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Un susurro en el tiempo: La Cascada Susurrante, #2
Un susurro en el tiempo: La Cascada Susurrante, #2
Un susurro en el tiempo: La Cascada Susurrante, #2
Libro electrónico449 páginas5 horas

Un susurro en el tiempo: La Cascada Susurrante, #2

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Nunca había sido una inútil en mi vida.

Tras ser rescatada de una vida de servidumbre por el chico que ama, Susanna Marsh viaja dos siglos hacia el futuro, solo para ser arrastrada a un mundo al que no está lista para enfrentar. Incapaz de trabajar o de ir a la escuela, Susanna se encuentra dependiente de otros para sobrevivir.

Mientras tanto, inmerso en la diversión y en las exigencias de la preparatoria, Mark Lewis añora compartir su mundo con la chica que ha atrapado su corazón. Pero primero debe afrontar a la burocracia para demostrar la identidad de Susanna.

Susanna, sobrecogida por su nuevo hogar, busca refugio en la historia y en las noticias de las personas que dejó atrás. Pero cuando se entera que el peligro acecha a su hermana, ella debe elegir arriesgar su propio futuro para poder salvar la felicidad de Phoebe.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 sept 2019
ISBN9781071505229
Un susurro en el tiempo: La Cascada Susurrante, #2

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    Un susurro en el tiempo - Elizabeth Langston

    Para Bobbye y Chuck

    Mi primer ejemplo de amor sin condiciones

    Capítulo 1

    Sin importar el término

    ––––––––

    No me había acostumbrado a los vehículos. A pesar que llevaba viviendo cinco semanas en ese siglo, los autos se movían muy rápido y se detenían de manera muy abrupta. Incluso en ese momento, mientras Mark me llevaba al centro, yo estaba pegada al asiento del copiloto, buscando consuelo en el cinturón al que estaba atada y manteniendo los ojos cerrados. Era mejor si no miraba.

    Su camioneta dio una sacudida para detenerse. La mano de Mark se cerró sobre la mía.

    ―Todo va a salir bien.

    ―¿En serio?

    ―Sí, lo prometo ―la calidez de su mano desapareció mientras la camioneta chirriaba al moverse hacia adelante, con la velocidad incrementando a un ritmo alarmante y corriendo hacia una versión de Raleigh que no había visto antes.

    Había visitado la ciudad capital por primera vez en 1796, lo cual había sido apenas hacía dos semanas, o a lo mejor debía decir que hacían doscientos veinte años atrás. La ciudad de mi memoria tenía edificios de madera apiñados entre altos olmos; su aire estaba lleno del ruido de los martillos y de la esencia del aserrín fresco.

    Una capital diferente se extendía ante mí. Los árboles se habían encogido por los enormes edificios de ladrillo, vidrio y piedra. Las amplias calles de duro pavimento dividían la ciudad en dos bloques. Mi primera visita había sido emocionante, pero el Raleigh de la actualidad me abrumaba.

    Casi no había habido oportunidades para visitar desde mi llegada al siglo XXI. Me había tomado la mayor parte de agosto el recuperarme de las heridas. Las primeras tres semanas las pasé en la casa del lago de los abuelos de Mark, llenándome de la sencillez del campo mientras mi cuerpo sanaba.

    Me mudé a la casa de sus padres cuando él volvió a la escuela casi al final de agosto. Su vecindario descansaba en las tranquilas orillas de la ciudad y no se sentía como el centro en absoluto.

    Mark condujo hacia una entrada y hacia una enorme puerta al lado del gran almacén de ladrillo.

    ―¿Qué es esto? ―Pregunté.

    ―Se llama estacionamiento.

    Su respuesta no era de ayuda. Subimos y subimos por un camino serpenteante, como si fuéramos por una pendiente de concreto. Estábamos en un edificio que no tenía más que autos.

    Él se detuvo en un espacio y apagó el vehículo. Podía sentir su escrutinio en mi rostro.

    ―Llegamos, Susanna. El edificio al que queremos ir está en esta calle.

    Asentí. ¿Para qué había ido? ¿Estaba verdaderamente lista?

