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Cuerpo y cultura: Las músicas "mulatas" y la subversión del baile
Cuerpo y cultura: Las músicas "mulatas" y la subversión del baile
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Libro electrónico619 páginas11 horas

Cuerpo y cultura: Las músicas "mulatas" y la subversión del baile

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El presente estudio examina el papel central del baile en la conformación de las identidades sociales a través de las cuales se configuró el mundo civil en los países caribeños. Analiza en detalle la musicalidad afroamericana, que facilitó el reencuentro entre el canto y el baile que la separación mente-cuerpo de la modernidad occidental había lanzado por rumbos opuestos. Y presenta, a su vez, una historia social abarcadora de las músicas "mulatas" bailables, desde las primeras contradanzas y habaneras del siglo xix hasta el reggaetón de comienzos del xxi.
En palabras de Aníbal Quijano, "Ángel Quintero Rivera ha logrado ubicar en ese nudo que entrelaza todos los procesos, vertientes, caminos, herencias, utopías y proyectos, el origen y las peculiaridades musicales y danzantes de lo que llama las "músicas mulatas", no sólo sus conexiones sociales y políticas visibles".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2014
ISBN9783865278234
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    Cuerpo y cultura - Ángel G. Quintero Rivera

    PREFACIO

    «¡Baile, botella y baraja!»: esa fue la consigna de la política de algunos gobernadores en el período colonial español para distraer a sus súbditos caribeños y mantenerlos alejados de las ansias de libertad e independencia. Por otro lado, muchas revueltas de esclavos en dicho contexto colonial se iniciaron precisamente en sus bailes.

    Tumba la la la,

    Tumba la la lé

    [?] que en Poltorrico

    escravo no quedé

    Así cantaba, de hecho, una copla perteneciente a un baile antillano «negro» del siglo XVII, que llevaba de nombre «El Portorrico», la primera referencia a esta isla caribeña en cualquier música escrita¹. A la copla citada la precedía la siguiente:

    Un negro que entró en la iglesia

    de su grandeza admirado

    por regocijar la fiesta

    cantó al son de un calabazo:

    Canto y baile aparecen desde entonces absolutamente entrelazados.

    «¡Baile, botella y baraja!»¿Diversión enajenada o fiesta libertaria? Como adelantan estos ejemplos, el baile reviste connotaciones opuestas en distintas prácticas relacionales e imaginarios sociales. Los gobernadores coloniales consideraban el baile fundamentalmente como una «diversión», que podía ser, incluso, distrayente, mientras que para los esclavizados o «esclavizables» las prácticas danzarias constituían una expresión ritual de memorias colectivas, una estética de la seducción (como examinaremos más adelante) o una vía de comunicación e incitación libertaria.

    La expresión corporal de —y en— elaboraciones sonoras es, como la música misma, una de esas prácticas humanas que podríamos llamar universales. En prácticamente cualquier sociedad que haya sido objeto de estudio sistemático historiadores y antropólogos registran algún tipo de baile. Los estudiosos evidencian también la profunda historicidad de esta práctica «universal», pues se baila y se concibe el baile de maneras muy diversas en distintas geografías y épocas. La combinación de universalismo y particularidad histórica le confiere a las prácticas danzarias un amplio terreno para el diálogo —y sus posibilidades subversivas— en un mundo crecientemente «globalizado». Este libro se propone examinar la historicidad de los significados socioculturales del baile en la América «mulata», especialmente en el Caribe. Mencionar el Caribe supone referirse a un espacio relacional de sociedades que se han distinguido por su insistencia, pasión y creatividad danzarias, y cuyas músicas bailables y sus bailes mismos han tenido repercusiones amplias evidentes a nivel internacional (Sloat 2002).

    «¡Baile, botella y baraja!»No sólo distintas geografías y épocas manifiestan diversas concepciones del baile. Éstas constituyen además, en algunas sociedades —como es el caso, definitivamente, en las de la América «mulata»— elementos centrales de sus luchas sociales internas. Como bien apuntara la aguda investigadora brasileña Edinha Diniz,

    Historicamente as danças negras sempre apresentaram uma sensualidade malvista pelos brancos […] As inúmeras acusações de sensualidade das danças negras nos faz suspeitar de que o uso do corpo neste caso possa ser entendido como uma expressão mesma da rebeldia escrava. Pois a soltura e desrepressão corporal do negro parecem exceder as exigências coreográficas rituais. Assim, mais que elemento característico da cultura negra, o fato do escravo manter enorme flexibilidade corporal nas suas danças pode indicar a necessidade de liberar seu corpo, patrimônio do senhor […] da mesma forma que a tão aludida indisciplina como traço do comportamento brasileiro parece apontar no mesmo sentido (Diniz 1999: 82-83)².

    Así, bailes que podrían considerarse en un primer plano como africanismos, como memorias heredadas de otras geografías y épocas (Herkovits 1941), se recrean transformados (en este ejemplo, reenfatizando la flexibilidad —y libertad— corporal) en el marco americano concreto de las resistencias contra la dura realidad que experimentaban cotidianamente los esclavizados³.

    Aparte de los debates —¡siempre fundamentales!— sobre los orígenes, este libro pretende dotar a los lectores, que seguramente han experimentado muchos goces y alegrías bailando, de algunas herramientas para que el baile sea, como en la polémica cita anterior, motivo también de reflexión… y de esperanzas por un mundo mejor. Las visiones contrastantes sobre las posibles connotaciones del baile con las cuales iniciamos el libro tienen raíces en concepciones enfrentadas mucho más amplias, que revisten un profundo carácter político de alcance general. Uno de los pilares de la ideología que la llamada «modernidad occidental» ha querido imponer (especialmente desde el siglo XVII) en su expansión colonial se sustenta en una radical separación entre mente y cuerpo, donde se concibe la razón como lo humano al tiempo que se «expulsa al cuerpo del ámbito del espíritu», según hemos citado de Aníbal Quijano en el Primer Repiqueteo del Jaleo (2000: 223, 225), y que él expande en su «Presentación» de este libro. Esta separación se monta, a su vez, en la distinción entre lo humano como sujeto y la naturaleza como objeto sobre el cual se actúa. En el marco de esta separación, la civilización se identificará con la razón; mientras la naturaleza —entre ella, las «pasiones» del cuerpo, sus urgencias y ¡hasta su expresividad!— como la barbarie.

