Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El gorrión en el nido
El gorrión en el nido
El gorrión en el nido
Libro electrónico631 páginas10 horas

El gorrión en el nido

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Gorri nace en un pequeño pueblo del interior del País Vasco a mediados del siglo XX y se encuentra con una cultura que ha permanecido inamovible durante siglos salvaguardada por el cura, el maestro y el "el amo". Conforme el protagonista va pasando de la niñez a la adolescencia tiene que ir afrontando su "primera vez" en forma de retos que tiene que superar y que corren paralelos a los retos que su entorno también tiene que superar y que trastocan los cimientos de una sociedad, anclada en el pasado, que se ve obligada a evolucionar. No siempre se consiguen alcanzar los objetivos de los retos, lo que conlleva desagradables consecuencias.
La novela utiliza las "primeras veces" como inicio de los cambios: el primer amor, el primer beso, el primer desengaño, el primer cigarro, la primera televisión y las sensaciones que provocan: desasosiego, confusión, ilusión, esperanza, alegría, miedo o decepción, que son emociones que la mayor parte de las personas han sentido alguna vez y que se vuelven a revivir conforme el protagonista las va experimentando.
El libro está escrito en un lenguaje coloquial fácil de leer, estructurado en historias con moraleja que tienen sentido en sí mismas y que unidas al resto conforman una novela de estilo costumbrista, con personajes y situaciones fácilmente identificables por quienes conocieron la vida de los pueblos a mediados del siglo XX, todo ello tratado en tono irónico, socarrón y a menudo divertido.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 oct 2019
ISBN9788418090738

Relacionado con El gorrión en el nido

Libros electrónicos relacionados

Biografías y autoficción para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El gorrión en el nido

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El gorrión en el nido - José Antonio Otegui

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Jose Antonio Otegui Auzmendi

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18090-73-8

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    INTRODUCCIÓN

    Me he propuesto escribir un libro, me toca, como me tocó tener un hijo, plantar un árbol o subir en globo, cada cosa a su tiempo, y como me tocó la suerte, o la desgracia de otras tantas aventuras y desventuras: deseadas unas, odiadas otras. Ante este deseo me encuentro como el pintor con un lienzo en blanco, como el compositor con una partitura sin signo alguno o como el niño recién nacido ante la luz que le ciega y le confunde, impotente ante una tarea que desconoce y afronta por primera vez. Tengo que escribir un libro y no sé muy bien cómo comenzar.

    Tal vez nadie llegue a leer el libro que me propongo escribir, lo cierto es que mi objetivo es escribirlo, pero no le veo mucho sentido si nadie lo va a leer, como explica la física cuántica; si nadie lo lee es como si no existiese. Porque hacer algo creativo y que te lleve un esfuerzo importante para que nadie se entere de que lo has hecho no constituye la mejor de las motivaciones para hacerlo, así que pensaré, mientras lo hago, que podré compartirlo con alguien a quien espero que le guste y —más que gustarle—, lo que realmente espero es que le sirva.

    Lo más difícil es el tema, ¿de qué se puede hablar? Lo que me resulta más fácil es una autobiografía. Soy fruto de mi tiempo y testigo de importantes cambios y acontecimientos históricos que, aunque han sido mil veces contados, pueden adquirir otra dimensión bajo el prisma de un superviviente del terremoto de cambios a los que he tenido que adaptarme a toda velocidad para no perder el tren. No todas mis opiniones son políticamente correctas ni todos los que conozco son, han sido, ni serán, santos de mi devoción, pero ahí están, formando parte de mi vida, que es como formar parte de mí, pero esa parte de mí que preferiría no tener, como no se quiere tener un grano en la punta de la nariz ni en ninguna punta que se precie. Hay un remedio que empleo para soportar los granos en la punta de donde sea, el remedio no es mío, es adquirido de un libro y venía a decir, más o menos, que esos granos en la punta de donde sea, que tanto nos molestan, están donde están para curarnos, o sea, que ese maestro que te atizaba de lo lindo cuando tenías siete años, ese padre que solo ve su ombligo sin ocuparse de ninguno de sus hijos, o esa relación tortuosa con una compañera de trabajo que te trae por la calle de la amargura, en realidad son acontecimientos positivos en tu vida que te hacen reflexionar, superarte, enfrentarte y aprender, que si nuestra vida fuese como una balsa de aceite ni aprenderíamos, ni nos superaríamos, ni creceríamos. Así que hay que dar la bienvenida a los granos en la punta de donde sea y, encima, como lo he leído en otros muchos sitios, perdonar.

    No deja de sorprenderme esta vida que me ha tocado vivir, en la que lo que más odio es lo que más me conviene y mi mayor enemigo es al que más tengo que agradecer y encima perdonarle.

    Me toca escribir un libro, que no deja de ser como otro grano en la punta de donde sea y, como todos esos granos, espero que me ayude a reflexionar, superarme, aprender y crecer —y lo que ya sería rizar el rizo— que ayude a otros a superar alguno de sus miedos. En realidad, creo que las reflexiones y sus conclusiones solo me servirán a mí porque el grano es mío y nadie aprende en grano ajeno y puede que de esto se trate, de que cada uno tenga que vivir sus propios granos con su propio dolor o su propia alegría y que solo valga si son eso; propios, y los bienintencionados consejos de los demás solo sean eso; bienintencionados consejos, y que cada cual tenga que buscar el sentido a su vida en base a sus propias experiencias.

    Mi sentido de la vida ha ido cambiando conforme he transitado por ella, recuerdo cuando era pequeño y acababa de estrenar mi uso de razón, lo tenía todo muy claro, Dios estaba en el cielo, lo que no entendía es por qué razón no se caía, el infierno estaba bajo tierra, esto ya me parecía más lógico. Si eras bueno subías al cielo, me seguía preocupando lo de caerme, si eras malo te ibas al infierno, que me parecía más lógico, era como bajar a una cueva. Lo cierto es que lo del infierno siempre me ha parecido más lógico. Creía en el cielo y en el infierno, en los Reyes Magos y en la cigüeña, en todo lo que decían mi maestro, el cura o mis padres.

