Relatos de un pescador
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Relatos de un pescador - César Mosquera Sabogal
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© César Mosquera Sabogal
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1181-376-1
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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CÉSAR MOSQUERA SABOGAL
Aguas del rio Manacacias Puerto Gaitán Meta - Colombia
PRÓLOGO
Dicen que en el mundo se nace con un talento inmerso en nuestro ser, algo que nos distingue de los demás y no solo es el carácter y no me refiero a la personalidad, sino a ese talento único que tal vez no pensaste tener, pero cuando lo descubres sientes que estás hecho para ello, para dominarlo, para moverte en él con total destreza para llenar tu corazón de felicidad y no hay nada que te apasione más que realizarlo cada día y perfeccionar ese don que Dios te regaló, ese talento que atesoras de manera especial, que dicta a manera de hábito el destino de tu vida. Algunos afortunados lo descubren desde niños otros se tardan un poco más, pero sin duda moldea tu destino. Una sabia persona me dijo un día que no hay nada que hagamos con más amor y que nos llene más como lo que nos gusta hacer, como lo que hacemos con pasión y lo que hacemos con pasión sin duda es nuestro talento.
Era necesario en primera instancia hacer ese pequeño paréntesis acerca de lo que es el talento en la vida de alguien para desarrollar la historia del hombre que le dio vida a este relato que escuché desde mi infancia cada vez que tuve el gusto y el honor de oír sus anécdotas y aventuras en su arte, en su oficio; el señor Pedro Antonio Guerrero Candury, El guerrero del río
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AGRADECIMIENTOS
A Dios todo poderoso que me dio la vida, el talento y su favor para realizar esta obra, a él sea la honra, gloria y majestad.
A mis hijos, padres, hermanos y esposa que me apoyaron y fueron testigos de la creación de cada página de la obra.
A cada persona que creyó en mi talento y me animó a culminarlo.
Y sin duda alguna a mi abuelo, fuente de mi inspiración y persona admirable por su tenacidad, persistencia y carisma.
Vista panorámica del río Manacacias en temporada de lluvias
CAPÍTULO I. ALEVINO
Era 24 de enero de 1948 cuando doña Josefa Candury tuvo dolores de parto y dio a luz en un hospital de la ciudad de Villavicencio a un niño, al cual llamó por nombre Pedro Antonio Guerrero Candury, sus primeros años de vida trascurrieron con la normalidad de un pequeño que empieza a vivir bajo el cuidado de sus padres don Aurelio Guerrero y su madre doña Josefa Candury. Vivían en las afueras de Villavicencio en una finca de la vereda Apiay donde sus padres administraban y cuidaban estos terrenos dedicados a la siembra de arroz, plátano, maíz entre otros y algunas veces ganado y aves de corral, lo que equivale a decir que se lleva una vida tradicional del campesino de estas hermosas tierras llaneras. En cierto día una conversación que sostenía don Aurelio con un vecino de otra finca mientras disfrutaba de un café, don Remigio Quintero le contaba acerca de unas maravillosas tierras llano adentro donde ya no se ve la cordillera, el terreno es más llano y selvático pero la hectárea de tierra es barata y se da lo que se siembre siempre y cuando sea de este clima tropical. A don Aurelio le sonó mucho lo que oyó de su vecino y pensaba con gran determinación viajar hacia aquellas tierras con unos ahorros y por fin dejar de ser encargado para ser dueño de hato, dice el adagio popular de estas tierras.