    El desarrollo de visiones alternas es importante en la lucha contra la colonialidad y el racismo que esta ideología sustenta. En Cuerpo y cultura pretendo unirme a múltiples y variados esfuerzos que van conformando lo que quisiera denominar como un humanismo ecológico que, en lugar de hacer énfasis en las distinciones entre lo humano y la naturaleza, visualiza a ambas como esferas interactuantes de una misma realidad. No me refiero a una nueva teoría holística, sino a unos cambios en paradigmas y sensibilidades que pueden llegar a constituir un terreno de diálogo y acciones concertadas entre visiones, prácticas y teorías complementarias.

    Las visiones alternas se desarrollan sólo parcialmente desde el trabajo intelectual. Muchas van conformándose desde el mundo popular en las prácticas sociales mismas; prácticas que el trabajo intelectual puede, humildemente, ayudar a resaltar. El humanismo ecológico ha ido configurándose tanto en nuevas investigaciones e interpretaciones⁴ como en el redescubrimiento de saberes ancestrales⁵ y de prácticas sociales e históricas⁶. Analizando algunos de los avatares de los bailes caribeños, sus significados socioculturales, sus elaboraciones artísticas y su intensidad expresiva y comunicativa, intento resaltar en este libro lo que hay en éstos de camuflado alegato por una revisión de concepciones que posibilite una relación más democrática y enriquecedora entre cuerpo y cultura.

    En 1998, luego de unos quince años intensos de investigaciones, reflexiones y análisis, publiqué el libro ¡Salsa, sabor y control! Sociología de la música «tropical». Titulé su primer capítulo —inspirado en uno de los mejores escritos existentes sobre la música del Caribe, Del canto y el tiempo del maestro Argeliers León (1984)— «Del canto, el baile… y el tiempo» (2005: 32-86). Aunque —añadiéndole el baile al «concepto» de Argeliers León— atisbaba ya su importancia, en realidad ¡Salsa, sabor y control! concentra su intento de impugnar la colonialidad del saber eurocéntrica en lo sonoro: concretamente, en las concepciones del tiempo que lo sonoro expresa. A partir de la aparición de ¡Salsa, sabor y control! se me invita frecuentemente a resumir, ampliar o reformular sus argumentos en seminarios, foros, conferencias o publicaciones colectivas. Cuerpo y cultura surgió originalmente de ese proceso, donde fui trasladando el foco de atención de lo sonoro a lo danzante; o más bien, donde me propuse analizar su inseparable interrelación. Reúne cinco ensayos bajo el hilo conductor de la importancia del baile para una segunda impugnación subversiva a la «cárcel de larga duración» del eurocentrismo racista: el cuerpo (y su naturaleza) como sujeto, como generador de cultura, de expresividad, comunicación y elaboración estética.

    Esos cinco ensayos fueron revisados en detalle para su integración como libro. Intenté minimizar las repeticiones entre ellos, elaborando puentes de interrelación que fortalecieran su hilo conductor, e incorporando los nuevos argumentos y análisis que desarrollaba a partir de la investigación adicional que había requerido realizar el que es, precisamente, su articulación y su hilo conductor, el baile. Aunque obviamente la lectura de ¡Salsa, sabor y control! facilita comprender más cabalmente los textos que aparecen aquí, todos ellos fueron escritos de manera que no fuera preciso conocer aquel libro, lo que inevitablemente conllevó reproducir algunos de sus argumentos, sobre todo aquellos desde donde partían las nuevas investigaciones y reformulaciones. Leyendo la versión final que ahora someto al juicio (¡y disfrute, espero!) de ustedes, los lectores, me doy cuenta de que tanto ayuda ¡Salsa, sabor y control! a comprender mejor Cuerpo y cultura, como Cuerpo y cultura a releer con más sólidas herramientas analíticas ¡Salsa, sabor y control!, aunque no fuera originalmente éste su propósito. Antes de percatarme yo de eso ya lo había atisbado —con su tan aguda inteligencia y profunda sabiduría— Aníbal Quijano, cuando en su generosa «Presentación» hace referencia constante a ambos escritos.

    Una de las intersecciones entre los dos libros que la «Presentación» recalca es la intención de ambos de romper con lo que Quijano llama la «cárcel de larga duración» del eurocentrismo analítico. Esta liberación no se alcanza nunca por decreto, ni por la mera intención de lograrla, sino por un muy trabajado proceso de investigaciones, reflexiones, análisis y argumentaciones; en ese sentido, este punto central de la «Presentación» de Quijano merece que comparta con los lectores una reflexión de mi propia trayectoria al respecto. Más aun cuando en los estudios de los bailes autóctonos y sus músicas ha predominado más bien lo que podría calificarse como una tendencia inversa: un indigenismo provincial centrado en la cultura propia, que describe sus bailes y músicas sólo como aconteceres nacionales. Intentaré hilvanar seguidamente, pues, de la manera más abierta y honesta que el recuerdo subjetivo permite, los avatares de mi desarrollo intelectual y personal (que reconozco «titubeante») hacia prácticas analíticas alternativas a dicha «cárcel de larga duración».