    Definiría mi paso por esta vida como de constante adaptación, por un lado, me tocó vivir un ambiente rural que había permanecido inmutable durante siglos, con creencias, costumbres y actitudes heredadas de padres a hijos y estructuradas de tal manera que el cambio era casi imposible. Yo nací en un ambiente en el que la Iglesia católica tenía un poder terrible en lo divino y en lo humano y gozaba de un gran respeto, quizás miedo, de todos sus feligreses. La estructura familiar era muy rígida, todo el mundo sabía cuál era el papel que tenía que desempeñar, y aunque hubiese querido desempeñar otro tampoco hubiese podido. Un pueblo es una sociedad pequeña donde todo el mundo controla a todo el mundo y nadie hace nada que no se espera que haga por el miedo a lo que digan los demás. Del sistema educativo solo debo decir que me tocó la época de «la letra con sangre entra», y luego estaba el amo, con el río del amo, la esquina del amo, todo era del amo, allí nadie movía un dedo sin el consentimiento del amo, así que, en cuestión de libertades, más bien pocas, aunque en realidad a mí esto del amo no me tocó de cerca, ese era un problema más de mayores, lo que a mí me tocó de cerca fue lo del cura y lo del maestro.

    Ahora vivo una situación muy diferente en que la libertad juega un papel muy importante. El hecho de vivir en un ambiente urbano elimina muchas barreras, como la del temor al qué dirán, y es más fácil perderte entre la gente. Hoy en día la falta de libertad no viene por el amo, la Iglesia o el maestro, hoy en día se ha sustituido por la hipoteca, el trabajo y algunas obligaciones familiares, la cuestión es permanecer en un sistema donde tu rol sea el que se espera de ti a costa de las libertades, o puedes salirte de él y dejar de contar con el apoyo de la sociedad. Somos seres bien domesticados, aunque nos hayan cambiado de amo.

    Desde la falta de libertad de mi pueblo en la infancia a la falta de libertad en la ciudad en la que vivo mi madurez, ha habido un largo camino en el que siempre he intentado compaginar tiempo alquilado a otros con mi tiempo personal, y he de reconocer que conseguir este equilibrio no resulta nada fácil, cada vez que quieres algo pierdes libertad, y controlar el grado de libertad que pierdes es una ardua tarea no válida para no iniciados. Normalmente, vendes muy caro todo lo que quieres y poner límites resulta muy difícil.

    En definitiva, concluyo, la idea de los Reyes Magos y de la cigüeña nos la están vendiendo durante toda la vida y nos lo seguimos creyendo y también la de que, aun siendo santos varones, estamos condenados irremediablemente al infierno, lo único que cambia es el concepto de infierno y de demonio y de dónde se ubica, que no es debajo de nosotros, sino a nuestro lado; y tienen nombre y apellidos y son algunos con quienes compartes la oficina, o algunos familiares, jefes, amigos con los que no necesitas enemigos, y otros que culturalmente nos han sido impuestos como estereotipos: taxistas, talleres de reparación, abogados, políticos y un largo etcétera. Los nombro para demostrar que seguimos creyendo en los Reyes Magos, creemos en todo lo que nos cuentan y esto acaba por llevarnos a no creer en nada ni en nadie.

    Después de releer lo que he escrito ya he llegado a la conclusión de que voy a macerar impresiones, vivencias y creencias en una marmita, y como soy consciente de que las opiniones personales, consejos y conclusiones morales no son del gusto de la mayoría e incluso muchos no las comparten, lo voy a hacer escribiendo escenas para presentarlas al lector a través de personajes y situaciones entre reales y ficticias que tengan sentido en sí mismas y en su conjunto, para que sea el propio lector quien saque sus propias conclusiones. Espero que lo disfrutes.

    PRIMERA PARTE

    DE CÓMO CADA OVEJA BUSCA SU PAREJA

    I

    DE CÓMO HICIERON UN NIDO PARA GORRI

    Cuando da comienzo esta historia, Gorri apenas era un vago proyecto en la mente de sus futuros padres. Patxi y Paka eran novios desde la noche de los tiempos, viendo pasar los días con la esperanza de que vinieran tiempos mejores. A sus más de treinta años no habían conseguido abandonar el nido familiar.

    Patxi había cogido algunos kilos tras su regreso de Coria del Río, su destino durante la Guerra Civil, lo que, unido a su porte altivo y cuerpo recto, le daba un aspecto de mozo fuerte de gran talla, con un cierto aire señorial magnificado por su peinado engominado y hacia atrás, como los galanes que aparecían en las revistas de la época. Moraba con su progenitor viudo, un hombre menudo de pelo cano que tenía fama de inteligente y poseía un fuerte carácter, bien parecido; los que lo recordaban decían que su aspecto era el del actor de su época, Spencer Tracy, solo que en lugar de sombrero usaba txapela. Patxi y su padre viudo eran atendidos por dos hermanas que se ocupaban de las funciones asignadas a las mujeres: comidas, ropa limpia y planchada, casa ordenada y en estado de revista. Además, tenía un hermano casado en Madrid y un tío soltero que se dedicaba a la pesca en un pueblo de la costa. Trabajaba de ocho a doce y de una a cinco en la misma fábrica que su padre y a la sombra de este, realizando funciones de mantenimiento. A las doce comía con las hermanas, echaba una cabezada y volvía al trabajo.

    La casa en la que vivía Patxi con sus hermanas y su padre viudo pertenecía al complejo industrial en el que trabajaban. La vivienda era un pago en especie al padre de Patxi, que podía disfrutarla con su familia sin gasto alguno de alquiler, agua o electricidad, mientras fuese el responsable de mantenimiento del complejo industrial; puesto de responsabilidad y para el que pocas personas se encontraban preparadas. «La Central», la llamaban, estaba dividida en dos partes, una era la vivienda y la otra la que daba nombre a la casa por albergar una central eléctrica con dos generadores movidos por un salto de agua, generadores que suministraban energía tanto a la fábrica como al propio edificio; aunque, en épocas de escasez de agua, la fábrica se enganchaba al suministro de la red general y la casa se quedaba sin energía, por lo que en algunas temporadas vivían a base de velas, chimenea y cocina de leña donde guisaban y calentaban barreños para el aseo.

