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Tierra, sangre y fe. Herencia de sangre
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Libro electrónico207 páginas2 horas

Tierra, sangre y fe. Herencia de sangre

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Tierra, sangre y fe es una antología de relatos que muestra la vida en el continente Virtuoso, una tierra donde los seres de la mitología suramericana son rechazados y perseguidos por los humanos. Los chamanes, que en teoría son los intermediarios entre estas dos culturas, centran la mirada en sus intereses egoístas. Los relatos presentan una civilización que se cae a pedazos, pues las personas han olvidado su identidad. Cuando la conexión con la naturaleza ya no es la respuesta, llega un nuevo dios con la promesa de salvación.
Por extraño que pueda parecer, el amor conecta cada una de las historias. El amor y la esperanza.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 sept 2023
ISBN9788412738155
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    Tierra, sangre y fe. Herencia de sangre - Ignis Vitae

    LA OFERTA DEL MOHÁN

    Aunque me aten cadenas,

    esclavo no soy.

    Aunque mi amo me mate,

    a la mina no voy.

    Yo no quiero morirme

    en un socavón.

    En la mina brilla el oro,

    al fondo del socavón,

    el amo se lleva todo

    y al negro deja el dolor.

    El amo vive en su casa

    de maderas y balcón,

    el negro en rancho de paja

    con un solo paredón.

    Cuando vengo de la mina,

    cansado del barretón,

    encuentro a mi negra triste,

    y abandonada de Dios.

    Y a mis negritos con hambre,

    ¿por qué?

    Esto pregunto yo.

    Aunque mi amo me mate,

    a la mina no voy.

    Yo no quiero morirme

    en un socavón.

    La mina, versión de Betty Álvarez.

    Una de las cosas que más le molestaba a Goya era tener que lavar la ropa, y más cuando tenía que recorrer el río Vinotinto en busca de un lugar donde ninguno de sus amigos la viera. Por lo general, estas tareas se las dejaban a doña Clara, pero desde hacía tiempo se había estado enfermando; primero fueron sus problemas de la vista, luego la artritis y después el corazón. No entendía cómo una persona tan joven, pues apenas llegaba a los cuarenta, sufría tanto, pero admiraba su tenacidad para trabajar. Hubiera esperado que se recuperara, pero el viernes sería el cumpleaños de su mejor amiga y no se perdería esa rumba, pues quedaron cosas pendientes de la reunión celebrada en su casa el fin de semana pasado. Necesitaba tener lista su mejor pinta, ya que estaba confirmadísimo que iría aquel joven apuesto que había conocido.

    También odiaba estar sola, apenas si conocía el pueblo, mucho menos lo que encontraría si se alejaba de él, pero todos los empleados de su padre estaban ocupados en las minas; era día de separar el oro del mercurio y necesitaban toda la mano de obra posible para cargar con el mineral. Le había dicho al viejo Ramiro que la acompañara, pero sufría de una falta de memoria terrible, lo más probable era que no recordara el encargo o el camino que debía tomar.

    En los últimos meses habían aumentado las enfermedades en el pueblo y era difícil que los emplearan, pero respetaba la filosofía de su papá de brindarle oportunidades de trabajo a todo el que lo necesitara, sin importar su edad o condición. Desde que empezó con el negocio del oro, su padre, el buen Sanclemente, procuró que toda la gente se beneficiara con las ganancias. Muchas familias, incluida la suya, vieron crecer sus casas y sus negocios, una prosperidad que nunca se había visto en años de abandono por parte del gobierno. Incluso llegaron personas de villas cercanas a pedirle trabajo a Sanclemente, a quien consideraban como un modelo a seguir. Por supuesto, él se los brindaba, porque todo el que quería comer podía trabajar para ganarse el pan.

    Como de costumbre, el éxito no viene sin sus envidias bajo el brazo. Las incontables carretadas de oro que llenaban de prosperidad al pueblo no contentaban a todos. En el bosque y las montañas vivían unos seres extraños que se autodenominaban sus dueños y defensores, siempre dispuestos a impedir que se siguiera trabajando en las minas. Los mohanes saboteaban el trabajo de los mineros, las mojanas hacían protestas a las afueras del pueblo e incluso los chulachaquis bloqueaban las vías amarrándose a los árboles. Sanclemente le había dicho a Goya que lo hacían porque querían quedarse con el oro y no compartirlo ni gastarlo. Se les había ofrecido la oportunidad de trabajar como todo el mundo, pero se habían negado, su codicia no conocía límites. Se resistían a trabajar y, además, pedían que se les devolviera la tierra que supuestamente les habían arrebatado. La tierra es de quien la trabaja y esta es una verdad indiscutible. Goya no entendía cómo alguien podía vivir en un lugar en donde no produce y no deja que los demás produzcan.

