Los veranos al sol
Por julifos
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Esta antología temática de relatos conforma el retablo emocional de un niño llamado Carlo en su viaje a través de la adolescencia, en el siempre intenso y desconcertante marco de las vacaciones estivales, donde se produce todo tipo de descubrimientos: los amores, la amistad, el autoconocimiento... Y otros hallazgos menos positivos, como el encuentro con las bajas pasiones o la indiferencia ante el sufrimiento de otros. Todo, en fin, lo que conforma el kit básico para la maduración fuera del ámbito familiar.
julifos
Nacido en el municipio de Calandria en 1979, julifos hizo lo que pudo, y así hasta ahora. No son ciertos los rumores de que trabaje haciendo gildas en un barecito de tapas de Lavapiés, ni cosiendo parches en un garito de Usera.
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Los veranos al sol - julifos
Los veranos al sol
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Los veranos al sol
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Los veranos al sol
julifos
Mamada por mantecado
La familia Pompis
Pelángano platónico
No amiga
El horno y las formas
Coitus interruptus
Egos y bofetones
La última cena
Ha sido el champiñón
La tienda de campaña
La primera cita
El pantano de Sunia
El declive
Lamerte las cintas del bañador
Odioso burgués
La risa
Desmayo viril
Cinto
La prima
La socorrista
Inasequibles a la usura del tiempo
Los inquilinos
Solos
El récord
Fuego
Agua
Manzanas podridas
La última cena, en serio
Mamada por mantecado
A finales del milenio pasado, en los pueblos de la sierra todavía quedaban lecherías y hornos de pan. Los supermercados aún no habían invadido hasta el último rincón.
El joven Carlo era en su casa el encargado de ir a por la leche y el pan. El aire frío de la montaña le golpeaba el rostro lleno de diminutos surcos por su reciente contacto con las sábanas de lino. La noche anterior había habido tormenta y la tierra desprendía vapores como si se tratase de una infusión de hierbas aromáticas. Tomillo, jara, jazmín, madreselva, la resina de los pinos, la fruta madura colgando de los cerezos japoneses. Era el comienzo del verano. Del veraneo, mejor dicho. De las vacaciones oficiales en su familia, porque Carlo había estado quince días en un campamento de la parroquia.
Ahora, en el pueblo, comenzaba el verano de verdad. Era el primer día y estaba nervioso por volver a la vaquería a por leche, con la vieja tina de plástico verde, y después al horno de Angelita.
En su lugar, muchos chavales hubiesen estado pletóricos, exultantes y llenos de una alegría de animal joven. Pero Carlo estaba acogotado. No quería que Angelita lo reconociera y le dijera lo alto que estaba, ni que le mandase recuerdos para su madre. Le daba angustia pasar cerca del ayuntamiento, por si aparecían los hermanos Rey, que siempre olían a grasa de bicicleta y eran unos perversos encantadores de serpientes. Por eso prefería ir a las compras nada más levantarse, antes incluso de desayunar.
Con la leche no hubo problema. Estaba el mismo señor enfurruñado de siempre. Cogía la tina, se iba por una puerta, y volvía al minuto con la tina llena, la intercambiaba por dinero y después cada uno por su lado.
En el horno hubo un sobresalto imprevisto. Ahora no se entraba al despacho de pan por una diminuta puerta de madera. Habían abierto un enorme boquete acristalado en la fachada y se podía ver desde fuera un alargado estante donde reposaban cientos de magdalenas, mantecados, croissants, tortas de chicharrones y una variedad de panes, desde el vienés hasta el colón y la barra normal. A Carlo le espantó ver que había un pequeño apartado con novedades panísticas: pan de centeno, pan de picos y pan integral. También había un pequeño apartado de bollos, con productos absolutamente desacostumbrados, como bayonesas de cabello de ángel, bambas de nata y flautas de plátano y chocolate.
Antes de entrar, Carlo se aseguró dos veces de que estaba en el sitio correcto. Después, mientras observaba las novedades que ya hemos enunciado, debía de tener la boca abierta por la admiración, ya que una voz femenina desconocida se dirigió a él con estas palabras:
—¿Quieres pan o qué?
