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Fred cabeza de vaca
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Libro electrónico357 páginas5 horas

Fred cabeza de vaca

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Una académica se propone escribir una biografía sobre «el artista español más universal desde Picasso»: Fred Cabeza de Vaca. Para ello, se sumerge en una investigación que pretende reconstruir la vida del artista fallecido, pero principalmente intentar descifrar el enigma detrás del artista y de la polémica persona. A través de entrevistas tanto con colegas como con algunas de las exparejas del artista y de los escritos y diarios del propio Cabeza de Vaca, emerge una figura por momentos fascinante, por momentos repulsiva, que funciona perfectamente como arquetipo del hechizo y los excesos del mundo del arte contemporáneo. Así, como lectores nos debatimos para buscar comprender si Cabeza de Vaca era un genio o un farsante, un visionario o un oportunista.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento24 abr 2018
ISBN9788416358649
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    Fred cabeza de vaca - Vicente Luis Mora

    Fred Cabeza de Vaca

    Fred Cabeza de Vaca

    VICENTE LUIS MORA

    Todos los derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,

    transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

    Copyright © Vicente Luis Mora, 2017

    Ilustración de portada

    © Riki Blanco

    Primera edición: 2017

    Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2017

    París 35–A

    Colonia del Carmen, Coyoacán

    04100, Ciudad de México, México

    Sexto Piso España, S. L.

    C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda

    28014, Madrid, España

    www.sextopiso.com

    Diseño

    Estudio Joaquín Gallego

    Conversión a libro electrónico

    Newcomlab S.L.L.

    ISBN: 9788416358649

    Índice

    PORTADA

    INTRODUCCIÓN

    CAPÍTULO I. EL ORIGEN

    CAPÍTULO II: LOS APRENDIZAJES

    CAPÍTULO III. LOS DIARIOS Y LA CRÍTICA DE ARTE

    CAPÍTULO IV. LA CARRERA ARTÍSTICA

    CAPÍTULO V. LA CONSOLIDACIÓN INTERNACIONAL

    CAPÍTULO VI. LAS MEMORIAS

    70

    DESPUÉS DE 70

    II

    CRÉDITOS Y NOTA FINAL

    NOTAS

    ADVERTENCIA PREVIA, QUE A ESTAS ALTURAS DE LA EXISTENCIA DE LA ESPECIE HUMANA SOBRE LA TIERRA NO DEBERÍA SER NECESARIA, POR OBVIA Y DE SENTIDO COMÚN, PERO QUE DEBE SER RECORDADA UNA VEZ MÁS, Y QUIZÁ CON MAYOR AHÍNCO QUE NUNCA, ANTE LOS PROFUSOS Y PAVOROSOS EJEMPLOS DE OLVIDO CONSTATABLES EN LOS ÚLTIMOS AÑOS, COINCIDENTES CON LA DESAPARICIÓN PROGRAMADA DE LA FORMACIÓN HUMANÍSTICA:

    Esto es una ficción.

    Ahora no es seguro si ha empeorado el arte o el material y es extraño que, cuando los precios de las obras han crecido hasta el infinito, la dignidad del arte haya desaparecido.

    Historia natural, Libro XXXIV, 5,

    PLINIO

    Examina la historia de las naciones y lisa y llanamente encontrarás el siguiente hecho abriendo camino: que el buen Arte sólo ha salido de aquellas naciones que se regocijaron en él; que se alimentaron de él como si se tratara de pan; que lo tomaron como si fuera sol; que exclamaron de júbilo en su presencia; que danzaron con el placer que les procuró; que discutieron por él; que pasaron hambre por él; que, de hecho, hicieron todo lo contrario de lo que queremos hacer con él –ellos lo hicieron todo para conservarlo; nosotros, para venderlo–.