Ya andaba Pedrito sobre los seis años aprendiendo de su padre los oficios de la agricultura sembrando arroz, cacao y plátano y una que otra mata de topocho, doña Josefa hacía lo propio en la cocina y la casa de la hacienda que administraba y sacaba su tiempo para criar sus gallinitas y una pareja de patos que tenía en un encierro de malla metálica común para aquella época. Pedrito, aunque pequeño, sentía un deseo enorme por la lectura y la educación en general, había escuchado de don Germán Vargas dueño de la finca, relatos y noticias de un periódico el cual don Germán leía en voz alta en varias ocasiones despertando la curiosidad de Pedro por la lectura y también por las matemáticas cuando se hablaba de dinero. Pedro anhelaba leer y escribir, pero no había quien le enseñara: don Germán no contaba con tiempo para esa tarea y sinceramente tampoco con la paciencia que requiere la enseñanza, pero en cambio gracias a su mamá que le ponía a recolectar los huevos de gallina criolla y los plátanos del cultivo, cada sábado viajaban a Villavicencio a lomo de bestia para vender estos productos en el mercado donde Pedro conoció el dinero, el valor de cada número impreso en la moneda o billete que se obtenía por las ventas de los plátanos y huevos criollos, Pedro desarrolló rápidamente la habilidad de contar el dinero, dar cambio y todo lo que implica comerciar un producto alimenticio generándole felicidad con cada peso obtenido y entendiendo muy bien cómo se comerciaba para obtener dinero. De regreso en casa Pedro le dice a su padre lo entusiasmado que está de estudiar, aprender a leer, a escribir y aumentar su habilidad con las matemáticas por las que había mostrado mucho interés al practicarlas. Pedro le dice a su padre:
—Papá, quiero ir a la escuela, quiero leer el periódico como lo hace don Germán, mándeme a estudiar, papito.
Don Aurelio frunció el ceño y guardó silencio un instante, luego miró a su hijo Pedro y con voz calmada pero motivante le respondió:
—Hijo, ahora me queda muy difícil enviarlo a la escuela porque la más cercana está en Villao y no disponemos de suficientes bestias para que usted se lleve una durante las clases pero no se desanime —replicó—. Le prometo el otro año matricularlo en la escuela mientras conseguimos como enviarlo a estudiar mientras tanto ayúdeme lo que más pueda en los sembrados y los animales.
Pedro asintió su cabeza en señal de obediencia y guardó silencio. Los días trascurrieron en los quehaceres cotidianos del campo y Pedro crecía en destreza y estatura, había dejado de pensar un poco en el estudio pero conoció otros niños y por primera vez tuvo amigos, sus vecinos de la finca aledaña, niños como él con sueños y anhelos que mencionaban en sus charlas sobre qué serían de grandes, también llenaban sus corazones de alegría al narrar las historias que oían de sus padres acerca de trabajos de vaquería, de aventuras pasadas de pescas inolvidables y muchas más anécdotas vividas. Entre esos niños se encontraba un muchachito de nueve años llamado Ramón, quien se ganó la atención de Pedro cuando le dijo:
—Pedro, ¿usted sabe pescar?
—No, nunca he ido —respondió Pedro.
—Yo sí y es muy chévere, yo la paso muy bien cuando mi papá me lleva a pescar —dijo Ramón, y prosiguió diciendo—. No hay nada más emocionante que le jale el nailo a uno cuando le afila el pescado.
Pedro lo miraba con atención y le dice:
—¿Y cuándo me va a llevar a una de esas pescas de las que tanto habla?
—Cuando quiera, Pedrito, le decimos a mi papá y usted pide permiso para que lo dejen ir y yo lo llevo conmigo.
Pedro se emociona de solo imaginar cómo es ir de pesca, ya que jamás ha estado ni siquiera en un riachuelo, esa noche se acuesta pensando en la propuesta de su amigo y al día siguiente muy temprano le dice a su mamá lo que aquel niño le había propuesto.
—Mamá, Ramón me dijo que si quiero ir a pescar con él que pida permiso y él me lleva —le dice pedro a su mamá.
—Mijo, dígale a su papá, no y sea que se disguste porque yo lo deje ir.
Pedro se queda en silencio y espera a que su papá se desocupe y con poco de nervios decide hablarle:
—Papá, Ramón me está invitando al caño gramalote a pescar, me llama mucho la atención saber cómo se pesca, ¿me va a dejar ir?
Don Aurelio se queda un momento en silencio y finalmente le responde:
—Bueno, mijo, yo lo dejo ir, pero si van ustedes dos solos tenga mucho cuidado y procuren estar temprano para no tener que irlos a buscar.
