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La España Fracturada
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La España Fracturada

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«La invasión de España por tropas árabes, que cruzaron el estrecho de Gibraltar al mando de Tarik en el año 711, sometiendo a sangre y fuego a la indefensa población hispánica en tan sólo tres años, es una gran mentira, un gran "mito necesario", que interesó fomentar, tanto a musulmanes como a cristianos trinitarios, muchos años después de esta fecha…» Ramón de Abadal y de Vinyals

«Y así, el mito, cuajado a lo largo de la Edad Media, ha sido repetido hasta el siglo XX», dice Ignacio Olagüe en su libro, para luego explicar todas las incongruencias de esta leyenda casi pueril, que se les ha enseñado a los españoles durante 1300 años y que los historiadores jamás se han atrevido a objetar, para no entrar en conflicto con la ortodoxia.

Esta novela, que relata el período de la historia española desde el 500 hasta el 800 d.C., no existiría si no hubiera caído en mis manos o, mejor dicho, hubiera descendido del Internet a mi ordenador, el atrevido libro de Ignacio Olagüe, llamado "La Revolución Islámica en Occidente", el que se ha atrevido a cuestionar la validez del mito mencionado. Para entender lo que efectivamente pudo haber pasado, hay que conocer y entender el espinoso conflicto que existió entre la Iglesia Arriana y la Iglesia Católica durante la vigencia del reino visigodo.

«Desde la primitiva conversión de los godos a la fe arriana, el dogma herético cobró una singular importancia para los pueblos germánicos, y adquirió para ellos un carácter que superaba con creces el aspecto meramente doctrinal.» Ignacio Alonso Campos.

IdiomaEspañol
EditorialErwin
Fecha de lanzamiento16 ago 2023
ISBN9798223419754
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    La España Fracturada - Erwin

    E. R. Ramdohr

    LA ESPAÑA FRACTURADA

    Católicos vs. Arrianos

    Sarracenos

    Novela Histórica

    ––––––––

    «Pocos acontecimientos han presentado externamente en la historia un carácter más desconcertante que la conquista del reino visigodo por los árabes.»

    «Hoy podemos afirmar que es un error hablar de la «invasión» árabe, en el sentido de violencia que comporta la expresión; los árabes no vinieron a España para invadirla, y, una vez estuvieron en ella, tuvieron aún sus dudas sobre la conveniencia de quedarse.» D. Ramón de Abadal y de Vinyals; La Batalla del Adopcionismo.

    «Desde la primitiva conversión de los godos a la fe arriana, el dogma herético cobró una singular importancia para los pueblos germánicos, y adquirió para ellos un carácter que superaba con creces el aspecto meramente doctrinal.» Ignacio Alonso Campos; Las Luchas Religiosas durante la Dinastía de Leovigildo.  

    ––––––––

    PERSONAJES CENTRALES

    Conde Arnulfo I de Pallantia (465-531) cc Hunifreda

    Conde Arnulfo II de Pallantia (487-550) cc Arabela

    Conde Arnulfo III de Pallantia (512-569) cc Martina

    Conde Arnulfo IV de Pallantia (533-592) cc Amaya

    Conde Arnulfo V de Pallantia (554-611) cc Calpurnia

    Conde Arnulfo VI de Pallantia (574-636) Italiano cc Erika

    Conde Arnulfo VII de Pallantia (592-649) Bizantino cc Sofía

    Conde Arnulfo VIII de Pallantia (613-674) cc Rosalinda

    Conde Arnulfo IX de Pallantia (632-694) cc Hildeberta

    Conde Arnulfo X de Pallantia (654-717) cc Adelaide

    Conde Arnulfo XI de Pallantia (679-747) Africano cc Celene

    Conde Arnulfo XII de Pallantia (697-752) Nissim cc Nabila

    Abdul ibn Nisr-Dhi’b (716-)

    PRÓLOGO

    «Sorprendido quedará el lector al saber que no existen testimonios contemporáneos [de ese tiempo] que describan la invasión de España por los árabes, o que tengan alguna relación con estos acontecimientos. Lo mismo nos ocurrió hace treinta años cuando lo averiguamos al empezar estos estudios. ¡Con qué rutina se han repetido en todos los textos variaciones similares sobre un mito creado en la Edad Media!» Ignacio Olagüe; La Revolución Islámica en Occidente.

