Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Ríe cuando todos estén tristes: El entretenimiento televisivo bajo la dictadura de Pinochet
Ríe cuando todos estén tristes: El entretenimiento televisivo bajo la dictadura de Pinochet
Ríe cuando todos estén tristes: El entretenimiento televisivo bajo la dictadura de Pinochet
Libro electrónico227 páginas4 horas

Ríe cuando todos estén tristes: El entretenimiento televisivo bajo la dictadura de Pinochet

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Los años de dictadura presenciaron la consolidación de la televisión como el más masivo e influyente medio de comunicación del país, lo que el gobierno de facto no desaprovechó. A la vez que en el plano informativo se manipulaba la realidad, los programas de entretenimiento que saturaban la cartelera invitaban a los chilenos a olvidar sus problemas y reír “cuando todos estén tristes”. Sergio Durán describe y analiza la trayectoria de algunos de los géneros y formatos más representativos, destacando las diferentes funciones y significados que podía tener la televisión para “emisores” y “receptores”.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
Ríe cuando todos estén tristes: El entretenimiento televisivo bajo la dictadura de Pinochet

Relacionado con Ríe cuando todos estén tristes

Libros electrónicos relacionados

Historia de América Latina para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Ríe cuando todos estén tristes

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Ríe cuando todos estén tristes - Sergio Duran

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2012

    ISBN: 978-956-00-0359-1

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Sergio Durán Escobar

    Ríe cuando todos estén tristes

    El entretenimiento televisivo

    bajo la dictadura de Pinochet

    A mis padres, por confiar en mi carrera y

    soportar el caos de papeles, apuntes y fotocopias

    que requirió la redacción de este texto.

    A María Paz, por su apoyo y compañía en estos últimos años.

    A Claudio Rolle, por sus valiosos consejos.

    A mis amigos.

    Prefacio

    Cuesta imaginar la vida contemporánea sin la televisión. Desde la segunda mitad del siglo XX en adelante, el televisor y las imágenes de las que nos surte han formado parte de nuestro paisaje doméstico y cotidiano, acaparando buena parte de nuestro tiempo libre, acompañando nuestras actividades diarias y proporcionándonos un tema de conversación obligado cuando no la estamos viendo. Creada en 1924 por el escocés John Logie Baird, en cosa de unas décadas la televisión hizo sentir su influjo en casi todos los dominios de la existencia humana: ha revolucionado los sistemas de información y comunicación, trastrocado nuestros hábitos de entretención, tensionado nuestras pautas morales y estéticas, modificado sustancialmente las formas de hacer política (hay quienes hablan del surgimiento de una videopolítica),[1] dinamizado el mercado y el consumo y, en fin, promovido el proceso de globalización.[2] Estos alcances debieran bastar para persuadirnos de que la omnipresencia de los medios en general y de la televisión en particular son, como señala el historiador de las comunicaciones Philip M. Taylor, una realidad "con la que deben tratar todos los historiadores que buscan entender las fuerzas que han modelado el mundo en que vivimos".[3]

    Sin embargo, de lo mucho que se ha dicho y escrito sobre la televisión, muy poco ha sido obra de historiadores. En comparación con sus colegas de otras ciencias sociales, éstos han sido notoriamente menos prolíficos y más lentos en el estudio de los medios de comunicación y la cultura difundida por ellos. Hacia 1960, cuando el debate en torno a los medios de comunicación de masas llevaba ya varias décadas, el historiador de la tele y radiodifusión británica Asa Briggs se lamentaba por el desinterés hacia estos temas que manifestaban sus colegas, dedicados a materias que se suponían de mayor importancia: La provisión de entretenimiento –dijo– nunca ha sido un tema de gran interés ni para los economistas, ni para los historiadores de la economía.[4] En parte, lo anterior se explica por los temores y prejuicios que muchos historiadores e intelectuales tenían (o tienen) frente a la cultura de masas, cuyos productos percibían (o perciben) como vulgares pasatiempos destinados a un público ignorante y de mal gusto.[5] Pero también este aparente desdén obedece a cierta estrechez de criterio por parte los historiadores al momento de establecer los temas que ameritan ser investigados, las fuentes que pueden considerarse válidas, la manera en que deben ser analizadas y la forma en que deben exponerse los resultados de la investigación; en suma, qué constituye una auténtica explicación histórica.