    ―Oye, ¿estás bien?

    ―Sí ―dije con una voz firme que ocultaba los temblores de mi estómago.

    Él se dirigió a mi puerta con rapidez y la mantuvo abierta. Salí, alisé los pliegues sueltos de mi mejor falda y tomé la mano que me ofrecía. Al caminar a su lado, mi nariz se arrugó por el olor del humo y de la gasolina.

    Cruzamos la calle y entramos en un edificio que albergaba a la oficina del Registro Civil. Mark se adelantó por seguridad y dio unas zancadas hacia unos paneles de metal en la pared opuesta. Cuando presionó un botón a su lado, los paneles sisearon y se abrieron, revelando un armario vacío.

    Él entró, yo no.

    ―Entra antes que se vaya, Susanna.

    Miré el espacio en donde estaba, sin confiar en ese ruido metálico de mal agüero.

    ―¿Cuál es el propósito de este armario?

    Su frente se arrugó.

    ―Se llama elevador. Nos llevará a un piso diferente, para no tener que subir las escaleras.

    Dos hombres pasaron a mi lado y esperaron al lado de Mark.

    Él me hizo una seña.

    ―No tienes que preocuparte, es la manera más rápida de moverse en un edificio como este.

    ―Prefiero moverme despacio.

    Uno de los hombres carraspeó. Mark salió y los paneles se cerraron.

    ―Muy bien ―dijo con expresión paciente―. Tomemos las escaleras.

    Llegamos al tercer piso y nos detuvimos ante un hombre de barba gris que estaba sentado en un escritorio con un letrero que leía Registro. Esperé hasta que volteó a verme.

    ―Hola, señor. Estoy aquí para hablar con la señora Heather Cox.

    ―¿Nombre?

    ―Susanna Marsh.

    ―Vaya por ese pasillo. Le haré saber que va para allá.

    El pasillo tenía luces brillantes, paredes vacías y un piso resplandeciente. Una mujer apareció en la puerta al final. La estudié mientras ella nos hacía señas. La señora Cox era alta y delgada, con manos elegantes y piel café oscuro.

    ―Siéntense, por favor ―hizo una seña hacia dos sillas que estaban en medio de una pila de cajas―. No se preocupen por el desorden, estamos en medio de remodelaciones.

    Nunca le había hablado a una persona de color o a una mujer con una posición de autoridad. A pesar que los conceptos eran nuevos para mí, Mark decía que eso era común. La gente negra tenía 150 años viviendo en libertad y las mujeres habían estado experimentando libertades en menos tiempo.

    ―Gracias ―dije después de una larga pausa.

    Ella asintió de manera profesional y se puso un par de lentes.

    ―Las circunstancias de su caso son difíciles. Nunca había conocido a alguien con una completa falta de evidencia de su nacimiento o familia. ¿Conoce a un viejo familiar o a un doctor que haya estado presente en su nacimiento? Su afidávit podría ser útil.

    Fruncí el ceño por la palabra desconocida.

    ―¿Afidávit?

    ―Una historia escrita sobre lo que recuerdan―dijo Mark en voz baja.

    La miré con calma, feliz porque las mentiras no fueran necesarias.

    ―Mi padre y mi madre fueron los únicos testigos de mi nacimiento y ambos están muertos.

    ―¿Hermanos mayores?

    ―Mis hermanos Caleb y Joshua.

    ―¿Son lo suficientemente mayores como para recordar algo?

    ―Caleb es diez años mayor que yo y Joshua ocho.

    Mark intervino.

    ―Susanna no tiene idea de dónde están sus hermanos o si están vivos.

    Mis labios se apretaron. Él había prometido dejarme responder las preguntas hasta que yo dudara, lo cual no había pasado.

    La mujer puso sus manos en el teclado de la computadora.

    ―¿Cuál es el nombre y fecha de nacimiento de su padre?

    ―Josiah Marsh. No sé su fecha de cumpleaños, pero tenía veintiocho cuando nací.

    ―¿Cuál es el nombre y apellido de soltera de su madre?

