a toda la gente que me rodea, me aguanta, me soporta, me quiere y apoya en los malos momentos y disfruta en los buenos.

    Y no me voy a enrollar más. Espero que haber comprado este libro te merezca la pena. Y si no lo has comprado, pero vas a leerlo, también, por supuesto.

    ¡Que lo disfrutes!

    DEDICATORIAS

    Quisiera dedicar este libro a toda la gente que vive manipulada, aunque todos lo estamos en cierta manera, a la que no le dejan ser uno mismo, a la que le cortan las alas por no ser quien esperan ser o simplemente por envidia, porque son más de lo que esas personas serán jamás, gente malvada y miserable. Personas endemoniadas: padre o madre, abuelo o abuela, tío o tía, amigo o amiga, profesor o profesora, compañeros de clase, etcétera. A toda esa gente que se siente diferente o a la que hacen sentir diferente es a la que dedico este libro animándoles, además, a que salgan de la niebla que los demás, algunos, han creado a su alrededor. No es sencillo, nada lo es en esta vida, pero dar el paso será la mejor de sus decisiones. A todas las personas que sufren en silencio, que se sienten incomprendidas, ahogadas, que viven en un dolor constante por culpa de otros, es a ellos a los que quiero dedicar este tocho que vas a leer a continuación.

    Sin embargo, mi dedicatoria más especial es para tres personas. La primera, como siempre, mi madre. Aunque se marchó hace ya nueve años, no hay un solo día en el que no piense en ella y deje de agradecerle el haberme dado la vida y haber podido disfrutar de su amor y su sabiduría durante setenta y tres años. Todo lo que hago en esta vida, se lo dedico a ella. Zuretzat, ama. Maite zaitut.

    La segunda, para el hijo de mi mejor amigo, de mi hermano, que realizó la sinopsis de mi primer libro, Gritos. Su hijo decidió que su función en la vida había terminado y pese al tremendo dolor que dejó su pérdida, es una decisión que hay que respetar, aunque nos cueste comprender. Luken, esto va también para ti.

    La tercera dedicatoria es más dolorosa por lo reciente y porque es algo que jamás asimilaremos. La pérdida inesperada (o esperada) de un hijo de trece años (o la edad que sea, como acabo de comentar con Luken) debe de ser tan desgarrador, debe de producir tanto dolor que me resulta complicado expresarlo y entenderlo de una manera racional. Cuando la vida te da semejante hostia (no encuentro una palabra más adecuada para definirlo) tienes que ser un verdadero superviviente para seguir viviendo. Agarrándome a una de esas preciosas frases hechas que tan bonitas quedan, pero que no producen ningún consuelo, «la vida no es durar, es vivir» y estoy seguro de que tanto Urko como Luken aprovecharon la suya todo lo que pudieron, disfrutaron e hicieron disfrutar, repartieron todo su cariño y alegría, hasta que les fue arrebatado su bien más preciado, la vida, de una manera cruel y miserable. Desde aquí, todo mi cariño y afecto a mi primo Ibon y su familia.

    Por último, toda mi admiración para las personas luchadoras y supervivientes que siguen peleando en este mundo, como mi primo y su familia o mi amigo Joxan y a la buena gente (cada uno catalogará quién lo es y quién no) que se va antes de tiempo, pero especialmente a Urko Pikabea y Luken López. Luken eta Urko, liburu hau zuei eskaintzen dizuet bereziki, bihotzez.

    EL CALENDARIO DE LOS DEMONIOS

    .Enero: Belial→ Señor de la corrupción, el orgullo y la arrogancia. Desobediente, rebelde. Demonio de la sodomía, adorado por los homosexuales.

    .Febrero: Leviatán→ Envidia. Demonio acuático que intenta poseer a las personas. Uno de los cuatro principales del infierno.

    .Marzo: Satán→ Ira. Seduce a los humanos para llevarlos al pecado o a la falsedad. Gobernante y líder opositor al Reino de Dios.

    .Abril: Belfegor→ Pereza. Tienta a los hombres induciéndolos al conformismo, a la parálisis de toda superación personal.

    .Mayo: Lucifer→ Soberbia. Se rebeló a Dios por soberbia queriendo ser como él. Fue denigrado. Ángel caído y hermoso.

    .Junio: Beritz→ Mentiroso. Convierte metales en oro. Puede dar dignidad a los hombres.

    .Julio: Belcebú→ Gula. El señor de las moscas, señor de las tinieblas, el innombrable.

    .Agosto: Astaroth→ Gran duque del infierno, asegura estar libre de pecados. Príncipe de acusadores e inquisidores.

    .Septiembre: Tammuz→ Demonio de la guerra, uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis. Se asocia con la muerte, la destrucción y el sufrimiento. Es capaz de manipular y controlar a los seres humanos a su antojo.

    .Octubre: Baal→ No le gusta la luz. Introduce la ira y el asesinato. Inteligencia sobrehumana y habilidad para poder cambiar apariencia. Falso Dios.

    .Noviembre: Asmodeo→ Lujuria. Demonio de los pecados carnales, lascivia. Incita a la infidelidad destruyendo noviazgos y matrimonios.

    .Diciembre: Moloch→ Estatua de bronce. Fuego en el interior donde se arroja a los niños.

    PARA LUKEN

    Genio y figura desde el comienzo

    Tu vida se convirtió en un lienzo

    Bonito, delicado, difícil de entender

    Que algunos no tuvieron paciencia para aprender

    Superviviente donde los haya

    Enfrascado siempre en mil batallas

    Tu corazón estaba lleno de amor

    Repartiendo a diestro y siniestro, sin ningún rencor

    Tu mente prodigiosa fue para ti una losa

    Para mejorar intentabas hacer cualquier cosa

    Muchos se resistían a querer conocerte

    Los que lo hicimos sabemos que tuvimos mucha suerte

    Luken, siempre fuiste una persona especial

    Muchos te lloramos y echamos de menos

    Algún día, seguro, volveremos a vernos

    Y nos reiremos del mundo real

    Txema Pikabea Bereziartua (Enero-2024)

    .

    URKORENTZAT

    Urko maitea, zure bihotz handiak

    Eten zizun bizitzaren bidaia

    Ez dugu ulertzen horrelako lengoaia

    Altxor moduan gordeko ditugu zure lorpen bikainak

    Utzitako hutsunea, kristona

    Zu izan baitzara beti mutil ona

    Etxeko txikia, pertsona handia

    Ze zoriontsu egin duzun zure familia

    Gure izen berria, tristura

    Beti egongo gara zerura begira

    Oraingoan izar bihurtu zara

    Horrek ematen digu kontsuelo bakarra

    Pilotan eta futbolean txapelduna

    Elkar berriro ikusi arte egingo dugu ahal duguna

    Zure eginkizuna orain gu guztioi zaintzea

    Nire ardura, berriz, poema hau zuretzat idaztea

    Txema Pikabea Bereziartua (2024-Urtarrila)

    Prólogo

    Todo el material estaba llegando a la isla. Cientos de kilos de comida, bebida, productos de aseo, de limpieza. En definitiva, todo lo necesario para la convivencia de veinticuatro personas a lo largo de dos meses. Los encargados de transportar el material se sentían extenuados, les habían avisado con pocos días de antelación y es que, además del transporte, habían sido encomendados para la colocación y distribución de todo el material a lo largo de las naves del edificio. Las tres personas que regentaban la isla y estaban al mando, dos hombres y una mujer, no cesaban de dar órdenes y meter presión a los pobres trabajadores que no daban más de sí. Que la isla se encontrara a unas dos horas en barco de tierra tampoco ayudaba, porque los viajes de ida y vuelta se hacían interminables.