    Por mucho tiempo, los criterios a este respecto estuvieron bastante claros. Desde que se constituyó como disciplina con pretensiones científicas en el siglo XIX, la historia se impuso como tarea registrar y narrar fundamentalmente los asuntos de Estado, es decir, la política y la guerra. Con ello, no excluyó del todo otros tipos de historia, como la de las ciencias y la del arte, pero éstas se consideraron periféricas en relación a los intereses de los verdaderos historiadores. También por entonces quedó establecida la primacía de los documentos escritos sobre otras fuentes (visuales, orales, etc.), encabezando la jerarquía los documentos emanados de la administración estatal y almacenados en archivos nacionales. Se suponía que éstos eran los materiales más confiables para la reconstrucción del pasado tal como fue, el objetivo último de la historia objetiva y científica.[6]

    Durante el siglo XX, y especialmente en su segunda mitad, dicho paradigma fue continuamente puesto en entredicho. Alrededor de los años 40, un grupo de historiadores, influenciados por el empuje de las ciencias sociales, comenzó a despreciar la historia como narración de acontecimientos políticos y militares (la espuma sobre las olas del mar de la historia, en palabras de Fernand Braudel) y a sostener que lo que realmente importaba analizar eran las estructuras subyacentes. Para los historiadores de la Escuela de los Annales y sus seguidores, bajo la rápida sucesión de fechas y nombres se desarrollaba, lenta e imperceptiblemente, la verdadera historia, y con esa convicción se lanzaron al estudio de la formación y desarrollo de grandes unidades geográficas e históricas, los ciclos económicos y la construcción de las mentalidades colectivas, entre otros temas. Por su parte, los historiadores marxistas situaron en el centro de sus preocupaciones las relaciones de producción y la lucha de clases, postergando, salvo excepciones, el estudio de la cultura entendida como fenómeno superestructural, vale decir, una manifestación externa de la estructura social y económica en un momento dado. De esta forma, los críticos de la historiografía tradicional, marxistas y no marxistas, heredaron de sus antecesores el principio de selectividad de las fuentes y la adopción de un punto de vista supuestamente privilegiado.

    Así las cosas, había poco margen para las historias construidas a partir o acerca de la industria cultural y los medios de comunicación de masas, ambos conceptos presentes en la discusión académica ya en la década de 1940. Pese a que diariamente acaparaban la atención de millones de personas en todo el mundo, las películas, la música popular, las radionovelas y las historietas aparecían, a ojos de los historiadores, como lo más trivial dentro de la despreciada espuma sobre las olas del mar de la historia, careciendo de interés para la mayoría de los especialistas. Hasta hace no mucho, quienes querían dedicarse seriamente a trabajar estos temas eran desincentivados a hacerlo por sus colegas y por las autoridades académicas. A modo de ejemplo, el historiador Marc Ferro relata que, en los años sesenta, cuando le comentó a un grupo de prestigiosos académicos su intención de estudiar las películas como documentos históricos, éstos le respondieron: Interesante, pero mejor que no lo comente mucho; No insista en esta tesis.[7]