    Paka, de melena corta, negra y rizada, más que la novia de Patxi parecía su hermana gemela, eran altos, fuertes, erguidos, de caminar pausado; cuando paseaban, Paka siempre iba cogida del brazo de Patxi, y tal era su porte que les habían apodado «los marqueses de Villaverde». Paka vivía con sus dos hermanas, su madre y su padre camionero, que transportaba carbón vegetal para la misma fábrica donde trabajaba Patxi. Tenían una casa grande compartida con sus tíos y sus primos donde había huerta con todo tipo de verduras, legumbres y gallinero, criaban uno o dos gorrinos y disfrutaban de la sombra y la fruta de manzanos y perales. Toda la expectativa de Paka era casarse con Patxi, cuidar de su casa y de sus hijos y esperar con calma que la vida fuese pasando mientras veía cómo su prole crecía y se multiplicaba como había sucedido con su madre, su abuela y las abuelas de sus abuelas generación tras generación.

    Patxi y Paka barajaban con frecuencia las opciones que tenían para convivir bajo el mismo techo, pero encontraban la mayor parte de las posibilidades cerradas. Con el salario del que disponían no podían afrontar todos los gastos, y vivir con sus respectivos padres era complicado; demasiada gente en ambas casas como para tener la intimidad que se precisa en un matrimonio recién estrenado. Paka se impacientaba, su biología femenina le pedía a gritos tener un nido donde criar y cada día que pasaba sin ver avances la desesperaba.

    La iglesia del pueblo era un edificio grande de piedra, con campanario y reloj con carrillón que hacía sonar las horas, los cuartos y la media. También disponía de una espadaña con una pequeña campana sobre la sacristía que hacían repicar para la llamada a misa y al rosario. Estaba bajo la advocación de San Joseba, de quien Paka era gran devota y a quien suplicaba todos los días en el rosario de la tarde, pidiéndole que le ayudase a contraer matrimonio y crear una familia, que ella a cambio haría lo que le pidiese y que le mandase una señal para cumplir su promesa.

    Una mañana de domingo Paka se despertó totalmente lúcida recordando su último sueño, y le faltó tiempo para vestirse a toda prisa y salir corriendo a La Central para contárselo a Patxi.

    —Patxi, Patxi —gritó Paka al entrar en La Central al tiempo que lo buscaba por toda la casa.

    —¿Qué sucede? ¿Ha pasado algo? —contestó Patxi alarmado por el alboroto mientras salía del dormitorio.

    —Patxi, he tenido un sueño —dijo Paka con una gran sonrisa—. En el sueño he visto a San Joseba bajando de su pedestal, y dirigiéndose a mí me ha pedido que construyésemos un nido de cigüeña encima del tejadillo que cubre la campana pequeña sobre la sacristía. Esta era la señal que estaba esperando, Patxi, lo que San Joseba me pide a cambio de ayudarme para que nos casemos. Por favor, Patxi, vamos a hablar con don Sebastián y se lo decimos.

    Don Sebastián, el cura del pueblo, era conocido entre sus feligreses como Donostia por el cargo de pastor de almas que ostentaba en la comunidad, que le obligaba a repartir obleas en las misas realizadas a diario y por su afición a atizar cachetes a los niños que, en catequesis, no recitaban de memoria el catecismo. Hombre enjuto y de tez cetrina, largo como sus homilías, de luto riguroso con su raída sotana impregnada de olor a tabaco, no era santo de la devoción de Patxi, de hecho, siempre se refería a él como «el puto cura», pero ante la insistencia de Paka no encontró razón alguna para negarse a complacerla. Juntos, como todos los domingos, ella en el lado de las mujeres y él en el de los hombres, asistieron a misa de diez y al finalizar se dirigieron a la sacristía. Donostia se extrañó de ver a Patxi, al que consideraba oveja descarriada, pero al situarlo junto a Paka dedujo que se oían campanas de boda, lo que le agradaba sobremanera, ya que banquete y propina siempre le venían bien. Patxi, conociendo las debilidades mundanas del «puto cura», le entró por el lado en que sabía que sería de su agrado:

    —Buenos días tenga usted, don Sebastián, si nos da su permiso —dijo Patxi desde el quicio de la puerta de la sacristía, adelantándose a Paka.

    —Por supuesto, hijos míos, esta casa es vuestra casa y siempre sois bien recibidos —contestó Donostia esgrimiendo sonrisa amarilla de dientes tiznados por el tabaco.

    —Verá, don Sebastián —dijo Patxi—, estamos pensando en boda desde hace tiempo, pero las circunstancias no están de nuestra parte, aunque Paka cree que esto puede cambiar. Cuéntale, Paka, lo que le hemos venido a proponer.

    —Verá, don Sebastián —dijo Paka un poco avergonzada por lo que iba a relatar—. Usted sabe que yo soy gran devota de nuestro patrono San Joseba y que le rezo con devoción desde que hice mi primera comunión. Me atreví a rogarle a nuestro santo que me ayudase a contraer matrimonio y que a cambio me pidiese algo, y esta noche se me ha presentado en un sueño. ¿Puede usted creerlo?

    —Sí, hija, sí, lo creo —dijo Donostia asintiendo con la cabeza y con los ojos cerrados—. La fe me hace creer sin necesidad de demostraciones vanas —añadió.

    —Pues verá, don Sebastián, la cuestión es que San Joseba me ha pedido que construyamos un nido para las cigüeñas encima de la campana que está sobre la sacristía y yo creo que es para que me ayude a casarme. ¿Lo cree usted, don Sebastián?

    —¿Quién soy yo para poner en duda lo que quiere San Joseba? Si San Joseba lo quiere así se hará, y si así se hace, vosotros os casaréis. ¿Estamos de acuerdo? —sentenció Donostia queriendo asegurar la boda.

    Patxi y Paka asintieron con la cabeza y, sonriendo, salieron de la sacristía.

    Por las tardes, Patxi, Paka y Donostia salían al campo a recoger ramitas y hojas secas que fueron depositando en el desván de la iglesia hasta hacer un buen montón. Luego abrieron un hueco en el techo, justo al lado del tejadillo de la campana pequeña que está encima de la sacristía, y allí crearon una estructura con tablones y tablas para que resistiese el peso del nido y el de sus moradoras, además del viento solano y las tormentas. Sobre la estructura fueron entrelazando ramas y hojas en una tarea tediosa que les llevó varios meses.

