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Lo que nunca olvidaremos
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Libro electrónico579 páginas5 horas

Lo que nunca olvidaremos

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Parece que fue ayer cuando siendo niños nos decían: "tranquilo que apenas estás empezando a vivir". Como si fueran instantes, ya pasaron siete décadas y, aunque sabemos que no hay una segunda oportunidad para volver a vivir, tenemos el privilegio de la memoria que nos permite recordar el pasado de quienes hoy somos padres y abuelos, y pensar en cómo fueron nuestra infancia, adolescencia y juventud.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 may 2023
ISBN9786287642683
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    Lo que nunca olvidaremos - Gustavo Castro Caycedo

    Capítulo I

    La memoria es frágil pero los recuerdos nos llevan al paraíso

    He hablado con amigos cuyos recuerdos enriquecen este libro; con ellos nos sentimos afortunados de haber vivido y conocido lo consignado en estas páginas y privilegiados de que se pueda contar a los adolescentes sobre los años maravillosos del pasado feliz que vivimos entre los años cuarenta y los sesenta.

    La memoria es frágil, por eso es posible que me equivoque o haya olvidado algunos nombres, pero he tratado de acertar al máximo en compartir las experiencias de los primeros años de vida, y los temas que más podrían interesar a los lectores, basado en mis recuerdos, experiencias, sentimientos y sensaciones; en los álbumes de fotografía que guardo como un tesoro porque son una fuente que revitaliza los sentimientos y la memoria. Y también indagué en archivos de algunos medios de comunicación.

    No sobra anotar que tenemos viva una película en el recuerdo como si no hubiera pasado un instante; parece como si no hubiéramos entendido a qué horas llegamos a los ochenta años en un abrir y cerrar de ojos; pero así el tiempo haya pasado veloz, sentimos que apenas ayer fuimos niños y nadie puede quitarnos del recuerdo lo que hemos reído, lo que hemos jugado, lo que hemos amado y lo que hemos gozado. Como decían antes nadie puede robarnos lo vivido y lo bailado.

    A los recuerdos del ayer algunos los llaman nostalgia, y otros hablamos de ellos como un regreso al paraíso. Sí, porque así ha sido para quienes tuvimos el privilegio de compartir nuestros primeros años: un paraíso. Algo que los niños y jóvenes de hoy y de las nuevas generaciones venideras experimentarán de manera muy distinta ya que el mundo cambió profundamente.

    Gabo en su libro Vivir para contarla afirmó con mucha razón: La nostalgia había borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos momentos; es decir todo lo que identifica de dónde venimos.

    A cada una de las personas que lleguen a estas páginas, les pido que se preparen porque al leerlas van a recordar muchas cosas gratas, universales y comunes a las generaciones de mediados del siglo XX.

    Lo que nunca olvidaremos

    Hay dos visiones de la vida, una es que solo se vive una vez; yo estoy de acuerdo con la que asegura que solo se muere una vez. Uno puede vivir muchas veces a través de los recuerdos, y solo deja de hacerlo cuando se tenga que ir de este mundo.

    Leí que, nos hacemos viejos en el momento en que recordamos más el pasado que el presente, pero discrepo de esa afirmación, porque precisamente todos los inolvidables, felices y positivos recuerdos de nuestra vida, inclusive los de ayer y los de antes de ayer, como los de la adolescencia, nos alegran, nos renuevan y recargan nuestras sensaciones positivas, con acontecimientos felices que nos marcaron, y que nos enseñaron a continuar en nuestros hijos lo que aprendimos con la madre que nos dio la vida y nos formó.

    El mayor y el eterno tesoro de una mujer y de un hombre son su niñez, su adolescencia y su juventud, que se quedaros estacionadas en el tiempo, esperando a que las invoquemos para responder y darle dicha a los recuerdos de estas épocas de inocencia, de sueños e ilusiones que marchaban de la mano con el deseo de ser grandes, de ser importantes. Nos parece que fue ayer cuando nos decían: tranquilo que apenas estás empezando a vivir, y ya pasaron más de setenta años. Desde cuando estuvimos en el kínder, niños y niñas, consolidábamos nuestros primeros grupos de amigos, de aliados, de cómplices, de diabluras, disfrutando juntos y unidos.