    «Escuela de Arte de Cambridge: discurso inaugural» (1858), JOHN RUSKIN

    I

    INTRODUCCIÓN

    Pues en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna, Peter quiso acompañarme a una de las inauguraciones más nauseabundas a las que hemos asistido nunca, y eso que sobre dramaturgias socioculturales pestilentes teníamos largo camino recorrido. El acto tenía lugar en una de esas ciudades de provincias del norte de España donde siempre parece que acaba de llover; el patrocinio de la muestra corría por cuenta corriente de un banco con medio consejo de administración procesado por evadir fondos a paraísos fiscales; la autoridad más sobresaliente era un alcalde, condenado pocos meses después por corrupción inmobiliaria, siguiéndole en orden jerárquico una delegada del Ministerio de Cultura ya por entonces investigada por acoso laboral; el curador había obtenido el comisariado acostándose con el artista y, para no terminar, el artista había conseguido la sala entregando una pieza bajo cuerda al funcionario del Ayuntamiento encargado del cronograma expositivo de los espacios municipales. Todas esas componendas y cada uno de los repulsivos detalles eran comentados por el respetable con sonrisa de así está todo y, de paso, cómo va lo tuyo, chorreando la hiel risueña en los corrillos agrupados alrededor de mesitas de mantel blanco que alojaban el champán y los canapés de sucedáneo de caviar –o quizá de caviar, quién sabe, pues el banco pagaba–; los rumores eran comentados también por los artistas locales, rabiosos por haberse quedado fuera del Acontecimiento Regional del Año y reconocibles por el ceño fruncido y la acelerada frecuencia en la ingestión de bebida; los artistas foráneos, en el entretanto, preguntaban dónde conseguir coca o, en su defecto, el teléfono del representante de la entidad bancaria. Nosotros no éramos mejores, claro que no; tampoco podíamos dar lecciones, en absoluto, pero el nivel de espanto ambiental alcanzaba tales cotas que nos quedamos mudos, aferrados a las delgadas copas de espumoso como si fueran finísimas barras de un autobús de transporte colectivo que nos despeñaba a todos barranco abajo; soportábamos con estoicismo la tormenta de lugares comunes y Peter, cariacontecido y grave, anonadado ante la mendacidad de lo real, ante lo abrupto y lo mostrenco de lo real; ante la pornografía, la acedía y la mercancía de lo real; ante la artrosis, la adiposis, la halitosis y la Apocolocyntosis de lo real; ante el oscurantismo, el gregarismo, el matonismo, el positivismo y el desarrollismo de lo real; ante la indolencia, la omnisciencia, la violencia, la contundencia, la impenitencia y la inclemencia de lo real; ante la anamnesis, la partenogénesis, la hipótesis, la prótesis, la génesis, la ortesis y la heteropoiesis de lo real; ante la errancia, la disonancia, la arrogancia, la inconstancia, la jactancia, la reluctancia, la intemperancia y la superabundancia de lo real, levantó su brazo diestro, moviéndolo con enormes aspavientos de derecha a izquierda frente a sí, como intentando borrar una pizarra imaginaria, o pasar pantalla en algún dispositivo gigante e invisible, como si esa connivencia infame del arte con la política y la mercadería fuese un vídeo incrustado en una superficie frente a él y con el movimiento espasmódico de su mano pudiera borrar pizarra, ir a la siguiente imagen, cambiar pantalla, pasar la página, correr el telón.

    Creí oportuno comenzar la presente biografía de Fred Cabeza de Vaca con sus propias palabras, y escogí las anteriores por parecerme apropiadas como preámbulo, por varios motivos; en ellas late el carácter provocador del artista, fueron escritas en su madurez y, además, muestran varias coordenadas que serían medulares en su obra y su persona: el gusto por la escritura, su difícil convivencia –arte y parte– con el sistema artístico español y contra él, y su sentido del humor, entre cínico y desengañado. Este fragmento de sus inacabadas, o debería decir apenas comenzadas memorias, nos sitúa a la perfección ante la pregunta de quién fue Cabeza de Vaca. Uno de los mayores artistas que ha dado el mundo en el siglo XXI, sí, pues así lo han reconocido museos, colegas, críticos y millones de amantes de su obra, pero también una persona con numerosas dimensiones y profundidades, algunas de ellas abismales.