    Después de una formación académica básica —bastante buena, por cierto— en la Universidad del Estado de mi país, fui, como muchos otros colegas latinoamericanos y caribeños, a proseguir estudios de posgrado a uno de los grandes centros académicos del «primer mundo». La mayoría de los puertorriqueños —entonces, como todavía— seguían sus estudios de posgrado en Estados Unidos; en gran medida por la particular relación (colonial) de este país latinoamericano con «el coloso del Norte», aunque también por la hegemonía internacional que ya ejercía la academia norteamericana en las Ciencias Sociales, que era el campo de mi interés (aunque siempre me interesó mucho también la Música, nunca pude estudiarla formalmente; mi formación al respecto ha sido —con todas sus ventajas y limitaciones— fundamentalmente autodidacta). Intentando romper con las convenciones decidí solicitar admisión en una universidad europea; concretamente, la London School of Economics and Political Sciences, asiento institucional del profesor Ralph Miliband, quien había sido tutor de mi único maestro marxista en la Universidad de Puerto Rico, Pablo García.

    Tuve la dicha de llegar a Londres en el convulso 1968, que bien ha identificado el gran historiador del «sistema-mundo», Immanuel Wallerstein, como un año de quiebre fundamental en los largos siglos de conformación de la «modernidad» eurocéntrica⁷. La London School of Economics (LSE) —de vieja tradición jacobina, y cuyo clima intelectual debía mucho al espíritu que le imprimieron Harold Laski y Tom Bottomore, dignos representantes de la corriente «democrática» del marxismo⁸— fue en Inglaterra el centro de las revueltas estudiantiles de aquel año célebre. Junto a compañeros británicos, europeos en general, norteamericanos y algunos del «tercer mundo», participé en las marchas estudiantiles por Londres, coreando «Free, free LSE! / Take it from the bourgeoisie!», y en la «ocupación» que hicimos de los vetustos buildings del East wing de la universidad. En dicha ocupación intentábamos autoeducarnos democráticamente en una tradición académica antihegemónica, añadiendo, a las buenas lecturas convencionales de mi programa en Sociología Política —Marx, Weber, Pareto, Mosca, Michels, Pitirim Sorokin, Dahl o Robert Merton—, discusiones sobre otros escritos menos «ortodoxos» y más libertarios: Rosa Luxemburgo, Gramsci, Trosky, Marcuse, Isaac Deustcher, Edward Hallett Carr o Alejandra Kollontai.

    Fue mucho lo que aprendí en aquellas luchas estudiantiles seriamente académicas; y con mis maestros británicos de la mejor tradición de la academia contestataria comprometida: E. P. Thompson, Eric Hobsbawm, Joan Robinson, Maurice Dobb, Raymond Williams, Stuart Hall y, por supuesto, de manera mucho más continuada y directa con Ralph Miliband. Muchos de ellos estaban además muy vinculados a la educación popular obrera —que llamaban entonces, de manera muy low key, adult education—, y con las luchas democráticas-electorales de lo que aún se entendía como «el brazo político de su clase», el Labour Party⁹, de manera similar a como nos entusiasmamos muchos latinoamericanos con la perspectiva de revolución democrática que se abría ante la victoria electoral de la Unidad Popular (y Salvador Allende) en Chile, pocos años después.

    Fui influenciado también por unos —entonces jóvenes— académicos que, llegando a dominar el movimiento del New Left, se hacían «a codazos» un espacio al margen de las instituciones académicas establecidas: Robin Blackburn, Perry Anderson, Tom Nairm… Recuerdo que Blackburn trabajaba una tesis doctoral sobre la historia de la esclavitud en Cuba, y que su dedicación al desarrollo de los nuevos «instrumentos» anti-institucionales no le permitió completarla sino hasta muchos años después (1988). Fue, de hecho, como joven lecturer del LSE, uno de los líderes principales de la «ocupación», en el marco de la cual organizó un seminario —muy bueno— sobre «Sociología de la Revolución», en el que participé como alumno, y por el cual fue pronto expulsado de la universidad, dedicándose de lleno a la conformación de la editorial Verso y la consolidación del New Left Review. Tanto los más establecidos profesores contestatarios arriba mencionados, como los más jóvenes que se apropiaban del New Left, eran extremadamente meticulosos y rigurosos con su trabajo intelectual, que entendían como parte de —y su contribución principal a— un compromiso político en su sentido amplio: un compromiso profundamente experimentado y sentido con su tiempo, su mundo y la sociedad donde cotidianamente vivían o querrían vivir, es decir, con su país.

    Aprendí mucho también de mis compañeras de estudio seniors en Inglaterra, británicas o «britanizadas»: la escocesa Kate Young, la inglesa Sheila Rowbotham, y la alemana (entonces, casada con un catalán) Verena Stolcke, que, para aquella época, experimentaban formas novedosas (históricas, antropológicas y políticas) de poner sobre el tapete la crítica antipatriarcal en aquellas luchas democratizantes. Es interesante que dos de ellas lo hacían a través de sus investigaciones sobre América Latina, y Stolcke, en concreto, sobre el Caribe¹⁰. Aprendí además del intercambio con varios colegas latinoamericanos, como Ernesto Laclau, entonces un joven profesor de Essex, que se quedó a vivir allá (lo que es evidente en su producción posterior, cuyos escritos siempre sugerentes, aunque básicamente eurocéntricos, contrastan con la frescura de sus pioneros trabajos argentinos sobre el populismo peronista); así como con otros que regresamos teórica y vivencialmente a nuestros países: el centroamericano tan sabio Edelberto Torres Rivas, por ejemplo, quien casi inmediatamente después formaría parte de las corrientes renovadoras en la sociología latinoamericana agrupadas como «los estudios de la dependencia»¹¹.

    No reniego, pues, de mi formación inicial en la academia sociológica europea. Además de un adiestramiento sólido en la investigación y la lógica analítica, y del ejemplo de la combinación del rigor y el compromiso, esta experiencia académica británica en aquellos años hamaqueantes para la «modernidad occidental» me introdujo a numerosas problemáticas socioculturales e históricas que compartimos todos, como humanos al fin. Como caribeño, atisbaba limitaciones en los marcos analíticos de mis maestros y compañeros europeos o europeizados, pero debo reconocer que aún no podía definir bien las bases sobre las cuales estas limitaciones se asentaban.