    Tal vez sea más claro con esta idea al transcribir las líneas de una de las cartas que le escribí a mi nieta cuando tenía pocas semanas de nacida, dice: Recuerdo cada rato el día en que llegaste a este mundo, tierna y delicada; cuando vi tu imagen a control remoto me comenzó a saltar el corazón de alegría y emoción. Mi hijo me ha hecho muy feliz extendiendo contigo mis raíces. Tengo afán de que aprendas a leer y a raciocinar para que comprendas estas líneas y todo lo que manifiesto en el libro que escribo dedicado a ti: Lo que no olvidaremos, un libro para mi nieta; al que le han aportado recuerdos e imágenes mis mejores amigas y amigos de la vieja guardia, con quienes compartimos pasajes de nuestras vidas.

    No todos los libros se escriben en uno o dos años, hay algunos que demandan muchos más, como este siete años, y el cual nació años antes de que tuviera la dicha de ser abuelo, y en el que escribiría sobre las vivencias infantiles de mi época.

    Nos quitaron las amígdalas, tuvimos tifo y paperas, pero no coronavirus

    La nuestra fue una niñez casi sin riesgos ni peligros, con tifo y paperas, con extracción de amígdalas, pero sin coronavirus. Sin el desarrollo médico, científico y tecnológico que hoy disfruta el mundo, pero relativamente sanos. Y eso sí, sin los riesgos que viven hoy los niños por la inseguridad de todo tipo que los acecha, en parte porque muchos colombianos se olvidaron de la ética, la moral y la convivencia.

    Hay varias versiones de: ¿Por qué se jodió Colombia?, una de ellas del presidente Alfonso López Michelsen; varias de escritores filósofos y analistas. La mía, muy humilde, pero cierta, es que se jodió cuando en los colegios suprimieron tres materias que nos formaron a los de ayer: el Catecismo del jesuita Gaspar Astete, la Urbanidad de Carreño y la Cívica. Al desaparecer estas tres asignaturas muchas personas perdieron el temor a Dios, los valores y el respeto por nuestros semejantes.

    Hoy extrañamos mucho a La Urbanidad de Carreño que nos educó en los años cincuenta. Imagen de una edición de Cuellar Editores

    A decir verdad, a veces por la dedicación y alto consumo de tecnología por parte de niños, jóvenes y adultos, se limitan sus experiencias de interacción humana y social, y se frena su capacidad creativa para construir maravillosos juguetes que les permitirían jugar e interactuar a plenitud con otros niños y divertirse teniendo más contacto físico con ellos que con las pantallas mágicas. Y para disfrutar más la riqueza de lo elemental, de la espontaneidad y la inocencia desprevenidas; de la mente y las palabras que nacen del contacto humano. Pero tienen su mundo y hay que respetarlo, solo nos queda ayudar a que lo disfruten de la mejor manera.

    Los de ayer pensamos hoy que fuimos unos chinos pilos y gocetas, porque después de salir del colegio hacíamos las tareas, estudiábamos y luego salíamos a la calle a jugar corriendo, saltando, brincando, haciendo ejercicio y sudando al tiempo con los amigos entre las cuatro de la tarde y las siete de la noche, y los sábados y en vacaciones todo el día. En vacaciones nos levantábamos más tarde y solamente pensábamos en jugar y jugar, en ir a un río o a una piscina, porque el agua nos atraía mágicamente.

    Era tal la fascinación por el agua que con mi hermana Helena nos volábamos a una quebrada muy cercana al pueblo en plan de pescar renacuajos, (larvas de ranas), como si fueran pescados. Nos acompañaba un muchacho muy humilde al que le decíamos El Mono, y a quien yo convertí en amigo por su lealtad y respeto a toda prueba desde cuando se convirtió en una especie de guardaespaldas, o mejor, en mi sombra. Él solía ir a la hora de salida del colegio para acompañarme hasta la casa. Muchos años después logré conseguirle un trabajo estable con el que logró pensionarse. El Mono, quien tiene la misma edad mía, sigue lo mismo de leal y suele ir a visitarme para saber si necesito algo. La amistad cuando es firme y sincera dura toda la vida.

    Cuando descansábamos del colegio, solo íbamos a la casa a almorzar, a comer y a dormir; lo demás era juego y diversión. El domingo era día de ir a misa y de disfrutar en familia, y nunca olvidamos cuando íbamos de la mano de nuestra madre a comprar dulces, postres y galguerías; era una vida elemental, pero feliz.

