Rincón, rey de los Úniclos
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Rincón es un chico soberbio y receloso de todo lo que no sea él. Pero un inesperado viaje le hará cambiar, madurando y aprendiendo, sobre todo, a querer a los demás.
Alfonso Mollón Ricote
Alfonso Mollón nace en la década de aquel Madrid en blanco y negro, lleno de cines de sesión continua, con estrenos mancillados por la censura, cafeterías de vanguardia modernista y psicodelia en las modas del vestir, leer y hablar. Su primer libro es Clave de sol, publicada en 2018, es una novela policiaca que supone su primer acercamiento al género. Además, ha publicado una novela de ficción social titulada La revolución cromosomática, que contiene pretensiones preventivas para algunos hombres, y de gozo para algunas mujeres. Otra de ciencia ficción a la que ha dado en llamar Cosmoflying, aventuras especiales y cuyo fin es sacar a la humanidad de su grosera obcecación. La última editada es La camisa negra, un recorrido por la historia de Madrid desde la posguerra hasta hoy.
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Rincón, rey de los Úniclos - Alfonso Mollón Ricote
Rincón,
rey de los Úniclos
Alfonso Mollón Ricote
Rincón, rey de los Úniclos
Alfonso Mollón Ricote
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© Alfonso Mollón Ricote, 2024
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
Obra publicada por el sello Universo de Letras
www.universodeletras.com
Primera edición: 2024
ISBN: 9788410004108
ISBN eBook: 9788410005938
En Madrid, durante el año del señor de 2023
A ambos: la madre y el padre y, sobre todo, a la nieta.
Que les valga, a ellos para que ella alcance el sueño y puedan dormir, y a ella, para recordar a uno de sus abuelos más queridos (espero), si es el caso.
La luz del alba
Era la luz del alba, la que le despertó. Gemía como un niño mal criado, mientras la rubicunda luz del amanecer molestaba su sueño tardío. Los ruidos de la calle, una letanía impropia que se oía como de lejos hacía unos segundos, eran ahora molestos moscardones que no paraban de zumbar.
Por fin se levantó, al hacerlo tiró la mesilla con la botella de agua que allí estaba depositada, y un gesto de rabia se cebó con él, ¡pues vaya!, se dijo mientras se desperezaba, al poco se fue a la cocina para ver qué tenía para desayunar, allí encontró su vasito de leche con nubes marrones de cacao, unas galletas de harina de trigo con mantequilla, ya untada, y un bote de mermelada de fresa, por fin buenas noticias se dijo para sí.
Rincón le llamaban. Era mitad Calpurgis y mitad Berlingo, pero presumía de que la mezcla no había hecho sino una nueva estirpe, a la que él daba en llamar la dinastía de los Úniclos.
De los Calpurgis, o sea la familia de su madre, antigua soberana de la provincia de Lion, había heredado la facilidad para meter la pata y de los Berlingo, la de su padre, antiguo cancerbero de los tesoros del condado de Utarpis, la facilidad de fabricarse líos. Por desgracia ambos ya no estaban en este mundo, había partido hacia el mundo más allá de la vida, aquel donde todo era placentero y sin prisas.
Pero él, Rincón, el primero de los Úniclos, ni metía la pata ni se fabricaba líos, pensaba. En realidad, lo que ocurría es que a lo de su madre y a lo de su padre, unía una soberbia y una tozudez descomunal, aunque eso él no lo sabía.
Esta mañana, no obstante, debía deshacer un malentendido que tenía con su vecina, Rosalín Adercuard, con la que se hablaba poco, pero a la que había echado, sobre su ropa tendida, un montón de polvo, que al limpiar su casa (hecho de por sí ya extraño), había sacado por la ventana sin mirar, y por supuesto si pensar antes, en las consecuencias. Tendría que saludarla y disculparse, y eso a él no le iba mucho, pero si no lo hacía le pondrían una chapa más en su puerta, y tenía la impresión de que, a su puerta, ya no le cabían muchas.
Las chapas en la puerta venían a decir, que esa casa no era de fiar. Y así, ni el lechero, ni el panadero, ni el boticario, ni el ramplón del zapatero, le prestaban nada.
Al menos contaba con la ayuda de su hermana, Beatrice, que además de tener su puerta impoluta, sin una sola chapa, algunas veces como hoy, le dejaba el desayuno preparado.
La importancia del pito
Rincón tenía un pito, y lo pitaba. Vaya si lo pitaba, en cuanto podía enarbolaba el cordón del que pendía, lo arrimaba a su boca y suflaba, como si no hubiera un mañana. A veces lo hacía en medio de la calle, y mucha gente se llevaba las manos a las orejas, porque el ruido era espantoso. Pero eso a él, le importaba un bledo, lo que pensaran los demás no era de su incumbencia, y si veía a lo lejos un conejo, una liebre, o incluso un elefante (si los hubiera) él le daría gusto al pito.