    ―Anne Barron. Tenía un año menos que mi padre.

    Pasó un minuto mientras la señora Cox se concentraba en la pantalla, su mano presionaba el aparato ratón con frecuencia.

    ―No puedo encontrar a ninguno en el sistema.

    Permanecí en silencio. Si hubiera encontrado algún rastro de mis padres, no hubiera creído que se tratara de ellos.

    ―¿Sus padres también pertenecían a este culto?

    La mentira se atoró en mi garganta. Miré a Mark para que me ayudara.

    ―Así es ―dijo―. Lo llamaban el pueblo.

    Sus ojos le echaron un vistazo y de vuelta a mí.

    ―¿Podrías contactar a alguien del pueblo para ver si tienen registros escolares o una biblia familiar? ―Preguntó ella con voz amable.

    ―No puedo ―me moví incómoda en mi asiento cuando mis pensamientos se desviaron a mi vida pasada―. Mi amo y su familia se han ido desde hace mucho.

    ―¿Amo? ―Ella parpadeó―. ¿Qué significa eso?

    Mark se inclinó hasta que sus codos chocaron levemente con la orilla del escritorio.

    ―El padrastro de Susanna la llevó con otra familia. La forzaron a ser una esclava desde los diez años.

    Un estremecimiento pasó por mi cuerpo por las imágenes que aparecían con sus palabras. ¿Era correcto llamarle esclavitud para describir lo que había vivido? No parecía correcto comparar mi situación a lo que los esclavos soportaban, pero mi servidumbre había sido desdichada, sin importar el término que se usara ahora.

    La mujer frunció los labios con compasión.

    ―Señorita Marsh, le creo que haya nacido en este estado, pero no estoy segura de lo que puede hacerse sin la documentación necesaria.

    Mientras sus palabras eran un dejo de esperanza, sus ojos no lo reflejaban.

    ―Si me cree, ¿cómo es que eso no es suficiente?

    ―Mi opinión no sobrepasa a la ley. En lo que respecta a Carolina del Norte, Susanna Marsh simplemente no existe.

    Capítulo 2

    Meter la pata

    ––––––––

    A mi lado, Susanna no mostró más emoción más que sus manos apretándose sobre su regazo.

    ―Usted sabe que existo. Puede verme.

    ―Lo lamento. No quiero desanimarla, pero tiene una larga batalla por delante.

    Hora de intervenir.

    ―Ayúdeme, señorita Cox. ¿Qué necesitamos para obtener un acta de nacimiento?

    ―¿Si no cuenta con evidencia secundaria de la familia, como un certificado de bautizo o afidávit...? ―Negó con la cabeza, como si estuviera desconcertada―. Ayudaría si tuviera una credencial del Seguro Social o una identificación con fotografía emitida por el gobierno.

    Ya había buscado los detalles de ambas y las había descartado, por lo que habíamos terminado en la oficina del Registro Civil y no con el Gobierno Federal o en el Departamento de Vehículos Motorizados. Pero a lo mejor la señorita Cox sabía algo que yo no.

    ―¿Cómo conseguimos una identificación con fotografía?

    ―¿La manera más directa? Con una credencial del Seguro Social y un acta de nacimiento.

    ―De acuerdo ―sabía lo que iba a contestar, pero pregunté de todas maneras―: ¿Qué necesita Susanna para conseguir un número de Seguro Social?

    ―Una identificación con fotografía y un acta de nacimiento.

    ―Así que necesito un acta de nacimiento para conseguir una identificación o credencial del Seguro Social y necesito al menos una de ellas para obtener un acta.

    ―Sé que suena circular.

    ―Suena imposible.

    ―Es difícil a menos que puedan conseguir evidencia secundaria de ciudadanía o que haya una orden judicial. Lo mejor que pueden hacer es contratar a un abogado.

    Susanna saltó de su silla.

    ―Gracias. Hemos tomado demasiado de su tiempo ―dejó silenciosamente la habitación.

    De acuerdo.

    ―Gracias por su tiempo, señorita Cox ―dije por encima del hombro mientras salía disparado de la habitación. Alcancé a Susanna en el recibidor. Estaba de pie al lado de la escalera, callada y sin moverse.