    En Navidad la actividad era capítulo aparte de alegría desbordante; lo mismo que al despedir el año y los primeros días del Año Nuevo. Después día de Reyes, ya queríamos regresar al colegio porque nos hacía falta la vida escolar de alegrías compartidas con los compañeros.

    En esa época había tres costumbres inalterables: el cariño y el respeto por los niños; el intercambio de alimentos caseros entre los vecinos, no solo en Navidad o Semana Santa, sino cada vez que alguien preparaba un plato especial; y la tercera era el respeto a las autoridades y a los policías, quienes eran fieles servidores de las personas y de las familias.

    Un domingo de vacaciones en familia. Archivo Familiar

    En este momento de nuestra vida, cuando muchos abuelos estamos más cerca de irnos que de quedarnos, solo deseamos la ternura de los hijos, de una nieta, o de los nietos, de los seres que más amamos, y de los selectos verdaderos amigos. Y seguir conservando el recuerdo de los seres que ya se fueron, pero que seguimos queriendo; la música que llevamos en el corazón y que guardamos en la memoria y en los modernos dispositivos electrónicos. Y como muchos de nuestra generación, conservamos la indeclinable decisión y el gran deseo de ser hasta último momento plenamente libres e independientes.

    Hoy recordamos cuando jugábamos y corríamos vigorosos los días enteros con los amigos en la calle o en las casas, donde nos subíamos a los árboles, a los tejados, a los muros o las tapias, como lo hacen los gatos, sin medir las consecuencias de los riesgos que corríamos. Por suerte nunca pasaron a mayores. La calle que fue nuestra primera universidad y de la que cargamos recuerdos de juegos, cantos, bailes, alegrías, y risas; porque fue un sitio de gozo, de mil vivencias, de camaradería y complicidad.

    Aunque hemos dejado algunas costumbres, gracias a Dios seguimos activos física y mentalmente, y no hemos renunciado al buen humor; es más hay quienes nos conocen y dicen: esos abuelos siguen siendo mamagallistas, y gocetas". Pero les falta agregar que también continuamos siendo sencillos, solidarios y muy humanos con el amor de los nuestros, que es lo que nos hace felices.

    No pretendemos ser jóvenes, aunque aún podemos hacer dos cosas a la vez; ni negamos que empezamos a sentir el correr del tiempo, que aunque la mayor riqueza es la salud, no nos invade aún la tal tercera edad que algunos pronuncian desdeñosamente.

    No entro a disquisiciones filosóficas o psicológicas para ubicar la nostalgia en plan de estudio y análisis; sé que para algunas personas la nostalgia les llega a doler, pero por lo que he investigado y dialogado al escribir este libro, para la gran mayoría de las personas recordar la niñez es un bálsamo refrescante que no hace sufrir. Es válido eso de que cada uno habla de la feria cómo le va en ella.

    La experiencia me ha enseñado que la inmensa mayoría de las personas no desean, y no tienen por qué, desprenderse de su pasado feliz. Lo disfrutan recordando, leyendo cartas viejas, viendo fotografías, hablando de él con los familiares y los amigos de infancia o de juventud. Y suelen repetir frases como: fuimos tan felices; lo pasábamos muy bien; es inolvidable; recordar tal o cual cosa es una dicha….

    ¿Achaques? Pues sí, surgen los normales en unas máquinas de los cuarenta del siglo pasado, pero sabemos convivir con ellos; los enfrentamos hasta con agüitas de hierbas medicinales y remedios caseros que nos mantienen en buen estado y activos. A diferencia de algunas personas que conocemos, no nos aterra que se nos olvide una que otra cosa sin importancia, es normal luego de los cincuenta años, y con nuestros casi ochenta, conservamos aún la memoria a pesar de haber recibido golpes duros en la cabeza, por lo que con razón hay quienes dicen que somos cabeciduros.

    Los amigos eran como hermanos con apellido distinto

    A este libro le aportaron recuerdos un par de amigos con quienes hemos tenido una relación firme y cálida a través del tiempo. Con ellos revivimos los recuerdos de cuando siendo vecinos en la cuadra organizábamos eventos que fortalecieron las relaciones de nuestras familias. Parece como si no hubiera pasado el tiempo desde cuando en kínder las niñas y los niños consolidábamos nuestros primeros amigos, que a la vez eran aliados, cómplices de travesuras y picardías, con quienes disfrutamos unidos la dicha de reír y gozar la vida.

