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Cuando el amor toca al corazón
Cuando el amor toca al corazón
Cuando el amor toca al corazón
Libro electrónico126 páginas1 hora

Cuando el amor toca al corazón

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Un nuevo comienzo, un encuentro fortuito y la decisión de su vida.

Se puede decir que Abigail nunca imaginó mudarse a una ciudad tranquila. Era neoyorquina, ¡por el amor de Dios! ¿Por qué iba a plantearse mudarse?

IdiomaEspañol
EditorialTony Glez
Fecha de lanzamiento5 ene 2024
ISBN9798869107022
Cuando el amor toca al corazón
Autor

Tony Glez

Tony Glez is on a mission to ignite the flames of passion in his readers through captivating tales of contemporary relationships. Delving into the intricacies of love, Tony seeks to unravel the emotional landscapes of his characters and the profound benefits these narratives can bring you to mental and biological well-being. By inviting readers to immerse themselves in fictional characters and their romantic escapades, Tony aims to inspire reading for pleasure with a deeper understanding of the positive impact these stories can have on his readers' current and future relationships.In his exploration of the connections between literature, mental health, and the intricacies of human biology, Tony Glez is an author that wants to guide you to a richer and more fulfilling life. Constantly seeking the joy found in the simple pleasures of life, he extends an open invitation to all to embrace the magic of romanticism in his books and to discover the boundless potential for passionate relationships. Through his work, Tony Glez aspires to be more than a storyteller; he aims to be a catalyst for joy, connection, and a renewed appreciation for the beauty of life and love in his readers' life.

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    Cuando el amor toca al corazón - Tony Glez

    Capítulo 1: Abigaíl

    La contaminación de la ciudad invadió mis pulmones cuando salí de la estación de metro. Una vez fuera, arrastré la maleta que me acompañaba por todo el vasto hormigón, lleno de grietas y marcas que dejó la intemperie, una muestra de su antigüedad. Estos caminos han sido recorridos por historiadores, personas célebres, amantes y generaciones de niños, quienes contemplaron los edificios de ladrillo adornados con gárgolas en decadencia y las entradas decoradas con costosos candelabros.

    De pronto, me di cuenta de que estaba preguntándome por las personas que me rodeaban, ya que escuchaba sus voces por todos lados, como si fuera un coro, y sus vidas y dilemas eran la banda sonora de mi llegada. Sin embargo, cuando llegué a casa, no tuve que pensar demasiado en otras personas, dado que solo había unas cuantas y estaban lejos; sus burbujas personales no se veían afectadas por mi presencia. La vez que estuve más cerca de mis vecinos fue cuando di una larga caminata por nuestro jardín, que llegaba hasta un maizal, (lo alquilábamos por para tener más dinero) y a lo lejos, en el horizonte, se podía ver las copas de los árboles de hoja perenne mezcladas con los tejados de dos o tres casas de los pocos acompañantes que había en este lugar.

    Siempre había dado por sentadas aquellas mañanas junto al porche de mamá, bebiendo café de una taza rota y observando cómo el sol se escurría por el cielo desnudo hasta que su suave calor nos cubría, pero ahora no podía ver nada más que edificios y columnas de humo. En mi intento por recorrer las calles de Nueva York, me golpeaba los hombros y me atropellaba los dedos de los pies; había oído rumores de que era uno los lugares más fáciles de recorrer del mundo, ya que bastaba con seguir los números de las farolas y hacer un poco de matemáticas para llegar a tu destino.

    Pero no fue así, al parecer las carreteras rurales a las que estaba acostumbrada eran complejos canales de interminables tramos de asfalto que solo me hacían pensar más en las onduladas colinas y bosques de Virginia, donde podías tomar una ruta que no conocías para ir al mismo lugar sin siquiera darte cuenta, lo que hacía imposible poder realizar el mismo viaje la próxima vez que tuvieras que ir. Sin embargo, ¿en Nueva York? En Nueva York había prácticamente solo una calle y una única forma de llegar. Nunca pensé que eso fuera cierto, ni siquiera la primera vez que lo escuché, y no fue así hasta que me topé con gente malhumorada que ladraba por el móvil y me quitaba de encima como si no fuera más que un molesto mosquito.

    Por un momento, contemplé la posibilidad de pedir ayuda, pero sabía que sería un intento inútil, ya que, para ellos, yo solo era una turista estúpida que merecía ser asaltada por ello (eso me demostraría lo estúpida que había sido al pensar que podía sobrevivir en esta ciudad) y no una chica que había perdido a su padre hace poco. No quería estar en Nueva York porque yo no era una de esas adolescentes que soñaban y ansiaban descubrir lugares más grandes y mejores que mi pequeño pueblo. Todo lo contrario, yo era feliz con los amigos que conocía desde primer grado y ganaba lo suficiente trabajando como camarera en un restaurante cercano a la base militar.

    Esto último era una ventaja, ya que los soldados, especialmente los más solitarios, siempre dejaban buenas propinas y mi jefe era como un padre para mí, pero uno de verdad; él no era el que dejó a mamá cuando yo todavía era una niña y él no fue quien abrió este maldito bar al que yo iba con la esperanza de venderlo y usarlo para financiar la recuperación de mamá. Otro de los misterios de este hombre era saber por qué nunca nos envió dinero cuando aún estaba aquí; yo tenía que trabajar, así como lo he hecho toda mi vida, para mantener viva a mamá y así compensar el vacío que había dejado en nuestro hogar y en nuestra familia. Por esto, siento que él siempre estará en deuda con nosotras por abandonarnos, dejándonos solo sus migajas y las promesas que le escuché decir.