    Conforme el nido crecía, varios acontecimientos vinieron a sacudir la familia de Patxi: por un lado, el padre viudo enfermó y en un proceso rápido dejó huérfanos a los hermanos. Fue un duro golpe para Patxi, acostumbrado desde pequeño a su tutela y a trabajar bajo su sombra, ahora tenía que asumir las responsabilidades de su padre en la fábrica; por otro lado, esto le suponía un importante salto cuantitativo en su salario, que ayudaría —y mucho— a sus planes con Paka. Al desaparecer el padre viudo, las hermanas ya no se vieron obligadas a seguir atendiendo la casa y decidieron consolidar en matrimonio lo que hasta entonces habían sido noviazgos. La primera fue la hermana pequeña, que se casó con un músico y se fue a vivir a unas casas nuevas en el otro extremo del pueblo. Poco después la hermana mayor siguió los pasos de la pequeña y se fue a vivir al otro lado de las montañas, con lo que La Central se quedó con solo uno de sus habitantes: Patxi, que debido a su nuevo cargo pudo seguir disfrutando de las ventajas de vivienda libre de gastos.

    Esta era la situación cuando el nido quedó casi terminado. Ahora solo acudía Paka, que se encargaba de dar los remates finales, añadiendo al interior una cómoda base de algodones y plumón arrancado de la parte baja de la cola de las gallinas, no sin la queja de estas, que ya estaban un poco hartas de los tirones a los que se veían sometidas hasta verse el culo pelado.

    Patxi y Paka estaban en disposición de acometer su enlace, pero antes de que se hiciese efectivo, Paka exigió algunas condiciones de habitabilidad en La Central que incluían un baño nuevo con ducha, taza, lavabo, termo y alicatado hasta el techo, muebles nuevos en el dormitorio y el comedor y remodelar totalmente la cocina, así como un enganche a la red general de la luz que no les llevase un siglo atrás cada vez que faltase agua para hacer funcionar los generadores eléctricos. Tras varias gestiones con los propietarios del inmueble, Patxi pudo darle lo que demandaba Paka y en pocos meses su nido también quedó preparado.

    Donostia miraba todas las mañanas al tejadillo de la campana pequeña que está encima de la sacristía, para ver si ya había sido ocupado por las cigüeñas, pero estas se resistían a hacer uso de él, así que una tarde que se cruzó con Patxi en la plaza de pueblo le dijo:

    —Patxi —llamó don Sebastián entre calada y calada—, parece que las cigüeñas no toman posesión del nido, había pensado que igual no saben que es un nido para cigüeñas y que deberíamos colocar una de reclamo.

    —No sé, no sé, pero no se preocupe, don Sebastián —dijo Patxi sin demasiada convicción en la propuesta—, yo me encargo de hacer una cigüeña a tamaño natural para colocarla y que les sirva de guía.

    Patxi, en el taller de mantenimiento de la fábrica, construyó una cigüeña a tamaño natural a la que, en honor a Donostia, promotor de la idea, pintó de negro y llamó Cigostia. Entre ambos la subieron al nido y la sujetaron mirando hacia poniente, que era por donde aparecían las cigüeñas.

    Con La Central remodelada a gusto de todos fijaron la fecha del enlace que se celebraría en la parroquia de San Joseba, oficiado por Donostia, con banquete en la explanada enfrente de La Central y la asistencia de familiares y amigos que se encargarían de organizar el banquete. Las hermanas de Paka cocinaron una gran menestra de verdura hecha a fuego lento y ensaladas de lechuga y tomate, todo ello cogido de la huerta familiar. También prepararon embutidos del gorrino de la última matanza que incluía morcillas con tomate, txitxikis, chorizo, jamón y lomo. Guisaron pollo a la pepitoria cocinado con las gallinas a las que Paka había pelado el culo y abundante fruta fresca de los árboles de su huerto. Por el lado de Patxi, el tío soltero del puerto de mar aportó unos cuantos besugos que hizo a la brasa y la hermana que se había ido a vivir al otro lado de la montaña preparó para los postres queso de oveja, membrillo y nueces. La hermana de las casas nuevas llevó a la txaranga de su marido, que amenizaría los postres con sus bailables, y los amigos aportaron vino txakoli y patxaran de orujo sin límite. 

    Todo esto lo organizaron con Donostia que, tras un funeral, dos bodas y otra en ejecución, se sentía como de la familia, interviniendo en todas las decisiones:

    —¿Tenéis idea de ir de viaje de novios? —preguntó un día Donostia cuando estaban con todos los preparativos.

    —Habíamos pensado ir a Madrid una semana, a casa del hermano de Patxi —dijo Paka contenta por el viaje.

    —Ah, Madrid. Siempre he querido ir, pero por una o por otra razón no ha sido posible. No quisiera morirme sin haber visitado Madrid, es una de mis pocas ilusiones en esta vida —dijo Donostia en tono de resignación, como si fuese un sueño que nunca iba a poder cumplir.

    —¿No tiene algún familiar en Madrid donde pueda alojarse? —preguntó Paka intentando buscar una solución al sueño incumplido de Donostia.

    —Más quisiera yo, hija, pero no tengo familiares ni conocidos en la capital. ¿Tú crees que el hermano de Patxi me alojaría en su casa unos días? —preguntó Donostia buscando caridad como él solo sabía.

    —Patxi, Patxi —gritó Paka reclamando la presencia de su pareja. Al acercarse junto a ellos le trasladó la pregunta de Donostia.

    —Por supuesto que le acogerían sin problemas —contestó Patxi—. Solo tiene que decirme cuándo quiere ir y yo hablo con ellos.

    —¿Y qué os parece si voy con vosotros? Ya sabes que los buenos cristianos decimos que donde caben dos caben tres —añadió Donostia en tono benevolente.

    —Bueno, no sé, quizás si… —titubeó Patxi mirando a Paka.

    —Es que, claro, como nosotros… —titubeó Paka mirando a Patxi.

    —Nada, pues no se hable más, estaré encantado de acompañaros —sentenció Donostia.

    La noche de bodas la pasaron Patxi y Paka en un vagón de literas del tren que les llevaba a Madrid compartido con Donostia. En Madrid, el mejor dormitorio fue para Donostia. Patxi y Paka durmieron en el dormitorio de invitados, y los anfitriones, en una cama nido en el salón. El somier de la habitación de invitados era tan ruidoso que ni en la noche de bodas ni en el viaje de novios Patxi y Paka pudieron consumar, ni tampoco en el coche de literas que les llevó de vuelta al pueblo y que nuevamente compartieron con Donostia, que no les dejaba ni a sol ni a sombra.