    Con ellos volvimos a ver los viejos álbumes de fotografía y reconocimos momentos inolvidables como la primera comunión, los cumpleaños, paseos y fiestas. Y de cuando organizábamos eventos en nuestra calle que unían a la nuestra con las familias vecinas, muy importantes en la película de nuestra vida.

    Cuando compartimos recuerdos de días felices con los amigos de nuestra infancia surgen anécdotas sobre el colegio, las vacaciones, la Navidad, los paseos, las aventuras y las fiestas en las que bailamos las primeras veces; y sobre como permanecíamos al aire libre en la calle días enteros sin peligros porque ni siquiera circulaban carros, y sin riesgos de una pulmonía porque aprendimos a jugar debajo del agua cuando llovía, y porque por entonces no había secuestradores ni asaltantes de niños ni tanta maldad.

    Es claro que la amistad perdura, aunque dejemos de ver a los amigos, ella se reanima con un reencuentro, aunque sea casual, o con una llamada telefónica. Cuando reeditamos nuestro abrazo sincero con ellos es comparable al que recibimos de un hermano o un hijo. Es que ellos han sido en realidad nuestros hermanos con apellido distinto.

    Baile de jóvenes a mediados del Siglo xx. Archivo Nacional de Chile.

    Volvemos a recordar las reuniones en las que contábamos cuentos, historias o anécdotas, y cuando nos dejaban salir con ellos para jugar, reír, y para contarnos los sueños; entonces nos sentíamos en total libertad porque no había celulares para que nos llamaran; apenas nos preguntaban a qué hora volveríamos; nuestra madre no tenía inquietud por saber qué hacíamos, pero lo que sí no le gustaba era que nos comunicáramos con silbidos o que nos llamáramos por el apodo que nos habían puesto. Sin embargo, si algo ocurría, como siempre estábamos en la cuadra, no era más que ella saliera a la puerta o a la ventana y nos llamara con un grito, entonces salíamos corriendo pa’ la casa.

    En esa época nuestra felicidad se basaba en el amor familiar, en los amigos del alma y en un noviazgo tímido. Ellos y nosotros teníamos dos casas, la nuestra y las de los mejores amigos, nos quedábamos en ellas y ellos venían a la nuestra.

    Algo clave fue que aprendimos a distinguir entre los compañeros de colegio y los amigos, quienes, como nuestras hermanas y hermanos, sabían todo lo nuestro.

    Manuel Rivas, uno de mis mejores amigos, con quien hablamos varias veces sobre, me dijo un día: cuando publiques ese libro quiero ser uno de los primeros en leerlo porque desde ya me emociona. Desafortunadamente murió cuando aún estaba en la plenitud de su vida y el libro sin terminar. Pero este libro va en honor a él y a otros amigos o familiares que ya se fueron.

    Amábamos al Niño Dios, nada que ver con brujas o Halloween

    Durante nuestra niñez, adolescencia y juventud no hubo nada más importante para celebrar que la Navidad, porque nacía el Niño Dios. Por entonces nada qué ver con el Halloween ni con festejarle a las brujas su día, pero creíamos que las había, teniendo en cuenta a un par de señoras chismosas que vivían cerca de nuestra casa.

    Nuestra máxima expresión de alegría la motivaban el nacimiento del Niño Jesús, la Navidad, la novena, los villancicos, y la felicidad que nos producía compartir con las hermanas, los hermanos y los amigos, juguetes, juegos, y sueños. Para recordar todo eso, basta con cerrar los ojos, recordar, soñar y revivir.

    En esa época las máximas aventuras románticas eran enamorarnos de una niña adolescente mayor, o de una profesora que nos hizo cruzar por el mundo de la fantasía.

    Fue una época muy distinta: las mujeres no trabajaban fuera del hogar; la gran distracción era oír radio, porque no había llegado la televisión; los curitas decían la misa en latín; solo se le decía doctor a los médicos; como el carbón para las estufas la leche llegaba domicilio en cantinas, y luego en botellas de vidrio. No existían: Pizza Hut, McDonald’s, Burger King, Juan Valdez, el Éxito, (solo el Ley y el Tía); y los carros más populares no eran Kia, Mitsubishi o Toyota, sino Ford, Studebaker, Oldsmobile, Pontiac, Volkswagen o Buick. Los carros de diplomáticos los compraban a 2 500 pesos, frente a los 16 000 que costaban los anteriores. Otros como los Packard y los Cadillac eran incomprables, valían como 40 000 pesos.