    A pesar de los numerosos testimonios disponibles sobre Cabeza de Vaca, y de los profusos escándalos que llenaron portadas y publicaciones con su imagen, nos queda la impresión de que el artista riojano fue un perfecto desconocido, alguien que logró mantener su personalidad oculta tras sus obras. Es increíble que una celebridad tan rotunda, que alcanzó su cénit en una época donde la exhibición propia y el control ajeno han eliminado cualquier forma de intimidad, pudiera conservar –quizá de forma estratégica, como veremos– tantos secretos. Un artista mundialmente conocido podía ser secreto de varias formas y modos, y materializar esa posibilidad fue otra lección ética de Cabeza de Vaca. Su vida íntima y sus peripecias biográficas son un misterio para la mayoría del público, que venera su figura artística y que sigue acudiendo en masa a retrospectivas de su obra. Esta biografía pretende acercar a los interesados la imagen de la persona siempre escondida detrás de sus piezas.

    Por todo ello, Fred Cabeza de Vaca pretende ser la primera biografía seria, rigurosa y documentada sobre «el artista español más universal desde Picasso», según expresó, con tanta emoción como exactitud, el presidente del Gobierno en el discurso que pronunció en el sepelio de Cabeza de Vaca. Los intentos anteriores de recapitular la vida del artista, que tendían más al escándalo morboso que al estudio integral y desapasionado de la persona vista desde su trabajo artístico y no al revés, sólo han encontrado el rechazo de la crítica especializada y el desinterés de los lectores. Un monumento nacional como Cabeza de Vaca, con tantas aristas ocultas, a quien siempre persiguió la polémica, requiere de un esfuerzo extraordinario de precisión, de imparcialidad revisora y de un proyecto biográfico de más altas miras. En lo que sigue el lector encontrará un acercamiento a medias literario y a medias histórico, cuyo objetivo es situar al artista en sus contextos personal, familiar y social, con el fin de entender mejor algunas claves biográficas de su trabajo. No se intenta con ello caer en la temible falacia biográfica, sino ofrecer una perspectiva de análisis más amplia, a fin de que el lector interesado en la obra de Fred Cabeza de Vaca tenga acceso a todas las facetas de este poliédrico artista, premiado y reconocido a lo largo y ancho del planeta.

    Para dar una idea clara de su figura en orden cronológico, dividiremos la presente obra en capítulos. El «Capítulo I. El origen», se dedica a la construcción –en lo posible– de la experiencia biográfica de Cabeza de Vaca durante sus difíciles primeros años. El «Capítulo II. Los aprendizajes», buceará en su formación académica y universitaria, amén de examinar el nacimiento de su inquietud artística. A lo largo del «Capítulo III. Los diarios y la crítica de arte», estudiaremos la importancia de la escritura para Cabeza de Vaca, quien la utilizó como instrumento clave tanto de su expresión autobiográfica y confesional (sus diarios primero y sus memorias en los últimos años) y de su trabajo alimenticio (la crítica de arte). En el «Capítulo IV. La carrera artística y las rupturas personales», exploraremos la evolución de Cabeza de Vaca de crítico a artista, y nos preguntaremos si ese radical cambio profesional pudo tener que ver con su azarosa vida sentimental durante los mismos años y con los escándalos públicos que protagonizó. El «Capítulo V. La consolidación internacional», nos guiará por sus vivencias desde que se produce su salto a la fama y la gradual difusión de su obra por los cinco continentes. Para terminar, examinaremos en el «Capítulo VI. Las memorias y la consagración post-mortem» su pulsión evocadora y las huellas de su legado en las generaciones posteriores y el previsible eco en las futuras.

    En la rúbrica del Capítulo IV se detecta lo que será una constante a lo largo de todos ellos, cual es la imbricación indistinta de cuestiones personales y profesionales; como decíamos arriba, creemos que una perspectiva biográfica de Cabeza de Vaca no puede separarlas. El artista sufrió los golpes del destino desde edad muy temprana y los devolvió de adulto, lo cual no sirve para descargarle de responsabilidad, pero contextualiza sus acciones y contribuye a su mejor entendimiento. También incorporaremos a cada apartado una selección de escritos de su puño y letra, pues Cabeza de Vaca fue siempre proclive a la escritura; esos textos añadirán luz sobre sus preocupaciones y propósitos, puntuales unas veces, constantes otras.

