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Morir en Buenos Aires: Sensibilidades y actitudes ante la muerte en el Río de la Plata (1770-1822)
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Morir en Buenos Aires: Sensibilidades y actitudes ante la muerte en el Río de la Plata (1770-1822)
Libro electrónico450 páginas6 horas

Morir en Buenos Aires: Sensibilidades y actitudes ante la muerte en el Río de la Plata (1770-1822)

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Este libro analiza las formas de sentir y experimentar la muerte en el contexto de la sociedad rioplatense tardo-colonial y post-revolucionaria, así como las transformaciones en las actitudes y sensibilidades religiosas a lo largo de ese período transicional. 
¿Qué representaba la muerte para un porteño de fines del siglo XVIII? ¿De qué forma se la percibía y se la experimentaba? ¿Cómo se preparaba el moribundo ante su inminente llegada? ¿Cómo reaccionaban los parientes y amigos del difunto? ¿Cuáles eran los nexos que unían al mundo terrenal con el más allá, a los vivos con los muertos? 
De este modo se explora de qué modo la muerte se infiltra en la experiencia cotidiana de los hombres y mujeres del período colonial y cómo la conciencia y la presencia de la muerte –magnificada por la pastoral barroca– condiciona sus comportamientos y su moral. Se acompaña el trayecto del enfermo y del moribundo hasta la tumba y más allá, dando cuenta del universo simbólico y del sistema de creencias dentro del cual se insertan sus actitudes y comportamientos, así como los de la comunidad en su conjunto. La indagación sobre los espacios y los ritos funerarios permite recuperar esa experiencia íntima e individual, pero atendiendo también a los condicionamientos propios de una sociedad profundamente jerárquica y desigual.
IdiomaEspañol
EditorialSb editorial
Fecha de lanzamiento18 oct 2023
ISBN9786316503398
Morir en Buenos Aires: Sensibilidades y actitudes ante la muerte en el Río de la Plata (1770-1822)

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    Vista previa del libro

    Morir en Buenos Aires - Facundo Roca

    Frente_Morir_en_Buenos_Aires.jpg

    Índice

    Introducción

    1. Muerte y sensibilidad

    2. Historia(s) de la muerte

    3. Crisis y transformación de las sensibilidades religiosas en el Río de la Plata

    4. A la vera del camino: algunas consideraciones metodológicas

    Capítulo I

    Recuerda que vas a morir: pedagogía de la muerte y conciencia de la finitud

    1. El gesto y la palabra

    2. El poder de la imagen

    Capítulo II

    La salud del cuerpo y la salud del alma: formas de sanar y formas de morir

    1. Médicos, enfermos y moribundos

    2. La divina medicina: promesas, ofrendas y supersticiones

    3. En el lecho de muerte: la asistencia del moribundo y el momento de la agonía

    Capítulo III

    Los ritos de la muerte barroca: la mesa y la misa

    1. El velorio y convite barroco: escándalos, excesos y desengaños

    2. La marcha de la muerte: sociabilidad, piedad y poder

    3. Del entierro a las honras: ritual y sacrificio

    4. El ser del haber sido: el recuerdo del difunto y la construcción social del luto

    Capítulo IV

    El testamento: un manojo de gestos

    1. El perfil del testador: ausencias y silencios

    2. El discurso notarial: repeticiones y variantes del testamento barroco

    3. Una vida atrapada en papel: secretos e indiscreciones

    4. El alma del negocio o el negocio del alma: deudas y restituciones

    5. La aritmética de la salvación: sufragios, indulgencias y capellanías

    6. Los lazos invisibles: familia, devoción y caridad

    Capítulo V

    La territorialidad de lo sagrado: iglesias y cementerios

    1. La estructura parroquial y la pluralidad del espacio funerario

    2. El cementerio y los márgenes del espacio sagrado

    3. La casa de Dios: capillas, altares y sepulcros

    4. Detén el paso oh peregrino: lápidas y epitafios

    Capítulo VI

    Las vanas pompas: crítica ilustrada y transformación de la sensibilidad

    1. Espíritu reformista y crítica ilustrada

    2. El rechazo de la vanidad y la crisis de la piedad barroca

    3. La reforma de las costumbres: pudor, silencio y privacidad

    Capítulo VII

    El largo camino al cementerio: de los entierros intramuros a la Recoleta

    1. La génesis de un proyecto: reformismo borbónico e Ilustración

    2. La reforma de cementerios en el Virreinato del Río de la Plata: discusiones en Córdoba y Montevideo

    3. ¿Inmemoriales costumbres o perniciosos abusos? Las primeras tentativas de reforma en el Buenos Aires virreinal

