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Tanto duele Chile
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Libro electrónico128 páginas1 hora

Tanto duele Chile

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Tanto duele Chile es un libro que reúne columnas inéditas y editadas del periodista Richard Sandoval, una serie de textos que descifran de forma aguda y crítica tanto el Chile contemporáneo como el Chile de ayer. Un libro que va desde la infancia de Sandoval al presente, haciendo un viaje tan íntimo como objetivo, integrando las vivencias personales con las colectivas, ejercicio necesario para lograr un análisis político y responsable de las injusticias y desigualdades de nuestro país.
"La Historia, con mayúsculas, hace mucho tiempo que dejó de ser ese listado de eventos de enorme magnitud y relevancia con que nos atormentaban cuando éramos niños. No se reduce a grandes batallas, nombres difíciles de pronunciar y los hechos de generales y presidentes. Richard entiende eso y nos deja una cápsula de tiempo para los arqueólogos e historiadores del futuro, una serie de postales congeladas sobre instantes, personajes diminutos y lugares entrañables, relatos que quizá dirán mucho más sobre estos tiempos que esos compendios de cifras y crisis políticas que finalmente se vuelven irrelevantes cuando lo que queremos es entender a las personas, a los protagonistas escondidos que fabrican el suelo cálido sobre el que se levanta la verdadera Historia, la que construyen las personas, sus miedos y sus sueños, la materia de la que está hecha realmente un país". Jorge Baradit
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 may 2017
ISBN9789568648107
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    Tanto duele Chile - Richard Sandoval

    Chile

    CAPÍTULO I

    AYER

    Venga conmigo

    El Venga conmigo empezaba cerca de las seis y siempre daba la impresión, o al menos así lo cree el recuerdo, que lo daban en invierno, acaparando toda la atención de la casa desde el minuto de su inicio anunciado por el Pollo Fuentes, siempre sonriente con una tarjeta en una mano y el micrófono en la otra, casi gritando la energía que los niños débiles necesitábamos para no comenzar a llorar ante la aproximación de la noche cruda del domingo. La noche que avisa tantas cosas: que la familia no tiene más integrantes que los tres que toman once, que el padre y proveedor no existe, porque el que está tomando bebida en el sillón mayor con las patas sobre la mesa de centro es el tío, y los tíos se van a tener que ir. Así, gozamos las palmas de la Rosy, pidiendo al público arenga para cachetear a su marido en Mi Tío y Yo, como un verdadero refugio; entendemos la carcajada de nuestro tío en el sillón como un espacio único de paternidad de fin de semana, paternidad como la tiene el resto de los amigos en el barrio, esa de asados en el antejardín, de salidas gordas al Buin Zoo, o de sobremesas eternas junto a vinos que ayudan a los niños a pasar desapercibidos. Pero los niños que hasta hoy echamos de menos a ese proveedor que nos permitiera por momentos estar desentendidos también sufríamos el Venga conmigo. Sabíamos, mientras nos arrullábamos junto al eco de las risotadas de los tíos, carcajadas que llenaban la casa mientras hacía su rutina el Malo o el Chanta argentino, que el programa se iba a terminar, y que apenas salieran los titulares de Tele Trece se iba a escuchar el ya chiquillos, nos vamos, convirtiendo la casa en un desierto sin primos, en un paredón de cara a la revisión de cuadernos, exigencia de cartulinas a última hora y el cierre de carpetas (como se llamaba a cualquier trabajo grande en la enseñanza básica) de Historia o, para peor, Ciencias Naturales. La frialdad se haría literal al momento de subir al lavamanos a bañarse. Un país sin calefón obligaba a seguir acudiendo a las teteras, en tanto Eduardo Riveros Behnke detallaba las nuevas andanzas del Papa por el mundo, los nuevos destinos internacionales de Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Quedaba acostarse, refugiarse en pieles maternas, meterse en frazadas acumuladas hasta pesar kilos, y pensar en la mañana de escarcha que ya se advertía en las ventanas.

    Expreso 24

    ¿Qué tienen las papas fritas de fuente de soda que se hacen tan adictivas? ¿Les echarán alguna grasa adicional? ¿Habrá algún químico secreto en el aceite? A los ocho años comer una papa frita en el local de la entrada al paradero de los expresos a San Bernardo era un sueño muchas veces imposible. La más barata costaba trescientos pesos, una fortuna en tiempos en que la gamba era la meta de todos. Habrán sido unas tres las veces de la infancia en que con mi hermano accedimos a ese privilegio reservado para las familias que tomaban el Pullman, hombres de Montgomery y mujeres en dos piezas que hacían una cola paralela a los del expreso 28, 30 y 24, el mío. El paradero de los expresos estaba en la calle Tarapacá y funcionaba casi como un terminal de buses al sur, muy parecido al San Borja, y desde allí, los sanbernardinos nos volvíamos a sentir provincia, acomodados sobre asientos acolchados, abriendo y cerrando las cortinas limpias y ordenadas que no se encontraban en las micros amarillas. Cortinas suaves. Los expresos marcaron la infancia de miles de niños de San Bernardo. Fue sobre esa micro que nos probamos por primera vez los anteojos que fuimos a retirar a la sede de la Junaeb, en Salvador. Anteojos horribles, con apariencia de los años setenta, que sin embargo nos alucinaban por lo nuevo. Desde allí aprendimos a mirar el mundo con aumento, y en sus vidrios, secando el agua dejada por la lluvia, jugamos a reconocernos detrás de unos marcos plásticos de abuelito empobrecido.