    Antes de entrar en materia, quisiera agradecer a mis compañeros del Departamento de Arte y Estéticas Emergentes de la Universidad Complutense el apoyo recibido para afrontar este proyecto; también debo mencionar a Rosario Martos, Josep Lerull y Ramiro Mecamp, por sus imprescindibles aportes y testimonios sobre la figura de Cabeza de Vaca, sin los cuales hubiera sido imposible siquiera plantear esta indagación. Y ahora, sin más preámbulo, comencemos por el principio.

    NATALIA SANTIAGO FERMI

    CAPÍTULO I. EL ORIGEN

    Ahondar en la vida temprana de Cabeza de Vaca imponía como tarea inevitable visitar Albelda de Iregua, el pueblo riojano en el que Cabeza de Vaca pasó su niñez y buena parte de su adolescencia durante las dos últimas décadas del siglo pasado. Mi propósito era destejer la capa de silencio que existía sobre esa etapa vital del artista al comenzar mi investigación, una fase cuando menos tan importante para él como para cualquier otra persona. Por extraño que parezca, ni en sus escritos (con una excepción, recogida más adelante), ni en cartas, ni en entrevistas se refirió nunca Cabeza de Vaca a su infancia, y tampoco he encontrado durante mi larga pesquisa sobre él, que comenzó en mi tesis de doctorado, noticia alguna referente a su estadía en su localidad natal.

    Albelda de Iregua, donde vino al mundo Cabeza de Vaca el 15 de agosto de 1980, es una localidad tranquila de apenas 4500 habitantes, situada en las estribaciones de una formación montañosa que da lugar al Valle de Iregua, de economía principalmente agropecuaria. Su población subió repentinamente en torno a 2022, al convertirse en un enclave de moda para el turismo rural: centenares de familias se mudaron primero a los alrededores y, finalmente, al núcleo urbano, atraídas por su calma y su aspecto intemporal. Estos datos me los facilitó una amable maestra de escuela, con quien trabé conversación en un bar recién llegada al pueblo. Había intentado, sin éxito, entrevistarme con el alcalde a fin de comprobar cuáles iban a ser los actos en recuerdo de Cabeza de Vaca en su localidad de origen, pero desde que llegué al Ayuntamiento no encontré más que dificultades y rodeos. El concejal de Cultura no quiso reunirse conmigo, alegando que tenía una reunión fuera, ni fijó tampoco una cita para otro momento, con la exótica excusa de que «la muerte de Cabeza de Vaca ya ha tenido toda la publicidad necesaria, no hace falta más», rehuyéndome luego como si fuese al cobro de algún recibo molesto o gravoso. El teniente de alcalde no supo o no pudo indicarme la existencia de ningún monumento o placa dedicado al artista en el pueblo, e ignoraba si existía documentación al respecto en el Archivo Municipal. Tampoco dio órdenes para que tal búsqueda se hiciera. No se movió un dedo. Nadie parecía saber nada, o nadie quería saber nada. Advertí algo extraño en el ambiente, como si el aire se combase por la tensión cada vez que aparecía el apellido del más ilustre de los hijos de Albelda de Iregua.

    Tras la improductiva visita al consistorio fui a un bar en los alrededores de Los Frailes a tomar un café, y en él coincidí con la maestra de escuela antes referida, que pudo y quiso darme algunos datos respecto a la intrahistoria del pueblo, quizá por no ser ella tampoco oriunda de Albelda. Se había mudado pocos años atrás y no conocía a Cabeza de Vaca, aunque, al mencionar el nombre de la madre, dedujo que podría tratarse de una amiga de su propia progenitora, ya fallecida. Tomó su teléfono y mandó un mensaje a su tía, quien confirmó la identidad y le indicó la calle donde había vivido la familia del artista. La profesora tuvo además la gentileza de acompañarme hasta el lugar exacto.