    Esta novela no existiría si no hubiera caído en mis manos o, mejor dicho, hubiera descendido del Internet a mi ordenador, el atrevido libro de Ignacio Olagüe, llamado ‘La Revolución Islámica en Occidente’. El autor, que vivió entre 1903 y 1974, fue un paleontólogo e historiador español, quien se atrevió a plantear, en dicho libro, una muy certera duda respecto de la veracidad de una parte de la historia de España, aquella que se produjo entre los años 500 y 800 de nuestra era.

    El escritor Luis Alberto Conget Betore dice, al respecto, en su libro El Mito Necesario:

    «La invasión de España por tropas árabes, que cruzaron el estrecho de Gibraltar al mando de Tarik en el año 711, sometiendo a sangre y fuego a la indefensa población hispánica en tan sólo tres años, es una gran mentira, un gran mito necesario, que interesó fomentar, tanto a musulmanes como a cristianos trinitarios, muchos años después de esta fecha, para legitimar su posición de poder, en el caso de los primeros, y la invasión de los deseados territorios enemigos, en el caso de los segundos. Al menos, eso es lo que intenta demostrar el investigador español Ignacio Olagüe en su obra La Revolución Islámica en Occidente. Obra escrita antes de 1966, que tuvo muchos problemas para ser editada y que fue prohibida durante décadas en España.»

    De acuerdo con las investigaciones del historiador Ollagüe y sus eruditos razonamientos, bastante después de aquel período, que fue del 500 al 800 d.C., se construyó un sofisticado mito, que pretendió ocultar la verdad de los sucesos acaecidos en aquella época, para no tener que explicar cómo había sido posible que la siempre poderosa Iglesia Cristiana Católica y Trinitaria no hubiera podido atraer a su seno a la inmensa mayoría de los habitantes de la Hispania Romana y luego Visigoda, perdiendo con ello su disputa frente a la entonces vigorosa Iglesia Cristiana Arriana y Unitaria.

    Importante es saber que la controversia entre el credo trinitario, sustentado por la Iglesia Católica, y el credo anti-trinitario, sustentado por la Iglesia Arriana, se venía arrastrando desde el año 325, cuando, en el Concilio de Nicea, la mayoría de los obispos presentes ratificó la veracidad del dogma de la trinidad y declaró a la postura contraria como una despreciable herejía.

    Sin embargo, dicha veracidad, al parecer, no fue tan convincente, toda vez que, 500 años después, la supuesta herejía aún seguía viva y la ortodoxia solo se pudo imponer por medio de la fuerza durante el tiempo de la reconquista cristiana.[1]

    «No es hasta siglo y medio después de la pretendida invasión [sarracena], en el momento en que los cristianos trinitarios comienzan a tener conciencia de que la general conversión al Islam de los españoles unitarios representaba una amenaza para sus intereses, cuando aparecen estas crónicas fabulosas que vienen como anillo al dedo para crear el "mito necesario".» Luis Alberto Conget Betore; El Mito Necesario.

    Casi no hay documentos de aquel tiempo, lo que habla de un meticuloso trabajo de destrucción de evidencias, algo que solo podía convenir a la iglesia católica trinitaria, perdedora en la competencia religiosa. Creo, con Ignacio Olagüe, que, si algunos siniestros personajes se dieron licencia para borrar los testimonios de una época, nosotros estamos plenamente autorizados para investigar y deducir cómo pudo haber sido la verdadera realidad histórica.

    Pues llama mucho la atención que el pueblo visigodo arriano, que gobernaba en la península en aquel tiempo, habiendo sido capaz de elaborar sesudos tratados judiciales, no hubiera dejado ningún legado en los campos de la literatura y la historia. Lo único que sí se sabe con certeza es que, en el año 589, cuando la Iglesia Católica obtuvo el poder total sobre la monarquía visigoda, se encargó de quemar todos los documentos pertenecientes a la Iglesia Arriana.

    Por otro lado, ¡oh sorpresa!, los textos que sí se conservaron, pertenecen a eximios sabios visigodos, pero solo aquellos pertenecientes a la Iglesia Católica Romana, como ser Isidoro de Sevilla y Juan de Bíclara.

    «Y así, el mito, cuajado a lo largo de la Edad Media, ha sido repetido hasta el siglo XX.» dice Ignacio Olagüe en su libro, para luego explicar todas las incongruencias, que esta leyenda, casi infantil, ha albergado durante 1300 años y que los historiadores jamás se han atrevido a objetar, para no entrar en conflicto con la ortodoxia.