    Le sostuve la puerta.

    ―¿Estás molesta?

    Las palabras lo estoy hicieron eco en mí mientras ella bajaba las escaleras apresurada, con una mano rozando el pasamanos mugriento.

    No hablamos al salir ni mientras esperábamos que el tráfico se detuviera para cruzar la calle. Había un mar de gente que posaba la mirada sobre Susanna. Me molestaba verlos juzgarla basándose solamente en su ropa, aunque, honestamente, lo que llevaba puesto era horrible. Se había puesto su mejor ropa ese día. La blusa verde y de manga larga estaba con todos los botones cerrados, desde el cuello hasta la cadera. La falda gris era fea por todos lados, desde su cintura elástica hasta el dobladillo deshilachado que acariciaba sus tobillos. Susanna parecía como si perteneciera a una secta integrista.

    Cuando la luz cambió, ella me miró para que la guiara. Asentí y ella caminó, con su oscura trenza yendo de un lado a otro sobre su cintura.

    Nos fuimos a casa en silencio. Ella miró por la ventana, cerrándose por completo, hasta que llegamos a mi calle.

    ―¿Tu escuela tiene clases el día de hoy?

    No era algo que quería discutir con ella.

    ―Me estoy saltando las clases.

    ―¿Qué significa eso?

    ―Decidí no ir.

    El asiento del pasajero hizo un ruido mientras ella se daba la vuelta para mirarme.

    ―¿Por qué tomaste esa decisión?

    ¿Cómo podía decirle tú eres más importante que un estúpido día de escuela sin que una discusión sobre prioridades comenzara? Para Susanna, quien había interrumpido su educación antes de los diez años, la escuela era un privilegio que envidiaba.

    ―Quería estar contigo.

    ―¿Habrá consecuencias?

    ―No estoy seguro.

    Las puertas del garaje estaban abiertas en mi casa y los autos de mis padres estaban estacionados en sus lugares. Eso era una mala señal. Ninguno de los dos debía estar en casa a mediodía.

    No le dije nada a Susanna. Era mejor para todos que ella no presenciara las consecuencias que iban a serme disparadas.

    Entramos a la casa por el cuarto de lavado. Esperé a que Susanna subiera las escaleras traseras e hice una pausa en el descansillo del garaje. Una vez que desapareció, seguí hacia la cocina.

    Mis padres estaban de pie uno al lado del otro; un ejército de dos. Mamá apoyó la cabeza contra el brazo de papá, como si estuviera dándole una señal.

    ―¿Mark? ―Su voz tenía ese doloroso tono de ¿en qué estabas pensando?

    La escuela los había contactado, por supuesto. Era una de las razones por las que a mis padres les gustaba mandarme a la Academia Neuse. Las escuelas privadas tenían buena comunicación con la gente que pagaba. Aunque no era una sorpresa que mis padres supieran, no había planeado nada para aquello.

    ―¿Sí, señor?

    ―¿Has notado que es miércoles?

    ―Sí.

    ―¿Un día que deberías pasar en la escuela?

    Era raro que mi papá fuera así de sarcástico.

    ―Sí.

    ―¿Te gustaría decirnos en dónde estabas este miércoles?

    ―En la oficina del Registro Civil del Condado de Wake.

    Eso debió haberse oído impresionante, pero no tuvo el efecto deseado en mis padres.

    Mamá arrugó el ceño.

    ―¿Fuiste con Susanna?

    Asentí. Ellos podían decirme lo que quisieran, pero más les valía no meterse con ella.

    ―Las citas solamente están disponibles en el día. Preguntamos sobre las lagunas que existen para conseguirle un acta de nacimiento.

    La agudeza abandonó el rostro de mi padre.

    Pero no el de mamá.

    ―Mark, no hay lagunas.

    ―Eso fue lo que nos dijeron.

    ―Susanna necesita un abogado que se especialice en leyes de inmigración.

    ―Ella no es inmigrante ―escuché un ruido en las escaleras traseras. Susanna estaba ahí, escuchando. ¿La podían ver mis papás?