    Cada una de las casas de la calle Santa Isabel parece hecha en una década distinta. Los estilos tradicionales se mezclan con los más modernos y el resultado es caótico: edificaciones de adobe conviven con ladrillo visto; muros de cal se alternan con terminaciones de cerramiento o cierro metálico, solares tapiados siguen a balcones llenos de flores, y mamposterías encastradas de los años cuarenta dejan paso a fachadas funcionalistas de los sesenta y setenta. En una de esas casas vivió Fred Cabeza de Vaca. Me costó bastante trabajo encontrarla porque la mayoría de los vecinos, muy simpáticos y hospitalarios al llamar a sus puertas, torcían súbitamente el gesto cuando surgía el nombre de la madre de Fred, y huían pasillo adentro en cuanto les era posible. Un afilador anciano que arrastraba su moto, cargada en su asiento posterior con la rueda y demás enseres del oficio, acalló su aguda chifla al oírme mencionar el apellido y puso delicadamente su mano en mi hombro.

    –Venga conmigo, señorita, iba a tomarme un tinto.

    Pablo, pues así se llama el hombre, me acompañó a un bar cercano (los bares parecían los únicos lugares del pueblo donde la gente se dignaba a hablar conmigo), y respondió a algunas de mis preguntas. Del niño Fred, Federiquín para él, se acordaba: Siempre estaba jugando al fútbol en la calle con los demás críos; la portería era el garaje de la casa del Esteban, el portón siempre se quedaba abierto y la pared del fondo terminaba llena de redondeles de barro. De la madre de Fred prefería no acordarse. Luego me dio un dato que desconocía por completo: Se acabaron yendo del pueblo, es difícil convivir con un suicidio en un sitio tan pequeño, y cuando un hombre con hijos pequeños se suicida aquí, todos piensan que la culpa es de la viuda. ¿Por qué tiene que ser culpa de la mujer?, le pregunté yo, algo molesta. Porque, o no lo vio venir, o no habló con la Guardia Civil si lo viera, me respondió el viejo, muy serio. Al principio no supe decir nada, aunque luego le pregunté: ¿Y si se suicida una mujer, es culpa del viudo? Pablo dijo: Las mujeres con hijos pequeños no se suicidan en Albelda, o, si alguna se mató, no conozco yo el caso. Confusa, volví a pedirle que hiciera memoria sobre la madre de Fred. Era una mujer extraña, miraba siembre esquinada, aunque la tuvieses enfrente. Tenía el pelo gris desde joven y nunca se lo tiñó, como si quisiera parecer vieja. De vieja no sé qué querría parecer, pues marchó a la capital. ¿A Logroño? No, a Madrid. Para Madrid arrean todos los que quieren empezar de nuevo por irles mal acá. El marido, Federico se llamaba, ¿no?, eso, correcto, Federico era bisuejo –bizqueó los ojos cuando le pregunté qué significaba la palabra– y muy cabal, no se metía en problemas y era buen boticario. La gente li estimaba, aunque siempre andaba como perdido y triste, como marrado de hora o de vida. O de mujer, que malo es equivocarse de pueblo, pero peor es no acertar con la parienta. El defunto era noble pero ella, usted me disculpará, no lo era mucho, o no sabía fingirlo. A mí me flojaba el duro de afilar con disgusto, como haciéndome un favor. Gente así no arraiga en el pueblo, porque la mala crianza se ve en las personas igual que en los puercos, no hay quien la esconda cuando llega el sanmartín. El niño quedó como atontado tras la muerte del padre, él tendría por entonces unos diez años; me contó mi sobrina Loles que el Federiquín comenzó a ir mal en la escuela donde ella enseñaba, no, no creo que pueda hablar con ella porque mudó a Zaragoza hace tiempo, cuando se casó, le decía que el niño traspieaba en las clases y hablaba diz que tonterías. Tiempo después del deceso, cuando la madre se encontraba a alguna persona que venía de la ciudad y que li preguntaba por Federico padre, ella solía responder que había muerto y, como ella callaba la razón, la otra persona se quedaba muda, pero sospechaba la causa, porque en los pueblos, cuando no se cuenta de qué ha muerto alguien, todos sabemos cómo se ha muerto. Y si Federiquín iba con ella, el zagal corregía a la madre y decía: «Mi padre se colgó de una viga en mi casa»; en el colegio lo contaba después muy risueño a los amigos, y cuando mi Loles li regañaba diciéndole que debía tener rancilla por esas cosas que decía, el niño muy puesto li contestaba que no pasaba nada, pues cualquier cosa que dijera li sería perdonada por ser un niño, y que su madre merecía la vergüenza. Ahí se paró don Pablo y se quedó mirando a un cartel antiguo de toros pegado a la pared del fondo del bar, como callándose algo. Le animé a decirlo. Él dudó, pero le sonreí para animarle. Al final lo soltó. La Loles lo quería mucho al Federiquín porque lo sentía muy solo. Pasaba ratos con él en la escuela para ayudarle con la tarea de clase y que no se retrasara en los estudios. Nos contó que una vez, tras haber estado en un sepelio la noche anterior, Federiquín le dijo a mi sobrina que se había fijado en que las mujeres compadecen mucho al hombre que sobrevive a su parienta, y que estaba deseando ya que cuando fuera mayor se le muriese alguna novia, para que todas las demás chicas sintieran pena por él y pudiera besarlas en la boca.

