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Geibmayer o Las piernas de Diana
Geibmayer o Las piernas de Diana
Geibmayer o Las piernas de Diana
Libro electrónico147 páginas2 horas

Geibmayer o Las piernas de Diana

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Información de este libro electrónico

Geibmayer o "Las piernas de Diana" es la ópera prima del mundialmente desconocido autor julifos. Se publica ahora por primera vez, aunque probablemente fuera escrita en los años '90, a juzgar por la cantidad de tonterías que se exponen en sus páginas. Narra julifos con un lenguaje ligero, expresivo y a veces sincopado, las peripecias de un tal Harry y su experiencia con dos mujeres. Es mezcla de imaginación y realidad, o al menos eso parece, y un viaje de transición hacia el mundo adulto, plagado de las contradicciones entre lo que debería ser y lo que finalmente es.

IdiomaEspañol
Editorialjulifos
Fecha de lanzamiento18 oct 2023
ISBN9798223461555
Geibmayer o Las piernas de Diana
Autor

julifos

Nacido en el municipio de Calandria en 1979, julifos hizo lo que pudo, y así hasta ahora. No son ciertos los rumores de que trabaje haciendo gildas en un barecito de tapas de Lavapiés, ni cosiendo parches en un garito de Usera.

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    Geibmayer o Las piernas de Diana - julifos

    Primera parte

    I

    Es preciso que usted se haga cargo desde el principio de lo que pretendo con estas confesiones. Para mí no son un plato de gusto, no significan nada, simplemente un resquicio en medio de mi enorme, inmensa soledad. Las arrojo dentro de una botella al mundo exterior pero no espero nada, no quiero nada.

    Desde esta habitación veo las cosas moverse a mi alrededor. Está sonando un vals de Strauss y unas goteras enormes tratan de inundar lo único que me queda. Los papeles, revueltos encima de la mesa. Y el café hace rato que se enfrió. Un cenicero lleno de colillas, totalmente lleno de colillas, y un hilillo de humo que denota la presencia de un cigarro fantasma, como los llamaba Y antes de ser quien era.

    El Consejero sigue a mi lado, haciéndose oír, rellenando el platillo de las galletas con aparente indiferencia.

    Estas confesiones no significan nada para mí porque ya nada me importa, por mucho que el Consejero se empeñe en lo contrario. Ya no tengo nada que perder, solo me queda arañar unos segundos a esta existencia cutre y desproporcionada. Luego me marcharé sin mirar atrás.

    Todo empezó el día de mi nacimiento, pero relatarlo sería tedioso y carecería de fundamento. Unas líneas bastarán para rellenar los primeros dieciocho años de mi vida.

    Me eduqué en una familia de clase media, estudié en un colegio de clase baja con un supuesto buen nivel, cosa que no pararé a analizar. Ya está.

    Me planto de golpe en los diecisiete-dieciocho años. Uno ha estudiado y se encuentra en la tierra de las oportunidades. Eso dijo un tipo en las noticias. La tierra de las oportunidades, un país demócrata y libre. Ya barruntaba yo lo que podía o podía no ocurrir en los próximos años. Me tiré a la opción de letras en cuanto pude. Siempre se me dieron bien las matemáticas y todo eso. De haber seguido por ahí, hubiera sido químico o algo que tuviera que ver con animales, que es lo que me gustaba. Pero me encontré con un profesor cachondo en segundo de BUP. Me daba literatura. Yo leía el periódico desde los dos años y medio y eso me daba cierta ventaja respecto a los demás. Sabía moverme bien en el mundillo de las redacciones y todo eso de lo que uno se da cuenta más tarde que no sirve para nada.

    La alternativa, pues, era bastante clara. Se trataba de tirar por aquí o por allá. Al final, me decidí por las letras. Yo quería ser un gran narrador y todo eso, decir palabras tipo oneroso, palíndromo. Yo quería, más que nada, leer. La química casera y los animales se quedaron como un remanente, a modo de hobby.