    Con el surgimiento de la denominada nueva historia, el rango de intereses de los historiadores se amplió hasta cubrir prácticamente toda actividad humana. La segunda mitad del siglo XX y la primera década del XXI han presenciado la aparición de innumerables historias sobre asuntos que, por ignorancia, olvido o desprecio, no habían recibido atención suficiente (la niñez, la muerte, la locura, el clima, la sexualidad, el cuerpo, la lectura, etc.), desapareciendo con ello la frontera que anteriormente separaba lo central de lo periférico en historia.[8] El proceso general de cambios sociales de la década de 1960, atado como estaba a la expansión de los medios masivos, estimuló la curiosidad intelectual en torno a la comunicación y la cultura, mientras que en los años siguientes, el giro lingüístico, la reivindicación de la narrativa y de los enfoques cualitativos en las ciencias sociales, favorecieron el desarrollo de la historia social de la comunicación, del lenguaje o del habla, entre otras vertientes.[9]

    Pese a lo anterior, la historia de los medios de comunicación en general y de la televisión en particular siguen siendo territorios relativamente poco explorados. Si bien los historiadores utilizan habitualmente los medios de comunicación masivos como fuentes históricas, raramente hacen de ellos el objeto de su estudio. Se han escrito algunas historias parciales del cine, el periodismo, la radio, la televisión, la publicidad o la historieta, pero éstas suelen consistir en meras enumeraciones de acontecimientos, hitos, momentos, figuras, transformaciones técnicas o éxitos notables. Al respecto, la historiadora de la televisión argentina Mirta Varela comenta que, en contra de las tendencias de la historia del siglo XX que atraviesa la historia de los medios, estos relatos parecen surgidos de la historia de otros tiempos, de manera que la historia de los medios se presenta como una zona poco transitada, plagada de lugares comunes sobre la base del nulo debate intelectual que existe al respecto, y suele convertirse en un espacio librado al anecdotario que encuentra interés en los mismos medios de comunicación.[10]

    En el caso de Chile, el vacío historiográfico en materia de televisión es particularmente pronunciado. Haciendo a un lado los relatos periodísticos, los estudios de casos y testimonios, solo se ha publicado a la fecha una historia de la televisión en Chile, obra de la socióloga e investigadora teatral María de la Luz Hurtado.[11] Publicada en las postrimerías de la dictadura de Pinochet (en 1989), el estudio cubre el periodo comprendido entre 1959, año en que comenzaron las emisiones periódicas, y el golpe militar de 1973; los años siguientes, que comprenden la mayor parte de la historia del medio, no han sido estudiados de forma semejante. El reciente aniversario número 50 de la televisión chilena, el año 2009, trajo consigo un repentino interés por recuperar el pasado del medio y una valoración de su papel en la historia nacional, lo que quedó plasmado en algunos de los programas especiales que los canales prepararon para conmemorar la ocasión.[12] En este contexto, se lanzó en el Senado un libro titulado Los primeros 50 años de la televisión chilena,[13] una edición de lujo que comprende cinco ensayos de distintos académicos (solo uno de ellos historiador), una serie de testimonios de personas ligadas al medio y un prólogo a cargo de Mario Kreutzberger, Don Francisco, galardonado en esa oportunidad por la Cámara Alta como el hombre más importante de la televisión chilena.[14] Si bien los ensayos abarcan el proceso completo de la TV chilena en su primer medio siglo, las notables diferencias estilísticas y metodológicas entre los distintos autores hacen que en rigor no se pueda clasificar a este trabajo como una obra historiográfica. En estas circunstancias, puede decirse que la historia de la televisión en Chile todavía espera quién la escriba.

    Quizá sea éste el momento apropiado para reclamar para la historia un tema que hasta ahora ha sido desarrollado mayoritariamente por sociólogos, sicólogos, periodistas y comunicólogos, como es el de la televisión.

    [1]  Al respecto, véase: Giovanni Sartori, Homo videns: la sociedad teledirigida, Buenos Aires, Taurus, 1998.

    [2]  Carlos Catalán, La televisión: el éxtasis del presente, Revista universitaria Nº 53, 1996, p. 30.

    [3]  Philip M. Taylor, Back to the Future? Integrating the Press and Media into the History of International Relations, Historical Journal of Film, Radio and Television, vol. 14, Nº3, 1994 (traducido por el autor).