    Después de nueve días de arduo y agotador trabajo, todo estaba listo. Los tres gobernantes estaban satisfechos, habían hecho un buen trabajo. Ese fin de semana llegarían los dos jefes, los directores, para comprobar que todo estaba a punto para empezar en dos semanas, iba a ser el estreno de su experimento y tenía que estar todo en perfectas condiciones pues se jugaban mucho con este proyecto al que tanto tiempo habían dedicado y con el que esperaban sacar excelentes resultados. Estaba todo estudiado, los sujetos habían sido elegidos, cumplían con el perfil que andaban buscando y ahora solo quedaba ponerse manos a la obra.

    Los tres gobernantes se miraron y no hizo falta siquiera que abrieran la boca para mostrar su satisfacción. Tampoco eran personas de muchas palabras, ni ellos ni todas las que tomaban parte en el proyecto, eran más de actuar que de hablar. Primero actuar y luego debatir, cambiar impresiones y apuntar avances y mejoras. En un par de semanas se verían inmersos en la aventura, en la pasión que despertaba en todos ellos el proyecto tan ambicioso que tenían entre manos y para el que necesitaban a diez chavales que, de una manera u otra, estaban teniendo problemas en su adolescencia. Y ya estaba todo preparado, no había vuelta atrás.

    Capítulo 1

    Noviembre de 2003

    Mario San Emeterio era un tipo corpulento, medía 1,95 y pesaba 88 kilos. Tenía treinta y cinco años y se mantenía en un estado físico envidiable. Aunque el «Proyecto Ínsula» había nacido con la colaboración de otras tres personas, él era el más importante de todos, el que lo conocía minuciosamente, el que había desgranado las partes hasta convertirlo en un todo, y ahora tenía que defenderlo en una conferencia organizada para hablar sobre los problemas en la adolescencia. Habría tres discursos diferentes pero el suyo era, sin ningún lugar a dudas, el más importante de todos. Era la ponencia estrella. Mario era licenciado en psicología y psicopedagogía, además de educador social. Llevaba doce años tratando a personas adultas en su despacho de psicología, pero también trataba a niños y adolescentes, un campo que lo fascinaba. Poder meterse en las cabezas de los chavales, descubrir por qué hacían las cosas que hacían, los pensamientos que tenían, su rebeldía, le resultaba irresistible. Y era a partir de esto que había desarrollado su proyecto. En sus años de tratar con adolescentes había descubierto verdaderas curiosidades y barbaridades y quería poner un poco de orden en ese caos constante en el que vivían. Se sentía en la obligación de hacerlo. Sería su Mesías.

    Mario se miraba al espejo por enésima vez. Iba vestido con un traje azul claro, camisa blanca y corbata gris, se había engominado el pelo, afeitado y mostraba un aspecto inmejorable; sabía de la importancia de la apariencia a la hora de transmitir un mensaje y el que iba a exponer tenía que llegar con claridad y contundencia a la gente que se iba a congregar en el teatro para mil doscientas personas en el que se iba a celebrar el evento. El hombre estaba extrañamente nervioso teniendo en cuenta que mantenía un control absoluto sobre sus emociones, sobre todo delante de los demás.

    Llamó a un taxi y en menos de diez minutos se encontraba dentro del recinto. Las ponencias que precedieron a la suya le parecieron monótonas, repetitivas y que no aportaban absolutamente nada a lo ya sabido por los sufridos padres que se hallaban allí sentados. Viendo el nivel tan bajo de ambos discursos hizo que se viniera arriba, su seguridad se multiplicó por mil y cuando subió al estrado sabía que tenía todas las de ganar.

    Mario San Emeterio carraspeó un par de veces antes de comenzar a hablar.

    —Queridos amigos, mi nombre es Mario San Emeterio y soy el creador del «Proyecto Ínsula», que les voy a desmigar a continuación. El nacimiento de un hijo es, sin duda, una de las circunstancias más bonitas del mundo, un tesoro lo llaman algunos, y en casi todos los casos, la razón más poderosa para vivir. Cuidar, educar, amar a ese ser tan especial se convierte en una prioridad absoluta, el resto de las cosas pasan a un segundo plano. Esto es muy bonito, pero también puede ser peligroso. Dejar nuestras vidas en manos de nuestros hijos supone un arma de doble filo, y por qué se preguntarán ustedes. Escuché decir una vez que los padres, en un alto porcentaje, entregan sus vidas cuando nacen sus hijos, que vuelcan todas sus ilusiones y expectativas en ese ser tan maravilloso que acurrucan entre los brazos. En definitiva, que nos ponemos a merced de ellos y ese, señoras y señores, es un gran error. Cada uno de nosotros debemos vivir la vida que nos corresponde de la mejor manera posible, sin olvidar que somos independientes de los demás, que debe ser cada uno quien se ocupe de cuidarse y de quererse. Este es un punto que, por lo general, no sabemos gestionar muy bien y que cuando tenemos un hijo se rebela como un peligroso boomerang, pues corremos el riesgo de que con el tiempo nos demos cuenta de que nos hemos quedado solos. ¿Por qué? Porque hemos descuidado a nuestra pareja, a los amigos, la familia, a uno mismo, por entregarle todo el poder a ese hijo que acaba de llegar.

    Mario se detuvo unos segundos para beber un poco de agua. Volvió a carraspear y continuó.

    —No se alarmen, con todo esto no quiero decir que no deben querer a sus hijos, por supuesto que no. Lo que pretendo hacerles ver es lo peligroso que puede resultar darles todo el poder de nuestras vidas. A fin de cuentas, esos niños terminan haciéndose mayores y al hacerlo, siguen con sus propias vidas dejando la nuestra tambaleándose, sin nada de lo que habíamos abandonado por cuidar de ellos. Se preguntarán adónde quiero llegar y la respuesta es sencilla, a ese momento en el que todo explota, en el que tanto poder les hace sentirse indestructibles y se vuelven unos tiranos con un poder absoluto sobre las vidas de todos nosotros, los adultos, porque ese sentirse poderosos lo llevan más allá de sus propios hogares, se consideran los reyes del mundo y eso los convierte en muy peligrosos, pasan por encima de todo y de todos, sobre todo de sus sufridos padres. Adolescencia, en una palabra.

    Mario miraba de derecha a izquierda, hacia delante y hacia atrás las expresiones de la gente allí congregada que parecía estar entregada al discurso del magnífico orador que él se consideraba.