    Mi experiencia londinense fue muy rica además en otras dimensiones que rebasan lo más estrictamente «académico». Era, como sigue siendo, una de las plazas principalísimas de la música «clásica» y, con su buena práctica de los bouchers a precios especiales si se subscribía uno a toda la temporada (que, además, para estudiantes eran aún más baratos), tuve el privilegio de escuchar cada semana a los mejores intérpretes de esta gran tradición de elaboración sonora. Tuve el enorme privilegio también de estar viviendo en Ovington Square cuando los Beatles regalaron todas las mercancías trendy de su tienda en Carnaby Street, preocupados por la amenaza de aburguesarse ante su inesperado estrellato. Pude observar incrédulo, ante una vitrina en Knightsbridge, el love-in de Yoko-Ono y John Lennon en plena Guerra de Vietnam, con su hermosamente desafiante consigna de Make love, not war! Frecuenté los pubs proletarios en un momento de agudas transformaciones en aquella clase y su —hasta entonces sólida— cultura de clase, y pude comprender en su contexto local y clasista una música que se globalizaba como de rebeldía juvenil. Tuve la dicha de poder experimentar, ante la flemática formalidad inglesa que había subyugado y masacrado a miles en el «tercer mundo», la profundidad del desafío de Twiggy y sus minifaldas, de un fresco hedonismo juvenil y proletario por décadas suprimido:

    It’s been a hard day’s night

    And I’ve been working like a dog.

    It’s been a hard day’s night

    I should be sleeping like a log.

    But when I get home to you

    I find the things that you do

    Will make me feel alright.

    Es interesante que Lennon y McCartney armonizaran la palabra clave del segundo verso, working, con el acorde en guitarra de si bemol mayor, en una canción compuesta en el muy convencional do mayor, en lugar del acorde dominante; y el sensual al de la frase final, feel alright, con el acorde de fa séptima entre do y do, en lugar de sencillamente fa —la subdominante— quebrando de esta forma la estabilidad tonal y las progresiones armónicas «esperadas» en las melodías de los sweet Saturday nights¹²; como había hecho ¡más de una década antes! en un hedonismo también en su momento desafiante el movimiento feeling de la bolerística caribeña, sobre todo, Sylvia Rexach, según veremos más adelante.

    En 1970, en ese estimulante ambiente de rupturas, desafíos y búsquedas en pleno centro de la «modernidad eurocéntrica» hamaqueada, invitado por el amigo cubano-puertorriqueño Jorge Rodríguez Beruff (entonces estudiante de doctorado en Ciencias Políticas y hoy uno de los más productivos investigadores sociales sobre el militarismo en el Caribe), presenté mi primera ponencia en un congreso académico. Se trataba de un encuentro organizado por estudiantes provenientes del «tercer mundo» (el Third World Movement) en la muy inglesa Universidad de York. Los compañeros titularon la actividad Culture and Decolonization in the Third World, y yo mi ponencia «Towards a Politics of Life: The Concept of Culture in the Political Analysis of the Third World». En esta ponencia, como había hecho en mi tesis de maestría en Sociología Política que había completado sólo algunos meses antes (1969), intentaba demostrar cómo la cultura (y, por ende, la vida) estaban ausentes en la Sociología Política «occidental» más en boga entonces¹³, y cómo podría enriquecerse este campo de estudios con la consideración de los fenómenos de la comunicación social¹⁴, las investigaciones en torno al structure of feeling (la estructura sentimental, del crítico literario Raymond Williams¹⁵), y —¡de importancia fundamental para la perspectiva antieurocéntrica que comenzaba a atisbar!— la relación entre colonialismo y racismo, cuerpo, psique, historia e identidades para las relaciones de poder construidas sobre la otredad, desarrollada por el psiquiatra antillano negro de la diáspora Frantz Fanon¹⁶.

    Nunca publiqué esos trabajos iniciales, aunque Miliband (epítome del europeo marxismo «clásico», pero muy abierto a sus posibles revisiones desde el «tercer mundo») me invitara a hacerlo en el Socialist Register, que editaba junto al también admirado historiador inglés John Saville. Consideré que la innovación teórica que proponían estaba aún muy cruda y que —formado, al fin, en la rigurosa tradición británica— requería desarrollarse a través de investigaciones empíricas concretas¹⁷. Aunque estas preocupaciones de mi tesis de maestría y de mi primera ponencia en un evento académico internacional subyacieron a mi tesis doctoral y —subrepticiamente, hay que reconocer— a mis próximos seis libros, muy marcados aún por el particular clasismo proletario de mis maestros europeos, no constituyeron el eje de mis abordajes hasta comenzar a trabajar como concepto heurístico la cimarronería de los bailes y las músicas «mulatas», prácticas relacionales que me permitieron ver dimensiones, hasta ese momento insospechadas para mí, de la realidad sociocultural del Caribe, Afro-América y el mundo, como vislumbrar —en toda la desafiante parejería¹⁸ de la cultura popular afrocaribeña— posibles contribuciones teóricas desde «la periferia» a la Sociología y los Estudios Culturales.

    Para mi tesis doctoral y mis primeros libros, me sumergí en los archivos por varios años, escudriñando —entre innumerables documentos variados, escritos producidos por los obreros mismos o sobre ellos por representantes de otras clases sociales, estadísticas sobre su vida material, registros documentales de sus haceres y aconteceres— la ninguneada historia zigzagueante de la clase obrera puertorriqueña. Buscaba, siguiendo mi tesis de maestría, modos de acercamiento que dieran cuenta de su especificidad «tercermundista», pero mis modelos principales iniciales (que sólo pretendía entonces «cualificar») seguían siendo los de mis excelentes maestros ingleses Eric J. Hobsbawm¹⁹ y E. P. Thompson, sobre todo su monumental —imaginativo, nada dogmático, meticulosamente investigado y tan bien escrito— The Making of the English Working Class (1968)²⁰. Estas investigaciones habían sido, después de todo, trabajos también de búsqueda; intentos, a mi juicio muy exitosos, de romper con el economicismo materialista (en su sentido más estrecho del término) que había llegado a dominar a la interpretación marxista. Como bien expresaba Thompson, la clase obrera inglesa —sus costumbres cotidianas, su Weltanschauung o visión del mundo, su religiosidad, su especificidad nacional²¹…— había estado presente en su making, en su proceso propio de formación. No se trataba de un «resultado» inevitable o mecánico de supuestas leyes en el desarrollo de un modo de producción, sino de la agencia humana en su propia historia.