    Al fin, luego de tanto caminar y refunfuñar, Goya llegó hasta un lugar apartado donde esperaba que no la vieran en tan penosa tarea. Allí el agua no fluía y se podía admirar esa tonalidad roja que le daba nombre al río, aunque no se podía beber. No sabía si le haría algo a su piel, pero si llegaban a estropeársele las uñas, dejaría todo tirado y que luego pasara doña Clara por eso.

    —Mucho cuidao con esagua, señorita, está enferma. Na bueno puede sacar deaí.

    Una figura salió de entre los árboles y atravesó el arroyo con soltura. Al principio le asustó su imagen harto descuidada: el cabello y la barba grises se mezclaban hasta las rodillas, ni siquiera era posible ver si tenía o no ropa debajo. Sus ojos grandes y acaramelados la miraban con interés. Sin quitarle la vista de encima, se agachó y de la barba sacó una buena cantidad de tabaco que esparció sobre una hoja más gruesa para liar un enorme cigarro. Luego de encenderlo se quedó fumando mientras contemplaba las aguas del río. Sin duda era una de esas extrañas criaturas de los bosques de las que tanto se hablaba, un mohán.

    El extraño le regaló una sonrisa muy amplia. Algo gracioso debió de ver en ella porque empezó a reír con una risa sonora y extrañamente contagiosa. Pero lo que en verdad llamó la atención de Goya fue el diente de oro que destacaba en su dentadura grande y perlada. Tampoco pasó por alto los brazos musculosos, que parecían nacer en esa mata de pelo, de un azabache lustrado, al igual que sus piernas. Siempre se había sentido orgullosa de su tono de piel y el de su gente, pero la del mohán era mucho más oscura, parecía la noche misma.

    Viéndolo bien no era del todo distinto a un hombre, de hecho, tenía mejor semblante que las personas que veía regresar de las minas. Tenía una piel bien cuidada, limpia a pesar de ese pelo rebelde y engañoso, nada que ver con el saco de huesos que había conocido la otra anoche y por el que se ganó tremendo regaño de su papá.

    —No te recomiendo lavá tu ropaí, ni siquiera es bueno para esa piel tan hermosa como la tuya—dijo el mohán sin dejar de reír entre cada frase—. Lagua sangra, agoniza. Si vo querés, puedo llevarte a un lugá bien bonito donde puede bebé también.

    Eso sí, era un poco bochinchero, porque todo el mundo sabe que el agua no puede tomarse sin ser tratada primero. Quería un tiempo a solas con ella, eso seguro.

    Al ser hija de Sanclemente, todos la conocían, la respetaban y no dudaban en buscar cómo llegar a él, así que algún favor necesitaría, ¿una tregua tal vez?, o habrían cambiado de opinión y querían aportar con su mano de obra al progreso que traía el oro. Tenía que aceptar que el mohán no le era del todo indiferente, podría hacer que se quitara esa barba o por lo menos que se recogiera el pelo. El caso es que estaba llena de curiosidad, así que aceptó su propuesta.

    Tras una larga caminata que los llevó más lejos de donde solían darse los trabajos de minería, llegaron a una zona hermosa, llena de pequeñas elevaciones de tierra naranja y amarilla. El color le parecía exótico, pero lo que más le gustaba eran las pequeñas lagunas con ese color dorado que le recordaba al oro. Mientras caminaban podía ver a los niños felices nadando y jugando. Sintió orgullo por su padre, porque había traído felicidad a tantas personas. Lo único malo era que más adelante el terreno se ponía lodoso y se le clavaban los pies.

    Contrario a lo que esperaba, el mohán no se detuvo, siguió avanzando cada vez más adentro de las montañas.

    El siguiente lugar le pareció mejor que el anterior, pequeños montes de tierra blanca se alzaban frente a ellos. No había visto nunca algo así, era un desierto blanco, pero no se trataba de nieve, el terreno se sentía suave como ceniza, era arena blanca, como si un pedacito de luna hubiera bajado a la tierra. El agua que fluía en medio de este laberinto era de un color verde intenso que se iba aclarando hasta llegar a un lago verdiazul, donde un grupo de pescadores echaba redes para sacar el alimento del día. Tampoco se detuvieron en ese lugar, ni en los siguientes por los que la llevó.

    Siguieron caminando y vadeando ríos de lodo, amplias extensiones de tierra sin árboles ni plantas, donde ya no había agua por ningún lado. Volvió a recordar a su padre, cuando en su momento se le ocurrió cambiar el curso de los ríos para que estuvieran más cerca del pueblo, así no tenían que recorrer semejantes distancias para pescar o limpiar el oro. Goya empezaba a molestarse porque habían pasado por unas zonas muy bonitas y el mohán siempre le decía que había un lugar mucho mejor; así que seguían caminando… Estaba lejos de su casa, cansada y con el cuerpo lleno de sudor, detestaba esa sensación pegajosa en su piel.