    Estuve a punto de atragantarme con el café.

    Hay otra persona con la que tiene usted que hablar, me dijo. Me llevó fuera del bar y me señaló el sillín trasero de su vetusta Vespino, del que apartó la piedra de afilar para llevarla sobre sus rodillas. Mi madre condujo un ciclomotor igual de adolescente, lo he visto en fotos; ni siquiera podía imaginarme que siguieran existiendo Vespinos con capacidad de rodar. Algo nerviosa por la fragilidad que mostrábamos encaramados a un vehículo sólo un poco más estable que un patinete, atravesé con el anciano el pueblo.

    Llegamos a una casa algo retirada, con un pequeño huerto delante lleno de tomates y brotes de judías. Don Pablo tocó a la puerta y apareció una mujer con el pelo recogido en un moño y secándose las manos en el mandil. Hablaron en voz baja, mientras yo me mantenía en el perímetro de la verja exterior. Ella cambió la cara y me miró tensa y desconfiada. Sólo será un momento, no la molestaré, dije en voz alta. Ella entró en la casa dejando la puerta abierta y don Pablo regresó adonde yo estaba, se despidió de mí, le di las gracias, me dijo: «Recuerde que, cuando intentamos moverlas, las cosas arrumbadas nos pringan las manos de mugre», con una sonrisa triste, y tomó su moto para marcharse. Acto seguido salió de la casa un hombre de mediana edad muy furioso, y sin mirarme tomó caminando el sendero por el que se volvía al centro del pueblo. La mujer volvió a salir, con los ojos llorosos, y ensayando algo parecido a una sonrisa, dijo «pase».

    Tras presentarse, me llevó al humilde salón de la casona, decorado con gusto dentro de la sencillez. Me senté mientras ella iba a la cocina para preparar una manzanilla. Mientras se entrechocaban los vasos la oía llorar de fondo. Se había secado los ojos cuando trajo la bandeja a la mesa.

    –Le ruego que me disculpe si la he…

    –Me ha dicho Pablo que Federico está muerto.

    –Muerto y enterrado, sí, desde hace algún tiempo.

    –Mejor así.

    –Yo… yo estoy haciendo una biografía sobre él, y para ello recabo documentación y entrevisto a personas que lo conocieron. Por sus palabras, deduzco que Cabeza de Vaca y usted tuvieron algún tipo de relación estrecha.

    –Nunca, jamás. Ése fue el problema.

    –No sé si la entiendo.

    –Desde que éramos niños, Federico intentó siempre pedirme de salir, ya sabe, que fuésemos novios. Yo nunca le di el sí, y no porque no me gustara, que me atraía, como a todas, porque era el único chico del pueblo que parecía extranjero, como alemán, tan rubio y con esos ojos tan azules que tenía, sino porque era diferente de los demás niños, demasiado diferente. La verdad, señora, es que siempre me dio un poco de miedo.

    –¿Miedo?

    –Sí, me daba la impresión de que no quería estar conmigo, sino utilizarme. A los chicos les gustaban los instrumentos, preferían los objetos a las chavalas. Él y sus amigos se servían de los escarabajos y lagartijas que se encontraban: los sujetaban, les extendían las patillas o la cola, y buscaban palillos para abrirles los cuerpos por la mitad y examinarlos. Al hacerlo, no mostraban ninguna emoción.