    De acuerdo con el mito señalado, se establecieron en ese entonces varias verdades, que han permanecido inamovibles en el tiempo y se han declarado incuestionables:

    El rey Roderico o Rodrigo fue el último de una larga lista de reyes visigóticos, que reinaron en España desde principios del siglo VI y hasta la llegada de los sarracenos.

    El rey Rodrigo era, obviamente, un fiel católico muy devoto, tal como lo habrían sido todos los demás reyes visigodos después de que el rey Recaredo se convirtiera al credo católico trinitario en el año 589.

    En la furiosa y vertiginosa expansión del islam, los soldados musulmanes, conducidos por Tarik ibn Ziyad, invadieron la Península Ibérica en el año 711, derrotaron a Rodrigo y, en menos de tres años, subyugaron a la totalidad de la población hispana.

    Con motivo de esa invasión teocrática, les fue impuesto a los españoles, por la fuerza, el islam, desplazando al catolicismo trinitario que profesaban hasta ese entonces. El arrianismo no se menciona.

    Yo no pretendo asegurar que, lo que narro aquí, haya sido la verdad de lo sucedido en aquel tiempo, sin embargo, acercándome a los hechos, que sí son conocidos, he querido presentar una de las posibles realidades distintas del artificioso mito creado por interés teológico.

    No me he referido en ningún momento al término Al-Ándalus, ya que este recién se utilizó por primera vez en un documento escrito por un geógrafo musulmán llamado Abu Abdullah al-Bakri en el siglo XI. En su obra "Kitab al-Masalik wa'l-Mamalik" (Libro de las Rutas y los Reinos), al-Bakri utiliza el término para referirse a la región de la península ibérica que estaba bajo el control musulmán.

    Málaga, verano de 2023

    El Autor

    ––––––––

    NOTAS IMPORTANTES:

    1. Para poder distinguir a los personajes reales, que estuvieron presentes en aquel tiempo, los nombres de estos (que son los mencionados en los documentos históricos) han sido destacados en letra itálica (cursiva).

    2. De igual forma, los textos, que se pueden encontrar en documentos y libros auténticos, también se han destacado en letra itálica.

    3. ¡Por favor, no pretenda recordar los nombres de los personajes, solo preocúpese de la trama!

    LIBRO PRIMERO

    1.

    Batalla de Guadalete, julio de 711 d.C.

    «Según los historiadores, ha conquistado la casi totalidad de la Península Ibérica en tres años y medio. La exageración se convierte en caricatura. Sabemos que las hazañas de Musa [ibn Nosair] en España son la reproducción de hechos guerreros similares, más o menos fantásticos ellos también, que se habían atribuido en Oriente a ciertos jefes de las tribus, que se habían hecho con el poder en las ciudades. Como no poseemos ninguna documentación positiva que le concierna —las primeras noticias que tenemos de él son egipcias y pertenecen a la primera mitad del siglo IX—...» Ignacio Olagüe; La Revolución Islámica en Occidente.

    El sol ya se había puesto en el extendido horizonte atlántico y la brisa oceánica comenzaba a refrescar. En la vasta planicie entre la laguna de Janda y el borde marino, cientos de cuerpos yacían inertes y otros tantos aún se estremecían de vez en cuando. Los combatientes de la tropa vencedora iban de cuerpo en cuerpo y los despojaban de cualquier elemento de valor, que pudieren presentar. Cuando encontraban uno, que se resistía a morir, le daban el golpe de gracia con sus alfanjes.

    Otros, dispuestos por los capitanes, trasladaban a sus compañeros heridos hacia la carreta, donde los barberos y enfermeros se esmeraban en vendarlos, curarlos o, eventualmente, amputarlos, en un acto de extremo coraje, tanto de ellos, como de sus involuntarios pacientes.

    Bandadas de buitres ya habían divisado desde lo alto el opíparo ban-quete que les esperaba y planeaban silenciosos hasta aterrizar sobre algún infeliz, cuya alma había abandonado prematuramente esta tierra.

    El ocaso avanzaba y los soldados auxiliares esperaban a los héroes junto a las tiendas, que albergarían durante la noche al ejército ganador de la larga batalla, que había comenzado al amanecer y solo había concluido hacía hora y media, cuando los últimos combatientes del ejército perdedor se habían rendido, ante la imposibilidad de huir.