    Luego conocí al Consejero, pero eso viene más tarde.

    La tierra de las oportunidades, el país demócrata perteneciente al primer mundo por derecho propio, me brindaba uno de sus fueros, la universidad pública, la posibilidad de tener un título universitario. Harry filólogo. Algo así como Lawrence de Arabia. Me llamaré a mí mismo Harry a partir de ahora, para que no haya confusiones.

    Un día de sol destructor de la materia me presenté al examen llamado de selectividad, un paripé como otro cualquiera. Había estudiado dos horas y media. Confiaba en mi media de notable y en mi propia capacidad intelectual para aprobar otro examen más. Me valía incluso un cuatro. Estuve una tarde entera calculando cuántos doses podía sacar para obtener en total un miserable cuatro. Mitad de doses y mitad de seises. No era muy difícil. Me sabía Aristóteles y Descartes. Me sabía la Segunda Guerra Mundial y la República de Weimar. Cultura general.

    Mi primer contacto con la universidad fue absolutamente decepcionante. Hice el examen en la facultad de medicina. Eran unos barracones con forma de edificio. El jardín estaba bien. Las niñas gritaban hiperbólicamente y se sentían excitadas, lo cual era ocasionalmente aprovechado por los ligones de pasillo, toda una institución dentro de la propia institución.

    Espero no enrollarme demasiado. Al final saqué un seis y medio o siete.

    Pedí Filología Hispánica. Me dieron un sobre de color salmón y se me puso la cara de gilipollas que hoy todavía conservo, con algunas manchas y cicatrices más. Elegí mal todas las asignaturas. Mi horario no lo hubiera admitido ni siquiera el sombrerero loco del País de las Maravillas.

    Elegí mal la carrera. Y, más aún, elegí mal mi vida.

    Pero eso ya se verá.

    El verano fue jaujiano, si se me permite, todo lo jaujiano que puede ser un verano. No hice nada más destacable que tomar helados y escuchar los ruidos de las currucas y las palomas turcas, y los de los grillos negros y gordos como nueces que había por las noches en una escombrera cercana; y unas estúpidas polillas aleteando difusamente a la hora de la cena.

    Creo que estuve en Torrecé, en unas Jornadas Humanísticas. Fue mi primer error después de haber echado la instancia en el Vicerrectorado de la panacea universitaria. Nada de reseñas. Solo un poco de comida barata y gente retrasada en cantidades ingentes.

    A estas alturas puedo ya hablar del Consejero. Creo que le conocí el verano anterior a este del que hago mención. Las circunstancias son lo de menos. Él sabía hacer las cosas. El coñac no era de garrafón y la conversación más que aceptable, incluyendo algunas afortunadas respuestas a unas no tan afortunadas preguntas imbéciles formuladas por Harry.

    Harry le regaló un hámster al Consejero una navidad no muy lejana, pero eso también viene después.

    El Consejero poseía un inmueble en una céntrica bocacalle de la gran ciudad. Era un sitio pequeño y acogedor con nombre propio. Creo que se llamaba Chinchilla. Era un pequeño paraíso lleno de libros quintaesenciales que no dejaban ver las paredes corruptas por el tiempo y la falta de ventilación. La música también era buena. Todo era bueno allí. Era la única opción segura, la única escapatoria de la tierra de las oportunidades, un espacio aparte protegido por leyes no escritas y en modo alguno perentorias.

    Quiero que usted se haga cargo de lo que de aquelarre tenía aquel espacio atemporal.

    Harry frecuentó Chinchilla.