Carlo no era el mejor objeto decorativo del mundo. Pensaba que la gente prefería tenerlo fuera de su vista, como norma general. La gente guapa, los adultos y los guays, lo trataban como si fuera invisible, en el mejor de los casos, o como a un mozo de cuadra. En una ocasión fueron una semana de vacaciones a Gandía y en el hotel una pareja extranjera le entregó un par de copas de vino para que se las rellenara, y eso fue cuando tenía once años.
En la circunstancia actual, Carlo salió de su ensimismamiento y pidió una vulgar y ramplona pistola de pan, sin dar más explicaciones, y sin mirar a los lados.
Todo podría haber quedado ahí, pero en el último momento salió del horno la mismísima Angelita y le reconoció en el acto. En realidad, no había ningún vínculo especial con aquella señora. Era una simple cuestión de costumbre o de intencionalidad de repesca de clientes estacionales. caso es que Carlo recibió saludos y parabienes como si fuera el próximo heredero de una gran fortuna, con todos los honores. Quien quedó en un segundo plano fue la propietaria de la desconocida voz femenina, aunque por su aspecto no parecía nada impresionada. Probablemente presenciaba escenas similares con harta frecuencia.
Carlo se juntaba en el pueblo con quien podía. Era un grupo heterogéneo, de mayores y pequeños. Hacían una pandilla de lo más extraña, y en cierto modo eran rivales de otras pandillas igual de extrañas que se formaban en otras partes del pueblo. Hay que aclarar que esto solo sucedía en verano, cuando el lugar quintuplicaba su población. La mayoría de niños vivía en la gran ciudad y tenía aquí su segunda vivienda. Todavía existían las amas de casa. Eran los hombres los que trabajaban fuera y las familias se trasladaban durante los meses de verano a sus casas en la sierra. Como no estaba lejos, los hombres iban y venían, y llevaban en la ciudad vidas de rodríguez
de media pensión. Se iba a la piscina, se comía fuera los domingos... Eran buenos tiempos para los pequeñoburgueses.
La pandilla de Carlo estaba en pleno proceso de extinción. Los más pequeños ya habían crecido y formaban su propio grupo, con sus propios intereses. Y los más mayores, ya casi no aparecían. Uno trabajaba para ganar algún dinero. Otro se había ido al extranjero a aprender inglés... Y los demás iban y venían, porque veraneaban en otros sitios: en el pueblo de sus otros abuelos, en la playa...
El único fijo era Toli, que vivía allí todo el año, y ahora tenía su propia pandilla, que también se desintegraba en verano, porque cada uno se iba por su lado. Toli estaba con una chica, Marola, que era como una especie de manojo de pelos atados con una cuerda. No se podía ser más graciosa.
Carlo hacía deporte con furia visigoda: nadaba en la piscina y andaba en bicicleta todo el día. Se paraba a tirar piedras en una vieja mina a cielo abierto, donde había una charca llena de ranas, el viejo lavadero de la mina. Allí se tumbaba y fumaba un cigarro mirando las nubes y las lagartijas tomando el sol. No se sentía bien ni mal. Simplemente pasaba el rato.
En algunas ocasiones se iba a dar una vuelta con Toli y Marola, pero era incómodo para él. Además, Toli era mayor y manejaba algo de dinero. Siempre andaban jugando a las máquinas y bebiendo refrescos, y Carlo apenas tenía para tabaco, así que siempre se dedicaba a mirar lo que hacían Toli y Marola, sin apenas intervenir.
Una noche fueron a jugar a las cartas a casa de una amiga de Marola. Por lo visto no estaban sus padres, y su idea era beber Martini con limón y darse el lote en el sofá, mientras Carlo entretenía a la amiga como fuera.
Era la primera vez que Carlo vivía una experiencia similar. Pensó que ya no era ningún niño, y que estaba entrando en el mundo adulto, donde la gente se conocía y se daba dos besos, y podía pasar una velada jugando al cinquillo, tomando una copa, o lo que quiera que hiciese la gente.
La amiga de Marola tenía unas gafas gruesas y había preparado unos sándwiches para cenar, en su papel de anfitriona, y tenía un juego de mesa desplegado para pasar el rato. Toli se comportó como un auténtico cerdo. Hizo comentarios desagradables, manoseó los sándwiches y los dejó tirados en el plato, y luego se largó con Marola sin dar explicaciones.