    —Es que el puto cura no nos va a dejar nunca solos —sentenció Patxi en uno de los escasos momentos de intimidad de que dispuso.

    —Yo también estoy harta, menudo viaje de novios que nos está dando Donostia; que si ahora quiero ir al obispado a presentar mis respetos al obispo, que si ahora quiero ir al Cerro de los Ángeles a rezar a la Virgen, que si ahora quiero visitar la capilla del Santo —se quejó Paka gesticulando y poniendo voz de pito imitando a Donostia.

    —Calla, calla, que ahí viene —le cortó Patxi al ver aparecer de nuevo al puto cura.

    Tras una larga semana de viaje de novios de tres, llegaron a la estación que se encontraba a varios kilómetros del pueblo y precisaban de un medio de transporte alternativo; les esperaba «la goitibera de Mateo». Mateo hacía de taxista con su furgoneta Volkswagen, era el cartero y vendía prensa, así que por una de estas tres razones todo el pueblo le conocía y le estimaba. Bajaron del tren con su equipaje más bien ligero y lo cargaron en el maletero de la goitibera. Mateo, que siempre se había mostrado afable y dicharachero, fue el primero en darles la buena noticia con gran alegría:

    —Bienvenidos, se le ha echado de menos, don Sebastián —dijo Mateo nada más verlos.

    —Vengo muy cansado, Madrid no es para mí, creo que no tenía que haber ido —contestó Donostia suspirando—. Yo también os he echado mucho de menos —añadió.

    —Hola, parejita. ¿Qué tal el viaje de novios? —preguntó Mateo con cierto retintín.

    —Opinamos lo mismo que don Sebastián —contestó Paka contundentemente.

    —Pues yo tengo excelentes noticias que daros —dijo Mateo.

    —¿No irás a ser padre? —dijo Paka riéndose (Mateo estaba soltero), mientras Donostia le lanzaba una mirada inquisitoria.

    —Ya me gustaría, pero no, la buena noticia es que han aparecido dos hermosas cigüeñas que han tomado posesión del nido que habéis hecho —replicó Mateo demostrando su alegría.

    —¿Dos cigüeñas? —exclamaron a la vez los tres viajeros, llenos de sorpresa y alegría.

    Conforme la goitibera de Mateo se acercaba al pueblo, todos miraban con expectación el tejado de la iglesia, en la zona de la campana pequeña que se encuentra sobre la sacristía. Allí se mostraban, hermosas, relucientes, blancas y brillantes destacando sobre el cielo azul dos cigüeñas como dos soles. Al llegar a la iglesia, se bajaron a verlas llenos de alegría y una gran carcajada salió de lo más hondo de Paka:

    —¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Patxi sorprendido.

    —¿No has visto a Cigostia? —respondió Paka.

    El negro Cigostia descansaba maltrecho y despatarrado sobre el techo de la sacristía. Las cigüeñas no querían su presencia y lo habían sacado de su hogar. Preferían un nido sin extraños.

    II

    DE CÓMO GORRI FUE CONCEBIDO

    El primer salario que recibió Patxi tras su matrimonio se lo entregó íntegramente a Paka en su recién estrenada casa de La Central. Venía en un sobre cerrado de color crema que contenía monedas y algunos billetes.

    —Toma, Paka, nuestro primer salario, no es mucho, pero espero que le sepas sacar buen rendimiento —le dijo Patxi con una sonrisa mientras le entregaba el sobre.

    —Descuida, que siempre he sabido hacer maravillas con poca cosa —respondió Paka devolviendo la sonrisa y tirando del sobre, que se negaba a salir de entre los dedos de Patxi.

    Cuando se quedó sola, Paka colocó en la amplia mesa de la cocina unas bolsas de tela que sacó de su ajuar, cada bolsa era de un color y se cerraba mediante un cordel corredizo. En ambas caras de cada bolsa había un texto diferente, escrito con letras bordadas con hilo dorado, y se podía leer: comida, niños, casa, ropa, ahorro y varios.

    Abrió Paka el sobre crema y sacó todo su contenido, que fue repartiendo dentro de cada una de las bolsas de tela de acuerdo a las cuentas que previamente había imaginado, pero los números no terminaban de cuadrar. Fue sacando un poco de acá y metiendo un poco allá, pero hiciera lo que hiciese no llegaba a quedar nada para la bolsa del ahorro. A Paka su madre le había dicho que siempre, todos los meses, aunque fuese un poco, algo tenía que meter en la bolsa del ahorro y que si no había para ahorrar es que se estaba gastando demasiado, pero no veía cómo reducir el contenido del resto de bolsas que ya se encontraban bajo mínimos.

    Metida en organizar y estructurar del mejor modo posible su nueva familia y su recién estrenado hogar, Paka no vio otro camino que el de recurrir a la experiencia de su madre para ver qué le aconsejaba y conseguir meter algún dinerillo en la bolsa del ahorro. Teresa, la madre de Paka, tenía aspecto de anciana por su pelo blanco recogido en un moño y su andar encorvado que transportaba un cuerpo ligero y siempre vestido de negro. A pesar de su pronunciada nariz aguileña, la eterna sonrisa —que Teresa regalaba constantemente— y su mirada blanca y limpia, desde sus pequeños ojos claros, la hacían parecer dulce y cercana.

    —Mamá —dijo Paka—, por más que lo intento no consigo poner suficiente dinero en cada bolsa y que me sobre para la del ahorro. ¿Qué me aconsejas hacer?

    —Mira, Paka —le dijo su madre—, si sacas de las bolsas más de lo que metes te quedarás sin nada, o bien consigues meter más cantidad o bien consigues sacar menos, pero que te quede algo para la bolsa del ahorro es vital.

    —Sí, ya lo sé, siempre me lo has dicho —contestó Paka algo enojada—, pero si no hay suficiente para todas las bolsas… ¿qué hago?

    —Pues utilizar el ingenio, hija, que eso también te lo he dicho siempre, pero parece que no lo has escuchado. Tienes que hacer algo distinto, ya que si haces lo mismo no ocurrirá nada diferente —contestó la madre.

    —Pero ¿qué puedo hacer diferente?, el sueldo de Patxi es el que es y no tenemos otros ingresos —añadió Paka.