    A través de E. P. Thompson aprendí la importancia de la dimensión clasista de concepciones antagónicas del tiempo²²; pero la clase obrera puertorriqueña, cuya formación —distinta a la de sus clases homólogas europeas— partió en medida considerable de la esclavitud «racial», manifiesta unas concepciones del tiempo más radicalmente distintas a la concepción lineal burguesa de la «modernidad occidental» que el proletariado del «primer mundo». Fue a través de la investigación concreta de la historia de la clase obrera puertorriqueña que descubrí que estas diferencias respondían en parte a una diferente historia clasista: al hecho de que había tenido que hacerse atravesada de procesos migratorios —migración forzada, como fue la Trata— que trastocaba radicalmente la continuidad temporal, y que su lucha de clases se daba en el marco de una formación social colonial, dependiente de temporalidades «externas». Pero más importantes aún que estas dimensiones clasistas en la conformación de su noción del tiempo fueron, para el proletariado antillano, unos muy antiguos arquetipos en la manera de experimentar, concebir y expresar las relaciones entre espacio y tiempo heredados de su trasfondo cultural africano, y que se manifestaban, sobre todo, en su cimarronería danzante y sonora, según analicé en detalle en ¡Salsa, sabor y control! y sobre lo cual profundizo acá, sobre todo en el Paseo y el Merengue de este libro.

    Con Sheila Rowbotham (1973) en Londres aprendí —casi tanto como con la lectura de los clásicos de Maine y Engels (1983)— sobre las dimensiones clasistas de las relaciones de género; y con la sociología histórica que sobre Cuba escribía desde Londres Verena Stolke, la fundamental dimensión «racial» que atravesaba a estas relaciones de clase y género en el colonialismo americano. Pero precisamente en la investigación concreta de la historia obrera caribeña aparecían, como más importantes aún que estas dimensiones clasistas y «raciales» (fundamentales, que no quepa duda), herencias culturales africanas ancestrales en torno a la concepción del cuerpo en la naturaleza de lo humano, que definían de manera decisiva la relación entre géneros y se manifestaban, nuevamente, de manera prominente en nuestra América «mulata» a través del baile, temática central de Cuerpo y cultura, el libro ahora ante ustedes.

    No se trata de echar por la borda las aportaciones extraordinarias de los análisis clasistas (que tan bien me enseñaron mis maestros británicos) al conocimiento de lo humano, su historia y su mundo. En la investigación concreta de la historia obrera caribeña fui aprendiendo que nuestro gran reto —como señalan los colegas indios de los Estudios Poscoloniales— consiste en recolocar²³ estas aportaciones en su justa perspectiva global; como «intercambiar el centro de la perspectiva», define el proceso la bailarina y coreógrafa afronorteamericana Brenda Dixon Gottschild²⁴, mientras vamos liberándonos de la «cárcel de larga duración» del eurocentrismo analítico.

    Muy importante para mí en ese difícil proceso liberador fue el diálogo crítico que sostuve, mientras investigaba la historia sociocultural del Caribe, con otros tres grandes académicos oriundos del «primer mundo», a quienes quisiera reconocer aquí: el antropólogo judío norteamericano Sidney Mintz, el politólogo e historiador galés puertorriqueñizado Gordon Lewis y, sobre todo, con el holandés curazaeñizado y dominicanizado Harry Hoetink. Los tres vivieron profundamente identificados con la cultura de los países nuestros: caribeñistas caribeñizados. Hoetink, además de sus profundos e imaginativos análisis de la Sociología histórica de las relaciones «raciales» en las Américas²⁵, era un excelente pianista de nuestras músicas «mulatas». En los años cuando vivió en Puerto Rico, entre 1963 y 1974, mientras fungía como director del Instituto de Estudios del Caribe en la Universidad, se desempeñaba también como performer acompañando al piano a la cantante y bailarina haitiana Emérante de Pradines en el club nocturno Ocho Puertas del Viejo San Juan.

    No niego que por momentos me enfurecía el subconsciente trasfondo «imperial» de estos colegas-maestros, pero, enamorados del Caribe, y con toda su prepotente «seguridad» primer-mundista, nos estimularon con su ejemplo a sacudirnos nuestros complejos de inferioridad colonial. Mostraron que se debía —¡y se podía!— teorizar desde el Caribe²⁶. Que el Caribe no era sólo un lugar exótico, interesante para estudiar, al abrigo de su sol, sus playas, su música y sus sen- y sexualidades. Todo ello, indudablemente, lo era, pero representaba también una cultura con una historia de conflictos terribles e iniquidades, y de alternativas esperanzadoras, desde las cuales —en su combinación y dialéctica— podían nutrirse reflexiones ¡e innovaciones! en el campo del análisis y la teoría social. Ya en los ochenta señalé, precisamente cuando comenzaba a elaborar mis trabajos sobre nuestra cimarronería musical y danzaria, que las investigaciones caribeñistas de estos autores

    sirvieron indirectamente a los académicos caribeños como puente para participar en los más amplios debates latinoamericanos […] sobre la Dependencia. Ellos enfatizaron en el estudio de la cultura a través de dos proposiciones muy importantes: una estructura de producción —la plantación— era colocada en el tuétano del análisis de las sociedades caribeñas; y esa estructura productiva estaba intrínsecamente vinculada a la historia del Caribe dentro de la historia económica mundial […]. La economía de plantación impulsada por o desde las Metrópolis (con su deformado pero evidente desarrollo de las fuerzas productivas) constituía claramente una forma de desarrollo dependiente. Y el examen de las particularidades de sus relaciones productivas había previamente levantado interesantes cuestiones en torno, por ejemplo, a la naturaleza de la esclavitud en una mono-producción masiva para el mercado mundial […] distinguiéndose enormemente del modo de producción esclavista de la Antigüedad, o el quiebre de la tradicional distinción entre campesinos y proletarios en las plantaciones capitalistas (que le siguieron) de trabajo «libre». Fue un puente que nos marcó en su tránsito; pues estas problemáticas de la dinámica (histórica) […] se centraban, repito, en el análisis de la cultura²⁷.