    4. Una nueva coyuntura: avances y retrocesos de un proyecto frustrado

    5. El feliz triunfo de la filosofía: las reformas rivadavianas y el combate contra la muerte intraviviente

    Epílogo

    Morir en Buenos Aires

    Este libro pertenece a la colección

    PARADIGMA INDICIAL

    Director de Colección

    Guillermo Wilde

    CONICET - Universidad Nacional de San Martín, Argentina

    Comité Científico Asesor

    Perla Chinchilla Pawling

    Universidad Iberoamericana, México

    Diego Escolar

    CRICYT-CONICET, Argentina

    Pierre Antoine Fabre

    École des Hautes Études en Sciences Sociales, Francia

    Carlos Fausto

    Universidad Federal de Rio de Janeiro, Brasil

    Christophe Giudicelli

    Sorbonne Université, Francia

    Federico Navarrete

    Universidad Nacional Autónoma Metropolitana, México

    Johannes Neurath

    Instituto Nacional de Antropología e Historia, México

    Akira Saito

    Museo Nacional de Etnología, Japón

    Gabriela Siracusano

    CONICET- Universidad Nacional de Tres de Febrero, Argentina

    Jaime Valenzuela Marquez

    Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile

    Roca, Facundo

    Morir en Buenos Aires : sensibilidades y actitudes ante la muerte en el Río de la Plata, 1770-1822 / Facundo Roca. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : SB, 2023.

    Libro digital, EPUB - (Paradigma indicial / Guillermo Wilde)

    Archivo Digital: descarga y online

    ISBN 978-631-6503-39-8

    1. Historia Argentina. I. Título.

    CDD 306.9

    ISBN: 978-631-6503-39-8

    © Facundo Roca, 2023

    © Sb editorial, 2023

    Piedras 113, 4º 8 - C1070AAC - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

    Tel.: (+54) (11) 2153-0851 - www.editorialsb.com • ventas@editorialsb.com.ar

    1ª edición, agosto de 2023

    Director general: Andrés C. Telesca (andres.telesca@editorialsb.com.ar)

    Director de colección: Guillermo Wilde (guillermowilde@gmail.com)

    Diseño de cubierta e interior: Cecilia Ricci (riccicecilia2004@gmail.com)

    Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723

    La escritura (…) libera al presente sin tener que nombrarlo. Así, puede decirse que hace muertos para que en otra parte haya vivos.

    Michel de Certeau

    La escritura de la historia

    Introducción

    Un pequeño cortejo recorre las calles de la ciudad. La comitiva avanza lentamente al son de una campanilla, deteniéndose en cada uno de los cruces y esquinas. Un grupo de cinco o seis hombres revestidos con capas azules rezan el rosario y portan velas y faroles del mismo color, mientras extienden a los transeúntes el cesto de las limosnas. Al frente de la comitiva se encuentra el Santo Cristo, y por detrás suyo un ataúd de color azul que contiene el cuerpo amortajado del difunto. El capellán marcha a prudente distancia del cadáver, aunque no la suficiente para prevenirse de sus desagradables efectos. A veces –afirmaba el clérigo José González Islas– falta estomago para hir tras de un difunto que, por morir en la ultima miseria y traherle de lexos, va apestando.¹ El lúgubre cortejo recorre pausadamente las calles céntricas, hasta detenerse en la plaza mayor, donde es colocado el cadáver hasta la hora del entierro. Los cofrades de la Hermandad de la Santa Caridad de Buenos Aires repiten este ritual cada vez que fallece un pobre miserable y les es encomendado su funeral y sepultura.

    Esta curiosa escena del siglo XVIII podría resultar incomprensible para un espectador contemporáneo. La teatralidad del cortejo, la exhibición descarnada de los restos cadavéricos del difunto, así como la presencia pública y explícita de la muerte en el corazón mismo de la ciudad, desafían nuestra sensibilidad actual. En rigor, ya a inicios del siglo XIX, la propia élite porteña comenzaba a alzar su voz contra esta indecente costumbre. A comienzos de la década de 1820, un viajero inglés describía azorado la perturbadora presencia de los cadáveres exhibidos a plena vista del público, con un platillo a sus pies para recoger las limosnas de los piadosos transeúntes.² Diferentes sensibilidades, tradiciones y sistemas de creencias separaban al contrariado forastero de la sociedad que desfilaba ante sus ojos.

