Volver del más allá
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Daido Shugen aborda las ECM, es decir, las experiencias cercanas a la muerte que miles de personas han vivido, lo sepan o no, lo reconozcan o no, y las hagan públicas o no; y lo que tales experiencias les han provocado, una vez han regresado. Y todo lo que ello implica. Y, con las experiencias cercanas a la muerte que en esta obra se explican, se aproxima con la misma profundidad a lo que realmente nos preocupa y en ocasiones nos atosiga: ¿Hay vida después de la muerte? ¿Qué tipo de vida hay después de la muerte? ¿Se puede volver del Más Allá? ¿Existe Dios? Y, si existe, ¿cómo es?
Daido Shugen no solo divaga sobre una cuestión trascendental y trascendente, sino que nos narra y aporta hechos concretos que no dejarán indiferente al lector. Y, en muchos casos y por unas u otras razones, este se verá reflejado en ellos. Pero Daido Shugen no pretende convencer a nadie. Es su testimonio. Y que cada cual piense lo que considere.
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Volver del más allá - Miguel Ángel León Abarca
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© Miguel Ángel León Abarca
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1181-249-8
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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CAPÍTULO I
No estaba meditando, esta vez. Estaba en una mesa de operaciones, donde me iban a intervenir quirúrgicamente. No era una operación grave, en principio. No requeriría más que tres días de hospitalización. Había estado esperando en la habitación, después de que me pusiesen la vía (la aguja intravenosa), a que viniesen a por mí, para bajarme al quirófano. Me habían dado una pastilla relajante, únicamente. Estaba todavía en la mesa de operaciones cuando la médica anestesista vino a mí y me dijo que me iban a dormir de cintura para abajo. Yo le dije que creía que me iban a poner anestesia total, y ella me dijo que no sería necesario. Así que me dejé hacer. Noté un ligero pinchazo en la parte baja de la columna, y luego otro mayor.
—Oh, esto duele —le dije al asistente de la médica.
—¡No se mueva! —me contestó él, de un modo firme.
—No, no me muevo —le dije yo—. Pero duele.
—Es un momento —dijo él.
Fue solo un momento, efectivamente. Al instante estaba tumbado sobre la mesa, con medio cuerpo dormido. En ese momento me relajé de un modo total. «Por fin van a operarme», pensé. Sentí que los médicos del equipo de urología empezaban a realizar su trabajo. Miré hacia arriba, sin querer pensar más, y me fijé en la lámpara sobre mi cabeza. Su luz era de una gran intensidad, pero no tuve problema en mirarla directamente. Me pareció una lámpara muy curiosa. Su forma me resultó interesante, lo mismo que el diseño. Sentí que la lámpara tenía vida, o algo así. No recuerdo pensar en nada a partir de ese momento. Mi mente parecía limpia y transparente, como la lámpara y todo lo demás.
Me pareció que los médicos estaban usando algún bisturí de tipo mecánico, pero eso no me importó en lo más mínimo. Solo quería que hicieran bien su trabajo, y yo decidí que lo mejor era abandonarme por completo, y no interferir en nada de lo que hicieran. Volví a mirar la lámpara, y sentí como que esa lámpara y yo nos conocíamos desde hacía largo tiempo. Un sentimiento extraño, sí, como si la lámpara y yo estuviésemos unidos por alguna suerte de energía común.
A partir de aquí, no puedo decir mucho más, no porque no lo recuerde, sino porque no puede ponerse en palabras. Lo que vino a continuación no puede describirse, salvo por comparación. Me sentí dentro de una LUZ intensa. No era la de lámpara, no. Era una LUZ espiritual. Yo mismo era luz, también y, como luz, estaba dentro de la LUZ, podría decirse. Sentí que la LUZ y yo nos conocíamos desde siempre. Sentí que la LUZ me acogía y me protegía. Era como si estuviese a salvo de cualquier cosa. Tuve el sentimiento de que había vuelto a casa. La experiencia parecía en consonancia con otras que había tenido anteriormente, con la práctica del Zen, pero esta parecía distinta por una razón.