    —Cuando nuestros hijos llegan a la adolescencia tenemos muchísimos miedos, es la época de los cambios, el disparo de las hormonas, es cuando empiezan a conocer otros tipos de vida y diversión. Drogas, sexo, cambios de humor, gritos, peleas, discusiones continuas y un largo etcétera son el Vía Crucis al que los padres se enfrentan un día sí y otro también. Con el tiempo, llegan la desesperación, el estrés y hasta la depresión. Por desgracia, nadie dispone de una varita mágica ni de una fórmula que resuelva todos estos problemas y en muchos casos terminamos desquiciados, e incluso, optamos por arrojar la toalla. Nuestro proyecto se basa en este aspecto, en el de ayudar a los padres a reconducir a sus hijos a base de terapias, actividades y aislamiento para que puedan reflexionar sobre sus equivocados actos y decisiones, cambiándolos por unos argumentos positivos, haciéndoles ver todas sus capacidades, potenciando todo lo bueno que tienen. Ya se sabe que a estas edades los chavales escuchan antes a alguien de fuera que a los propios padres, que suelen ser el último recurso, y por eso y para eso, nace el «Proyecto Ínsula», para hacer, por así decirlo, el trabajo sucio que los padres no pueden desempeñar. Para llevar a cabo este proyecto, hemos diseñado dos meses de duro trabajo en el que estoy seguro de que sus hijos cambiarán por completo su actitud respecto a la vida y respecto a ustedes. El proyecto se llevará a cabo en la isla Ínsula situada a varios kilómetros del puerto. Los chavales estarán aislados del mundo durante ese tiempo. No habrá contacto con sus padres, no tendrán internet ni televisión, nada salvo algún momento para jugar a la consola. Lo que primará serán los juegos, que les obligarán a relacionarse los unos con los otros: las cartas, acertijos, juegos de preguntas y respuestas, buscar cosas por la isla dándoles unas pistas y juegos de ese estilo. En definitiva, la idea es cambiar la tecnología por los juegos grupales en los que unos se tengan que apoyar en los otros. Como les decía, el único contacto que tendrán con sus hijos será a través de nosotros, no podrán hablar con ellos durante esos dos meses, queremos que sus hijos se desconecten de lo que los ha llevado hasta allí y que muchas veces suelen ser los propios padres.

    —¿Y qué harán si no pueden enderezar a alguno de ellos? —preguntó una mujer con cara de preocupación.

    —Disculpe, si no le importa dejaremos las preguntas para el final. Gracias. Es para mantener un orden. —Mario no quería salirse del plan establecido y, además, al comienzo del evento ya se había informado de que la tanda de preguntas sería al terminar las ponencias—. Mi grupo de trabajo lo forman personas muy capacitadas, expertos en el comportamiento humano, asistentes sociales y psicólogos. Lo que sí necesitaríamos sería hacer una reunión íntima y personal, por llamarlo de alguna manera. ¿Qué quiero decir con esto? Que no podrían guardarse nada acerca de su hijo, tendrían que contarnos cualquier cosa por muy íntima que esta fuera, porque para poder atajar el problema de raíz, necesitamos saber cuál es esa raíz, la base de todo. No es una decisión sencilla, lo sé, abrir la caja de los truenos a gente desconocida no es algo fácil, pero deben pensar si realmente no les compensa y tener en cuenta que se pondrían en manos de unos profesionales altamente cualificados. Al final, todo depende del nivel en el que se encuentren y de si realmente quieren hacer un último intento por reconducir la vida de sus hijos, porque esa y no otra, es la proposición que les ponemos encima de la mesa. Sin embargo, todo tiene un precio y para ello les pediremos una total trasparencia, la misma que recibirán a cambio por nuestra parte. Este aspecto es innegociable. Para poder llevar a cabo nuestro trabajo de una manera eficiente deben fiarse de nosotros, dejarnos llevar las riendas. Ustedes y nosotros debemos ir de la mano, sin secretos, sin medias verdades para que no haya ninguna fisura y el trabajo final sea satisfactorio para ambas partes, o permítanmelo decir, altamente satisfactorio.

    Mario San Emeterio volvió a darse un respiro, más para observar las caras de sus oyentes que porque lo necesitara realmente. Notaba las axilas húmedas y ligeras perlas de sudor empezaron a resbalar por su frente, que eliminó rápidamente con un pañuelo. Detuvo su mirada en las personas que casi llenaban la sala, que asentían mientras comentaban cosas entre sí. Sin duda, estaba logrando su propósito.

    —No tengo mucho más que contarles —prosiguió abriendo las manos dando a entender que a partir de ese momento la palabra la tenían los allí presentes.

    Mario bajó del estrado y fue a sentarse a su asiento. El moderador fue quien habló en esta ocasión.

    —Muchas gracias, señor San Emeterio. Como les hemos informado al comienzo del evento, ahora subirán los tres ponentes al estrado y responderán de manera ordenada a todas las dudas y preguntas que tengan. —Los tres ponentes ocuparon sus respectivos asientos y comenzó la ronda de preguntas.

    —Señor San Emeterio, ¿cómo podemos ponernos en contacto con usted para hablar más a fondo sobre su proyecto? —preguntó una madre desde la tercera fila.

    —Todos los que estén interesados pueden dar sus datos a mi compañera Leonor —dijo señalando a una mujer que se encontraba de pie en la mitad del salón de actos— y nosotros nos pondremos en contacto con ustedes. En esta primera experiencia solo admitiremos a diez sujetos, por lo tanto, los interesados deben darse prisa. Cuando terminemos las entrevistas con los padres seremos nosotros los que elijamos a esos diez chavales según el nivel de complejidad que veamos en cada caso.

    —¿Van a admitir únicamente a chicos? ¿No le parece un poco sexista? —preguntó un padre.

    —No deben tomárselo como algo sexista. Es nuestra primera experiencia y era una cosa o la otra, no queríamos bajo ningún concepto mezclar los diferentes sexos. Imagínense lo que podría ser eso. Por esta razón, en esta primera experiencia nos decantamos por los varones porque consideramos que son más difíciles de, permítanme la expresión, domar.

    —Entonces nosotros sobramos aquí —dijo una madre, levantándose de su asiento un tanto enfadada. Su marido y otro hombre se levantaron también y se dirigieron hacia la salida.

    —De todas maneras, como les digo, esta es nuestra primera experiencia, según veamos los resultados estudiaremos si hacer otra con el género femenino. —Mario era consciente de que limitar su experimento solo a un sexo era un fastidio para el otro, pero no podía exponer a las claras los motivos por los que tenía que ser un experimento solo con varones.

    La ronda de preguntas se alargó casi una hora. La mayoría fueron dirigidas al proyecto de Mario San Emeterio. Cuando la jornada terminó y todo el mundo había abandonado el salón de actos, Mario se reunió con su colega Leonor y pudo comprobar que habían sido diecisiete las familias que habían dado su nombre interesándose por su proyecto. Pero lo de la lista no dejaba de ser un paripé, porque sabía perfectamente el nombre de los diez chavales que iban a viajar hasta la isla. Al resto se les podía engatusar con bonitas promesas y, de paso, que aportaran alguna ayuda económica. El menú estaba servido.