    Baste tan sólo un ejemplo más para dar cuenta de la distancia que nos separa de las mujeres y hombres del período colonial. Un curioso episodio acontece en Buenos Aires en la noche del 1 de mayo de 1809. Un grupo de enmascarados irrumpe a los tiros en una casa en la que se lleva a cabo el velorio de un angelito o niño de tierna edad. Luego de espantar a los concurrentes, los delincuentes se llevan consigo al ángel, que se encuentra ricamente ataviado con joyas de oro y diamantes. A la mañana siguiente, el cuerpo desnudo del parvulito aparece tirado en una zanja, desprovisto de sus alhajas y vestiduras.³ La historia, que puede resultar inverosímil hoy en día, da cuenta de una costumbre muy extendida y altamente significativa en el seno de la sociedad rioplatense colonial.

    En el velorio del angelito se conjugan muchos de los elementos y actitudes que caracterizan a la muerte barroca del período tardocolonial: la teatralidad del entierro, la religiosidad desbordante, compuesta de una profusión de luces y ornamentos, la vivencia comunitaria y pública de la muerte, así como el carácter lúdico y festivo de la ceremonia. El cuerpo del niño, a veces vestido de pastor, de cautivo o de ángel, era recubierto con finos atuendos y alhajas, para luego ser colocado en un altarcillo, rodeado de velas y guirnaldas de flores.⁴ El entierro era anunciado con un alegre bullicio de música, cuetes y repiques. La noche del velorio, se organizaban bailes y fandangos a plena vista del angelito y se convidaba con mate, licor y cigarros a amigos y parientes. Un sorprendido clérigo portugués señalaba que en Buenos Aires los velorios de los niños eran los más alegres por sus bailes y diversiones y afirmaba que muchas familias conservaban a los muertitos por tres o cuatro días para hacer más extensa la fiesta.⁵ Como dan cuenta estos testimonios, un tono alegre invadía a la concurrencia, que se regocijaba con la venturosa suerte de ese niño inocente o ángel que, por no haber conocido el pecado, tendría la inmensa dicha de ascender inmediatamente a los cielos.

    A más de dos siglos de distancia, resulta extremadamente difícil comprender el sentido pleno de estas prácticas, rescatar la mirada nativa de los contemporáneos, así como los sentimientos, intenciones y expectativas que estos ponían en juego. Sin embargo, aquello que se nos presenta como extraño, inconcebible o inverosímil puede constituir precisamente el punto de partida que nos permita adentrarnos en ese particular sistema de significaciones y de creencias.⁶ A lo largo de estas páginas procuraremos desentrañar el sentido de estas prácticas, dando cuenta de las sensibilidades y actitudes ante la muerte que imperaban en la ciudad de Buenos Aires entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. El objetivo de este libro consiste en recuperar la pluralidad de sentidos, así como las variaciones en la religiosidad y en las sensibilidades colectivas a lo largo de un período de crisis y transformación de la sociedad rioplatense.

    Al inicio de este recorrido exploramos la interacción entre la vida y la muerte; es decir, cómo ésta última se infiltra en la experiencia cotidiana de los hombres y mujeres del período colonial, cómo la conciencia y la presencia de la muerte –magnificada por la pastoral barroca– condiciona sus comportamientos y su moral. A partir de entonces, acompañamos el trayecto del enfermo y del moribundo hasta la tumba y más allá, dando cuenta del universo simbólico y del sistema de creencias dentro del cual se insertan sus actitudes y comportamientos, así como los de la comunidad en su conjunto.

    El análisis detenido de los testamentos revela las modulaciones específicas que adquiere la muerte barroca en la escena rioplatense, así como el margen de maniobra –para nada despreciable– del que gozaban los fieles porteños al momento de redactar su última voluntad. Estas pequeñas licencias, matices o desvíos con respecto a la norma permiten apreciar una vivencia muy íntima y personal de la muerte, más allá de las convenciones del instrumento notarial. La indagación sobre los espacios y los ritos funerarios revela, a su vez, la tensión que enfrenta a esa experiencia íntima e individual con los condicionamientos propios de una sociedad profundamente jerárquica y desigual, como lo era el Buenos Aires colonial. Un análisis pormenorizado de las prácticas y de los discursos sugiere –sin embargo– que las convenciones sociales eran menos rígidas de lo que suele suponerse y que las sensibilidades colectivas estaban experimentando una profunda transformación en aquel período transicional, a caballo de los siglos XVIII y XIX.