    ―Estás buscándole tres pies al gato ―dijo mamá.

    ―No puede pagarlo.

    ―Nosotros lo haremos.

    ―Ella no quiere eso ―ya habíamos pasado por ello.

    ―Podrían deportarla.

    ¿Tenía que mencionar eso con Susanna cerca, escuchando cada palabra?

    ―¿A dónde la deportarían? Ningún país la aceptaría.

    ―No lo sé, pero es algo que debemos considerar.

    Los pasos de Susanna bajaron las escaleras de manera ininterrumpida; ella se puso al lado mío.

    ―Nací en el Condado de Wake, señora Lewis. Estados Unidos debe reconocer mis declaraciones.

    El rostro de mamá se suavizó.

    ―Es el gobierno, querida. Ellos no tienen que reconocer nada.

    Después de pasar quince minutos con la señorita Cox, quien había sido tanto solidaria como pesimista, me encontraba reacio a estar de acuerdo con mamá.

    ―Al gobierno no le importa, Susanna. Necesitas pruebas. Tal vez debas contratar a un abogado.

    ―No, gracias. Quisiera proceder por el rumbo que hemos seguido hasta fallar.

    Lo que pasaba era que Susanna no se daba cuenta que ya había fallado. Lo último era el único rumbo oficial disponible para nosotros y era un callejón sin salida. Era hora de encontrar algo no oficial.

    La mirada de papá se dirigió a mí.

    ―Así que el viaje al centro fue un fracaso y perdiste clases.

    ―Así fue ―aquello salió más mordaz de lo que pretendí, pero ya era tarde.

    Susanna se puso tiesa. ¿Por qué? ¿Se preocupaba por sus reacciones o por la mía?

    ―Mark ―dijo papá con la voz tensa―. Sabías que la escuela nos avisaría.

    No había necesidad de responder, ellos estaban al mando de la escena, solamente tenía que esperar.

    ―Tendrás una falta injustificada y solamente es la tercera semana de escuela.

    ―No si ustedes escriben una nota.

    Él intercambió una mirada con mamá y negó con la cabeza.

    ―No lo haremos.

    Me estaban haciendo sudar.

    ―¿Por qué no?

    ―Tú tomaste la decisión, tú enfrentarás las consecuencias.

    ―Susanna me necesitaba.

    ―Uno de nosotros pudo haberla llevado.

    ―Ella es mi responsabilidad.

    ―Pudiste haber pedido permiso para faltar a la escuela.

    ―Me hubieran dicho que no.

    ―Así es. Es lo que te estamos diciendo.

    Mis profesores de física e inglés entenderían, pero no el de gobierno estadounidense. Eso era un desastre.

    ―¿Se dan cuenta de lo que están haciendo? No podré reponerme de lo que me perdí hoy.

    ―Lo lamento, hijo.

    Estaba muy enojado como para ser cuidadoso con mi boca.

    ―Genial. Simplemente genial. Esa es la manera perfecta de recompensarme por ayudar a una amiga; vaya manera de meter la pata con las prioridades ―miré el reloj. Quedaban dos horas y media de escuela. Me di la vuelta, tomé la mochila y salí hecho un huracán por la puerta del cuarto de lavado.

    ―¿Mark? ―Llamó mamá―. ¿Irás a la escuela?

    ―¿A dónde más? ―Iba a ser una mala idea si decía una palabra más. Di zancadas hacia la camioneta.

    ―Mark.

    Miré por encima de mi hombro. Susanna merodeó por la entrada del garaje.

    ―¿Qué?

    ―Gracias.

    Esa suave palabra viajó por mis venas como una lluvia fresca, difuminando mi ira. Susanna le daba más tonalidades a una simple frase comparada a las personas que lo hacían en dos párrafos.

    ―De nada ―sonreí, subí a la camioneta y pisé el acelerador.

    Capítulo 3

    Privacidad y naturaleza

    ––––––––

    Después que Mark se hubiera ido, me retiré a la habitación y reflexioné sobre la escena en la cocina.