    Capítulo 2

    Enero de 2020

    Ager Irizar no tenía buen aspecto. Cada vez que le tocaba el turno de noche, iba arrastrando las energías perdidas a lo largo de esas noches durante al menos un par de días y sentía que cada vez lo llevaba peor, aunque pensara que eso era imposible. Trabajaba en un centro de socorro y su labor se podía catalogar como algo coral, como las películas que están llenas de protagonistas, porque él era la persona que se encargaba de todos los marrones. En su contrato aparecía la palabra auxiliar de enfermería, pero su trabajo iba más allá: recibir a los pacientes, transportarlos, traer los medicamentos, los informes, recoger si algo se rompía, asistir al médico o enfermero o enfermera de turno. En definitiva, era el chico para todo, pero su sensación era justo la contraria, ser el chico para nada, aquel de quien se aprovechaban a sabiendas de que nunca abriría la boca para quejarse y eso lo iba minando por dentro. Odiaba su trabajo y odiaba a sus compañeros porque eran mezquinos y lo miraban por encima del hombro.

    Sus estudios tampoco daban para mucho más. Se había sacado el Bachillerato con muchos apuros y había conseguido aprobar un grado básico como auxiliar de enfermería, se apuntó a unas listas de trabajo en el INEM y llevaba dos años trabajando en el mismo lugar, aguantando a la misma gente y las mismas condiciones de trabajo. A sus treinta y dos años, se veía resignado a pasar el resto de su vida en ese agujero.

    Ager no era especialmente guapo, ni especialmente feo, media 1,81 y pesaba 70 kilos, su cabello era corto y últimamente le había dado por llevar una pequeña cresta para intentar dar un cambio a su imagen. Llevaba una barbita mal cuidada y no tenía pendientes ni tatuajes. Ager vivía con sus abuelos paternos. La relación con sus padres estaba muerta, pero la que mantenía con sus abuelos no era mucho mejor. Estos le proporcionaban un techo donde dormir, un pequeño bungaló de 35 metros cuadrados, pero que tenía lo suficiente para él, una cocina-comedor, una habitación y un pequeño baño. El bungaló estaba ubicado a unos pocos metros de la mansión en la que vivían sus abuelos, dentro de la propiedad privada, pero lo suficientemente separada para no cruzarse con ellos más que lo justo y necesario. Rara vez entraba en el caserón, prefería mantenerse al margen, mantenerse en su nido. Sus abuelos lo obligaban a pagar una renta de 400 euros, corriendo a cuenta de ellos el resto de los gastos de la casa: luz, agua o la compra de lavadora, frigorífico o cualquier cosa que necesitara cambiarse. Ager disponía de cierta intimidad, porque salvo algo puntual, nadie lo molestaba. Desde bien joven había tenido problemas de conducta, era un niño con una vitalidad desmesurada, sus padres acababan agotados, y con el paso de los años esa vitalidad se fue convirtiendo en agresividad. Cuando Ager cumplió la mayoría de edad, sus padres lo obligaron a que se marchara de casa y ahí fue donde aparecieron sus abuelos. Sin embargo, para Ager, esa acogida no era más que un signo de caridad. Decidieron adoptarlo, pero con sus condiciones. El joven tuvo que pasar por el aro, era eso o quedarse tirado en la calle.

    Los abuelos de Ager habían nacido ricos. La familia de la abuela era dueña de una gran empresa de fundición, mientras que el abuelo era dueño de una de las farmacéuticas más importantes de Europa. Mientras que marginaban a su verdadero nieto, los abuelos acogieron en su casa a una mujer, amiga de la familia, con su bebé, que ahora tenía ya quince años. Ager no entendía cómo era posible que sus abuelos llenaran de atenciones al joven que no era de la familia y a él lo trataran con semejante condescendencia; pero con el paso de los años había dejado de buscarle una explicación, a veces las cosas eran así, él nunca se había sentido querido ni deseado por nadie y eso tendría, sin duda, un buen motivo, un culpable: él mismo. Ager había vivido en constantes peleas con sus padres y la cosa empeoró cuando el joven volvió de aquella isla… La relación terminó por partirse en mil pedazos.

    Ager estaba comiendo cuando en su teléfono sonó el tono de mensaje del WhatsApp. Rara vez recibía llamadas ni mensajes, su archivo de contactos constaba de unos veinte nombres, la mayoría gente con la que apenas hablaba. Por esta razón, cuando alguien le enviaba un mensaje sabía que no era para nada bueno.

    —¡Mierda! —exclamó enfadado. Lo que le pedían no le hacía ninguna gracia—. Debería decir que no. ¡Venga! Sé valiente y di que no.

    Ager hablaba consigo mismo intentando que algún duende le enviara algo de valor, pero eso solo sucedía en las películas, él no andaba muy sobrado de valor y no tardó ni un minuto en responder al mensaje. Se trataba de una compañera de trabajo a la que no le venía bien el turno nocturno de ese día y le pedía el favor de cambiárselo. La chica sabía que Ager tenía cuatro días de fiesta, pero le prometió que se lo compensaría.

    —¿Y cómo vas a hacerlo? ¿Qué vas a darme a cambio? —seguía el joven hablando consigo mismo. Pero total, al final tendría que volver a trabajar esa noche pese a la absoluta desgana que tenía.

    ***

    Ager estaba saliendo de la ducha cuando de pronto, la puerta del baño se abrió y apareció su abuela, que no tenía cara de muchos amigos. Aunque eso tampoco fuera novedoso.

    —¡Abuela, por Dios! No puedes entrar así sin llamar —dijo a modo de protesta mientras se tapaba sus partes íntimas con las manos.

    —No seas crío, anda. ¿Acaso crees que me importa una mierda verte desnudo? Con esa pinta que tienes. —Si había alguien que dijera que los gordos, cuando menos, son simpáticos, esa persona no conocía a Ana Montoya.

    —Es mi intimidad la que quiero que respetes —puntualizó el joven.

    —No te pongas gallito que sabes que no te conviene —respondió la abuela, amenazante. Sabía que tenía pillado a su nieto por los testículos. No en vano, el coqueto bungaló se lo podía quitar cuando le diera la gana y siempre vivía con esa espada de Damocles sobre la cabeza.

    Ager, una vez más, se tragó su orgullo, agachó la cabeza, cogió una toalla y se la enrolló en la cintura.

    —¿Y qué sucede? —La pregunta se hacía sola porque su abuela solo entraba en el bungaló cuando necesitaba algo de su nieto.

    —Esta noche debes quedarte a cargo de tu hermano porque su madre, tu abuelo y yo tenemos planes. —Por alguna extraña razón, Ana trataba a Borja como hermano de Ager.

    Al joven, por el contrario, le cabreaba que le hablara de Borja, el chaval de quince años, como si fuera su hermano, porque no tenía ningún vínculo con él, ni quería que nadie se lo pusiera por obligación.

