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Frecuencias Desconocidas: El Secreto de la Cascada
Frecuencias Desconocidas: El Secreto de la Cascada
Frecuencias Desconocidas: El Secreto de la Cascada
Libro electrónico218 páginas2 horas

Frecuencias Desconocidas: El Secreto de la Cascada

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Información de este libro electrónico

La casa de su abuela llevó a Florence a encontrar lo que a ella se le ocultaba desde que era una niña, pero esto no fue suficiente, tenía que iniciar una larga búsqueda, enfrentarse a situaciones que ella no conocía, algunas de ellas adversas, otras difíciles y peligrosas, pero otras emocionantes y felices. ¿Será suficiente la valentía, la gran

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento24 feb 2024
ISBN9781685745769
Frecuencias Desconocidas: El Secreto de la Cascada

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    Frecuencias Desconocidas - Verónica Montaner

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    FRECUENCIAS

    DESCONOCIDAS

    El Secreto de la Cascada

    Verónica Montaner

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright, excepto breves citas y con la fuente identificada correctamente.. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku, LLC

    www.ibukku.com

    Diseño de portada: Ángel Flores Guerra Bistrain

    Diseño y maquetación: Diana Patricia González Juárez

    Copyright © 2023 Verónica Montaner

    ISBN Paperback: 978-1-68574-575-2

    ISBN Hardcover: 978-1-68574-577-6

    ISBN eBook: 978-1-68574-576-9

    Índice

    1 LAS SORPRESAS DE LA ABUELA

    2 LOS ENCUENTROS

    3 OBSTÁCULOS INESPERADOS

    4 PELIGROS IMPREVISTOS

    5 CONTINUANDO LA BÚSQUEDA

    6 UNA NUEVA ESPERANZA

    7 OPORTUNIDAD INIMAGINABLE

    8 SEPARACIÓN DE ROBERTA

    9 LA OTRA ENTRADA

    10 LEONARDO

    1

    LAS SORPRESAS DE LA ABUELA

    Parada en la puerta miraba mi habitación. Solamente mi armario y mi cama estaban a salvo de todo el desorden que ahí reinaba. No tenía que extrañarme, pues esto sucedía cada vez que terminaba el año escolar (y muchas veces antes de que este terminara), pero ahora estaba duplicado. Bueno, había terminado la secundaria. Algo me decía que no la podía dejar en este estado. Entré y dejé mi maleta en el suelo, cogí mi larga cabellera, me hice un tomate bailarina y me puse a ordenar. No tardó mucho tiempo en llenarse el papelero y el estante de carpetas y cuadernos. El suelo y mi escritorio se libraron del peso de los libros y algunos fueron a parar a mi mochila y otros a otro estante. Oí los pasos de mi padre, se acercaba a mi habitación. No alcancé a coger mi maleta y lo vi en el umbral vestido con su ropa formal de color azul oscuro, con su cara cuadrada, sus ojos azules y su pelo corto perfectamente peinado.

    —¿Estás lista para partir, Florence?

    —Sí, papá.

    Al salir miró de reojo mi pantalón y mi polera, pero solamente me dijo:

    —Tu abuelo te está esperando en la sala de estar.

    Bajamos la escalera. El pasillo de la entrada se volvió estrecho con la contextura gruesa de mi abuelo y la de mi padre, por suerte yo era delgada; ya no me estaba esperando en la sala de estar, sino en el pasillo, listo para partir, con su pantalón café oscuro y su camisa blanca. Me miraba con sus ojos grandes y severos. Nos despedimos de mi padre y nos subimos a la camioneta. No nos costó llegar a la carretera. A esa hora no había mucho tráfico, pero ya estaba acostumbrada a que los autos nos adelantaran, sobre todo si mi abuelo iba al volante.

    —¡Me extraña que no hayas hecho ningún comentario! —me dijo él.

    —¿A qué se refiere, abuelo?

    —Hace unos años atrás te vine a buscar con tu abuela, te enojabas y me decías que la velocidad en las carreteras era de ciento veinte kilómetros por hora y no ochenta. Tu comentario la hizo reír y lo recordaba cada vez que viajábamos en las autopistas.

    —Estoy muy emocionada por el regalo que ella me dejó.

    —¡Bueno, no es usual que se regale una casa cuando se cumplen dieciocho años!

    —Me sorprendí al saber que la casa de la montaña era de sus padres.