    Mis nudillos se pusieron blancos mientras sujetaban la manija de la maleta y ahí supe que tenía que calmarme, ya que estaba dando mil vueltas y me llevaba el teléfono a la oreja como si hubiera recibido una llamada sagrada de algún buen samaritano que se apiadó de mí. Sin embargo, la forma en que se enterarían de mi tragedia seguiría siendo un secreto divino, y yo estaba de acuerdo con eso. No sería cuestionada por hacer lo imposible con tal de salir rápido de este infierno.

    ¿Por qué no me dejó un mapa? Si quería incluirme en su testamento, exigiendo, como parte de sus últimas voluntades, que supervisara su orgullo y alegría, al menos podría haberme ayudado a encontrarlo. De hecho, fue él quien me inculcó la importancia de la navegación terrestre, y algunos de los recuerdos que conservo de él son sus travesías por el bosque, brújula en mano, señalando rocas y tocones de árboles y dejando constancia de nuestras idas y venidas; también me enseñó a leer la luz del sol, a sentir la tierra y a hacerle preguntas, pero lo más importante que me enseñó fue a encontrar un hogar.

    Esto último a veces me hace pensar que la razón por la que nos dejó fue porque olvidó cómo hacerlo, aunque otra parte de mí deseaba que hubiera sido por una mujer, alguien más joven (un cliché, por supuesto), sin hijos ni arrugas; sin obligaciones ni expectativas. Tal vez había sido víctima del ocio de una vida tranquila, por eso busco tener una aventura con una veinteañera que sin duda le rompería el corazón, y compró el bar por capricho, como excusa para quedarse en la ciudad a la que ella lo había arrastrado, utilizando sus últimos ahorros para construir algún tipo de monumento a su tambaleante legado. Ahora ya no tendría descendencia que llevara su nombre, ni tendría la granja de mamá para vivir de ella y así dejar su estirpe grabada en las cajas de cartón de los productos, así que tuvo que idear algo, y un bar cumplía con todos los requisitos de la crisis de los cuarenta: alcohol, mujeres y drama.

    La mirada de exasperación me delataba al pensar en cómo hinchaba el pecho ante los clientes maleducados, en cómo les mostraba la puerta a los hombres que miraban demasiadas faldas para sentirse como un Dios cuando ellas le dieran las gracias por su acto de caballerosidad; no había duda de que eso era mucho mejor que criar a su hija y cuidar de su esposa. Los hombres que deseaban tener su propia familia eran unos bobos.

    Me sentí muy mal y los ojos se me llenaron de lágrimas, ya que odiaba pensar en él, o en cualquier otra persona, de esa manera. Ya estaba cansada de estar amargada, de cosechar un resentimiento que solo parecía crecer con la edad. Sin embargo, ya debería haberlo superado, puesto que estaba más cerca de los treinta que de mi adolescencia, aunque todavía sentía como si mi mundo se cayera a pedazos cada vez que pensaba en él. Ahora era lo suficientemente madura como para saber que la vida no funcionaba en esos términos, que las personas vienen y van, y que, por lo general, sus rostros comenzarían a desvanecerse como recuerdos difusos de mi memoria.

    Aunque realmente no podría contarles mucho sobre él (cómo era, cuáles eran sus comidas favoritas, cómo vestía para dormir), todavía lo llevaba conmigo, escondido en el bolsillo de mis vaqueros, lo que me pesaba como el plomo: banal, sin forma, pesado y lamentable. Ojalá pudiera dejarlo ir y olvidar.

    Cuando recibí la llamada, era un médico gruñón desde el hospital; no me dijo su nombre y me exigió identificar a mi padre por teléfono, prácticamente rogándome que reconociera el nombre: «Por favor, tengo otros pacientes», siseó. «¿Gerard Belmont es tu padre o no?»

    «Sí», admití débilmente. Esa fue la misma vocecita que utilicé cuando su abogado me contactó una semana después para decirme que fue insuficiencia cardíaca, nada violento ni fuera de lo común. Él bebía, fumaba y envejecía, aunque trataba de fingir que todavía tenía el cuerpo de un hombre mucho más joven; no se estaba cuidando, pero quién sabe, quizá podría haber terminado en la cama de un hospital si hubiera estado con mamá y conmigo. No había pruebas que sugirieran que sucumbió a un destino horrible a causa de sus transgresiones, y mamá tampoco quería que lo viera de esa manera. Mientras le comunicaba la noticia, ella se deshacía en lágrimas silenciosamente con una mano alrededor de mi muñeca y la otra agarrada al escote de su jersey. «¿Acaso no soy yo su contacto de emergencia?», preguntó con las mejillas húmedas de dolor. Yo solo me encogí de hombros y dije: «Supongo que no». Se derrumbó en su mecedora, esforzándose por no mirarme y dijo: «Lo del divorcio me parecía bien, pero… esto es un poco demasiado, incluso para mí». Nos reímos al respecto y yo no sabía por qué. ¿Acaso ella pensaba que, de todos sus votos rotos, el de en la salud y en la enfermedad sería el único que él mantuvo?

    Le conté a él sobre la enfermedad de mamá

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