    Carro Studebaker 53, del archivo de Antonio José Caycedo Caycedo

    Crecimos sin tecnologías avanzadas; sin drones, bitcoins, Twitter, celular, WhatsApp, Facebook, chats, computador, DVD, PlayStation, videojuegos, internet, ni tabletas. No había televisión, ni internet, ni fotocopias, ni computadores, ni lentes de contacto, ni insulina para diabéticos, ni píldoras anticonceptivas, ni dispositivos electrónicos, ni cascos para montar en bicicleta; ni cinturón de seguridad en los carros; ni grabadoras, ni celulares, ni tarjetas de crédito, ni transistores, ni bolígrafos, ni rayos láser, ni, ni, ni…. Los padres, tíos, abuelos y primos de esa época vivimos sin tecnología avanzada.

    Algunos hemos sido tan privilegiados que sin haber trabajado nunca nos han pagado siempre por hacer lo que más nos gusta: escribir. Y también porque sin comprar la lotería nos la ganamos: tener hijos y una nieta maravillosos y verlos ser felices. ¿Qué más puede uno pedirle a la vida?

    Compartir hoy estas ideas con personas de nuestra misma generación, o de otras cercanas, y si lo logramos con las más jóvenes, dando respuesta a su inquietud por conocer cómo fueron nuestra niñez y nuestra juventud, nos alegra.

    Al hablar de generaciones de niños y adolescentes solemos recordar las tardes en que al llegar a la casa nuestros hijos estaban viendo televisión y nos recibían cariñosos. Nos parece ver de nuevo el sol colándose en la sala y posándose sobre sus espaldas; pero cosas tan elementales como esas ya no es posible que se materialicen, pero sí que sigan en la memoria y en el alma. Ahora ya son grandes y viven muy lejos, así cambia la vida, pero tenemos el privilegio que no tuvieron ellos con nosotros y con sus abuelos, que a pesar de todo estamos a un clic de vernos y de hablarnos a cualquier hora y día, gracias a la tecnología, y de decirnos cuánto nos queremos, y de pausar el tiempo para visitarlos y para que nos visiten.

    La revista argentina Billiken, fue clásica en los años cuarenta y cincuenta. Foto de archivo personal.

    A muchos mayores nos queda hoy la pesadumbre de no haber hecho y dicho cosas que debimos expresar, como decir muchas más veces: ‘hija o hijo, te amo mucho, te comprendo, te acompaño en tu tristeza; me siento feliz con cada uno de tus aciertos’. Y no haber estado más tiempo con ellos, jugando, acompañándolos, compartiendo sus alegrías y sus tristezas. Al recapacitar en ello les dejamos esta reflexión a ellos que hoy son padres y mañana abuelos; y a los nietos que también lo serán: es imposible recuperar el tiempo perdido, especialmente el de los sentimientos.

    Los mayores nos aferrarnos a los recuerdos sin permitir que nadie intente prohibirlo o romper ese mundo de la ilusión al que todos tenemos derecho.

    El coco, la bruja zascandil y el señor del costal

    Durante la niñez en el colegio, algunos grandes, y otros niños, nos contaban cuentos de miedo que nos asustaban; nos decían dizque venía el coco, un fantasma, la bruja zascandil, duendes, espíritus, el chiras, o el señor del costal, que se llevaba a los niños y los dejaba muy lejos por ser desobedientes.

    A veces nos sentábamos frente a la chimenea y los mayores nos contaban cuentos de espantos y de gente mala, para que no fuéramos tan confiados en gente que no conocíamos.

    Aún recordamos a la mamá y a los tíos contando historias de miedo; y a las hermanas que, muertas del susto al acostarse, se tapaban hasta la cabeza con las cobijas, eso sí mirando antes debajo de la cama y revisando los armarios para que no fuera a haber nada ni nadie raro.

    Algunos relatos fantásticos daban miedo y a la vez risa por lo absurdos; los cuentos de espantos, de espíritus en pena y de brujas solían generar pesadillas a los menores. Nos preocupaba que apareciera un fantasma y le hiciera algo malo a nuestros padres o a nuestros hermanos y que no pudiéramos verlos más.