    —Lo siento, abuela, pero me han pedido que vaya a trabajar esta noche —repuso.

    —Pues cambias el turno. —La mirada de su abuela no le daba tregua.

    —Me es imposible porque me ha pedido el cambio una compañera.

    —Desde luego, te engaña cualquiera. ¿Qué eres, el tonto del grupo? Dios, no se te puede pedir nunca nada.

    La abuela salió del bungaló echando pestes, como cada vez que no conseguía lo que quería. No le entraba en la cabeza que el resto de la gente también tuviera una vida. Ager observó marcharse a su abuela con paso firme, era de esas personas que pisaban el suelo con fuerza, dejando huella. Ana Montoya era rechoncha, morena, tenía setenta y cuatro años y muchos kilos de mala baba. Era una verdadera apisonadora.

    El pequeño bungaló de Ager se encontraba dentro de la propiedad privada de sus abuelos llamada Luna Llena. Llena de lujos era de lo que estaba bañada la casa, toda la propiedad. Su bungaló se encontraba a unos quinientos metros de la entrada principal, lo suficientemente lejos como para no enterarse apenas de las cosas que pasaban por allí. En realidad, su pequeño hogar se hallaba más cerca de la puerta de salida. Al no tener coche, no necesitaba entrar por la entrada principal y solía hacerlo por un pequeño portón situado a escasos metros de su casa.

    El joven apenas salía de su hábitat. No tenía amigos y su vida social se reducía a paseos por la ciudad, por el monte o ir a cenar algo, pero siempre en soledad. Su sueldo no llegaba a los 900 euros, que descontando lo que tenía que pagar a sus abuelos, apenas le dejaban 500 para vivir. Su principal objetivo era comprarse un coche, alguna baratija que le permitiera moverse con mayor autonomía. La parada de autobús más cercana a su casa se encontraba a más de un kilómetro, lo que lo obligaba a salir con mucha antelación para ir a trabajar y, por ende, también llegaba a casa muy tarde. Pronto tendría unas pequeñas vacaciones, aunque no poder disfrutarlas con nadie lo entristecía. Hubiera dado lo que fuera por tener un amigo o una novia con la que poder compartir algo normal y natural, algo que tenía todo el mundo. O la mayoría, al menos. Y pensar que en su adolescencia había sido uno de los más populares en la escuela y entre sus amigos. ¿Dónde se había perdido eso? La gente lo respetaba y hasta lo temían en algunos casos y ahora, años más tarde, se había convertido en una sombra de lo que fue.

    Hacía años que no tenía sexo. En realidad, su experiencia sexual se reducía a tres relaciones muy lejanas en el tiempo. Desde la última vez que había estado con alguien habían pasado dieciséis años, justo antes de haber entrado en aquella isla. Cada vez que recordaba aquella experiencia se le erizaba el vello y sentía una fuerte presión en el pecho, unas tremendas dificultades para respirar. A su cuerpo le invadía un incontrolable tembleque y un sudor frío recorría su espalda. Desde aquella experiencia nada fue lo mismo, era como si en aquella isla se hubiera quedado un Ager y hubiera vuelto otro totalmente diferente. Sufría de constantes pesadillas, de ansiedad, y cada día tomaba cuatro tipos diferentes de pastillas para intentar calmar todo ese oleaje.

    ***

    Ager llegó al trabajo apurado, había perdido el autobús con el que llegaba con treinta minutos de antelación, el siguiente tardaba veinte en pasar y para cuando cruzó la puerta del centro de socorro eran las 21:58. Los del relevo saliente lo miraron con cara de pocos amigos, aunque eso tampoco era muy diferente al resto de los días. Entró en el vestuario, se cambió a toda velocidad y para las 22:04 se encontraba ya en su puesto. La persona a la que debía relevar se había marchado ya sin dejarle ni una sola indicación de cómo había ido la tarde, de si tenía algo concreto en lo que centrarse. Supuso que no.

    —Ey, Ager, tienes que llevar estos formularios al piso de abajo —le dijo una compañera con cara agria.

    —De acuerdo —repuso el joven cogiendo los papeles—. Yo me encargo. ¿Los dejo en el archivador?

    —Ni idea, yo te digo lo que me han comentado.

    —Ager, ve al piso de arriba y tráeme unas gasas y unos apósitos —pidió otro compañero. Al parecer, la noche iba a ser calcada a las demás: el resto ordenaba y él obedecía.

    —Ager, deja lo que tengas que hacer que necesito tu ayuda. En la recepción hay un tío con un chándal azul y una brecha en la cabeza. Llévalo a la sala 3 —ordenó uno de los médicos que estaban de guardia.

    El chico «paratodo» corrió raudo hacia la sala de espera de la recepción y en cuanto entró, se encontró de frente con la persona en cuestión. Estaba sentado en una silla de ruedas, con el freno echado. El chico, que calculaba tendría una edad similar a la suya, no tenía buen aspecto. Se sujetaba la cabeza con una toalla enrojecida por su propia sangre, tenía la cara blanca, cadavérica, y apretaba los dientes con fuerza para intentar mitigar algo del dolor que le provocaba la herida. Ager se colocó detrás del asiento, soltó el freno y llevó al tipo a la sala número 3.

    —El doctor Fernández lo atenderá enseguida —dijo—. ¿Está usted bien? ¿Necesita algo?

    —Sí, dejar de sangrar y que no me duela la cabeza de esta manera —dijo el herido, resoplando. Justo en ese momento, entró el doctor y se puso manos a la obra. El herido tenía una profunda brecha en la cabeza, aunque tras la primera exploración pudo comprobar que era más aparatosa que otra cosa.

    —¿Qué le ha sucedido? —preguntó el médico mientras desinfectaba la herida con la ayuda de Ager.

    —Trabajo en el puerto descargando mercancía y al ir a bajar una caja de pescado, esta ha cedido cayendo sobre mi cabeza. —Ahora entendía Ager el motivo de aquel olor tan pestilente a pescado que traía el hombre.

    —Bueno, no se preocupe, es más aparatoso que otra cosa, unos puntos de sutura y listo. Le recetaré un antibiótico por si se infecta la herida y muy importante, tiene que limpiarla unas tres veces al día y aplicar la crema que también le voy a recetar por toda la brecha.

    —Muchas gracias, doctor —respondió agradecido el herido.

    —Para eso estamos —se limitó a responder este.

    El médico, con la ayuda de Ager, limpió y cosió la herida del hombre y una vez hubo terminado salió de la sala. Ager se quedó con él unos segundos más, le dijo que se quedara todo el tiempo que necesitara, hasta poder caminar sin marearse, y salió a realizar el resto de las tareas que le habían encomendado. Al llegar al mostrador, observó que la recepcionista y una enfermera cuchicheaban algo, se acercó donde se encontraban y le hicieron una pregunta que lo dejó un tanto inquieto.

    —Oye, Ager, ¿qué tal con el tipo de la sala 3? —preguntó la enfermera—. ¿Sabes de quién se trata?