    Mark me había llamado su responsabilidad. Me había gustado la palabra al principio, creyendo que se comparaba al sentido de compromiso que yo sentía hacia él.

    Pero la manera en que la había dicho me había apretado el corazón. ¿Era yo una carga para él?

    ¿Para sus padres?

    Mi amo y mi señora se habían quejado sin cesar sobre la carga que suponía mi presencia. Había desestimado sus quejas como las descaradas falacias que eran. Había trabajado por más horas que cualquiera de ellos, había preparado sus comidas, atendido el jardín y cuidado a sus hijos. Yo había sido una bendición para los Pratt.

    No se podía decir lo mismo para la familia Lewis. Ellos me habían cuidado desde mi llegada y no esperaban nada a cambio.

    Prefería por mucho llevar una carga a ser una.

    Deseaba hacer algo al haber sanado, pero la señora Lewis se rehusaba a asignarme tareas. Ella quería que comenzara a prepararme para algunos exámenes importantes. Después de mi identificación, mi siguiente obstáculo en el mundo de Mark iba a ser adquirir un documento que acreditara mis estudios de preparatoria. La señora Lewis me había advertido que el proceso sería largo y que requeriría dedicarme al estudio.

    A pesar de lo mucho que deseaba una verdadera educación, no podía pasar todas las horas estudiando. Mi único deber era cuidar esa habitación. Tenía un gran espacio, una pequeña cocina, un baño y una cama en un nicho detrás de un biombo. Podía dejar ese espacio inmaculado en cuestión de minutos.

    Mi mirada recayó en el sillón rojo oscuro. Al lado había una mesa y un montón de libros. La biblia me la habían dado Charlie y Norah durante mi recuperación, estaban los libros de papá, uno de matemáticas y uno de latín. Había tres libros de historia que la madre de Mark había encontrado para mí. Los había leído cautelosamente en el último mes, dispuesta a aprender.

    Ese día iba a leer sobre el siglo diecinueve. ¿Cómo nuestra nación había hecho su elección después que el señor Washington dejara la presidencia? ¿Comprendería por qué Estados Unidos había elegido al sapo egoísta que era el señor John Adams?

    Un rasguño furtivo en la puerta llamó mi atención. El gato de la familia esperaba impaciente del otro lado. Se encorvó a mi lado para tomar su lugar en el centro del sillón.

    La relación de la familia con su gato era inesperada. Toby no salía ni atrapaba bichos y tenía un nombre. Los Lewis no tenían motivo de tener un gato más que para su propia diversión.

    Me había acostumbrado a la presencia poco exigente de Toby. No hacía preguntas difíciles. Después de ese día decidí que era un buen compañero. Me senté a su lado, acaricié su brillante pelaje y me pregunté cuáles iban a ser mis propósitos. Esa familia no tenía hijos que atender ni nada que cosechar, me habían prohibido limpiar, ¿qué más podía hacer?

    Mi mano se quedó quieta ante el desconcierto de Toby, quien le dio un golpecito a mi pierna.

    Podía cocinar.

    El hábito de despertar antes del amanecer se había quedado conmigo. El jueves en la mañana me puse de pie, me vestí y bajé las escaleras. Los remanentes de una barra de pan que había horneado descansaban en la caja. Corté unas rebanadas, les puse mantequilla y las puse en un sartén poco profundo para tostarlas en el horno.

    El papá de Mark llegó primero a la cocina, dejó su maletín en el suelo y se acercó para revisar la cafetera.

    ―Despertaste temprano, Susanna.

    ―Sí, señor ―sonreí vacilante, siempre me daba pena en su presencia―. ¿Le gustaría pan tostado y huevos revueltos, señor Lewis?

    ―Me gustaría, si me acompañas ―me sonrió, sus dientes estaban derechos y blancos―. Llámame Bruce.

    Incliné la cabeza, feliz de tener una oportunidad de servirle. Aprendí a usar sus lindos sartenes y los electrodomésticos que cocinaban sin fuego.  En unos minutos, tenía dos platos llenos y le di uno.

    ―Aquí tiene, señor.