    Nos asaltaba otro temor, que nos secuestraran los extraterrestres, y la fórmula milagrosa para evitarlo era cerrar bien las ventanas y que así no pudieran entrar ni ellos ni los espantos.

    Otras cosas que nos ponían nerviosos eran las campanas cuando doblaban con sonidos misteriosos para los entierros; el toque de queda asustaba mucho porque sonaba a miedo; lo mismo que a las sirenas ocasionales de las ambulancias, anunciando que llevaban a alguien a punto de morir.

    Lo que leíamos y lo que nos contaban antes de dormir

    Los abuelos somos el archivo y los guardianes de la memoria familiar que une a los hijos y a los nietos con el pasado, con las raíces de las que provienen, de su identidad. Hoy sobrevivimos y compartimos recuerdos con personas de nuestra misma generación, o con menores que quieren conocer cómo vivíamos antes; qué jugábamos, qué música oíamos, qué leíamos…

    Por costumbre aprendida a la familia, o por exigencia de los profesores leímos mucho, no solo El Nuevo Tesoro de la Juventud. También: El principito, La Lechera, Piel de asno, Hansel y Gretel, las Fábulas de Iriarte, Esopo y Samaniego, Barba Azul, Alí Babá y los cuarenta ladrones, Simbad, el marino, Veinte mil leguas de viaje submarino, El flautista de Hamelín, Platero y yo, Las aventuras de Tom Sawyer, La Vuelta al mundo en 80 días, La Ilíada, El cantar del Mío Cid, La Odisea, El conde de Montecristo, Los tres mosqueteros, La lámpara de Aladino, y muchos otros libros.

    Los abuelos, los tíos y la mamá nos contaban cuentos antes de que nos durmiéramos, y siempre empezaban con el clásico, Erase una vez, o Había una vez… Y finalizaban diciendo: colorín colorado este cuento se ha acabado; y luego nos daban un beso y unas buenas noches. Entre los clásicos infantiles, no podían faltar los de Rafael Pombo: El gato bandido, Juan chungero, Mirringa mirronga, La pobre viejecita, El renacuajo paseador, Simón el bobito o La gallina y el cerdo. Leímos otros cuentos tradicionales como: Blanca Nieves, Caperucita Roja, Pulgarcito, Pinocho, El sastrecillo valiente, El soldadito de plomo, Las habichuelas mágicas o Peter Pan.

    Y también le dedicábamos tiempo a ver y a leer publicaciones con magia infantil como las revistas argentinas El Peneca y Billiken, que traían acertijos, crucigramas y adivinanzas. Y no nos faltaron los cómics, o cuentos animados, con inolvidables personajes como: El Halcón negro, EL Llanero Solitario, Tarzán, El pato Donald, Porky, Petunia, El Pájaro Loco, Los Picapiedra, El ratón Mickey, La zorra y el cuervo o El gato Félix. Las niñas adolescentes leían los libros y cuentos anteriores, y también, Mujercitas; y soñaban leyendo las novelas de Corín Tellado.

    La revista argentina Billiken fue clásica en los años cuarenta y cincuenta. Foto de archivo personal.

    Tiras cómicas y cuentos, o cómics, que no nos perdíamos

    Una de nuestras grandes alegrías era ver las tiras cómicas que venían los domingos en los periódicos El Tiempo y El Espectador, entre ellas: Periquita, Don Fulgencio, El hombre que no tuvo infancia, El Reyecito, de O. Soglow; Tío Barbas, Educando a papá, (Pancho y Ramona); Benitín y Eneas, Henry, La Pequeña Lulú, El Gato Félix, Ferdinando, Maldades de dos pilluelos, Lorenzo y pepita, Tarzán, (con Jane, Boy y Chita); Popeye, (con Oliva y Brutus, el enemigo que le disputa del amor de Oliva); Mandrake, el mago, (con la princesa Narda y Lotario); Dick Tracy, El Fantasma (y Diana Palmer); Supermán (y Luisa Lane) ; El Llanero Solitario, (con su caballo Plata y el indio Toro), y Archie.

    En los años cincuenta y sesenta también nos compraban cómics, cuentos de dibujos animados, o historietas ilustradas, como: Kalimán, Tom y Jerry, Yogui, Mr. Magoo, El halcón negro, Daniel, el travieso, El pájaro loco, Súper ratón, Andy Panda, Los Picapiedra, Porky, Roy Rogers, El Santo, Pancho y Ramona, Batman y Robin.