    —¿Debería? ¿Es famoso?

    —No exactamente, o no como a él le gustaría, desde luego.

    —No te sigo. —Ager miraba a sus compañeras con aburrimiento, no le gustaban los juegos de adivinanzas. Si tenían algo que contar, que lo hicieran sin marear la perdiz.

    —Resulta que se trata de Samuel Zúñiga. En cuanto he leído su nombre se me ha hecho conocido, lo he consultado en internet y ¡zas! Premio. Ese tipejo ha estado en la cárcel por el asesinato de una joven. Por lo que pone en este artículo —dijo señalando la página que tenía abierta en Google—, ha salido de la trena hace solo unos días. Si por mí fuera, lo hubiera dejado desangrarse.

    —Eso es muy heavy, ¿no te parece? —indicó la otra mujer.

    —La apuñaló hasta cinco veces. Lo confesó como si nada, como quien oye llover, y encima sin ningún motivo. Eso es lo que dijo, que no sabía por qué lo había hecho. ¿Os lo podéis creer? Menudo sinvergüenza.

    Ager dejó a las mujeres descargando su odio hacia aquel tipo al que acababa de ayudar a taponar la gran brecha de su cabeza. La información de las mujeres lo había dejado tocado, se preguntaba cómo era posible que una persona pudiera llegar a semejantes extremos alegando, además, que lo había hecho sin ningún motivo. ¿Qué habría pasado por su cabeza? ¿Por qué la gente hacía ese tipo de cosas? Definitivamente, no lo entendía. Él odiaba a su familia, pero jamás se le ocurriría matar a nadie.

    Por la razón que fuera, cuando Ager vio a aquel tipo abandonar el centro de socorro, sintió rabia y odio a partes iguales. Su trabajo lo obligaba a atender a todo tipo de individuos, pero hacerlo con maltratadores, violadores y asesinos era algo que no llevaba nada bien. Cuando llegó a casa sobre las nueve de la mañana, se dio una ducha, comió algo y se metió en la cama con la sana intención de disfrutar de unas horas de plácido descanso. Sin embargo, el rostro de aquel hombre no lo dejaba ni a sol ni a sombra y no consiguió conciliar ni un minuto de sueño.

    ***

    Marzo de 2004

    Los chicos iban llegando al embarcadero con cara de pocos amigos, enfadados, luchando por evitar aquella absurdez a la que les querían obligar sus padres. Pero estaba todo decidido. Y firmado. No había vuelta atrás, la decisión estaba tomada y no les quedaba otra que acatarla. Pese al desarrollo corporal dispar entre unos y otros, todos los chicos tenían la misma edad, dieciséis, aunque a alguno de ellos bien se le podrían calcular un par menos.

    Mario San Emeterio, como era costumbre en él, tomó las riendas y empezó a aleccionar a los padres a que se fueran despidiendo de sus vástagos. Era lo mejor, cuanto antes se separaran, menos dificultosa sería la despedida. En dicha despedida, no hubo excesiva pasión ni calor. En casi todos los casos, la relación de los chavales con sus respectivos padres dejaba mucho que desear y eso facilitaba el desapego. Los jóvenes fueron entrando al barco que los iba a transportar hasta la isla y una vez dentro no miraron hacia atrás. Se sentían abandonados por sus propios progenitores y ese era un dolor demasiado profundo. Solo uno rogó por enésima vez que no lo enviaran a la isla prometiendo que se portaría mejor. Pero los padres, también por enésima vez, le recalcaron que era lo mejor para su crecimiento personal.

    Mario cogió sus notas y antes de partir, como si de un profesor se tratara, pasó lista entre los adolescentes.

    —Hola, chicos —empezó diciendo mientras chasqueaba los nudillos—. Me llamo Mario San Emeterio y voy a ser vuestro tutor a lo largo de este proceso.

    —Váyase a la mierda —dijo uno de los chavales.

    —Sí, eso, dejadnos salir de este puto barco —dijo otro—. No queremos ir a ninguna puta isla. A los que deberían llevarse es a nuestros padres, que se han deshecho así de nosotros.

    —Voy a ser muy claro desde el principio —respondió Mario—. No estáis aquí por mi culpa, más bien por la vuestra, porque no sabéis comportaros como Dios manda. Vuestros sufridos padres han hecho lo que han podido y es por vuestra culpa por la que estáis aquí y no pienso consentir respuestas maleducadas ni subiditas de tono, ¿estamos?

    —¿Y qué va a hacer si no? —preguntó otro de los chicos.

    —Todo a su debido tiempo —dijo de manera misteriosa—, poco a poco. Ya veréis que en la isla os tenemos preparadas muchas sorpresas. Veo que estáis los diez y me gustaría que os presentarais vosotros mismos. Con decir el nombre es suficiente.

    —Pero ¡qué puta gilipollez! Yo paso de esta mierda —repuso el primero de los chicos que había hablado.

    —Veo que tenemos aquí al gallito del grupo. —Mario le dedicó una sonrisa torcida—. Tú eres Ager Irizar, ¿verdad?

    —Sí, lo soy —se limitó a responder.

    Mario volvió a hojear su carpeta y empezó a nombrar a los diez chavales presentes.

    —Veamos, vuestros nombres son: Ager Irizar, Daniel Sánchez, Álvaro Elizondo, Unai Iriondo, Abel Casares, Javier Delgado, Saúl Montes, Kamal Leiva, Martín Sarasola y Jonás Herczeg. Más adelante iremos viendo quién es quién. Por ahora así está bien. Ahora zarparemos y lo que quiero es que no arméis ningún jaleo, que no os comportéis como críos.

    —Esto es una mierda y no pienso dejar que me manipulen ni me coman la cabeza con chorradas —insistió el joven que se llamaba Ager.

    —Veo que vamos a tener que atarte en corto —dijo Mario clavándole la mirada—. ¿Y sabes qué? Que me gusta. Me encanta trabajar con gallitos como tú porque dais mucho juego.

    —Ah, ¿sí? Pues yo no soy ningún mono de feria y creo que hablo en nombre de todos.

    —Desde luego que sí —dijeron el resto al unísono.

    Mario sonreía complacido, no esperaba menos en una situación como esa. Los chavales de dieciséis años, incontrolables para sus padres, no lo iban a poner fácil, pero esa era una parte del plan, una parte fundamental, y por ahora todo iba saliendo sobre ruedas. El barco zarpó bajo las miradas de los chicos, que no sabían cómo actuar, no querían estar allí. Pero, por otro lado, no tenían escapatoria. A medida que iban llegando a la isla los ánimos se fueron calmando. Los jóvenes, tal vez, empezaron a ver su aventura de otra manera, como una forma de descubrir algo nuevo fuera de la vista de sus padres y de la gente que no se portaba bien con ellos.