    Junto a una de las carretas de abasto, cuyos bueyes pastaban plácidamente, estaban reunidos alrededor de 20 oficiales de las huestes conjuntas del duque Tarik de Tingitania y de los señores de la Hermandad Arriana. El primero había llegado tan solo hacía cuatro semanas desde la provincia visigoda ubicada en el continente africano, al otro lado del Fretum Gaditanum [actual Estrecho de Gibraltar], y los segundos se habían unido a este en el puerto de Tingentera [actual Algeciras], frente al enorme peñón. Casi todos ellos hablaban en su endemoniado idioma gótico, con excepción de cinco señores de origen hispanorromano y otros cuatro de poderosas familias judías, quienes jamás lo aprenderían.

    Tarik era un hombre con la típica estampa visigótica, alto, fornido, de largo cabello claro y ojos azules. Estaba parado al centro y, alrededor de él, se encontraban, primero, los dos hijos del anterior rey visigodo Witiza y herederos del trono hispánico, Akhila y Sisberto, muchachos delgados, de piel y cabello claros, recatados y silenciosos. A su lado, como protegiéndolos, estaban el arzobispo de Hispalis [actual Sevilla], don Oppas, y el comandante Muirgen, ambos hermanos del malogrado rey, quien había fallecido el año anterior. El prelado era un hombre joven, dicharachero y confiado en su capacidad, medio calvo y, a temprana edad, panzón, en cambio Muirgen, más joven que el anterior, tenía una estampa recia y, más bien, tendía a ser serio. Además, estaban ahí el conde Julián de Ceuta, el Conde de Firhi. Luego, el presidente o kindins[2] de la Hermandad Arriana, conde Arnulfo XI de Pallantia, de sobrenombre ‘El Africano’, muy parecido a Tarik en su apariencia, sin embargo, vistiendo ropajes más acordes a la moda romana, y su hijo Arnulfo, de 14 años, quien heredaría el título condal como Arnulfo XII, el que cruzaba miradas cómplices con los dos infantes. Un poco alejados y observando la algarabía de los guerreros, estaban el ulema Musa ibn Nosair y su hijo Abdul Aziz ibn Musa.

    De repente, todos se giraron y estiraron sus cuellos cuando escucharon el galope de una docena de caballos que se acercaban a toda velocidad.

    —Señores —exclamó, quien hacía de cabeza, luego de saltar agitado de su caballo—, lo hemos logrado, el cobarde de Roderico y sus secuaces huyeron del campo dejando a su infantería a nuestra merced. Los seguimos durante una hora y nos aseguramos que habían tomado el camino de Hispalis. Allá los nuestros los van a estar esperando. Son apenas un puñado.

    —¡Adiós rey Roderico, estáis perdido! —gritó Arnulfo hacia el cielo, lleno de alegría—, esto tenemos que festejarlo.

    —¡Por fin! —lo secundó el arzobispo Oppas—, se acabó la tiranía de los politeístas[3]. Oremos al Señor.

    —Yahweh yevarech —exclamó uno de los judíos—, bendito sea.

    Todos se hincaron y agacharon sus cabezas, escuchando con atención la plegaria del prelado:

    —Señor, os agradecemos que, después de tanto tiempo, nos hayáis premiado en nuestro esfuerzo por derrotar y sacar del poder a la ominosa Iglesia Romana Trinitaria, esa herejía infame que ha pretendido regir en estas tierras desde que el rey Recaredo nos traicionó y forzó la conversión de nuestro glorioso pueblo gótico a ese culto jactancioso, que se dice poseedor de la única verdad y que, con el apoyo de varios de los reyes sucesores del ya mencionado, ha perseguido y pretendido anular nuestra creencia basada en la verdad. Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, amén.

    —Amén —repitieron todos.

    Entonces, se pararon y se acercaron a la carreta, donde los dos auxiliares tenían dispuestas grandes vasijas de vino. Llenos de alegría, brindaron, haciendo chocar sus jarras y palmoteándose las espaldas.

    —Hemos vencido —comentó uno de los jóvenes judíos exhalando con alivio—, quién lo hubiera creído, tantos años esperando este momento de apoteosis.

    —Sí, Isaac —le respondió Arnulfo—, solo podemos agradecer el apoyo, que vuestro pueblo nos ha brindado. Sin él, esta empresa no habría sido posible. Pero, alegraos, ya no habrá más persecuciones, los judíos podrán caminar libremente por nuestras calles, como cualquier hispano.