    Como adelanta la cita anterior, en este largo recorrido liberador de trabajados aprendizajes tendría que destacar, para finalizar, a los compañeros de aquel importante intento de renovación conceptual latinoamericano que representaron «los estudios de la Dependencia», movimiento del cual siento orgullo por haber, humildemente, colaborado. Destaco, sobre todo, las investigaciones sobre dependencia, «mulatería» y cultura oprimida del colega haitiano Jean Casimir²⁸ (siempre cómplice de mis parejeras herejías caribeñas en los múltiples seminarios «dependentistas» en que participamos juntos a lo largo de Latinoamérica), y las múltiples lecciones —sobre marginalidad, clase-Estado-nación, lo cholo (mestizo) y el conflicto cultural, modernidad-identidad-utopía²⁹—, y de manera especial, los más recientes trabajos sobre la colonialidad del poder y el saber³⁰ del maestro peruano que me honra en este libro con su «Presentación», Aníbal Quijano.

    Adelanté mis primeros balbuceos en torno a la cimarronería musical³¹, ante la mirada atónita de muchos funcionarios gubernamentales involucrados en proyectos de desarrollo agropecuario, en un oscuro congreso internacional sobre ¡Sociología rural! celebrado a principios de los ochenta en la hermana República Dominicana. Agradezco el estímulo y apoyo en dicho ambiente indirectamente hostil, del antropólogo argentino Eduardo Archetti (RIP), quien escribiría después sobre el tango (2003), del historiador-sociólogo ecuatoriano Hernán Ibarra, quien abordaría luego la música «rocolera» (1998) y del historiador dominicano mulato oscuro (en su país, calificado «indio») Rubén Silié, hoy Secretario General de la Asociación de Estados del Caribe. Pero —como bien señaló el más lúcido crítico cultural puertorriqueño, Arcadio Díaz Quiñones, en su presentación de ¡Salsa, sabor y control! en 1999 y, por escrito, en su ensayo «Una España pequeña y remota» (2003: 118-125)— el momento de giro fundamental de mis investigaciones hacia las posibilidades heurísticas de nuestra bailable cimarronería sonora se dio en 1985 con el ensayo «La cimarronería como herencia y utopía» que publicó en Buenos Aires la revista de CLACSO David y Goliat (37-51). Por considerarlo aún muy preliminar, nunca accedí a publicar este ensayo en el Caribe hasta tanto sintiera más sólidos sus argumentos. Fundamentalmente, a ello he dedicado mi trabajo académico desde entonces.

    Han sido años de un arduo y a su vez gozoso proceso de investigación y reflexión muy libres, donde me he visto en la necesidad de estar constantemente revisando y repensando análisis y conceptos de acuerdo a lo que iba encontrando en las pesquisas, a las transformaciones sociales que siguen experimentando la región y el mundo, y al trabajo de investigación y reflexión de muchas otras personas en estos tiempos que se han caracterizado, sobre todo en las Ciencias Sociales, como de «crisis epistemológica». Prueba de ello es mi ensayo inmediatamente posterior a «La cimarronería como herencia y utopía», «La música puertorriqueña y la contra-cultura democrática; espontaneidad libertaria de la herencia cimarrona», donde por primera vez coloco de forma explícita a la música en el lugar central del análisis y la argumentación. Organizo allí la exposición siguiendo la estructura de la forma sonata de las sinfonías del extraordinario período «clásico» (Haydn, Mozart, Beethoveen…) de la música clásica europea: Preludio en salsa; Allegro ma non troppo: la bomba, el seis, y la cimarronería; El andante de la danza; y Finale presto: salsa, democracia y utopía³². Veo ahora que esta manera de articular la exposición de mis argumentos reflejaba bien el estado en que se encontraban entonces mis reflexiones: caribeñizaba una forma ya universal (aunque originalmente europea) sin romper aún radicalmente con el eurocentrismo… como llama Quijano y repito, con «esa cárcel de larga duración».

    No tengo que explicarles a aquellos de ustedes versados en música (u otras artes) la importancia de la forma para el contenido, o mejor dicho: cómo forma y contenido son, en realidad, partes inseparables de una misma unidad expresiva. Siempre preocupado, reitero, por esa relación entre forma y contenido, para Cuerpo y cultura he organizado la exposición de mis análisis y argumentos, como verán, a la manera de una de las más importantes músicas bailables de la América «mulata»: paseo – merengue – jaleo. Como leerán en más detalle en el Primer Repiqueteo del Jaleo, este baile «mulato» (así como la danza curazaeña, puertorriqueña y cubana, entre otros) se inicia con el paseo: una corta introducción configurada sobre la isométrica «occidental» que le permite al varón invitar («sacar») a bailar a la pareja que ha seleccionado y conducirla galantemente hasta el medio del salón. Luego, un acorde final dominante —donde el varón saluda a su pareja con una deferente genuflexión— anuncia el inicio del bailable. Le sigue el merengue propiamente dicho, cuerpo central del baile y la composición (con cuatro veces más compases que el paseo, al menos) sobre sosegadas síncopas en métrica de clave. Y, finalmente, el jaleo, que fue históricamente haciéndose cada vez más prolongado, abre la composición a la intensidad de la improvisación y la sorpresa. Acelera el tempo de la clave, «liberándose» del disimulo de la síncopa sosegada, exteriorizando su «africanidad». Proliferan los «piquetes» (improvisadas elaboraciones percusivas sobre un ritmo básico), «dando pie» al lucimiento de la pareja con sus mejores «pasos» y abriéndose a la sorpresa corporal erótica de una seducción que presiente que se avecina su incierto desenlace.