    No fue hasta que empezó a escuchar el correr del agua cuando confirmó que no le estaba hablando paja. El río frente a ella era de un color extraño; de hecho, le pareció que carecía de color; era transparente, brillante y, a diferencia de los demás, se podía ver el fondo. Peces de colores diversos jugueteaban a lo largo y ancho, los veía por primera vez; por lo menos vivos. Pequeñas flores y plantas crecían hasta el borde, como resistiendo a sucumbir a la muerte que las acechaba del otro lado del camino.

    Estasagua siguen chapaleando, curando y dando vida como pues ve.

    Le dio unas caladas a su cigarro y sonrió complacido.

    Goya no supo cómo reaccionar, sintió un extraño deseo de meterse y beber de ella. El mohán rio con fuerza y el diente de oro la deslumbró al reflejarse el sol.

    —Vos podés tomá de ella tranquilita, está limpiecita. Date un buen baño y verá como la piel te queda así brillantica como la mía.

    La joven no hizo oídos sordos y aprovechó la invitación. Primero lavó sus ropas y luego se bañó en el río. La calidez del agua la inundó con un placer que no había experimentado en ninguno de los baños que se daba en las albercas de su casa. Ni siquiera cuando las señoras le frotaban la piel y le hacían masajes sentía tanto placer como el que le provocaba el fluir del agua en el cuello y en los brazos, la suave presión que las piedras le hacían a sus pies y los peces que limpiaban las impurezas. Ni qué decir del aroma dulce que traía la brisa o del sabor del agua, que no se parecía en nada al líquido cobrizo que le daban en su casa.

    El mohán solo la contemplaba con su amplia sonrisa y los ojos bien abiertos, era lo único que se veía a través de las nubes de humo que dejaba su cigarro.

    Lasagua solo dan. Porque así es toa la naturaleza, tos le quitan, pero ella sigue dando.

    Pero Goya ya no lo escuchaba, estaba perdida en todas las sensaciones que la invadían. No se quejó de lo tarde que era cuando salió ni de que tuviera que caminar horas para regresar a su casa. Tampoco le dio importancia cuando le dijo que volviera y trajera más jóvenes que disfrutaran del lugar. Se fue todo el camino pensando, tratando de identificar la causa del éxtasis en el que había quedado sumida, pues ni siquiera toda una botella de viche le daba esa sensación. No tenía idea de cómo su cuerpo se movía, pues su mente aún parecía nadar en las aguas transparentes de aquel río. Y en medio de esa embriaguez, llegó un destello que la despertó: el diente de oro del mohán.

    Esa misma noche habló con su padre. Le contó sobre la criatura que la había llevado lejos de los límites del pueblo, que vivía cerca de las montañas y al parecer ocultaba un yacimiento de oro importante. El diente de oro lo había delatado y lo más posible era que escondiera su fuente de riqueza para hacerle competencia e incluso perjudicar el negocio. Se quejó de su avaricia y de intentar manipularla con algún maleficio, porque eso era lo que había hecho en ella para que se quedara, pero por fortuna había alcanzado a escapar antes de que le hiciera daño. Le pidió a su padre intervenir con urgencia y Sanclemente, herido en su amor propio, salió dispuesto a darle solución a este asunto. No podía permitir que le arrebataran a la gente el derecho a trabajar, a sobrevivir.

    Al día siguiente desplegó todo un operativo para buscar al mohán. La gente lo apoyó sin dudarlo, estaban convencidos del peligro que representaba para el pueblo un ser con dudosas intenciones. Con el olfato de su padre, en efecto, dieron con una nueva mina de oro allá donde Goya le había indicado. Se celebró el hallazgo y las familias que lideraban el pueblo extendieron más su influencia. Nunca se dijo qué fue de aquel mohán, a lo mejor abandonó el monte como todos los de su clase, quienes solo quieren vivir a sus anchas sin mover un solo dedo. Y con respecto al río cristalino, por supuesto, a nadie le gustó, pero fue cuestión de semanas para que se pusiera tan familiar como los demás: rojo y silencioso.

    FIESTA DE GRADUACIÓN

    Monografía

    En el estado de trance, también conocido como viaje extático, el alma del chamán viaja al mundo supranatural, gatea a través de los peligros que allí habitan, dialoga o combate con los espíritus elementales o ancestrales. Se entenderá, entonces, que el chamán es el hombre que puede producir su propia muerte a voluntad, en cualquier momento, para luego volver con ayuda de su animal guardián, pero imbuido de un saber, de una energía adquirida en esos mundos. Hay, pues, una relación especial entre el chamán y los animales: algunos de ellos son sus dobles, sus avatares entre mundos, y el chamán depende de ellos para poder regresar de la muerte, por eso los lleva tatuados en su

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