    1. Muerte y sensibilidad

    Hablar de una historia de la muerte es casi tan difícil como hablar de una historia de la vida. La vastedad del concepto, así como la ambigüedad y la pluralidad de sentidos, conspira contra cualquier intento por delimitar o definir un objeto de estudio más o menos preciso. Enfrentado a esta dificultad, Michel Vovelle plantea una respuesta que –aunque no del todo satisfactoria– bien puede servir como punto de partida de esta investigación. De acuerdo con Vovelle, la muerte puede pensarse desde tres niveles o dimensiones: la muerte padecida (mort subie), la muerte vivida (mort vécue) y los discursos sobre la muerte (discours sur la mort).⁷ El primer nivel comprende los aspectos demográficos, tales como las causas de muerte y las variaciones en la tasa de mortalidad. La muerte vivida se corresponde con las prácticas sociales, las actitudes y los comportamientos, tanto individuales como colectivos. La última dimensión abarca la producción discursiva y de sentido, es decir, todo aquello que se dice o se enuncia sobre la muerte.

    De la división tripartita propuesta por Vovelle, nos detendremos fundamentalmente en las dos últimas dimensiones y en especial en las diferentes formas de articulación entre esos dos niveles. Es decir, junto a las prácticas sociales –tales como el funeral o el duelo– y las diferentes formas de producción discursiva –como los sermones o el mensaje iconográfico– nos interesa particularmente ese entre-deux, que la historiografía francesa ha llamado mentalidad y que nosotros, siguiendo a José Pedro Barrán⁸ pero también a Lucien Febvre⁹, identificamos con el concepto de sensibilidad.¹⁰ En este sentido, rastrear las sensibilidades ante la muerte supone indagar en esa sutil articulación que une al plano de lo decible y lo visible, al terreno de las ideas y del pensamiento formal con el de los comportamientos y las prácticas sociales concretas.

    Ahora bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de la muerte? A mediados del siglo XVII, el duque de La Rochefoucauld sentenciaba: ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente.¹¹ Como avizoraba el aristócrata francés, la muerte posee un carácter enigmático y elusivo. Sólo se la conoce de forma indirecta y fragmentaria. Todo lo que sabemos de ella se basa necesariamente en una experiencia de segunda mano. En palabras de Louis Vincent Thomas, la muerte es una vivencia-imposible, una realidad límite, un acontecimiento sin espesor ni temporalidad.¹² En cierto sentido, no hay otra muerte más que la muerte del otro. Y, sin embargo, en ese otro se refleja la certeza de la propia finitud. Paralelamente, como señala el propio Thomas, cuanto más progresa el conocimiento científico de la muerte, menor es la posibilidad de precisar cuándo y cómo se produce.¹³ Con el desarrollo de los nuevos métodos de diagnóstico, la muerte se multiplica, se expande, se fragmenta.¹⁴ ¿Qué es la muerte, entonces? ¿A qué nos referimos cuándo hablamos de ella?

    Ciertamente, lo que nos interesa en este libro –como ya hemos señalado– no es la muerte biológica en cuanto tal, sino la muerte como categoría o constructo social, que no es lo mismo. En la Hispanoamérica colonial, la idea de muerte aún se encontraba estrechamente asociada a su sentido teológico, si bien es cierto que en el curso del siglo XVIII comenzaba a cobrar fuerza el nuevo discurso médico-científico, que tendía a equiparar a la muerte humana con la animal, poniendo a ambas bajo la égida de la nueva ciencia de la vida.¹⁵ En efecto, el Diccionario de autoridades (1734) definía a la muerte como la división y separación del cuerpo y alma en el compuesto humano; o el fin de la vida, o cessación del movimiento de los espiritus y de la sangre en los brutos.¹⁶ Ya aquí vemos cómo la muerte se desdobla en dos fenómenos, uno de carácter puramente natural y otro de fuertes connotaciones teológicas: la de los humanos, en tanto seres con alma, por un lado, y la de los brutos o animales, por el otro.