    Obviamente, Cuerpo y cultura abre con el Paseo, que subtitulo «Baile y ciudadanía»³³. Éste sirve para introducir la temática y las tesis centrales del libro. Presenta, combinando síncopas con la lógica isométrica, el papel central del baile en la conformación de aquellas identidades sociales a través de las cuales se configuró el mundo civil en países caribeños, como Puerto Rico. Analiza cómo el carácter descentrado de la musicalidad afro-americana facilitó el reencuentro entre el canto y el baile que la separación mente-cuerpo de la modernidad «occidental» había lanzado por rumbos opuestos.

    Los primeros acordes de la primera sección bailable o Merengue profundizan sobre la «teoría» de las músicas «mulatas» que se introdujo en el Paseo, exponiendo de manera más sistemática y amplia esa dinámica hibridación enriquecedora. Está redactado, como el libro en su totalidad, para un público lector general que, en su mayoría, desconoce la notación musical y ciertos términos especializados de la musicología. Sin embargo, quisiera también que músicos y musicólogos puedan aprovechar para su especialidad las investigaciones, análisis y reflexiones de un sociólogo versado, al menos rudimentariamente, en música y etnomusicología. El Merengue intenta, por lo tanto, un balance, como el columpiarse corporal de las parejas en las «síncopas» de salón. Incorporo algunas partituras y conceptos especializados, advirtiéndole al lector general que no por ello podemos seguir bailando juntos. Pues, además de que intentaré traducir para todos los significados fundamentales de las especificidades, el propósito principal de este Merengue consiste realmente en presentar una historia social abarcadora de esas danzarias músicas «mulatas», desde las primeras contradanzas y habaneras del siglo XIX hasta el reggaetón de comienzos del XXI³⁴. Dicho cuadro panorámico de síncopas «sosegadas» nos permite ubicar en un contexto latinoamericano amplio las investigaciones más específicas que se presentan en la segunda sección bailable o el Jaleo final a tres tiempos.

    Cocolo al fin, elaboro mis repiqueteos del Jaleo de este Merengue siguiendo la libre y espontánea combinación de formas de la ensalada híbrida salsera. Entre los maestros profesionales del ya globalizado baile de salsa, existe hoy una polémica en torno a si debe el bailador iniciar sus pasos con el primer o el segundo tiempo de la clave o el compás, como supuestamente se acostumbra en el primer caso en Cuba y en el segundo en Nueva York. Otros meticulosos folkloristas argumentan que incluso «más correcto» sería seguir una variación alterna que denominan «clave tres», «bailar en tres» o en contratiempo. La bailarina, coreógrafa, maestra e investigadora Juliet McMains, visitando numerosos encuentros bailables en Cuba y en Puerto Rico, concluyó muy honestamente que esta polémica debió haber sido más bien fomentada por el comercio de las escuelas de baile³⁵, pues en ambas «cunas» de la tradición de esa particular manera de hacer música, contradiciendo las agrias polémicas formalistas de los «profesionales», mi experiencia es que en realidad los bailadores entran a veces en el primer tiempo, otras veces en el segundo y, en ocasiones, en contratiempo (o en tres) de manera muy libre, siguiendo espontáneamente la intercomunicación con su pareja y con la música. De hecho, McMains recalca que

    Unlike in the U.S. where a dancer is expected to maintain the rhythm with which he starts for the duration of one song, dancers (in the Islands) regularly shift rhythms within the same song, often responding to «gear shifts» in […] music (2008: 139).

    Partícipe de esta tradición que se ha negado a «encajonar» su salsa, que desafía en su práctica espontánea los «moldes» de los «profesionales», los tres piquetes del Jaleo de Cuerpo y cultura inician su argumentación —siempre sincopada— en distintos tiempos: el primer Repiqueteo del Jaleo, que es el más orientado a la polémica de los orígenes, entra en uno, como la salsa cocola en la cual insiste el bailarín profesional puertorriqueño más históricamente orientado, Tato Conrad. El segundo Repiqueteo, siguiendo el swing de Maelo no podía sino iniciar a contratiempo, un poco antes del primer compás, simulando o evocando la anticipación del bailador al piquete del tambor subidor en los bailes de bomba. Y el tercer Repiqueteo, que aborda el tema de la globalización migratoria, se estructura en dos, como el estilo que globalizó por el mundo el coreógrafo Eddie Torres desde Nueva York. Corresponde a los lectores evaluar si he logrado desarrollar o no, los intentos que con esta metáfora expongo respecto a la experimentación formal con la escritura.

    En el primer piquete del Jaleo, «El Merengue de la Danza»³⁶ se examinan minuciosamente los problemas de investigación comparativa en torno al surgimiento del baile en parejas en las Antillas hispánicas. Con las fuentes documentales disponibles, se escudriña el tipo de sonoridad sobre el cual el baile de parejas engarzadas fue constituyéndose (ritmos, forma, conjuntos instrumentales…) y sus maneras «correspondientes» de expresividad corporal («escobilleo» versus tipo columpio) para, sobre todo, analizar sus significados para las relaciones de clase, «raza» y género en la formación de sus culturas cívicas y concepciones nacionales respectivas.

    El segundo piquete, «El swing del soneo del Sonero Mayor»³⁷, profundiza en la relación entre el canto y el baile. Analiza cómo el arte de improvisación vocal de Ismael Rivera (sus rimas, métricas, repeticiones, sorpresas…) está indisolublemente vinculado a la memoria de los giros expresivos del baile de bomba, el género musical-bailable puertorriqueño más cercano a su herencia africana. Maelo soneaba como si estuviera bailando, o repiqueteando el tambor subidor en diálogo con la expresividad coreográfica. Este «capítulo» nos trasporta a mediados del siglo XX, cuando la transformación «desarrollista» que Puerto Rico atravesaba tornaba más transparente la importancia de una de las problemáticas centrales de los conglomerados humanos en la modernidad: la relación entre comunidad y sociedad, que manifestaba de manera dramática la combinación de intensidad barrial y mediática de Cortijo y su combo. La rápida popularidad del combo —con el canto danzante de su sonero—, por numerosos barrios populares de la América «mulata» (en muchos de los cuales es todavía recordado y venerado), atestigua que las complejas relaciones entre lo comunal y lo social trascienden la realidad nacional inmediata de donde emergen.