    Después de permanecer durante algún tiempo de pie, decidieron sentarse en el húmedo suelo de la vega, en la que se había desarrollado el combate. Todos ellos reían pletóricos de felicidad, por fin habían derrotado a su tenaz enemigo desde hacía 120 años y todos brindaban con sus jarras de vino en alto, las que los auxiliares se apuraban en rellenar una y otra vez.

    ***

    2.

    Barcino, septiembre de 507 d.C.

    «Andado el primero anno del rey Gisalaygo, cuenta la estoria que luego que Theoderigo rey de Italia, el que dixiemos ante desto, sopo las nueuas de la batalla que Clodoueo ouiera con Alarigo, et de comol matara Clodoueo, que enuio alla un su fijo et un cuende con él, que auie nombre Yba, que uengassen la muerte de su yerno Alarigo, et dioles muy grand caualleria et guisolos muy bien.» Primera Crónica General de España.

    Hacía ya 30 años, en 476 d.C. Odoacro, un general del Imperio Romano de Occidente de origen germano hérulo, había depuesto al último emperador, Rómulo Augústulo, de apenas 10 años, convirtiéndose en gobernante de facto del imperio romano occidental, ​​ bajo la tuición oficial del poderoso emperador romano oriental Zenón. Con ello, el glorioso imperio de más de mil años de antigüedad, en su parte occidental, había llegado a su triste fin.

    Luego, tras decenios de grandes desórdenes provocados por los distintos pueblos germanos, que se habían dejado caer como aves de rapiña en la península italiana, finalmente en 493, hacía apenas 14 años, Teodorico, llamado el Amalo, rey de la poderosa tribu germana de los ostrogodos, había conquistado finalmente toda Italia, se había convertido en el rey de aquella provincia y gobernaba de facto sobre gran parte de lo que había sido el Imperio Romano de Occidente con el beneplácito explícito del mismo emperador Zenón. Para sorpresa de los propios ciudadanos romanos, Teodorico había dejado intactas las antiguas instituciones que gobernaban el territorio e, incluso, había respetado a la poderosa Iglesia Católica Trinitaria, que era llamada Iglesia Romana por todos los godos. Ciertamente causó sorpresa esa actitud, siendo él un cristiano arriano anti-trinitario convencido.

    Ahora, en vísperas del otoño del año 507, los 50.000 habitantes de la pequeña ciudad de Barcino [actual Barcelona] y sus alrededores, estaban muy inquietos por su futuro cercano. Ellos ya conocían, desde hacía años, a la impetuosa tribu bárbara de los visigodos, que reinaba, producto de un acuerdo con el entonces emperador Honorio, sobre un vasto sector del territorio al norte de los Pirineos, la Galia Romana, lo que se llamaba el Reino de Tolosa. Hacía casi cien años esa tribu había combatido a las otras tres tribus germanas, que habían invadido la Hispania Romana, los suevos, los vándalos y los alanos, a las cuales había arrinconado o expulsado de la península ibérica.

    Así también, los barcinenses sabían que los francos de más al norte habían terminado por expulsar a los visigodos de la ciudad de Tolosa [actual Toulouse], donde se habían afincado, y los habían aislado en Narbo Martius [actual Narbona], a poco más de 60 leguas [300 km] de Barcino.

    *

    Y las últimas noticias, llegadas hacía muy poco desde el norte, no indicaban nada bueno, todo lo contrario, una tremenda amenaza se cernía sobre ellos. El rey visigodo Gesaleico, con todo su pueblo, habían sido sitiados por los borgoñones, razón por la cual, habían comenzado a desplazarse hacia el sur en dirección a la península.

    El anciano vicario civil de la diócesis de Barcino[4], nombrado por el antiguo prefecto del pretorio antes de la caída del imperio, Flavio Silverio Costa, un hombre serio, de cabello blanco y piel arrugada, había citado en varias oportunidades al general Tulio Adriano Romero y sus adláteres para analizar la grave situación que se les presentaba. Este militar, a sus 45 años, era fiel exponente de los legionarios romanos, cuyo destino se había sellado con la caída del imperio, era musculoso y preocupado de su apariencia, serio en sus opiniones, pero dicharachero con los amigos.

    Toda la diócesis de Barcino no tenía más de 50 mil habitantes y el grupo, que amenazaba con aparecer, bordeaba los 200 mil individuos. No había ninguna posibilidad de acogerlos en la ciudad amurallada y los alimentos, qué duda cabía, se harían muy escasos.