Había un AMOR total. De hecho la LUZ era puro AMOR. Era un AMOR nuevo para mí. Era mucho más que un sentimiento. Era una fuerza. Una energía. Era la VIDA. Estaba en manos del Creador, por así decir. La LUZ tenía inteligencia y me conocía. Me conocía mejor que yo mismo. La LUZ lo sabía todo sobre mí. Sabía de mí, mucho, muchísimo más de lo que yo mismo sabía de mí. Era algo extraordinario. Me abandoné completamente en ese AMOR total. Me sentí PLENAMENTE ACOGIDO. No había palabras, ni pensamientos, ni ninguna clase de ideas. Era todo puro y simple. No había tiempo, ni había espacio. Todo era increíblemente BELLO.
No me sentí juzgado, solo acogido. No hubo ninguna clase de revisión de vida como algunos de los que pasan por experiencias cercanas a la muerte (ECM) relatan. No aparecieron ni escenas de mi vida, ni nada que pueda suponer una separación entre el observador y lo observado. Había desaparecido COMPLETAMENTE en aquella MARAVILLOSA LUZ. No tuve que hacer nada más. Solo quedarme en ella. Mi consciencia no desapareció, en absoluto, sin embargo, sino que se acrecentó hasta límites asombrosos. Sentía algo así como una expansión infinita (pero esto son solo palabras, no hubo realmente nada de eso, solo que estas palabras parecen acercarse un poco a lo que sucedió).
Durante la experiencia, hubo dos momentos en que volví a tomar conciencia de mi existencia en el plano físico. La primera vez fue debido a que se me puso un tubo de oxígeno en los orificios nasales. No tuve la sensación de despertar de un sueño o algo así. Fue simplemente como tomar conciencia de que tenía un cuerpo físico, a pesar de encontrarme en un reino espiritual, en completa unidad con mi Creador. El hecho de haber vuelto a la tierra no rompió mi experiencia con la LUZ.
La segunda interrupción (no fue una interrupción en realidad, pues la experiencia de unidad con la realidad superior no se vio interrumpida en lo más mínimo) ocurrió cuando se me colocó una especie de pantalla alrededor de la cabeza. Fue sin duda para que no viese los detalles de la operación, que evidentemente implicaba escenas que era mejor que no fuesen vistas por el sujeto que estaba siendo operado. Esto me hace ver que no se me puso anestesia general, ya que, de haber ocurrido tal cosa, no hubiese sido necesario ponerme esa pantalla. El tipo de anestesia que tenía era de tipo epidural, y tal vez algún ansiolítico o similar.
En estas interrupciones tomé conciencia de nuevo de la lámpara que tenía sobre mi cabeza, y recuerdo haberla mirado con un interés especial. No supe entonces por qué, pero ahora puedo decir por qué la encontré de tanto interés. En la práctica de Zen, durante cuarenta años, aprendí que hay algo de suma importancia cuando se tienen experiencias de tipo kensho o satori: estas experiencias de vacío (usando un término habitual en el budismo, para referirse a la realidad divina) no están separadas en general del mundo de la forma, y es por ello que en general se pretende que el meditador no separe la forma del vacío.
En aquel momento, yo contemplé el vacío en esa maravillosa visión de una lámpara encima de mi cabeza. Contemplé su forma, como si de algo excepcional se tratase, así como las bombillas brillantes que la componían. Aún recuerdo los detalles, como el brillo de las bombillas a través del vidrio, con tonalidades asombrosas, que en otras condiciones no habría sido capaz de percibir. No tuve ocasión de decir nada, pero deseé compartir mi percepción con quienes me asistían, aun sabiendo que ellos no podían comprender la importancia de cuanto estaba experimentando en aquel momento.
Recuerdo que estas sensaciones no eclipsaron en absoluto la experiencia esencial, que estaba sucediendo en otra dimensión, que podríamos llamar ESPIRITUAL, con mayúsculas, para diferenciarla de esta otra dimensión que llamamos física, pero que no estaba separada de la anterior, según podía comprobar, pues la realidad espiritual se colaba en la física, para mí, en aquel momento, a través de esa lámpara sobre mi cabeza. Según puedo recordar ahora, es como si la lámpara hubiese querido ser, en cierto modo, un testigo de la PRESENCIA en el mundo que llamamos físico. Esa PRESENCIA parecía darle VIDA. Y eso me hace comprender la importancia de ver que la VIDA se manifiesta en todo aquello que parece simplemente físico, y en ocasiones muerto, pero que realmente no lo está.