    El Repiqueteo final retoma el análisis de la relación entre la expresión vivencial barrial y la difusión internacional, a través del estudio de la «globalización» de la salsa³⁸. A comienzos del siglo XXI, según la información disponible, se manifiesta un interés mayor en aprender a bailar salsa que ningún otro género bailable alrededor del mundo. Por otro lado, la música salsera que el mundo baila sigue todavía produciéndose principalmente en los países hispano-caribeños y entre su diáspora neoyorkina. Su difusión «globalizada» no le ha erradicado su historicidad. Ello es importante para comprender las posibilidades de expresividad cultural del baile; no como mera encadenación virtuosista de movimientos y acrobacias, sino como intercomunicación corporal de emociones y saberes. El reconocimiento de su significación cultural no tiene que atarnos a un etnocentrismo. Al contrario, es evidente en la práctica salsera que emociones y saberes engendrados en un contexto cultural concreto toquen fibras de sensibilidad que como humanos compartimos internacionalmente a nivel epocal.

    El estudio de la difusión salsera nos ilumina también respecto al carácter de esas fibras de sensibilidad compartidas. Emergiendo principalmente desde la emigración latino-caribeña a Nueva York, en lugar de ir paulatinamente incorporándose al melting pot de la cultura estadounidense, frente a y dentro de ¡la cultura dominante de la «globalización» contemporánea!, ha ido «latinocaribeñizándose» aún más en su proceso «globalizador». Contrario a como fue en sus orígenes, se produce más salsa hoy en los países latino-caribeños (incluyendo, siempre, los continentales: Colombia, Venezuela, Centroamérica…) que entre sus emigrantes a los Estados Unidos.

    Las investigaciones que recogen los repiques del Jaleo (en uno, en contratiempo y en dos) representan diversos acercamientos al estudio de la relación entre música, baile y sociedad, y la idea de agrupar estos ensayos responde también al propósito de ilustrar la posibilidad de combinar distintas técnicas y disciplinas en esta área de pesquisas. El Repique en uno es buen ejemplo de un trabajo de sociología histórica, elaborado fundamentalmente sobre fuentes documentales, y las preguntas que a dichas fuentes le formula el análisis de los procesos sociales. El Segundo Repiqueteo incorpora cierto sesgo etnográfico a través, por ejemplo, de entrevistas grabadas a personas que vivieron algunos de los procesos analizados, y del intento de reconstrucción de la cotidianidad barrial cangrejera combinando fuentes orales y documentales para historias de vida de los compositores y músicos de Cortijo y su combo. También se aventura en el análisis de recursos «poéticos» (rimas, métricas, metáforas…) al examinar muchos de los discos que grabaron los soneos del Sonero Mayor. Finalmente, el último Repiqueteo incorpora el análisis estadístico del más completo catálogo comercial de grabaciones de salsa que encontré (en los últimos años del siglo XX, impreso y, a partir del 2000, en Internet; donde también escudriñé, con la ayuda de estudiantes, la existencia de escuelas y maestros de salsa por el mundo).

    Este libro, como todo mi trabajo intelectual —¡habrán visto!—, le debe mucho a muchísimas personas. En ¡Salsa, sabor y control! incorporé un largo listado (¡de varias páginas!) que prácticamente podría reproducir acá íntegramente, lo que sería abusivo para los lectores. Sí me parece pertinente consignar nuevas deudas específicas para Cuerpo y cultura. Especialmente, las inestimables contribuciones de mis auxiliares de investigación en el Centro de Investigaciones Sociales de la Universidad de Puerto Rico (CIS-UPR) a lo largo de la última década: el ya hoy colega investigador francés puertorriqueñizado Yannis Ruel, particularmente respecto al Segundo y Tercero de los Repiqueteos del Jaleo, y las talentosas investigadoras en formación (las primeras dos, ya prácticamente colegas académicas, también), las boricuas Judith Sierra para el Primer Repiqueteo y Lara López de Jesús, Dellymar Bernal, Nilvea Malavé y Tahirín Artreches para el largo y complejamente sincopado Merengue del libro. Las últimas dos, mis auxiliares actuales, pudieron además leer y comentar las versiones «finales» del manuscrito en su conjunto, sugiriendo excelentes modificaciones y revisiones de toda índole.

    La editora del CIS-UPR (marco institucional de mi trabajo académico) Ana Victoria García San Inocencio no sólo se limitó a correcciones de estilo y expresión; aportó muy profundas, agudas e inteligentes sugerencias de contenido. Me ayudaron mucho también a la revisión final del manuscrito las observaciones del Comité de Publicaciones del CIS-UPR en su totalidad. El colega etnomusicólogo norteamericano Robin Moore me hizo excelentes señalamientos críticos y sugerencias al Segundo Repiqueteo; el historiador catalán americanista Javier Laviña y el antropólogo colombiano africanista Jaime Arocha respecto al Paseo; y los compañeros puertorriqueños Arcadio Díaz Quiñones, Alma Concepción, Mareia Quintero y Luis Manuel Álvarez para diversos segmentos, o sobre el libro en su totalidad. También, los críticos literarios neoyorquinos —judíos aboricuados— Doris Sommer y Marc Zimmerman (la primera, gran bailarina además). Los colegas y amigos Beatriz González Stephan y Elizardo Martínez (venezolana y cubano aboricuado, respectivamente) solidariamente dedicaron valiosos esfuerzos a los trámites con la casa editora.

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