    El popular Catecismo del padre Astete definía también a la muerte como la separación del Alma racional, del cuerpo humano.¹⁷ En términos generales, la muerte se presentaba como ese instante decisivo que separaba a la vida terrenal de la eterna. Sin embargo, aquí no se agotaba todo su significado teológico.¹⁸ Frente a la vieja insistencia en el desenlace o instante final, también los clérigos apelaban a la imagen de una muerte omnipresente y progresiva. El arzobispo de Charcas, Fray José Antonio de San Alberto, lo expresaba en estos términos: tu mismo que ahora vives, puede decirse, y lo dice San Agustin, que ya en parte has muerto (...), desde que naciste han ido muriendo en tì las edades, los años, los meses, los dias, las horas, y los instantes.¹⁹

    El propio discurso teológico hacía de la muerte un significante con múltiples significados. A la muerte temporal, por ejemplo, se le oponía la muerte eterna; es decir, la muerte de los condenados (de ahí el pecado mortal), aquella que cercena el lazo de amor y reverencia que une al hombre con Dios. En palabras del jesuita Nieremberg, la muerte eterna de los pecadores (...) recoge en si lo peor de la muerte y lo mas intolerable de la vida; de la muerte el perecer, y de la vida el penar.²⁰ Pero si hay una muerte eterna del pecador, también existe en vida la posibilidad de una muerte para el mundo o para el siglo. Este era el ideal que guiaba al clero regular: la muerte civil, la muerte de la vida mundana, de los apetitos y pasiones del mundo profano. En este sentido, la muerte y la vida, lo terrenal y lo eterno, se combinan para formar dos pares complementarios (muerte terrenal y vida eterna / vida terrenal y muerte eterna). Quien muere para el mundo vive eternamente, quien vive para el mundo muere eternamente.

    Según Thomas, las diferentes figuras de la muerte comparten un rasgo común: siempre se encuentra en ellas el tema del corte.²¹ Incluso aquella concepción que hace de la muerte un proceso gradual presupone un cierto corte, en tanto cambio de estado. La muerte funciona al mismo tiempo como una transición y como un límite. Además, por lo menos en las sociedades de Antiguo Régimen, esta no atañe exclusivamente al ámbito de lo profano o lo terrenal, sino que articula, precisamente, dos planos diferentes del ser. Por el momento, retendremos esta definición –quizá demasiado general– con el propósito de que sean las propias fuentes las que la vayan cargando de sentido. Sólo una concepción genérica de la muerte permitirá captar la multiplicidad de significados atribuidos históricamente.

    2. Historia(s) de la muerte

    La muerte como tema de estudios tiene un origen relativamente reciente dentro del campo historiográfico, sobre todo si se lo compara con otras disciplinas, como la sociología y la antropología. El desarrollo de esta temática a partir de la década de 1970 está indisolublemente ligada al auge de la histoire des mentalités, encarnada en la tercera generación de la escuela de los Annales. El estudio de las mentalidades –presente ya en el programa trazado por los fundadores de la escuela– alcanzaría una mayor autonomía a partir de los años ‘60, independizándose de las determinaciones económico-sociales, para convertirse en los ‘70 y ‘80 en la locomotora de la historia, como la definiera Michel Vovelle.²² Esta nueva corriente –con epicentro en Francia y con los rasgos de una antropología histórica– suponía la incorporación y legitimación de nuevas temáticas y objetos de estudio, muchos de ellos tomados en préstamo de la antropología, como las familias y las sexualidades.

    Por su omnipresencia y universalidad, así como por la amplia disponibilidad de fuentes para su estudio (sobre todo notariales), la muerte se transformó rápidamente en uno de los temas más transitados por los historiadores de las mentalidades. En poco más de una década habrían de sucederse las obras de Michel Vovelle, Phillipe Ariès, François Lebrun y Pierre Chaunu .²³ Sin embargo, la historia de la muerte –tal como era entendida por los estudiosos de las mentalidades– no constituía un campo uniforme en cuanto a métodos y aproximaciones teóricas.

    En términos generales, podríamos identificar dos grandes vertientes dentro de la historia de la muerte tal como la entendían los estudiosos de las mentalidades: una de ellas identificada con la obra de Ariès y otra con la de Vovelle. En el caso del primero, sobresale una concepción un tanto difusa del inconsciente colectivo –que se autonomiza hasta constituirse en una esfera independiente de lo económico y lo social–, así como un enfoque metodológico muy particular, que sus detractores no han dudado en tildar de ecléctico eimpresionista. De esta autonomía de lo mental y de la alquimia de tres o cuatro variables fundamentales –como la conciencia de sí y la creencia en la sobrevida– surge una historia que apenas escapa al inmovilismo y cuya cronología parece ignorar, o por lo menos desafiar, las periodizaciones y clivajes tradicionales.