Pedro se alegra mucho por la decisión de su padre y le da las gracias, esa noche casi no puede dormir imaginando las aventuras que Ramón le narraba cuando iba de pesca. Al otro día muy temprano Pedro se levanta, trae el agua a la cocina, le da de comer a las gallinas y realiza sus tareas para que no haya obstáculo que le impida ir de pesca. Pedro se encontraba alistando las cosas que pensaba llevar a la pesca cuando llega Ramón.
—Buenos días, doña Josefa. Buenos días, don Aurelio, ¿buenos días, Pedrito, ya está listo?
—Sí, Ramón, vámonos. Chao, mamá, nos vemos más tarde.
Doña Carmen los despide mientras salen del predio.
—Que les vaya muy bien, hijos, que traigan mucho pescado, vayan con Dios.
Pedro, muy contento por su primera aventura fuera de casa sin sus padres, apremia el paso guiado por Ramón, que camina imponente hacia gramalote como el que ya conoce. Exclama Ramón:
—Caminemos rápido, Pedrito, porque toca llegar primero a sacar lombrices cerca del caño por ahí unas cincuenta para que tengamos carnada de sobra.
—Bueno, Ramón —contesta Pedro. En el camino Pedro trataba de imaginar cómo era la pesca, pero su ausencia de conocimiento en el arte no le daba para recrear una escena en su mente. Después de unas horas de camino Ramón fija su vista al frente y le dice a Pedro «llegamos».
Pedro observa el caño a una distancia de cien metros, rodeado de árboles grandes y morichales su corazón se acelera es un sentimiento único indescriptible que lo cautivaba por primera vez, vuelve la mirada hacia Ramón para notar su expresión, aquel niño con cara de satisfacción muestra a su vez mucha naturalidad por una actividad hermosa que seguramente ya venía practicando. Ramón se apresura a desenvainar un machete y dirige a Pedro exclamando:
—Pedro, tome esta bolsita y échele un poquito de tierra húmeda y camine, allí sacamos las lombrices.
Ambos niños se dirigen a unos pocos metros de la orilla del caño y Ramón empieza a excavar con la punta del machete, levantando cortes de tierra y desboronando con el mismo machete y en ocasiones con las manos.
—Mire, Pedro, ahí salió una.
Pedro se apresura a tomar con las manos, pero la jala fuerte y la lombriz se parte en dos y la parte que queda en la tierra se esconde dentro del corte de la misma. Ramón le explica:
—Pedro, jálela suavecito para que ella vaya saliendo y la podemos echar entera y viva a la bolsa. Mira, ahí hay otra, Pedro. —Esta vez la saca despacio y la lleva completa a la bolsa. Así lo hacen en repetidas ocasiones hasta completar una cantidad considerable para empezar la faena pesquera—. Vamos, Pedrito, peguemos pá’ la orilla le voy a mostrar los nailos de pesca con los anzuelos y cómo se pone la lombriz.
Pedro asiente y mira atento cómo Ramón saca los nailon de pesca. Primero saca un nailon trasparente, un poco delgado pero resistente, enrollado una tablita corta de madera moldeada con zanjas en forma de v
donde descansa el nailo apretado para que no se enrede. El nailon tenía un anzuelo acerado de ½ pulgada de largo, el cual estaba enganchado en la tabla en un extremo al finalizar el enrollado. Ramón empieza a soltar el nailon y toma el anzuelo con su mano izquierda.
—Mira, Pedrito, estos son los anzuelos, aquí vamos a poner la carnada para atrapar los pescados.
Pedro observa sin parpadear la lección de pesca de su compañero de aventura. Luego Ramón saca otro nailon envuelto en un carretico de madera parecido a los carretes de hilo con unos cinco metros de sedal de un nailon delgado aún más que el anterior y por un extremo un anzuelo pequeño de dos centímetros que le facilitó a Pedro diciéndole:
—Tome, Pedro, este será su nailon de pesca.
Pedro desenvuelve sedal, con entusiasmo toma una parte del nailon en su mano por el extremo del anzuelo y empieza a darle giros una y otra vez hasta que lo lanza con fuerza