    —Cuando ella se enfermó, solamente quería permanecer en esta casa. Poco antes de fallecer me dijo que la llevara al pueblo donde un notario que ella conocía. Su deseo era que tú fueras la única heredera de la casa de tus bisabuelos y debía de entregártela como su regalo cuando cumplieras dieciocho años.

    Ya habían transcurrido tres años desde que ella había fallecido. Su alegría y entusiasmo me habían traído el escaso recuerdo de mi madre al igual que sus ojos de color verde y su pelo rubio oscuro, que se estaba perdiendo entre algunas de sus canas. Mi abuelo también tenía el mismo color de sus ojos y de su pelo, claro que con más canas, pero desafortunadamente no tenían el mismo carácter.

    Dejamos atrás alrededor de mil doscientos kilometros y un hostal en el camino. Me alegré de ver nuevamente las montañas con sus verdes bosques y sus picos con algo de nieve y luego las casas en las afueras del pueblo donde vivía mi abuelo. Casas con paredes blancas y tejas de madera y me olvidé de las largas horas pegada en el asiento. Llegamos al cruce y entramos en el pueblo. Esta era la primera vez que venía desde su fallecimiento. Había aumentado el nivel del agua del río y afortunadamente el puente ya estaba restaurado. Él se detuvo frente a la plaza del centro, al lado de un pequeño edificio.

    —Aquí tiene la oficina el notario que eligió tu abuela. Este hombre se va mañana de vacaciones y, como ya te lo dije, no me fue posible elegir otro día ni otra hora.

    —No se preocupe, abuelo.

    Nos bajamos y entramos en un departamento del primer piso.

    —¿Tienen una cita? —nos preguntó la secretaria.

    —Sí —le respondió él.

    Ella le avisó al notario y nos llevó a su oficina. En la puerta nos recibió un hombre de estatura mediana, más o menos de cincuenta años. Vestía un traje azul marino, una camisa blanca y una corbata rosada. Muy amable nos dijo.

    —¡Adelante, por favor, tomen asiento!

    Nos sentamos en dos sillas de cuero de color café obscuro, frente a un escritorio y una biblioteca llena de libros, ambas de madera del mismo color de la silla. Frente a nosotros se sentó el notario.

    —Le pasé el certificado de herencia.

    —No es necesario, pues tengo una copia. Me he adelantado y solamente tienes que firmar la escritura.

    Me la entregó y añadió.

    —Antes de firmar, revísala, fíjate si está bien escrito tu nombre o la dirección de la casa.

    La leí con detención y encontré todo correcto, pero antes de firmarla se la pasé al abuelo para que la leyera. Él la revisó y me dijo que podía firmarla.

    Después de hacerlo el notario realizó los trámites de registro de la propiedad.

    Al salir de la oficina el abuelo me dijo:

    —Te llevaré a tu casa de la montaña. Más tarde regresaremos a la casa del pueblo.

    Nos subimos a la camioneta, él encendió el motor y condujo de vuelta hacia el cruce. Yo tenía una sensación bastante extraña, pero me sentía feliz.

    El polvo del camino me hizo cerrar la ventana, lo mismo hizo el abuelo. Las cuestas se volvieron empinadas y las curvas cerradas. Habíamos dejado el valle y subíamos la montaña.

    —¿Te acuerdas detrás de qué curva se encuentra el sendero que nos lleva a la casa? —me preguntó él.

    —Detrás de la novena, por lo tanto, la próxima curva.

    —¡Me alegro de que no la hayas olvidado!

    El abuelo dobló hacia la derecha. A unos quinientos metros del camino, alerces y abedules rodeaban la casa de piedra y madera. Llegamos dando saltos y brincos, como si estuviésemos montados en un caballo chúcaro.

    —¡Tampoco me he olvidado de que el sendero no es nada plano, abuelo!

    Él se sonrió y nos bajamos de la camioneta.

    —¡Tenemos un lindo día de sol! —me dijo él, y miró el termómetro del jardín—. ¡Con una temperatura de veintidós grados celsius! —Y caminamos hacia la puerta. Yo esperaba que él la abriera, pero me miró con sus ojos severos y recordé que me había entregado las llaves ante el notario. Las saqué de mi mochila y la abrí.

    —Abramos las ventanas —me dijo él después de entrar— para que entre el aire y el sol.

    —¡No hay olor a humedad, abuelo!

    —No, porque he estado antes un par de días.