    Vovelle, por el contrario, parte de unos presupuestos teóricos y metodológicos muy distintos. Su enfoque de la muerte como totalidad integra los aspectos demográficos, sociales e ideológicos –los tres niveles como él los llama–, así como sus variaciones a lo largo del tiempo. Este modelo de integración, tanto vertical como horizontal, contrasta con la autonomía que Ariès le atribuye al plano de lo inconsciente. Sin embargo, el aspecto más influyente de la obra de Vovelle –que centra su interés en la edad moderna y particularmente en el siglo XVIII– ha sido su tratamiento serial y cuantitativo de las fuentes, especialmente notariales. Esta tentativa de cuantificación de las actitudes religiosas, presente ya en sus trabajos sobre las representaciones del purgatorio, adquiere una sorprendente magnitud en sus indagaciones sobre los testamentos provenzales. Este modelo heurístico y metodológico habrá de encontrar numerosos continuadores, sobre todo del otro lado de los Pirineos, donde la historia de la muerte arraigará de forma particularmente notable.²⁴

    En el horizonte de la historiografía europea de los años 70 y 80, la muerte aparecía como una rica cantera de prácticas y actitudes colectivas, a través de las que era posible explorar los sentimientos y creencias más profundos de las sociedades pasadas. El desafío consistía, como señalara el propio Vovelle, en escribir una historia religiosa a partir de las huellas; o, como planteaba Pierre Chaunu, en llevar la cuantificación al tercer nivel.²⁵ La muerte se mostraba particularmente propicia para llevar a cabo esta tarea, dada su omnipresencia y universalidad, así como la disponibilidad de una gran cantidad de fuentes, especialmente notariales. Pero buena parte de estos historiadores partían de una concepción muy tradicional y un tanto candorosa de la muerte, que hacía de ésta una instancia universal e igualadora o bien un espejo de la vida; es decir, una suerte de cristal translúcido a través del cual era posible adentrarse en las creencias y experiencias más íntimas de una sociedad.²⁶ Esta conceptualización democratizante y especular podía inducir a una subestimación de las jerarquías y relaciones de poder, las especificidades locales y regionales, las agencias individuales y colectivas y las diferencias internas dentro de una misma comunidad.

    Tiempo antes, Lucien Febvre había entrevisto en la obra y en la biografía de los grandes hombres (Lutero o Rabelais) la vía de acceso privilegiada para la reconstrucción de una mentalidad común que trascendía las diferencias económicas y sociales. Los exponentes de la tercera generación –en cambio– creían haberla encontrado en un enfoque fuertemente estructural y homogeneizante, que apelaba a los métodos de cuantificación desarrollados por la nueva historia económica. Frente a esto, los partidarios del llamado giro crítico –y otros antes que ellos– se propusieron rescatar el rol del sujeto, así como las mediaciones y los mecanismos de apropiación cultural, individuales o colectivos. Roger Chartier, por ejemplo, señalaba que las formas en las que un individuo o un grupo se apropian de un motivo intelectual o una forma cultural son más importantes que la distribución estadística de ese motivo o de esa forma.²⁷ También Michel De Certeau había advertido contra la tendencia homogeneizante y simplificadora que comportaba el abuso de la estadística.²⁸

    La historia de la muerte no habría de salir indemne de estas críticas. Como buena hija de las mentalités, también ella había heredado sus sesgos más cuestionables. La dependencia con respecto al testamento como principal fuente de análisis –al igual que la primacía del método cuantitativo– conllevaba algunas de las principales deficiencias de la histoire des mentalités: una visión excesivamente homegeneizante y estática de las creencias y prácticas religiosas, además de una marcada sobrerrepresentación de los grupos de élite y sus pautas culturales. La aparente uniformidad de las fuentes –trabajadas desde un enfoque marcadamente descriptivo y cuantitativo– soslaya las contradicciones, las heterogeneidades y los intereses contrapuestos que surcan el ámbito religioso. La visión desde arriba tiende a anular los desvíos y matices.

    Sin embargo, la crisis de las mentalités supuso también una oportunidad de innovación y reconversión para la historia de la muerte. Aunque ésta ya no se encuentra en el centro de la agenda historiográfica, el tema no ha dejado de resultar atractivo.²⁹ Nuevos períodos, nuevos enfoques y entrecruzamientos han revitalizado este campo de estudios a lo largo de las últimas dos décadas. El diálogo entre la historia de la muerte y la historia social –corrientes que hasta el momento parecían discurrir por caminos separados– ha conducido también a una mayor preocupación por las transformaciones sociales y su vinculación con las prácticas y costumbres funerarias.