    ―Gracias ―me sirvió una taza de café y la puso ante mi silla, un gesto pequeño pero adorable.

    La señora Lewis entró, llevando una bata de trabajo amarilla con flores rosas, y se detuvo frente a la cafetera.

    ―¿Qué sucede?

    ―Susanna me hizo de desayunar ―Bruce saturó de mermelada su pan tostado.

    ―¿Qué? ―Ella puso la taza sobre la mesa y se sentó.

    Asentí.

    ―El pan se está calentando en el horno, ¿gusta un huevo?

    ―Está bieeeen ―dijo ella, arrastrando la palabra mientras me dirigía una mirada perpleja―. El loco de la comida sana, que es mi esposo, no ha tenido un desayuno así en años.

    La estudié, insegura de cómo tomar su comentario. Las palabras eran agradables, pero no su tono.

    ―Es bueno cambiar ―dijo él.

    Sonreí por la alabanza. Ahora que me sentía bien de nuevo, podía levantarme cada mañana y cocinar. Me dirigí a la estufa y alcancé un platón y un batidor.

    ―Frito, Susanna. Término medio.

    Había visto a la madre de Mark preparar ese platillo antes. No lucia apetitoso.

    Después de poner el huevo medio cocinado en un plato, lo puse frente a ella y regresé a mi asiento. Ella comió en silencio y su mirada pasaba de mí a su esposo. Él mantenía su atención en su teléfono.

    Ella se puso de pie y juntó los platos. Cuando me levanté a ayudar, ella me hizo una seña hacia mi silla.

    ―Gracias, querida. Fue una linda sorpresa, pero no te sientas obligada a hacerlo de nuevo.

    ―No es problema, señora Lewis ―la familia de Mark no había hecho más que darme refugio, comida, cuidado médico y amabilidad durante cinco semanas. Quería una oportunidad para agradecerles―. Disfruto cocinar.

    ―No hay necesidad. Nos gusta el cereal.

    ¿Esos horribles pedazos de trigo seco que sabían a paja? Debí haber malentendido.

    ―¿Prefiere avena? Puedo...

    ―Está bien ―interrumpió―. Duerme. No necesitamos que nos prepares de desayunar.

    Cerré la boca. Había entendido finalmente. A ella no le gustaba mi comida, pero era demasiado amable como para decírmelo. Miré por la ventana, avergonzada por la súbita humedad en mis ojos y obligué a mi rostro a permanecer en calma.

    ―Sherri, todo está bien ―la voz de Bruce era tensa.

    La taza de café de ella golpeó la encimera. Cruzó los brazos y frunció el entrecejo hacia él.

    La tensión se sentía en el aire y era debido a mí. Me puse de pie y rodeé la mesa.

    ―Con permiso.

    ―¿Susanna?

    Hice una pausa.

    ―¿Sí, señor?

    Unos pasos se escucharon por el pasillo, ahogando la respuesta de Bruce.

    Mark entró como una explosión en la habitación, lleno de energía.

    ―¿Qué onda?

    ―Buenos días ―intenté pasar a su lado.

    ―Espera.

    Le dirigí una ligera sonrisa cuando jaló mi trenza con cariño y con la preocupación grabada en la ceja.

    ―¿Qué sucede, nena?

    Bruce habló.

    ―Tu madre está siendo demasiado solícita con mi dieta.

    Los ojos de Mark se entrecerraron hacia mí.

    ―¿Qué te dijo?

    La señora Lewis hizo un sonido de impaciencia.

    ―La versión de Susanna de un desayuno está llena de grasa y colesterol. Simplemente le hice notar que tu padre prefiere comida sana.

    ―Cometí un error. No es nada ―me apresuré a subir las escaleras, no sin antes oír a Mark hablarle a su madre con un tono irrespetuoso.

    ―¿Por qué no puedes ser linda con ella?

    ―¿Linda? No hay necesidad de exagerar. Ustedes la tratan como si fuera a romperse en cualquier momento.

    ―Estamos intentando no ser tan duros, mamá. ¿Por qué tú no puedes?