    —Pues tú misma lo estás diciendo: tener otros ingresos. Como siempre, las mejores respuestas las tiene uno mismo en su interior —dijo la madre—. Haz cosas que sepas; arreglar ropa de gente del pueblo, preparar una peluquería en casa, que eres una excelente peluquera y sabes maquillar muy bien, puedes hacer algún tipo de pasta, bizcocho o pan que puedas vender, que también eres buena repostera, o cualquier actividad similar que te permita compaginar tus labores de ama de casa, esposa y futura madre.

    Paka se quedó mirando hacia arriba analizando cuál de las opciones era la más viable.

    —También —le dijo su madre— quien tiene la obligación de aportar los dineros es Patxi, habla con él para que haga algo al respecto y en cualquier caso utiliza tu imaginación, hija, es tu mejor aliada.

    Aquella noche Paka habló con Patxi y entre ambos vieron qué posibilidades tenían.

    —Patxi, tenemos que hablar de algo importante —dijo Paka en tono serio buscando la mirada de su marido.

    —¿Qué pasa?, no me asustes —respondió Patxi al ver aquella mirada que ya conocía y que sabía que no traía buenas noticias.

    —He estado echando cuentas y no nos llega —dijo Paka—, deberíamos poner una huerta delante de La Central y árboles frutales, criar un par de gorrinos y preparar un gallinero, con ello tendríamos verduras y legumbres, frutas, huevos y carne de pollo y gorrino, lo que nos aliviaría de gastos y podríamos ahorrar.

    —Pero ¿qué dices? —contestó alarmado Patxi—, en mi vida he tenido nada de lo que me propones y no tengo ni idea de lo que hay que hacer.

    —Yo estoy acostumbrada a la huerta —prosiguió Paka, dispuesta a conseguir su fin—. Sé cuidar de los animales, conozco cómo guardar el estiércol de los gorrinos y las gallinas para que sirva de abono, cómo quedarme con algunas semillas de una cosecha para la siguiente siembra, cómo alimentar a los animales con las sobras de las comidas y cómo hacer trueque para conseguir leche, aceite, vino y otras necesidades que no obtengamos directamente.

    —Para, para —le cortó Patxi, aturdido por tanta propuesta—. Conmigo no cuentes para esas tareas, a mí la huerta ni me gusta ni la quiero.

    —Bueno, pues déjame eso a mí y tú hazte cazador y pescador como la mayoría de los del pueblo, así traerás truchas del río, codornices, perdices y palomas, y puede que consigas cazar algún conejo. Y si te esfuerzas puedes hacerte con un corzo o un jabalí. Yo prepararía la carne y el pescado en escabeche, ahumado o en salazón, igual que haría mermeladas y conservas con los tomates y las frutas que sobrasen.

    —Mira, Paka —dijo Patxi—. Vamos a ver si nos entendemos; yo nunca he estado al corriente de las huertas, ni he tenido animales en casa, y la caza y la pesca están lejos de mis miras. He recibido una instrucción técnica, primero en el Ave María de Don Gotzón, y después por correspondencia, y ayudado por mi padre terminé de asentar mis conocimientos con la experiencia en la fábrica. Todo esto lo conoces de sobra y me extraña tu propuesta. Lo de trabajar la tierra y guardar el estiércol para el abono directamente me da asco, y lo de criar animales en casa, darles de comer y convivir con ellos para luego comérmelos, me parece una brutalidad. Solo de pensarlo siento pena y arcadas; a mí los animales que viven libres en el campo o en el río no me han hecho nada para matarlos como si fuesen reos de alguna acción imposible de perdonar. Me gusta verlos libres, corriendo, volando o nadando y hacerles sufrir me parece de una gran vileza, aunque sea para alimentarnos. Si fuese capaz no comería carne de animales, pero me gusta demasiado, siempre y cuando no los tenga que matar yo ni ver cómo lo hacen otros.

    —Pues ya dirás qué hacemos —dijo Paka.

    —Valoro tu iniciativa y comprendo que tengo que dar una respuesta adecuada —dijo Patxi—, así que déjame pensar una propuesta que encaje en las aspiraciones de ambos, soy consciente de que la responsabilidad de los ingresos en la familia es del hombre y la de gestionarlos con cautela de la mujer, así que lo maduro y te contesto.

    Pasaron un par de días en los que Paka cada vez que se cruzaba con su marido le decía en tono de guasa: ¿Lo has madurado?, ¿lo has madurado? Hasta que Patxi le dijo que se sentase, que le iba a proponer una solución.

    —Estoy de acuerdo —dijo Patxi— en plantar árboles frutales, aunque sé que pasarán varios años antes de obtener frutos. También me parece adecuado preparar un gallinero, pero con la condición de que seas tú, Paka, quien se encargue de su gestión y me mantengas al margen de huevos, gallinas, estiércol y demás zarandajas.

    —No te preocupes —dijo Paka muy interesada por la conversación—, sigue, sigue.

    —Fuera del horario de trabajo —continuó Patxi— puedo dedicar tiempo a vender y reparar aparatos de radio y hacer instalaciones y mantenimiento de todo lo relacionado con la electricidad entre los vecinos del pueblo que, aunque la mayoría son unos manitas, en cuanto tienen que enfrentarse a la electricidad prefieren pasar a otro el encargo antes de meterse con un enemigo al que no comprenden y les muerde al menor descuido.

    Llegados a este punto, Paka le miró con ojitos, hubo acuerdo sellado con un beso y una consumación. De inmediato Patxi se puso manos a la obra.

    Primero fue al caserío de Silvestre, el caserío se situaba bajo la peña de San Miguel y desde él se divisaba todo el pueblo y más allá. Silvestre vivía aislado con su hermana Modesta, hablaban poco y siempre en euskera. Eran autosuficientes, tenían ganado, huerta y multitud de árboles; de hecho, Silvestre era quien más conocía en la comarca de árboles frutales y de árboles en general. Gustaba de llevar albarcas, calcetines de lana de oveja y amplio blusón de cuadros azules del que por la parte trasera le colgaba siempre un paraguas. Patxi y Silvestre quedaron junto a La Central.

    —Hola, Silvestre —saludó Patxi al verlo llegar.

    Egun on —dijo Silvestre contestando al saludo.

    —Verás, queremos plantar árboles frutales y quería saber qué nos aconsejas.