Carlo estaba algo enfadado con la situación e hizo lo que pudo para excusar el mal comportamiento de su amigo. Luego se agobió, porque tenía que estar en casa a las once, y el tiempo se estaba yendo muy rápido. Empezó a ponerse nervioso y al fin murmuró unas excusas, y se levantó para irse.
—Déjame acompañarte un rato —dijo la chica.
—Pero es que tengo prisa.
—Mañana te regalo un bollo —suplicó.
En ese momento Carlo se dio cuenta de que era la moza del horno de Angelita.
—Llevo aquí todo el rato y no me había dado cuenta de quién eras... —se rió como un tonto.
—Vamos un rato juntos —insistió— y mañana te doy una palmera de chocolate...
—Es que debo estar en casa a las once, tengo que irme ya.
La chica puso ojos de perrito abandonado.
—Te hago una mamada —dijo en voz baja.
Una mamada. Carlo ya había llegado a la edad adulta, pero no estaba preparado para hacerlo todo en el mismo día: citas extrañas, cenas formales con sándwiches, estar a solas con una chica y la famosa mamada. Era una palabra que había escuchado muchas veces. Toli era más mayor. Y un par de años atrás todavía se juntaban con los hermanos mayores de Toli y otros de la pandilla, y se pasaban el rato hablando de conceptos novedosos como mamadas, pajas, tatuajes, pirulas, chinas, cubanas y otras cosas, que sonaban todas muy de ir a misa el domingo y tener que confesarse para poder comulgar, suponiendo que aquellos personajes hubieran ido a misa. En casa de Carlo se iba a misa. No se era muy respetuoso ni ceremonioso con la religión, pero se iba a misa sin faltar ni un solo domingo, y después se consumía una gaseosa y una tapa de paella en el bar de la esquina.
—¿Y cómo va lo de la mamada? —preguntó Carlo, que no quería ser descortés.
—Te la chupo —aclaró ella.
Carlo entendía más o menos la mecánica, pero no alcanzaba a comprender el sentido de todo aquello.
—Bueno, vamos, pero no quiero la mamada. Solo puedo un rato. Tengo que estar en casa a las once. A lo mejor puedo retrasarme un poco...
—Vale.
Salieron a la calle y les cogió de lleno el fresquito nocturno serrano. Evitaron las calles más concurridas donde podía haber gente conocida y acabaron en la carretera, junto al cementerio chico. Fueron callados la mayor parte del tiempo. Al pie de una zarza cuyas raíces horadaban el asfalto desde abajo hacia arriba, la chica le dijo a Carlo:
—Gracias por comerte el sándwich, y por dejarme acompañarte.
—Toli es un buen tío, pero a veces se comporta como un asno.
—Todavía te puedo hacer la mamada, si quieres.
—No, no, hace mucho frío. Son menos cinco. Si quieres te acompaño un rato de vuelta a casa, y luego me voy yo corriendo.
Y así, se dieron la vuelta.
—Oye —preguntó Carlo—, ¿y tú haces muchas mamadas?
—No, pero me lo ha dicho Marola.
—¿Y por qué trabajas donde Angelita? Eres muy pequeña...
—Soy su sobrina.
—No fastidies. En casa nos encantan los mantecados. ¿Tú sabes hacer los mantecados?
—No.
—Si quieres hacerme algo, hazme un mantecado, algún día, y a cambio te hago yo a ti la mamada. Los chicos también pueden. Lo dijo el hermano mayor de Toli...
—Vale.
Se despidieron con un fraternal abrazo bajo el frío serrano escarchante y nunca jamás volvieron a verse, más que de manera fugaz, porque ambos se evitaron mutuamente. A lo largo de la vida, Carlo y su amiga de una noche, de nombre desconocido, se evocaron algunas veces, y se buscaron en las penumbras de la memoria, sin nunca llegar a encontrarse, porque se habían separado en la primera bifurcación que hubo en el camino hacia la madurez.
La familia Pompis
En los albores del crecimiento masivo del pueblo donde veraneaba Carlo, se construyeron muchas barriadas nuevas,