    La casa era de un piso. No había cambiado en nada, seguía siendo la casa de los pasillos. Al abrir la puerta nos recibía un pasillo donde se colgaban, entre otras cosas, las chaquetas. Más adelante, una puerta que daba a una sala; a la derecha estaba la sala de estar con tres sofás de un tápiz con muchas flores de color rosado y hojas verdes y una chimenea en el centro; a la izquierda, el comedor con una mesa de madera y sillas tapizadas con un terciopelo de color verde y una vitrina para guardar la vajilla. El centro de la sala continuaba hacia otro pasillo; a la izquierda se encontraba la cocina y a la derecha la biblioteca. Este pasillo continuaba en otro. A la derecha había tres dormitorios y a la izquierda, dos y la sala de baño y finalmente terminaba en una puerta que daba al patio.

    Sentía mis piernas tullidas, ¡no era de extrañarse! Necesitaba salir a caminar. Se lo dije al abuelo.

    —No te demores mucho —me respondió él.

    —No lo haré.

    Caminé en una dirección perpendicular y en un sentido contrario al camino por el cual habíamos subido. Inhalé en forma profunda y luego exhalé ese aire que extrañaba, con una mezcla de olor a pinos y arbustos silvestres. A los cincuenta metros me desvié y subí por las gruesas raíces de los árboles que parecían ser escalones (mi atajo favorito), y me ayudaron a llegar al sendero de alerces y helechos. Seguí caminando hasta que oí el estruendoso sonido de la caída del agua y bajé con cuidado entre las piedras. Alcancé la orilla del río, caminé por la arenilla, luego por las piedras, pasé los sauces y los pinos y vi la gran furia con que saltaba el agua y caía formando una densa niebla y continuaba el río. Me alegré de ver que la cascada permanecía exactamente igual. Me senté en una roca, una suave brisa llena de gotas de agua acarició mi rostro. No me cansaba de admirarla.

    Mañana me pondré mi bikini —me dije— y me bañaré nuevamente cerca de ella. Mirándola, no me di cuenta del tiempo que permanecí sentada hasta que oí un ting… Miré mi teléfono celular, era mi abuelo, me estaba esperando para almorzar. Me paré y caminé de regreso por el mismo camino.

    —¡Ya ha puesto la mesa, abuelo!

    —¡Sí, pues tengo tanto apetito como tú! ¿No es verdad?

    —¡Sí, es verdad!

    —Espero que te guste lo que he preparado, es algo sencillo.

    —Todo lo que usted hace es delicioso.

    —¡Eso no lo sabía! Gracias por tu cumplido.

    Había hecho un estofado de carne a la cacerola con papas, brócolis, coliflores y zanahorias.

    —Yo recogeré la mesa y lavaré la loza, vaya a descansar —le dije cuando terminamos de almorzar.

    —Nada de eso, lo haremos juntos, tal como lo hacía con tu abuela.

    Ya sabía que no podía insistir. Él lavó los platos y ollas que había usado y yo las sequé.

    Después de dejar todo ordenado el abuelo se fue a sentar a uno de los sofás (que no eran sus preferidos, sobre todo, por el tápiz), y yo lo hice a su lado. El cansancio del viaje me venció y me quedé dormida. Al cabo de un tiempo me desperté con la cabeza apoyada en su hombro y yo no era la única que se había quedado dormida. No estaba acostumbrada a sus ronquidos, por suerte al cabo de unos minutos él se despertó.

    —Hemos dormido más de la cuenta —me dijo—, ya es hora de regresar al pueblo.

    —¿Me puedo quedar aquí, abuelo, por unos días?

    —No tienes que preguntármelo, Florence, esta es tu casa. —Se paró y me dijo—. Iré a buscar tu maleta.

    Él abandonó la sala y yo permanecí sentada en el sofá. El abuelo regresó rápido y antes de continuar hacia el otro pasillo, sin detenerse, me preguntó:

    —¿En la misma habitación?

    —Sí, abuelo, muchas gracias.

    Me paré del sofá y él venía de regreso.

    —Ya me tengo que ir, en la despensa y en el refrigerador hay suficiente comida para algunos días.

    Me acerqué a él y lo abracé.

    —Estas montañas son bastante tranquilas y, al igual que en el pueblo, no pasa nada para preocuparse, pero de todos modos me voy a ir más tranquilo si me prometes que, todos los días que permanezcas, cerrarás con llave las puertas antes de ir a acostarte.

    —Se lo prometo, abuelo.

    Lo acompañé hasta que se subió a la camioneta. Encendió el motor y antes de partir levantó su mano como su última despedida. Me quedé mirándola hasta que la perdí de vista y luego me entré. Caminé

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