Pensaba que cuanto más pitara, más de respetar se haría, pero terminaba por ser el vecino más molesto de toda la ciudad y como nadie se lo decía, porque en Entretopía todas las gentes eran enormemente educadas, pues ¡hala!, a seguir pitando.
Rincón era fuerte para su altura, que es una manera romántica de decir que era bajito y algo gordete, tenía el pelo a matojos y unas greñas le salían rojas, otras azules y las más verdes, todo a mogollón porque, que él recordara nunca se había peinado. Sus pantalones eran de pana mal rizada, con forma de bombacho desde la rodilla hasta el culo, su jersey era de rombos, unos rojos, otros azules y otros verdes, a juego con su pelo, y llevaba tirantes y cinturón, cosa que nadie entendía. Hasta su hermana le decía que, si no se fiaba de sus propios pantalones, de quién se iba a fiar. Y por eso, todos le miraban de arriba abajo, como si lo tuvieran que juzgar cada vez que le veían, aunque esto a él se la traía al fresco.
Aquel día soleado, Rincón fue al descampado que había cerca de su casa, a buscar piedras redondas grises, que era una de sus actividades favoritas. Cuanto más redondas y más grises mejor. Le acompañaba su amigo Carpín, un secuaz opaco, sin brillo en los ojos, de carácter inconcluso y fea nariz. Entre los dos se inventaban unas historias tremebundas, que se iniciaban y acababan en ellos también, porque nunca encontraban a nadie que les siguiera el rollo.
Aquel día, se les suponía una actividad frenética, aunque había que ser muy generosos para usar ese adjetivo con ellos, incluso la palabra actividad
podía ser confusa, ya que estaban tumbados observando el cielo, poniendo nombre de figuras a las nubes, buscando pasar el tiempo, ya que la colecta de piedras la habían dado por terminada hacia un rato.
Mira esa de la derecha parece un elefante, decía Rincón
Y aquella una piedra gris, musitaba el acólito.
Y de pronto Rincón sacaba el pito y a pitar. Carpín odiaba el pito, pero como Rincón era su jefe, por algún acuerdo antiguo que ya ni siquiera recordaba, no le decía nada. Y venga a pitar.
A lo lejos, unas palomas volaban inquietas, como huyendo del lugar. Y en esto que Carpín decidió saltarse el protocolo y echó a correr hacia la caseta abandonada en medio del descampado que consideraban su fortaleza. Rincón se quedó hablando solo...
Mira una tortuga de cresta dorada..., Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii
La mucosidad de la soberbia
Rincón era un poco mocoso, algunos decían que las mechas verde de pelo que tenía, eran verdes de limpiarse los mocos con la mano, ya que al terminar ésta con su trayectoria en la cabellera, por aquello de la inercia, dejaba lo recaudado en el pelo. Y eso era lo que más le molestaba, que le llamaran así, mocoso, a él, el rey de los Úniclos, que lo hicieran con Carpín, al que llamaban el otro
vale, pero ¿a él?, ¿ponerle motes?, pero, ¿qué se habían creído?
Por cierto, ¿Carpín?
Rincón intentó encontrar a su secuaz. Se levantó con dificultad, escudriñó el horizonte haciendo una visera con su mano, como si fuera un indio de esos, pero nada. Claro, pensó, estará en la cabaña, y es que le gusta más esconderse, que a un tonto una tiza.
Y fue para allá.
La cabaña estaba completamente vacía, bueno completamente no, había una silla vieja, un calendario atrasado, un bote de tomate de aspecto poco apetecible, un montículo de ladrillos apilados, una silla rota de madera que alguna vez tuvo algo de anea, un viejo perchero sin perchas, un hormiguero, en el techo un nido de golondrinas ahora vacío, un agujero enorme por el que se veía parte de la minúscula bohardilla y tras ella, gran parte del cielo..., pero lo que viene a ser personas o niños, de eso no había y Carpín era una cosa intermedia entre ambos, como él.
Rincón estaba perplejo, todo lo perplejo que un rey puede estar, claro. Así que empezó a pensar, y a mirar por todos los sitios, hasta que en el suelo vio un montón de huellas, todas de los mismos zapatos. Eran de Carpín, seguro, porque los de él tenían unos agujeros enormes en sus suelas, y esto se veía claramente en el trazado que se percibía en el suelo lleno de polvo.
Rincón vio con claridad como las huellas llegaban hasta el centro de la cabaña, que solo disponía de un habitación, luego no había ninguna que fuera en sentido contrario, o sea que o había salido hacia atrás, pisando las mismas huellas que había hecho al entrar, o había salido volando, o había sido absorbido por un