Tras esas breves interrupciones, desaparecí de nuevo en la experiencia de la LUZ, olvidado por completo de todo lo demás. La vuelta a la REALIDAD ESENCIAL se hizo de un modo directo y sin rodeos, y volví a entrar en la UNIDAD de manera ininterrumpida. De esa experiencia trascendental, poco puedo decir, puesto que no deja más recuerdo en la mente que el de haber sucedido, como si de algo EXTRAORDINARIO se tratase, y que no pertenece a nada que sea descriptible, porque se encuentra en una DIMENSIÓN FUERA DE TODO TIEMPO Y ESPACIO. Queda sin embargo la impresión total de haber estado en contacto con la FUENTE, donde no hay nada que pueda considerarse malo. Es todo BUENO (expresión usada por los neoplatónicos para referirse a Dios). Todo PERFECTO. Todo REAL.
Pero llegó lo que podríamos llamar el final, aunque más propiamente debería ser considerado como el principio. Sucedió algo que supuso lo que llamaré «el regreso». De pronto adquirí conciencia de estar en el mundo otra vez. Me sentí en mi cabeza. Tuve la sensación de estar dentro de un recinto limitado y oscuro (si bien no desagradable). Era un lugar estrecho, pero familiar. En contraste con la experiencia trascendental, ahora podía decir que existía un yo, porque antes no había tal limitación. Era un yo que se encontraba en cierto modo limitado a esa cavidad que llamamos cerebro. Ahora había espacio y tiempo otra vez.
Cuando escribo esto, año y medio después, puedo comprender algo muy importante: ese yo, soy yo verdaderamente. Aunque estaba limitado por razones de tiempo y espacio, no estaba separado de cuanto me rodeaba, que en aquel momento era, ciertamente oscuridad, ya que las luces estaban apagadas. Ahora me sentía a mí mismo, y me veía de «vuelta» en el mundo, otra vez. Esta experiencia ya me había sucedido anteriormente (la de estar de vuelta), y con el tiempo he podido comprenderlo muy bien. Sabía que estaba de vuelta, y sabía que venía del Origen. Dios, sí, Dios. El yo verdadero es aquel que sabe, que ha estado con Dios.
Extrañamente, durante varias semanas, esta experiencia me pasó casi desapercibida. Mejor dicho, la percibía, pero no le daba importancia. Es extraño, sí, porque las dos experiencias que había tenido anteriormente, practicando con koans en el Zen (de las que he hecho mención en otros libros, e incluso las he descrito) me dejaron una huella inmediata, hasta el punto de que en el tiempo que vino después, estaban siempre presentes. Siempre estaba pensando en lo que había experimentado. No podía quitármelo de la cabeza. Una y otra vez mi mente volvía a ello, como si se tratase de algo extraordinario e increíble. La experiencia continuó durante varios días, pero al cabo de algunas semanas se había ido del todo, y lo que surgió en cambio fue un orgullo espiritual terrible (me sentía importante por haber tenido la experiencia). Tardó mucho en irse, y quisiera pensar que ya ha desaparecido por completo, y no volverá nunca más.
Creo que este no fue el caso esta vez porque, a diferencia de las anteriores, todo pasó de un modo, podríamos decir, natural, y a la vuelta el pensamiento no se alborotó, del modo que lo hizo entonces. Recuerdo exactamente el momento en que tomé conciencia de mí mismo, tras la operación: vi que era yo, mi verdadero yo. Pero eso no fue ninguna sorpresa. Ya sabía quién era, no lo descubría por primera vez. Lo descubrí hace treinta años, con mi primera experiencia. La experiencia de mi verdadero yo no se ha ido de mí en ningún momento, aunque no siempre ha sido el que ha dirigido mi vida, ni mucho menos. Mi vida ha estado casi siempre a rastras del ego, el falso yo, que se ha disfrazado a menudo para parecer que era el verdadero. Me costó mucho aprender a identificarlo, porque creo que eso es algo que requiere mucho entrenamiento espiritual.