    Las casi dos horas de trayecto desde el puerto hasta la isla se hicieron largas y pesadas debido al fuerte oleaje que había en determinados puntos del camino. Todos los tripulantes pisaron tierra con gusto, contentos por haber llegado al fin al punto de destino. La isla les recibió con un fuerte viento, aunque menos frío del esperado. La isla, llamada Ínsula, era pequeñita. En realidad, era un gran peñasco de roca sin vegetación. Aparentemente, allí no había nada, pero según fueron acercándose unos metros, divisaron una puerta que daba acceso a un gran edificio construido dentro de la roca. Desde el mar o desde el aire únicamente se veía un peñón, como un pedrusco en mitad de la nada, pasando totalmente desapercibido; pero la realidad era bien distinta. También había un faro de dimensiones diminutas y un único sendero, el que llevaba desde el embarcadero hasta la puerta principal del hermoso edificio que habían construido para poder llevar a cabo este proyecto y con la idea de poder utilizarlo también para otro tipo de eventos. La isla pertenecía a Mario San Emeterio y a otras dos personas. Tampoco habían querido invertir un dineral teniendo en cuenta que no le podrían sacar todo el provecho deseado, pero habían conseguido construir algo muy elegante.

    El edificio constaba de tres naves. La primera servía como almacén de material y de comida; en la segunda se hallaban las habitaciones de los profesionales, los archivos, la sala de reuniones y el botiquín; la tercera era para los chavales y en ella se encontraban los dormitorios, el comedor, la sala de estudio, alguna habitación para los profesionales, una serie de salas pequeñas numeradas del 1 al 10 y otra de gran tamaño. Era la nave más grande de todas. Los chavales fueron llevados a su nave y al entrar se encontraron en un frío pasillo en el que únicamente se vislumbraban una gran habitación con varias camas y armarios y una especie de vestuario con cuatro duchas y dos baños. Los chavales torcieron el gesto y se miraron los unos a los otros. Sus padres les habían dicho que cada uno tendría su habitación con su baño privado. Sin embargo, allí no había nada de eso. De pronto, escucharon una voz que provenía desde la parte de atrás. Los chavales se giraron encontrándose cara a cara, de nuevo, con el tal Mario.

    —Bueno, chicos, bienvenidos al que va a ser vuestro hogar a lo largo de estas semanas. Ya sé que vuestros padres os han contado otra cosa, pero la realidad es esta, vais a compartir esa habitación —dijo señalando la gran nave que hacía de dormitorio y confirmando los malos augurios de los chavales— y hay algunas otras cosas que es mejor aclarar cuanto antes. Como bien sabéis, si estáis aquí es porque os habéis portado mal, porque habéis sido malos chicos y, por lo tanto, no merecéis andar libres por la calle, necesitáis un lavado interior.

    Los chavales, casi al unísono, empezaron a protestar, a soltar improperios y amenazas ante la atenta mirada de los allí presentes y el gesto divertido de Mario San Emeterio.

    —Al parecer, no habéis entendido nada —siguió Mario—. Aquí vuestra opinión no vale nada. Vuestros padres van a estar desconectados de vosotros durante dos meses, tiempo en el que nosotros vamos a ser vuestra familia y tendréis que hacer lo que os digamos. Cuanto antes lo asimiléis y aceptéis, mejor para todos. La primera consecuencia derivada por vuestros malos actos fuera de aquí, es poneros un nombre con el que seréis conocidos a partir de ahora. Vuestro nombre no vale nada aquí, por lo tanto, os aconsejo que no lo uséis, que utilicéis el que os vamos a dar a continuación.

    Los chicos se mantenían impertérritos, sus bocas se habían cerrado de repente. No tenían ganas de hablar, no sabían de qué iba todo aquello. Sin embargo, en parte, también estaban muy intrigados.

    —Vosotros sois unos verdaderos demonios, os portáis mal y no dais más que disgustos y problemas. Es por esto que os hemos asignado el nombre de un demonio. Prestad atención para que cada uno recuerde el suyo porque no me gusta repetir las cosas. Eso me cabrea bastante y como podréis comprobar, no os conviene en absoluto. Empecemos pues a daros vuestras nuevas identidades.

    Los atónitos diez adolescentes se sentaron en unas sillas que habían dispuesto en mitad del pasillo y esperaron su turno para levantarse y saber cuál era esa identidad de la que hablaba Mario San Emeterio.

    —Ager Irizar. A partir de ahora te llamarás Lucifer. Fue un ángel denigrado por rebelarse a Dios por soberbia queriendo ser como él. Tú eres muy soberbio y no te portas nada bien con tus padres. Por esta razón, hemos decidido otorgarte este nombre.

    »Daniel Sánchez. A partir de ahora te llamarás Beritz, un demonio mentiroso, que convierte los metales en oro y puede dar dignidad a los hombres.

    »Álvaro Elizondo. Tú serás Belial, señor de la corrupción, orgullo y arrogancia. Belial era el demonio de la sodomía, adorado por los homosexuales y sobra decir que tú lo eres, que eres marica y un lastre para tus padres religiosos.

    »Unai Iriondo. Tú serás Belcebú, señor de las moscas, carne podrida rodeado de moscas. Es el demonio de la gula y como todos podemos ver por tu gordura, es el nombre idóneo para ti.

    »Abel Casares. Ahora serás Leviatán, demonio que intenta poseer a las personas y se rige por la envidia. Malo, malo.

    »Javier Delgado. A partir de hoy serás Tammuz, demonio de la guerra, uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis.

    »Saúl Montes. Bienvenido a tu nuevo yo, Moloch. Te presentas como una estatua de bronce con un fuego interior al que se arroja a los niños.

    »Martín Sarasola. Serás Belfegor, el demonio de la pereza, como tú, que eres un vago y un holgazán.

    »Kamal Leiva. Desde hoy serás Asmodeo, demonio de los pecados carnales, lascivia, lujuria y que incita a la infidelidad.

    »Y por último, Jonás Herczeg, que te llamarás Guta, un demonio húngaro, como tus orígenes, que golpea a sus víctimas hasta matarlas.

    »En cuanto a nosotros —dijo señalando a toda su cohorte— también tendremos un nombre especial para vosotros. Mis cuatro ayudantes son Calígula, Zeus, Afrodita y Cleopatra.

    Las cuatro personas nombradas iban inclinando la cabeza a medida que iban siendo presentadas, ellos cuatro más los dos supremos eran los que encabezaban el proyecto de la isla.

    —Este, para vosotros, será Satán. —Los chicos se encogieron un tanto al escuchar ese nombre—. En cuanto a mí, me llamaréis señor Mormo, que, en la mitología griega, es quien castiga a los niños malos. Quiero que todo el mundo memorice su nueva identidad, a partir de este momento vuestros verdaderos nombres dejan de existir y como alguno de nosotros oiga que os llamáis entre vosotros por un nombre que no sea el que se os ha asignado, seréis castigados y hacedme caso, es algo que no os conviene para nada.

    Los diez chavales estaban petrificados. No pestañeaban. Lo que había empezado como una especie de cachondeo se había tornado en una pesadilla. Lo que no imaginaban era hasta qué punto las pesadillas se pueden hacer realidad y que en ese momento empezaban a labrar el momento más duro de sus vidas y que los marcaría para siempre.