    Por otro lado, uno de los principales objetivos de los historiadores de las mentalidades consistía en descorrer el velo que ocultaba a la muerte en las sociedades contemporáneas. Esta tentativa de historización buscaba poner de relieve una larga deriva por la cual la muerte –sometida a un creciente proceso de medicalización– habría de transformarse en tabú, casi como si se tratara del punto ciego o del lado oscuro de la modernidad occidental. La muerte era concebida como un elemento disruptivo e inasimilable, que había sido progresivamente ocultado y reprimido en el marco de lo que Norbert Elias definiría como el proceso de la civilización.³⁰

    Este diagnóstico pesimista podía adoptar el tono conservador y nostálgico de un Ariès, o presentarse bajo al amparo de otros discursos, como el existencialismo sartreano o heideggeriano; e incluso el marxismo, para el cual la negación de la muerte constituía una expresión privilegiada del efecto alienante y mercantilizador del capitalismo avanzado y la sociedad de consumo.³¹ Desde los más diversos posicionamientos ideológicos, muchos de estos autores reaccionaban contra la negación de la muerte y apelaban a una recuperación –un tanto ingenua– de las viejas concepciones, prácticas y creencias observadas en las sociedades tradicionales. Otros, más escépticos, como el propio Elias, insistían en el creciente ocultamiento de la muerte sin por ello soslayar su carácter intrínsecamente salvaje e indómito.³²

    A diferencia de lo que ocurría en los años 60 y 70, hoy en día no resulta tan evidente que la muerte constituya un tabú o un punto ciego dentro de la sociedad contemporánea. Quizá se pueda decir de ella algo similar a lo que afirmara Michel Foucault sobre la sexualidad en La voluntad de saber: la sociedad occidental nunca ha dejado de pensar sobre la muerte, de producir y de recrear formas diversas, legítimas e ilegítimas, de muerte.³³ La hipótesis represiva contrasta con la plétora de representaciones y de imágenes del muerto, reproducidas ad nauseam, tanto por la internet como por los medios tradicionales de comunicación, y puestas al servicio de los más variados discursos y operaciones ideológicas. Por poner un ejemplo bien conocido, la producción de la muerte violenta como hecho mediático ha jugado un rol crucial en la construcción del discurso sobre la seguridad en nuestras sociedades contemporáneas.³⁴

    Pero si la muerte no es un otro reprimido sobre el que deba echarse nueva luz, ni un reflejo fiel, diáfano y universal de la vida, ¿cuál sería el sentido de volver una vez más sobre ella? No es su presunta universalidad ni su correspondencia con la vida lo que nos interesa, sino su profunda e inasimilable plasticidad. No hay una sola forma de morir, ni siquiera dos, la buena y la mala, como predicaba la pastoral barroca. Más que un espejo en cuyo reflejo podríamos contemplar el verdadero rostro del hombre, o apreciar la homogeneidad de una sociedad universalmente católica, la muerte se nos revela como una superficie opaca, irregular, cambiante y heterogénea. De la misma forma que un prisma hace estallar la luz en una infinidad de colores, también la muerte descompone a una sociedad en sus infinitos matices. Lejos de constituir una plataforma de igualdad³⁵, la muerte se nos presenta como un espacio profundamente diverso y jerarquizado. Es a esa pluralidad de manifestaciones y significados, así como a su variación a lo largo del tiempo, a lo que nos consagraremos en este libro.

    En este sentido, nuestra perspectiva se distancia en cierta forma de aquellas investigaciones más tradicionales que han abordado esta temática para la región rioplatense a partir del análisis serial de las cláusulas testamentarias.³⁶ En una línea distinta –y mucho más cercana a la nuestra– se sitúan trabajos como los de Gabriela Caretta e Isabel Zacca, quienes han explorado las interacciones entre la dimensión política, social y religiosa de las prácticas funerarias en Salta y Jujuy, así como los conflictos y negociaciones entre los distintos actores sociales, en el marco de un proceso de transformación de los modelos de muerte.³⁷ Desde una perspectiva similar, María Elena Barral ha abordado esta problemática en el marco de una investigación más general sobre la religiosidad en el Buenos Aires rural tardocolonial.³⁸ Trabajos como los de Barral y los de Caretta y Zacca privilegian aspectos vinculados con las formas específicas que adoptan las manifestaciones religiosas en cada uno de estos contextos, así como las apropiaciones y las disputas de sentido en torno a este tipo de prácticas.