    —Aquí a este lado isquierdo —dijo Silvestre de inmediato—, plantar tres siruelos de los de siruelas claudias, cagüen sos, las más ricas, no las hay mejores para mermeladas, los pondré en renke uno tras otro. Ahí enfrente plantar cuatro hermosos nogales que cuando sean grandes dar sombra a una mesa en el sentro y unos bancos alrededor. A esta derecha de los nogales, dos membrillos para buen olor en armarios de casa y haser dulse para comer con queso y con nueses de los nogales. A ese fondo un mansano de reinetas para mansanas asadas y un peral de peras de agua refrescantes en verano, ¡anda la hostia que no son buenas! A esta derecha plantar dos castaños para castañas de asar y una higuera para compotas con mansanas y peras. También plantar un par de pinos de piñas para ensender fuego en invierno y dar buen olor. A los lados del camino plantar árboles grandes que al creser y juntar harán túnel.

    —¿Y qué hacemos con los árboles que ya hay? —preguntó Patxi.

    —No matar árboles, Patxi, solo por nesesidad se puede —dijo Silvestre—. Los chopos ya aquí antes que tú y que yo y los castaños pilongos que acompañar Sirauntsa ser matrimonio con rio.

    —Me parece bien, Silvestre —dijo Patxi—. Lo que pasa es que lo que dices valdrá mucho dinero y ahora mismo estoy un poco justo.

    —No preocupar, Patxi, yo nesesitar lus en caserío. Tu llevar lus a caserío y yo pagar material y poner árboles —dijo Silvestre alargando la mano en señal de trato.

    Patxi también se hizo con un libro de cuentas y trazó en sus páginas varias líneas verticales con un encabezamiento en cada una de ellas indicando: fecha, cliente, trabajo realizado, importe facturado y total. En este libro apuntaría cada uno de los trabajos y para estrenarlo anotó la fecha de inicio del encargo de Silvestre. En trabajo realizado puso: «llevar línea eléctrica al caserío de Silvestre y poner bombillas en todas las estancias»; en importe facturado: «árboles frutales» y total «cero». No era un gran comienzo, pero era un comienzo.

    Finalmente, preparó el gallinero en el trastero bajo la escalera que daba acceso a la planta superior donde se ubicaba la vivienda. Lo vació, colocó una valla cerrando el espacio donde las gallinas podrían salir al aire libre, arregló la puerta haciéndola más fuerte para que el zorro no robase las gallinas y colocó en el interior, a la derecha según se entraba, una fila de gruesas varas de madera, de pared a pared, donde las gallinas dormirían con un acceso a modo de escalera. Debajo, lo rellenó de paja para recoger el abono. A la izquierda preparó unos nichos rellenos también de paja donde las gallinas pondrían los huevos y los incubarían. Los padres de Paka aportaron tres gallinas blancas y el tío Julio, que vivía en la misma casa que los padres, otras tres coloradas. El gallo multicolor hubo que comprarlo con el dinero de la bolsa de «varios».

    Con todo en marcha comenzaron a pasar los días, los árboles aún tardarían en hacerse ver y algunos encargos de instalaciones habían comenzado a llegar, Patxi vendió una radio, la compraba por piezas, la montaba y se la entregaba al cliente, probada y funcionando, obteniendo así, en la transacción, un buen beneficio. Por su parte, las gallinas comenzaron a poner huevos, unas los ponían blancos y otras colorados, pero ninguna se puso culeca y no conseguían tener polluelos. Patxi le echaba la culpa al gallo:

    —Con tanta «pluma» multicolor arcoíris no tengo claro si es gallo o gallona —comentaba con Paka—. Además, nunca canta antes de las diez de la mañana, lo que me hace sospechar que es un vago.

    —Con seis gallinas a las que atender todas las noches, se le debe de hacer muy tarde y quedar muy cansado, por lo que es normal que luego no madrugue —le justificaba Paka.

    Con los huevos, Paka pudo hacer tortillas, huevos duros y revueltos con los perretxicos que trajo Patxi en primavera, además de claras batidas y mayonesas. Los que sobraban los empleaba para hacer trueque y así consiguió no gastarse todo el dinero de la bolsa de la comida.

    Paka, comenzó a tener algunos síntomas de embarazo y en cuanto pudo, le informó a su madre de su sospecha:

    —Mamá, creo que estoy esperando un bebé, pero no lo tengo claro. Me encuentro cansada y me dan arcadas cada vez que preparo huevos en cualquier forma, además, tengo un retraso. ¿Tú qué crees?

    —Pues no lo sé, aún es pronto para estar segura, pero me haría muy feliz ser abuela —le dijo su madre mostrando su alegría y recurriendo a su personal botica—. Mira, hija, te entrego este puñado de trigo y este otro de cebada. Coloca el trigo en una lata pequeña de sardinas bien lavada y haz lo mismo con el de cebada y luego los cubres con tu orina. Al cabo de dos semanas debes mirar en su interior, si las semillas no han germinado es que no estás embarazada, si germina el trigo es que estás embarazada de una niña, y si germina la cebada es que estás embarazada de un niño.

    La madre de Paka era un poco bruja y conocía todas las hierbas del campo, disponía de una buena despensa con botes identificados por el efecto de alivio que producían sus infusiones, las etiquetas estaban pegadas en cada frasco, algunas amarilleaban por el paso de los años y se podía leer en ellas: fiebre, dolor de tripas, piedras de riñón, cólico miserere, tristeza profunda, y así una larga lista de males con sus remedios.

    —Así lo haré, mamá —dijo Paka.

    Paka siguió al pie de la letra las instrucciones: colocó las dos latas con su respectivo contenido en un lugar del gallinero donde sabía que las gallinas no llegaban y donde tenía la seguridad de que Patxi no las encontraría. Cuando dejó las latas vio con sorpresa que una gallina se había puesto culeca y estaba incubando los huevos.

    Al final del mes, como cualquier otro día, llegó Patxi a comer, trayendo el sobre con el salario, al que añadió los dineros que había conseguido con las instalaciones y la venta de la radio. Comieron, Patxi echó la cabezada de costumbre y volvió al trabajo. Tras recoger la mesa, lavar los platos y barrer la cocina, Paka sacó las bolsas de tela; completó la de la comida hasta el importe total del mes añadiendo lo que faltaba, ya que aún contenía algunas monedas. Rellenó el resto de bolsas y consiguió meter algunas monedas y un billete en la del ahorro. Con la alegría del éxito se acercó al gallinero a ver el estado de las latas tras las dos semanas de espera. La primera en ser inspeccionada fue la del trigo y estaba como la había dejado; no había germinado. Luego miró la de la cebada y su corazón le dio un vuelco mientras le parecía que la cabeza se le iba, estaba embarazada de un niño.