    También enfrentamos frágiles el azote de la adultez a los dieciocho, cuando con un alma en desarrollo llegamos a la universidad sin saber qué decir, ni a quién. En esos primeros meses de viajes diarios a Ñuñoa, Santiago y Providencia, sumidos en poleritas y chalecos comprados por la mamá, buscamos en los asientos del rincón del expreso 24 un cobijo que nos hiciera sentir por algunos minutos del día en la paz de la niñez buscando lentes, en la paz de los años en que los niños viajaban sobre las faldas de las mujeres, encontrando el sueño luego de rendirse de enfrentar el olor del petróleo con que se enceraban los pisos negros de los buses noventeros.

    En los viajes de una hora sobre esos Mercedes verdes con rayas horizontales blancas, también entendí el inicio de mi orfandad. Haciendo cola para abordar las máquinas ruidosas, aprendí que lo que venía de vida lo iba a hacer solo con mis hermanos y una madre, no como las envidiadas familias felices que esperaban el Pullman, ese servicio de buses nuevos y silentes que se iban directo, sin pasar por la Gran Avenida y con sus conductores uniformados en poleras claras. Al pasar los años, se acabaron de pronto las esperas sobre hombros fuertes y camisas a cuadros. El cáncer avanzaba, la mami nos acariciaba hablándonos de tumores y quimioterapias, y el joven del maní confitado insistía con su oferta. El mismo joven que me conoció reducido a una carga, en la infancia, el mismo que quizás me vio llegar fracturado tras jugar a saltar las sillas en la casa con mi hermano, a los cinco, y el mismo que echando a correr su grito me dio algo de paz a inicios del 2006, cuando en la depresión de saberme grande, el expreso 24, su paradero en Tarapacá, y los recuerdos de una vida de vaivenes, se convirtió en el más insospechado de los refugios, aún apestado de diésel.

    Primeras masturbaciones

    Para el 2000 íbamos en séptimo básico y no nos dimos ni cuenta cuando nuestros juegos se empezaron a llenar de erotismo, cuando jugar a la pelota se convirtió en muchos casos en la pura excusa para pegar un agarrón a un poto o un paquete o para simplemente abrazar a un compañero. Fuimos cómplices cuando inventamos el Paul Schäfer, estúpida adaptación del hoyito-patá en que el atravesado por la pelota no recibía golpes de pie, sino punteos. Diez cabros frotando su pene erecto contra un poto, uno tras otro, amontonados, con el derrotado al centro, privado de poder montar a algún amigo. Fuimos cómplices también cuando descubrimos que en el entretecho del gimnasio del colegio había un agujero, por el que comenzamos a subir durante meses para masturbarnos en conjunto, en los recreos. Llevábamos revistas y bombas 4 arrugadas, como el mapa que lleva a un tesoro, y empezábamos. Algunos competían a quién acababa primero, otros mirábamos los penes de los amigos y descubríamos lo diferentes que pueden llegar a ser. Delgados, gruesos, encorvados, arrugados. Abajo, compañeras ignorantes de nuestro secreto ensayaban la coreografía de Oops!… I Did It Again vestidas con la lycra roja más calurosa del mercado, adelantando y retrocediendo una y otra vez el cassette en una radio a pila. En ese tiempo o eras Britney Spears o Cristina Aguilera, no había punto medio, y los shows en el acto de fin de año podían llegar a ser una guerra del pop. En el entretecho, algunos cerrábamos los ojos y pensábamos en el ombligo de las artistas del momento, esas que podían excitarnos y a la vez sumergirnos en la más profunda ansiedad de un niño que de su identidad empieza a dudar. Yo lloraba con Lucky, imaginaba la pena de Britney, tan sola detrás de las luces de ser la estrella de MTV, como tan solos están los mateos detrás de los diplomas de mejor alumno. Una soledad que en el masturbarse con los bacanes del curso encontraba una tregua, un secreto, un húmedo espacio del compañerismo tan difícil de afianzar a los trece años, cuando no ser el astronauta bonito del videoclip, cuando no ser el objeto de deseo de las niñas del colegio más parecidas a Cristina Aguilera, puede llegar a romper un corazón para siempre, o por lo menos por muchos de los años siguientes.

    La adolescencia

    Quiero escapar, y despertar, sin saber del tiempo. Quiero respirar, sin nunca regresar. Y quiero vivir, quiero existir, sentir el silencio. Ya no quiero hablar. Sólo quiero encontrar un día de paz. Kudai, año 2005, noviembre, y nosotros llorando en una pieza, abatidos por el espesor de la primavera, escuchando una y otra vez la canción en nuestro pendrive de 128 Mb, y escondiendo la pantalla de nuestros compañeros rockeros del colegio. Miedo, vergüenza, pena. Rechazos rotundos a nuestras cartas de amor manchadas con Axe, dañadas de Natalie frutal, traición irrevocable de tu mejor amiga, que ahora tiene otra mejor amiga. Veo sombras

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