    A su vez, estos últimos trabajos se enmarcan dentro de un contexto historiográfico más amplio, que ha supuesto –durante las últimas tres décadas– una notable renovación de los estudios sobre la Iglesia y la religiosidad en el Río de la Plata tardocolonial y post-revolucionario.³⁹ En un sentido más general, creemos que este libro también es deudor y heredero de esa nueva historiografía de la Iglesia, en diálogo con la cual se ha desenvuelto nuestra investigación.

    3. Crisis y transformación de las sensibilidades religiosas en el Río de la Plata

    Hemos centrado nuestras indagaciones en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires. Por sus particularidades, consideramos que ésta ofrece un escenario privilegiado para estudiar la transformación que sufren las actitudes ante la muerte –y las prácticas devocionales en general– entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Por su condición de ciudad-puerto y por el dinamismo que le confiere su acelerado crecimiento económico y demográfico a fines del período colonial, la sociedad porteña adquiere una renovada vitalidad, sin por eso abandonar su vieja condición periférica con respecto a los centros del poder imperial. Esa doble condición señala la propia especificidad de Buenos Aires en el escenario más amplio de la monarquía hispánica y justifica un abordaje específico y diferenciado de las particulares modulaciones que adquiere la sensibilidad religiosa a escala local.

    El recorte temporal en el que se enmarca este libro obedece a la propia naturaleza de las problemáticas e interrogantes planteados. Dado que las grandes transformaciones en materia de sensibilidades y actitudes colectivas no poseen un acta de nacimiento ni pueden ser datadas con la certeza y precisión que ofrece un año o una fecha específica, la periodización propuesta aquí indica tan sólo un marco aproximativo. Lo cierto es que el último tercio del siglo XVIII supone un período de profundas transformaciones, tanto para la Iglesia hispanoamericana en general como para la sociedad rioplatense en particular.

    La expulsión de los jesuitas en 1767 constituye quizá la expresión más audaz del regalismo borbónico, pero es tan sólo una de las tantas medidas que habrán de sucederse sin solución de continuidad a lo largo de las últimas cuatro décadas del período colonial. En rigor, las políticas regalistas precedían al propio Carlos III. Las reformas –al principio muy tímidas– se venían insinuando cada vez con más fuerza desde comienzos de la centuria. La relación entre la Iglesia y la Corona, entre los eclesiásticos y sus feligreses y entre el rey y sus súbditos estaba cambiando aceleradamente. Sólo era cuestión de tiempo para que estas transformaciones, arraigadas en el plano de las ideas y de las instituciones, encontraran su correlato (en ocasiones impredecible) en el terreno mucho más inaprensible y difuso de las actitudes y sensibilidades religiosas.

    Hemos decidido tomar como punto de inicio de nuestra investigación el año de 1770, no sólo por la comodidad que ofrece una fecha redonda, sino también por la relevancia que adquiere este momento en particular como catalizador de un conjunto de transformaciones más amplias. A fines de 1769, el obispo de Buenos Aires, Manuel Antonio de la Torre, encara una profunda reestructuración del territorio eclesiástico de la ciudad. A la disolución del curato de naturales –en los hechos, ya inexistente– se le suma la creación de cuatro nuevas parroquias en el recinto de la ciudad, todas ellas a expensas de la vieja jurisdicción de la catedral. La estruendosa expulsión de los jesuitas, ocurrida tan sólo tres años antes, había dejado tras de sí un indisimulable vacío que resultaba imperioso conjurar. No ha de sorprender que la solución ensayada por el prelado consistiera en un enérgico fortalecimiento de la estructura parroquial y del clero secular, en detrimento del regular.

    La reestructuración de la red parroquial de Buenos Aires en 1770 ilumina un período de reformas particularmente intenso, que tendrá profundas consecuencias tanto para la Iglesia hispanoamericana en general como para el clero local. En pocos años se sucede la expulsión de los jesuitas (1767), la sanción del Tomo Regio (1769)⁴⁰, la celebración del sínodo de Charcas (1771-1773), así como sucesivas iniciativas tendientes a la reforma de las órdenes regulares, que habrán de encontrar un inesperado eco en el cabildo de Buenos Aires, en 1775.

    Ese mismo espíritu de reforma es el que lleva a la Corona a elevar el estatus de la ciudad a la condición de capital virreinal, medida que no hace más que confirmar

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