    –No sé si la entiendo…

    –Yo no era tonta y tampoco éramos tan niños, ya sabíamos todos que no era la cigüeña la que traía a las criaturas al mundo. De modo que yo sospechaba que Fede quería abrir mi cuerpo también, y que cuando lo hiciera tampoco iba a sentir emoción. Iba a ser para él como un experimento, una cosa que hay que hacer y punto. Yo hubiera sido el instrumento, ¿me entiende? Era un chico brusco y difícil, iba a por lo que quería y lo tomaba sin preguntar. Algo me atraía hacia él y algo más adentro, otra sensación más fuerte, me repelía y me alejaba de su lado, como si hediese a estiércol. Hice bien en rechazarlo y lo descubrí muy pronto: para fastidiarme, perdió la virginidad con una de mis mejores amigas, para quien era su primera vez también, y la dejó tirada justo después de acabar. Al día siguiente no quería ni verla después de las clases del Instituto. Ella estuvo cuatro días seguidos llorando y yo tuve que consolarla. En ese momento entendí que debía mantenerlo lo más alejado posible de mí.

    –Error.

    –Veo que lo conoció usted, o que habrá hablado con otra gente que tuvo trato con Federico. En efecto, cuanto más lo apartaba más ganas tenía de mí, más me buscaba, por todas partes: entre clases, en los recreos, en las verbenas y fiestas patronales, los fines de semana cuando estaba con mis amigas, etcétera. Estaba obsesionado conmigo. Hasta los jefes de estudio debían cada poco advertirle de que no se pasara por mi clase, no se imagina usted lo insistente que era. Cada vez que yo tonteaba con un chico, éste tenía que pelearse con Federico para mantenerlo a raya. Y no era fácil, porque Fede tenía mucho nervio y utilizaba en las peleas las peores mañas.

    –Esa costumbre la mantuvo de mayor.

    Ella se echó hacia atrás y recogió su pelo rubio salpicado de canas en un moño, fijándolo con un bolígrafo. Era difícil discernir si su mueca era una sonrisa o la contracción del rostro previa al llanto. Sus manos estaban secas y estropeadas, pero la piel de sus brazos era blanca, suave, sin impurezas.

    –No me sorprende. Cuando su madre y él se fueron del pueblo pensé que por fin podría descansar. Pero, para mi sorpresa, no se olvidó de mí tras marcharse a la ciudad, como suele ocurrir siempre con los chicos de aquí: todos dicen que van a escribirte y que van a volver, pero tan pronto como cruzan la primera circunvalación de la ciudad, el pueblo deja de ser un espacio para convertirse en tiempo pasado. Quien vuelve, pierde. Es una ley no escrita. Pero Federico, Fede lo llamaba yo y se ponía de los nervios al oírlo, era diferente hasta en eso. No sólo me escribía, sino que también me llamaba, para desesperación de mis padres y de mis siguientes novios, con los que siempre acababa teniendo peleas por su culpa, como la que acabo de tener con mi marido.

    –Le ruego que me perdone, ha sido culpa mía…

    Hizo un gesto horizontal con el brazo, como si segase trigo.

    –No se preocupe, es la historia de mi vida. De cuando en cuando Federico volvía al pueblo, con las excusas más peregrinas, pues lo que quería era verme a mí y sacarse la espinita. Yo era sólo una cuenta pendiente. La única moza que siempre había dicho no. La antigua obsesión se había convertido en un asunto de orgullo, y venía por aquí pavoneándose, cuando ya triunfaba en Madrid, dejándose ver, intentando besarme, o molestándome incluso cuando estaba con mis parejas, guiñándome el ojo desde lejos para que ellos se pusieran furiosos. Hubo, sin embargo, una pausa larga. Después de estar varios años sin saber de él, me escribió contándome que acababa de romper con la novia o pareja que más tiempo le duró. Fueron buenos aquellos años, sin tener noticias suyas. Decía en ese correo que volvía a la carga, que iba a regresar a Albelda a buscarme, porque estaba harto de

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