    [4]  Tom O’Malley, Media History and Media Studies: Aspects of the Development of the Study of Media History in the UK. 1945-2000, Media History Vol. 8, N° 2, 2002, p. 166 (traducido por el autor).

    [5]  Sobre el debate en torno a la cultura de masas, véase: Umberto Eco, Apocalípticos e integrados, Barcelona, Fábula, 2006.

    [6]  Peter Burke, Obertura: la nueva historia, su pasado y su futuro, Formas de hacer historia, ed. Peter Burke, Madrid, Alianza, 1993, pp. 14-19.

    [7]  Marc Ferro, Historia contemporánea y cine, Barcelona, Ariel, 1995, p. 15.

    [8]  Peter Burke, Obertura: la nueva historia, pp. 14-15.

    [9]  Véase, por ejemplo: Peter Burke, Hablar y callar: funciones sociales del lenguaje a través de la historia, Barcelona, Gedisa, 1996, p. 11.

    [10]  Mirta Varela, Medios de comunicación e historia: apuntes para una historiografía en construcción, Revista Tram(p)as de la Comunicación y la Cultura, Nº 22, Facultad de Periodismo y Comunicación Social. Universidad Nacional de La Plata. 2003.

    [11]  María de la Luz Hurtado, Historia de la televisión chilena entre 1959 y 1973, Santiago, Documentas/CENECA, 1989.

    [12]  Concretamente, pienso en la serie documental TV o no TV (Canal 13, 2008-2009), conducida por Sergio Lagos, emitida semanalmente, en horario estelar y con un notable trabajo de archivo.

    [13]  Los primeros 50 años de la televisión chilena, ed. Fernando Acuña, Soledad Gutiérrez y Adrián Puentes, Santiago, Impresión Printer, 2007.

    [14]  El Mercurio Online (EMOL), 20 de noviembre de 2007.

    Introducción

    El 16 de abril de 1978, debutó en Televisión Nacional de Chile (TVN) el que a la postre sería uno de los programas más populares y exitosos de su época, el Jappening con Ja. Concebido como un espacio de humor blanco, el Jappening tenía su fuerte en la representación cómica de personajes y situaciones característicos del país, una propuesta que se materializó en secciones como La Oficina, donde comparecían las secretarias Valkiria y Gertrudis, el adulador Espinita y el pícaro Canitrot; Domingos Dominicales, que parodiaba un espacio de continuidad de la televisión, y Pepito TV, que hacía lo propio con los programas de concursos. La canción característica del programa, titulada Ríe, era una suerte de versión musical del refrán que dice al mal tiempo, buena cara, asegurando que lo más importante en la vida es sonreírle al mundo con optimismo y fe:

    Ríe cuando todos estén tristes,

    ríe solamente por reír.

    Solo así podrás ser siempre feliz,

    en risas tu vida debes convertir.

    Sin embargo, para miles de chilenos no había en ese momento muchas razones para sonreír. El país llevaba casi cinco años sometido a una dictadura con alcances totalitarios, desde que las Fuerzas Armadas y de Orden pusieran fin abrupto al gobierno del presidente Salvador Allende, el martes 11 de septiembre de 1973. Encabezado desde junio de 1974 por el comandante en jefe del Ejército, Augusto Pinochet, el nuevo régimen se caracterizó desde un principio por su carácter en extremo represivo y su propósito declarado de fundar un nuevo Chile, previa extirpación del cáncer marxista. El gobierno de facto no escatimó recursos en el cumplimento de sus objetivos: se decretó el Estado de Sitio, con lo cual quedaron suspendidas las libertades individuales; el Congreso fue clausurado; se prohibieron los partidos de la Unidad Popular –la coalición de izquierda que llevó a Allende al poder– y los restantes entraron en obligado receso para luego, en 1977, también ser proscritos; se decretó la prohibición de cualquier organización política, manifestación pública o actividad de base; se quemaron los registros electorales y se suspendieron las elecciones sindicales, reservándose el gobierno el derecho de designar a los dirigentes laborales; se decretó el toque de queda, que restringió el movimiento nocturno de la población y facilitó el actuar impune de los cuerpos de seguridad del régimen; se estableció la censura de la prensa escrita, radio y televisión; se designaron rectores militares en las universidades, muchos catedráticos de larga trayectoria fueron depuestos por sus simpatías políticas, mientras que algunas carreras, sobre todo del área de las ciencias sociales, fueron cerradas; y las instancias directivas del gobierno fueron ocupadas exclusivamente por militares, para luego dar cabida a civiles de probada lealtad.[1]