Pero esta última vez, cuando volví a mi cuerpo, en el quirófano, fue más natural. Fue inmediato, darme cuenta de que estaba en el mundo físico de nuevo, en mi viejo cuerpo. Estaba incluso dentro de mi cabeza. Ahí es donde me sentía. Era un pequeño lugar oscuro, en comparación con la infinitud luminosa y atemporal de donde regresaba. Era casi como estar dentro de la cabina de un vehículo, bastante gastado ya, pero que todavía podía moverse y funcionar. Había también una sensación de familiaridad, puede decirse, con los recuerdos que tenía. El viejo yo, el ego, no había desaparecido, por supuesto. Estaba allí, aunque realmente no pareció tener protagonismo alguno. Desde entonces ha sido más como una mascota, en el suelo, sumisa y obediente, que el protagonista de mi vida (aunque la mascota ladra en ocasiones). Y así es como deseo que siga, porque como mascota tiene su lugar. Pero nada más.
Los pensamientos volvieron de inmediato, lo cual supuso la vuelta completa a la normalidad. Eran como moscas que volaban a mi alrededor. Un poco molestas, pero familiares. Uno aprende a vivir con las moscas desde niño, y las ignora, y lo mismo era con los pensamientos. Podían estar ahí, sin que eso supusiera ningún problema. Era evidente que nunca me los podría quitar de encima, así que ¿para qué preocuparme por ellos? Sin embargo, tenía claro para mí que lo importante no eran los pensamientos, sino lo otro, lo que acababa de vivir, que estaba totalmente claro para mí en el momento en que me llevaban de vuelta a la habitación.
Los siguientes tres días los viví centrado en el dolor de la herida en el bajo vientre. Era como un harakiri, pensaba. Parecía como si me lo hubiese hecho yo mismo con una espada. La escena, un tanto zen, de un samurái con un sable que se da muerte, venía a mi mente, y me hacía sonreír. En cierto modo, era un poco así, pensé. Había abandonado mi cuerpo a su suerte, y fui a la Vida. Es la tercera y la última vez que me ha pasado, y no necesito más. Las otras dos fueron experiencias incompletas porque, a la vuelta, mi ego tomó las riendas de nuevo, a pesar de que yo sabía que era el ego y no yo (el verdadero yo). Pero en esas dos ocasiones (ahora lo veo), no había llegado a lo más importante: el Amor. Había ido cerca, sí, pero no al núcleo. Esta vez sabía que había penetrado hasta el centro.
Estos no son pensamientos que tenía entonces, sino que los tengo ahora. No tienen importancia, pero dan la imagen apropiada de cómo me sentí al volver. No había ningún alboroto en mí, como si hubiese tenido un kensho u otra experiencia de ese tipo. No la conté a nadie. Ni siquiera a Concha. Por un tiempo no hablé de ella. ¿Qué había que decir, en realidad? No había nada que contar. No había nada que explicar. Ni siquiera era algo en que pensar.
Salí del hospital y me recuperé con bastante rapidez. Fue al cabo de bastante tiempo (¿unos dos meses?), cuando empecé a ver que lo que me había sucedido era algo especial, y empecé a tomar conciencia clara de ello. No sé cómo ni cuándo sucedió, pero llegó un momento en que fui consciente de la experiencia totalmente. La veía delante. No sé por qué, hasta ese momento no le había dado importancia. Le di importancia cuando volví a sentir que me perdía de nuevo en el mundo. Los viejos hábitos no estaban erradicados, y volvieron, pero esta vez no tenían la fuerza de antes. Poco a poco me di cuenta de que sería posible desbrozar el campo esta vez. No sería inmediato. Necesitaba tiempo todavía, y un poco de ayuda, pero sería capaz de erradicar los malos hábitos. No volver al enfado, ni a sentirme con afrentas, ni a lamentarme, ni a querer lo que no tengo… Cosas innumerables que no hay necesidad de detallar.
Unos tres meses después de haber tenido la experiencia, esta era como un faro para mi vida. Lo que había sucedido no cabía en pensamientos, pero la Luz que emitía era más que evidente, y lo sigue siendo (no me refiero a una luz física, evidentemente). Tenía que dejarme guiar por ella, admití, pero tenía que saber con certeza qué es lo que había pasado. Hasta ese momento, solo había hablado de ella con tres personas, una era Concha y las otras dos fueron amigos míos. Uno de ellos pareció entender algo, pero el otro no comprendió gran cosa, así que decidí que no hablaría de ello con nadie más. Pero necesitaba algún tipo de confirmación. Era necesario hablar con alguien de total confianza: un maestro espiritual.
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