    Con una sonrisa profunda, los ojos brillantes y su mano sobre el vientre, se fue a descansar a la cama; estaba culeca y tenía que empollar a su criatura, mientras al fondo se oía el sonido, procedente del gallinero, del piar escandaloso de los primeros pollitos recién nacidos.

    III

    DE CÓMO NACIÓ GORRI

    Paka seguía adelante con su embarazo arropada por el cariño de Patxi y de todos los familiares y amigos. Iba a ser el primer hijo, nieto y sobrino, así que padres, tíos y abuelos estaban emocionados por el suceso. Tal vez por esto, o porque les faltaba experiencia en su nuevo cargo, todos se encontraban preocupados por el constante cansancio que arrastraba Paka y que la mantenía más tiempo en el lecho que realizando sus actividades habituales, que en muchas ocasiones eran asumidas por su madre o por Patxi que, muy a su pesar, tuvo que hacerse cargo del gallinero.

    A la vista de que la situación empeoraba tuvieron que llamar al doctor H. Nike para que la auscultara y recetara algo que le subiese el tono vital. El doctor H. Nike había sido contratado para tener su consulta permanente en las oficinas de la fábrica. Era inglés, de la edad de Patxi y Paka, y había estudiado medicina general para especializarse en medicina industrial en las fundiciones inglesas. Delgado, alto, de pelo rubio y ojos azules, le costaba hacerse entender en la mezcla de idiomas con que se expresaba y a menudo daba la impresión de que no se enteraba de lo que querían explicarle.

    La fábrica en la que trabajaban Patxi y el doctor H. Nike era una fundición donde, en el alto horno, con mineral de hierro, carbón vegetal, piedra caliza y otros ingredientes, obtenían como resultado una colada de hierro que adecuadamente tratada se convertía en hierro dulce, que así se llamaba aunque su sabor era como el de cualquier otro hierro. Para todo su proceso la fábrica utilizaba mucha agua, que obtenía de «el Nacedero», llamado así por ser donde nacía el río, el lugar en el que manaba agua bajo la peña de modo constante, más abundante cuando llovía que cuando había sequía. Mediante canales, se suministraba el inquieto fluido a diferentes aplicaciones que hacían que todo funcionase correctamente. Canales de más de quinientos años, algunos de los cuales habían servido para mover antiguos molinos de los que aún quedaban varios en la zona.

    Tras más de ciento cincuenta años produciendo y dando trabajo a muchas familias, los amos, que es como coloquialmente se llamaba a los dueños de la fábrica, se habían preocupado de crear algunos servicios para mejorar el nivel de vida de sus empleados, entre los que se incluía el doctor H. Nike, que era médico privado de las familias que trabajaban en la fábrica, el colegio del Ave María para los chicos, con el maestro don Gotzón, y el colegio de las monjas para las chicas. La fábrica gestionaba un economato: La Cooperativa de Consumo La Unión Obrera, apodada «La Cope», donde los precios eran más bajos y se apuntaban las compras en una cartilla que luego se descontaba del sueldo, y para rematar los servicios había construido en el pueblo, encima de La Cope, un casino con su escenario, su reservado donde jugar a las cartas, su sala de billar, su piano; todo ello muy inglés, tan inglés como el doctor H. Nike.

    Con su bata blanca y su espéculo, auscultó a Paka como lo hace cualquier médico español, diciendo eso de tosa, respire profundo y otra vez, solo que el doctor H. Nike decía:

    Tosos, repare hondo, more time, Paka, please.

    La pobre Paka no sabía si respirar, contener el aliento, reírse o llorar. Al final el doctor sacó su aguja sin decir nada y le extrajo sangre. Fue lo más claro de toda la auscultación.

    A los pocos días volvió con los resultados y dijo textualmente:

    —Paka, tene usted una mania de horse y yo recetar pastillas para crecel los granulos red. Si no ver mejoras ir a cyty a transfusionar.

    Todo ello transcrito se trataba de una anemia de caballo y de un medicamento para que le aumentasen los glóbulos rojos, a lo que añadió que si no se le pasaba habría que ir al hospital de la capital para realizar una transfusión de sangre. A pesar del tratamiento, Paka no acababa de encontrarse bien y a las dos semanas de haberlo iniciado volvió el doctor H. Nike a hacerle otro análisis sin que el resultado diese ninguna mejoría sobre el primero. El doctor consideró que aún era pronto para obtener los beneficios de la química y que sería mejor continuarlo durante dos semanas más.

    Paka no entendía al médico inglés y esto le hacía desconfiar de él, entre que no veía mejora en su estado físico y que no le cambiaba de medicación, tenía dudas de que el rubio de ojos azules tuviese claro lo que se traía entre manos. Además, era especialista en medicina industrial, y tener hijos, hasta donde ella conocía, no era un trabajo industrial. Un día que pasó su madre a visitarla le confesó sus dudas:

    —Mamá —le dijo Paka algo angustiada por su permanente cansancio—. Yo no le entiendo al doctor, los días pasan y no veo que haga nada para solucionar lo que tengo. Siempre que he estado enferma tú has cuidado de mí con tus remedios y siempre me he curado. ¿Por qué no me tratas tú sin que lo sepa el doctor?

    —Mira, Paka —le contestó la madre, halagada—. Estoy orgullosa de mis conocimientos en remedios naturales y que lo reconozcas me alegra. Estoy segura de que en mis manos tu cambio será total, pero no se lo cuentes a Patxi, ya sabes que Patxi no cree en la medicina natural y tiene una gran fe en los médicos.

    —Y para qué contarte lo aficionado que es a todo tipo de pastillas —replicó la hija.

    Lo primero que hizo la madre de Paka fue preparar tres manzanas reinetas en las que introdujo varios clavos llenos de óxido. Cuando Patxi se encontraba trabajando se las llevó a su hija.

    —Mira —le dijo a su hija mostrándole las reinetas atravesadas por los clavos oxidados—. Pasadas veinticuatro horas

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1