    Tiras cómicas dominicales, El Reyecito de O. Soglow, años cincuenta. Archivo Ático

    La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda: Gabriel García Márquez

    Nuestro niño interno sale a flote cuando hablamos con los amigos, y preguntamos, (o ellos nos preguntan), ¿Te acuerdas qué jugábamos, a tal o cual cosa?. Y uno piensa: ¡Quién no recuerda las cosas buenas que le marcaron el alma en la infancia!

    En esa época las máximas picardías que cometíamos eran fumar a escondidas; timbrar en un portón y salir corriendo; subirnos a un árbol ajeno, tomando como propias unas ciruelas, un par de duraznos o una naranja sin pedir permiso; o decir mentiras piadosas para que no nos castigaran. La peor imprudencia pudo haber sido hacer una seña grosera con tres dedos; batir la mano para que el desconocido conductor de un vehículo nos acercara a donde íbamos, aunque a diferencia de hoy, sin riesgos; capar colegio que era volarnos una tarde; correr con los amigos a un sitio determinado y gritar: el último es un pendejo; ser cómplices de pilatunas inocentes; protagonistas de besos robados o a escondidas, y de solidaridades sinceras con personas humildes que algunos no entendieron.

    Sabemos bien que, aunque nuestra cabeza se pobló de canas, y por favor de Dios no llevamos canas por dentro aún, tenemos los ojos jóvenes para ver la belleza de nuestros nietos, el amor de nuestros hijos, la bondad de mucha gente, los paisajes, y la fauna, lo positivo de las cosas, y mil bendiciones más. Hemos de confesar, sin embargo, aunque no demasiado tarde, que apenas en nuestra madurez hemos aprendido que hoy no es un día más, sino un día menos.

    Saltamos desde la Segunda Guerra Mundial hasta la marcha mágica de la tecnología.

    Al evocar aquí la niñez, la infancia y la juventud de las generaciones de los años cuarenta, cincuenta y sesenta, retomo una frase interesante sin identificación de autor que leí en internet: Hemos vivido en varias décadas, en dos siglos distintos, en dos milenios diferentes. Y nos formaron en costumbres sanas y en valores. Hemos tenido el privilegio de atestiguar las épocas más transcendentales en la historia del mundo, como la conquista del espacio, las revoluciones políticas y sociales de Colombia y del mundo, del desarrollo industrial.

    Aunque el tiempo vuela, a los seres humanos nos quedan huellas vivas que están guardadas en nuestros sentidos.

    La de nuestro olfato que, al percibir aromas de perfumes o esencias femeninas, o nuestras primeras lociones que llevan la adolescencia. La que recuerda los sonidos porque los llevamos anclados en la memoria de nuestros oídos y que activan nuestro palpitar cuando escuchamos canciones viejas, o cantantes, gritos, sonidos y risas iguales o similares a los de nuestro pasado.

    Reunión familiar en 1948. Archivo familia Loayza.

    Y la de nuestra vista, que se alegra cuando repasa fotografías que son testimonio de bellos momentos del pasado con personas muy entrañables. Imágenes de seres amados, de caras y cosas bellas, de rostros con paisajes maravillosos de fondo; de ojos profundos, felices o inocentes.

    Cuando vemos en la televisión o en el cine programas y películas de esas épocas idas, en blanco y negro o en colores, sentimos que siguen vigentes en nosotros; y no quisiéramos que terminaran, quedamos con ganas de ver más.

    Todo queda en la memoria: el gran gusto ver películas clásicas, de oír boleros o música bailable, que hasta nos hace suspirar.

    En el colegio, como lo hicieron en nuestra casa, nos inculcaron el amor a la patria; y entonces entendimos del orgullo que significaba merecer una izada de bandera, mientras sonaba el himno nacional, que estando lejos de Colombia se siente con el más profundo respeto, cuando suena en grandes momentos del país, o como cuando lo ponen en homenaje a grandes triunfos de compatriotas, como: Luz Marina Zuluaga, Pambelé, Cochise, Domingo Tibaduiza, Víctor Mora, Carlos Julio Ramírez, Helmut Bellingrodt, el equipo Millonarios, (el Valet azul); Santafé, el primer campeón del fútbol profesional, o Gabriel García Márquez, quienes triunfaron internacionalmente.

    La época de los ¿por qué?, y la inseguridad de

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