    Chile había presenciado en el pasado numerosos hechos de violencia, abusos y excesos provenientes de distintos sectores, pero nada parecido al terrorismo de Estado a gran escala y con el grado de crueldad con que se practicó bajo el régimen de Pinochet. En un país de solo diez millones de habitantes en 1973, los casos probados de muerte o desaparición por agentes del Estado (o personas bajo su mando) alcanzaron a unos 3 mil, los arrestos políticos documentados excedieron los 82 mil y los exiliados sumaron alrededor de 200 mil personas, según estimaciones conservadoras, a lo que hay que añadir la negligencia de la Justicia frente a estos hechos y su sistemática negación por parte de la autoridad.[2]

    Nada de esto aparecía en la pantalla del televisor. En virtud de su poder para configurar la realidad y por tener cobertura en casi todo el territorio nacional, la televisión fue, por lejos, el medio más férreamente sujeto al control del régimen. Televisión Nacional de Chile, el canal estatal, sirvió durante los años de dictadura como portavoz y caja de resonancia de las verdades oficiales, mientras que en los demás canales, de propiedad de las universidades de Chile (Canal 9, luego Canal 11; hoy, Chilevisión), Católica de Valparaíso (UCV Televisión; en Santiago, Canal 4 o 5) y Católica de Santiago (Canal 13), el control editorial estaba asegurado por la figura de los rectores delegados. La vigilancia gubernamental sobre la TV no cejó ni aun luego de la relativa apertura política que siguió a las primeras jornadas de protesta masiva, iniciadas en 1983. Mientras que la prensa escrita y la radio ofrecían algún espacio a los opositores para que plantearan sus puntos de vista, llegando éstos incluso a controlar algunos medios (por ejemplo, los diarios La Época y Fortín Mapocho), la televisión, en cambio, permaneció casi siempre cerrada para ellos. Rara vez los disidentes aparecían en pantalla, y si lo hacían, era en calidad de terroristas y vendepatrias, vinculados a hechos de violencia callejera o a supuestas acciones desestabilizadoras dirigidas o financiadas desde el extranjero. Esta situación se mantuvo sin variaciones hasta la campaña previa al plebiscito de 1988, donde se decidiría la continuidad o no de Pinochet en el poder hasta 1997, esta vez como presidente constitucional. El retorno de los programas de debate político –un componente característico de la televisión chilena anterior al Golpe– y, sobre todo, la franja televisiva de 15 minutos para cada opción electoral, permitieron a los representantes del No mostrarse ante los chilenos y hablar por sí mismos a través de la televisión por primera vez en más de quince años.[3]

    Durante la dictadura, la televisión chilena mantuvo formalmente su carácter original de servicio público, continuando exclusivamente en manos del Estado y las universidades hasta 1990, cuando entró en operaciones el primer canal de televisión privado de Chile, Megavisión.[4] No obstante, en el periodo señalado, los canales de TV tendieron cada vez más a funcionar como empresas comerciales, sobre todo después que el gobierno les privara del aporte fiscal, en consonancia con la política económica neoliberal. La necesidad de autofinanciarse llevó a las estaciones a privilegiar el entretenimiento sobre las otras dos funciones asignadas al medio,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1