    Llegó el gran día, el día del bautismo de fuego. Hablo del primer día de facultad. Salí de mi casa a una hora inverosímil y llegué a un pasillo que a primera vista podría pasar por crema, aunque bien mirado podría ser blanco amarillento, apergaminado, incluso gris o rojo. Eso ahora no importa. Lo importante es que describa bien lo que encontré al llegar. Subí por unas escaleras con goma negra en los escalones, supongo que para no resbalar. Trece escalones. Barandillas blancas moteadas de óxido en ambos extremos. A la salida, un rellano atestado de chicas que olían a cuaderno nuevo y a sangre menstrual. El olor me encharcaba los pulmones. Un hatillo de tipos de mirada sombría, yo entre ellos, se apoyaban en paredes y columnas. Las tías hablaban como si se conocieran de toda la vida y respiraban agitadas como un ratón acorralado. Uno de los tíos, que llamaré Hassan, por llamarlo de alguna manera, tenía una barba rala y unos ojos oscuros como pozos. Llevaba una chupa de pana y unos tejanos de mercadillo. La camisa era de cuadros blancos y negros. Harry estaba obsesionado con el nocturno número dos de Chopin desde que apagó el despertador. Nunca lograba recordarlo entero, siempre se le iban un par de notas. Harry se dirigió a Hassan.

    —Oye, ¿aquí hay lengua de primero?

    —Sí, creo que sí.

    La pregunta fue formulada directamente y sin vacilaciones, como si fuera mera retórica. Fueron las primeras palabras de Harry en aquel lugar maldito. Y también las últimas. Hassan se dio cuenta enseguida y volvió la cabeza a otro lado. No quería ser un apestado. No quería llevar la campanilla por las inmensidades de aquel abismo universitario.

    Harry eligió a dos tías buenas de entre el montón y les repitió la misma pregunta.

    —Oye, ¿aquí hay lengua de primero?

    No se extrañe de que le haya mentido en el último párrafo. En realidad todo esto es una gran mentira.

    Desde este sombrío desván nada me impide contar toda la verdad. Había decidido dejar de lado estas declaraciones absurdas y sin sentido, pero el Consejero y, sórdidamente, el Guía Brumoso, me han impedido hacerlo y ahora les estoy agradecido. Seguiré hasta el final sin problemas, solo algunos breves descansos que no me distraigan de mi único y definitivo quehacer. Aclararé, antes de seguir adelante, quién es el Guía Brumoso y quién el Profesor H. El Guía Brumoso es uno de los moradores ocultos de Chinchilla. Se deja ver en alguna ocasión y su opinión no puede ser despreciada. Ha de ser en todo momento interpretada y justamente valorada. Ningún gesto es en balde, ninguna palabra perdida. Es como una rata que aparece y desaparece, o más bien, el gato de Chesire, la sonrisa del gato de Chesire, que nos deja entrever algún significado. El Profesor H es un caso único de jocosa jovialidad y sabiduría reconcentrada a la par que desaprovechada. El Profesor H es un nexo, una llaga en un pastel de nata.

    El Profesor H, sin pretenderlo, había empujado a Harry dentro de aquel escenario sin luz. Le había proporcionado una linterna pequeñita y un paquete de Ducados. Lo demás era cosa suya.

    Después de haberme asegurado bien de que estaba en el lugar apropiado, llegó un individuo tosco con un manojo de llaves y abrió la puerta de la clase. La gente empezó a deslizarse dentro de modo natural, igual que cuando quitas el tapón de la bañera. Al llegar al umbral, eché un vistazo y calculé rápidamente cuál podría ser el último banco. El sitio era grande y contaba con que no hubiera retrasos el primer día de clase. Nadie habría querido llegar tarde al día de su circuncisión mental. La fila doce o trece estaría bien. Si se llenara, sumaría unas ochenta personas.

    Precisamente, la asignatura que más odiaba Harry era la de lengua, por muchos motivos. El principal, que no le gustaban los lingüistas. Así lo expresó en una breve nota dirigida a Páez, que ahora transcribo:

    "Imagínese que a alguien le da por elaborar o redescubrir las reglas fundamentales que rigen el comportamiento social; y que luego pretende convertirlo en una disciplina. No hay que ser acertado, no hay que pensar. Solo hay que darle vueltas y más vueltas, tal vez organizar algún simposio internacional, dejar que todos opinen. Siempre hay alguien que se cree más

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