    Capítulo 3

    Enero de 2020

    Ager llevaba horas, incluidas las que no había podido conciliar el sueño, pensando en Samuel Zúñiga. Recordaba su cara mientras el doctor le curaba la herida, cuando salía del centro de socorro, su gesto de agradecimiento hacia todo el mundo, incluso a él le había repetido que le estaba muy agradecido por haberle, según le dijo, devuelto el juicio. Recordaba a sus compañeras cuchicheando y cómo le dijeron que aquel hombre de aspecto tan afable y agradable había matado a una joven a puñaladas. Se le hacía difícil de entender y necesitaba saber más. Se preparó un café, cogió su portátil y buscó en Google «Samuel Zúñiga». No le hizo falta escribir nada más porque una avalancha de noticias apareció ante sus ojos. Clicó el primer link y pudo leer lo siguiente:

    «Hallada muerta una joven de veinte años cerca de la casa de un joven llamado Samuel Zúñiga que todo hace indicar, es el responsable del lamentable suceso».

    Ager abrió otro link de un par de días más tarde y continuó leyendo.

    «El adolescente de dieciocho años Samuel Zúñiga se declara culpable del asesinato de Susana García, la joven de veinte años que fue hallada muerta en una habitación de la Casa Juliana junto al presunto asesino con cinco puñaladas. El joven ha manifestado que no sabe por qué lo hizo, que fue un arrebato. Lo que la policía sí ha descartado es que haya habido agresión sexual. Por el momento, se desconocen más detalles».

    Ager continuó leyendo diferentes informaciones cronológicamente y se informó de que, efectivamente, Samuel había matado a la joven alegando que no sabía la razón, que había sido un impulso. Al parecer, cuando la policía se presentó en la casa, el cuchillo estaba tirado en la alfombra. Además, la camisa del joven estaba empapada con la sangre de la chica muerta que yacía en la cama junto a él. Después de un corto juicio tras la confesión de Samuel Zúñiga, este fue condenado a veinte años de cárcel. Corría el año 2005. Habían pasado quince años, y por lo tanto, habían soltado a aquel asesino cinco años antes de cumplir toda la condena. El asesinato databa del día 20 de diciembre del año 2004, su ingreso definitivo en prisión el 14 de enero de 2005, el mismo día que lo había atendido en el cuarto de socorro, pero quince años más tarde.

    ***

    Lidia Varela era una mujer fuerte y valiente. La vida la había obligado a tirar del carro tras la muerte de sus padres para sacar adelante a sus tres hermanos, y de premio, esta le había regalado un cáncer de pecho al cual había mirado también a la cara y lo había vencido. De eso hacía poco más de seis años, cuando su médico le confirmaba que todos los resultados eran positivos, que había conseguido superarlo. Fue en ese momento en el que decidió terminar con todo lo que la ahogaba y no la llenaba. Tenía sesenta y tres años y quería aprovechar lo que le quedaba como si cada día fuera el último. Pese a su edad, aparentaba tener alguno más, bastantes más incluso, debido a las pronunciadas arrugas en sus manos y su cara, las tremendas ojeras y su extrema delgadez, que le habían quedado como consecuencia de la quimioterapia. Sin embargo, era una mujer fuerte, de eso no cabía ninguna duda.

    Lidia Varela había decidido terminar con su matrimonio una semana después de su sanación y ahora vivía feliz con sus dos gatos. Había dedicado toda su vida a la docencia y después de una larga baja por culpa del cáncer, había conseguido jubilarse con antelación y ahora disfrutaba de un bien remunerado retiro y mucho tiempo para hacer lo que le diera la gana.

    A lo largo de su vida, había hecho cosas de las que no se sentía orgullosa, pero siempre con la intención de crecer y de creer en lo que hacía. Desde hacía unos meses se dedicaba a impartir clases a gente que, por diversas razones, no había podido terminar sus estudios, y lo hacía de manera altruista, sin recibir nada a cambio, únicamente la satisfacción de ayudar a quien lo necesitaba. Sus clases eran variadas, daba de todo un poco, aunque preparaba también asignaturas más específicas si alguno de sus alumnos se lo pedía. Tenía un par que respondían a ese perfil, que querían saber más, querían profundizar en algunos temas y ella se sentía feliz de poder ayudarles. Lidia se encargaba de dar sus clases por las mañanas entre las 9 y las 13 horas. Era consciente de que sus alumnos no eran corrientes porque la mayoría trabajaba donde podía, en las condiciones y horarios que podían y por eso era imposible crear una clase compacta. Este hecho suponía un fastidio, pero lo llevaba bien. Esa mañana, a eso de las 11, había quedado con el alumno que mayores inquietudes albergaba y al verle arrugó su ya de por sí arrugada frente.

    —Samuel, ¿qué te ha pasado en la cabeza? —preguntó.

    —Oh, esto. No es nada. Se me cayó una caja mientras descargaba pescado —dijo quitándole hierro al asunto—. Pero tengo la cabeza dura, unos puntos y listo.

    —Tienes que andar con más cuidado —le dijo como si de su madre se tratara. Sabía la verdad sobre su alumno, lo que había hecho, pero ella trabajaba para reinsertar a la gente en la sociedad, ayudarles, y no quería meterse a enjuiciar a nadie. Ella no era la persona más indicada. Además, aquel joven le caía muy bien.

    —Lo intento, no se crea, no puedo permitirme el lujo de faltar al trabajo ni un solo día.

    Samuel ganaba apenas 500 euros al mes, llevaba pocos días trabajando y dependía de ese trabajo para vivir. Al menos no tenía que pagar ningún alquiler, vivía en un centro de reinserción social con otras quince personas que, por ahora, era lo mejor que podía tener. No podía permitirse otra cosa.

    —Tengo ya preparado lo que me pediste para empezar a estudiar lo referente a las leyes. —Samuel había empezado la carrera de Derecho, pero tuvo que dejarla al ser encarcelado hacía ya un mundo.

    —Le estoy muy agradecido, Lidia. Siempre me ha gustado el derecho y después de haber pasado por una experiencia como la mía, mi interés se ha acrecentado. Algún día me gustaría ser abogado.

    —Bueno, pues habrá que ponerse manos a la obra. Siéntate y empecemos a trabajar.

    Lidia Varela y Samuel Zúñiga pasaron una hora estudiando parte de los códigos civiles españoles. Aprenderlos todos le llevaría al joven mucho tiempo. Pero tampoco tenía prisa, ahora que estaba libre las cosas eran muy diferentes. Una vez el chico abandonó la clase, Lidia consultó su móvil. Tenía tres llamadas perdidas del mismo número, aunque no lo tenía agregado a su agenda. No sabía quién podría ser, pero estaba claro que era importante para haberla llamado tantas veces. Sin tiempo siquiera para pensar en el posible origen de la llamada, el teléfono empezó a vibrar otra vez. Era el mismo número desconocido. Por alguna razón, su mano empezó a temblar

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