    ―Tu papá no le está haciendo ningún favor comiendo comida que no quiere...

    Cerré la puerta despacio, me dirigí a la ventana que miraba hacia el patio trasero y me arrodillé en el asiento contiguo. A lo mejor era muy pronto para saber con qué podría sentirme cómoda en ese mundo, pero esperaba ser útil en algo.

    ¿Por qué el papá de Mark no me había hablado de sus preferencias? ¿Le daba pena? ¿Y por qué Mark se había enojado cuando su madre dijo la verdad? Era confuso.

    El teléfono sonó a mi lado.

    ―¿Hola?

    ―¿Susanna? ―Era el abuelo de Mark―. Norah está planeando ir de compras a Raleigh después de comer, ¿quieres ir con nosotros?

    ―Sí, por favor. ¿Comprarán comida? ―Eran mis compras favoritas.

    ―Sí e iremos a la biblioteca, ¿qué te parece?

    La señora Lewis me había traído numerosos volúmenes de una biblioteca, pero no había estado dentro de una. Iba a ser emocionante ver tantos libros.

    ―Me encantaría. Gracias, Charlie.

    ―Bien, ¿puedes esperar un momento? ―Sin esperar mi respuesta, dejó el teléfono en la mesa.

    Un momento después, la abuela de Mark levantó el teléfono.

    ―Hola ―dijo Norah con su tono alegre―. Ya pasó un tiempo desde la última vez que visitaste, ¿por qué no preparas una bolsa y pasas una noche con nosotros?

    Le emoción me embargó. Los abuelos de Mark y su casa al lado del lago eran como un refugio necesario. Alojada en el bosque, me rodearía de privacidad y naturaleza.

    ―Me gustaría mucho.

    Capítulo 4

    Mensaje recibido

    ––––––––

    Los profesores de las clases de la mañana no habían sido tan comprensivos como había esperado. Todas las actividades de inglés y física debían entregarse al día siguiente, con una sanción correspondiente. Lo bueno había sido que no me había saltado la clase de desarrollo del gobierno estadounidense. El señor Fullerton, el hombre más temido de la escuela, habría sido brutal.

    Me deslicé en el asiento de su clase mientras el timbre sonaba.

    ―Por poco ―me susurró la chica sentada a un lado mío.

    Le dediqué una sonrisa. Gabrielle Stone era lo único de gobierno estadounidense que podía ser remotamente divertido. Era la estudiante más observada de la escuela y no por haber comenzado su último año ahí. Gabrielle era una celebridad, una estrella de cine internacional que vivía en Raleigh mientras terminaba la preparatoria como cualquier otro adolescente.

    No era como si la Academia Neuse, la escuela privada más cara del área, tuviera muchos adolescentes ordinarios. A Gabrielle le habían dado libertades que nosotros no gozábamos, como por ejemplo, cuando usaba su tableta para tomar notas. Probablemente yo era el más consciente de ese privilegio porque, además de sentarme al lado de ella en la clase, era su compañero de laboratorio en física.

    Cuando la escuela terminó, me dirigí a donde estaban las demás bicicletas. Al ponerme el casco, Gabrielle se aproximó con dos de nuestros compañeros de física. Un hombre grande con lentes de aviador y un auricular los seguía a unos pasos detrás. Se detuvo cuando ellos lo hicieron.

    Lo miré y luego a Gabrielle.

    Ella sonrió.

    ―Él es Garrett. Mi guardaespaldas.

    Interesante. Nunca lo había visto dentro de la escuela, lo que era reconfortante. Debíamos estar a salvo si ella no lo necesitaba durante el día.

    Ella inclinó la cabeza hacia el par que iba con ella.

    ―¿Conoces a Jesse y a Benita?

    ―Hola, Jesse ―por supuesto que lo conocía. Seguramente iba a ser el mejor de la clase de ese año.

    Benita estrechó mi mano con fuerza y una enorme sonrisa. Nunca nos habíamos presentado, pero sabía quién era. Era difícil no notarla. Caminaba por nuestro campus con ropa hippie, arrastrando un estuche de violonchelo y con las manos cubiertas de guantes

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