    —Y, además de ser bárbaros incultos, de costumbres desastrosas, son herejes empedernidos, que van a desafiar a nuestra santa religión católica romana —comentó muy alarmado el obispo Agricio, durante la tercera de aquellas reuniones, a la que fue también invitado —, es imposible, no podemos recibirlos aquí.

    El grueso obispo terminó sus palabras sobándose la panza y sonriendo con sorna por el punto ganado.

    —No tenemos ninguna alternativa, su Eminencia —le contestó el vicario civil, sin caer en el simplismo del anterior y mostrando un documento enrollado—, ayer he recibido carta desde Roma, en que se me obliga a acogerlos. El gobernador en Italia, Teodorico, ustedes saben, un bárbaro él también, me indica en ella que respetará íntegramente el convenio suscrito en 418 entre el rey visigodo Walia y el emperador romano Honorio. Los dejará asentarse y reinar en toda la península ibérica y nos exige dar todas las facilidades del caso.

    —La única manera de tenerlos suficientemente distantes, es albergarlos en el antiguo castro de la Legio Cuarta Macedónica —intervino el general—, ésta ya no existe y no costará mucho habilitar las construcciones un poco deterioradas. Como ahí debe haber cabida para unos 10 mil, el resto tendrá que establecer un campamento más allá del castro, en las praderas, a orillas del río Llobregat.

    —¿Y cómo se van a alimentar, ah? —preguntó el obispo, tratando de parecer inteligente—, si comienzan a sentir hambre van a saquear la ciudad. Ya sabemos cómo se comportan estos bárbaros, tenemos la experiencia, los suevos y los vándalos nos han asolado hace casi 100 años.

    —Y no es solo eso, monseñor, piense que muy pronto tendremos que someternos, nada menos que, a la monarquía bárbara, algo que se escucha infame —dijo el vicario con una sonrisa cargada de sorna—, preparémonos desde ya para desalojar todos nuestros palacios, para que la nueva corte pueda instalarse. No piensen que esta aceptará vivir en un campamento militar.

    —¿Y no podemos unirnos con otras diócesis para rechazar esta invasión, acaso? —planteó el obispo cada vez más nervioso—, pienso en Augusta Emérita [actual Mérida], Corduba [actual Córdoba], Caesaraugusta [actual Zaragoza], Carthago Nova [actual Cartagena] o Toletum [actual Toledo].

    —Olvidaos, su Eminencia —le contestó el general Romero—, no tenemos ejército, desde hace cien años todas las guerras las han librado por nosotros los propios ejércitos bárbaros. Apenas nos quedan algunas guarniciones para velar por el orden interno.

    —¿Y cuándo se cree que estarán aquí? —preguntó el obispo, a quien le comenzaron a tiritar las manos.

    —Supongo que empezarán a llegar en una semana —contestó el vicario Flavio Silverio—, quiero suponer que, por muy bárbaros que sean, ellos conocen nuestras costumbres, mal que bien llevan centurias viviendo bajo el alero del imperio. Van a querer vivir como lo hacemos nosotros.

    —Todo entendido, señor vicario —dijo en ese momento el general con su eficiente espíritu militar—. Pondré a mi gente a trabajar y sacaré los animales de la vega junto al castro.

    —Y yo prepararé a nuestra feligresía —agregó el obispo en tono resignado y frunciendo el ceño.

    —Gracias, señores —dijo el vicario, dando por terminada la reunión.

    *

    Esa misma tarde los auxiliares, de la escasa guarnición militar, comenzaron a asear y reparar el antiguo castro, el general había dado una orden perentoria y se estaba cumpliendo.

    *

    En el palacio episcopal, por otra parte, el obispo había reunido a los diez presbíteros de la diócesis eclesiástica en torno a la gran mesa consistorial. Ellos, llenos de curiosidad, observaban a su superior.

    —Hermanos en Cristo —se dirigió este, en tono agobiado, a los presentes—, el Altísimo nos ha enviado una prueba muy dolorosa. Vosotros ya sabéis que viene en camino la infame tribu de los bárbaros herejes. Estarán aquí en solo días. Es el infesto Satanás, quien viene con ellos, debemos precavernos y estar alertas, no nos podremos desprender de nuestros crucifijos del pecho, las velas a la virgen deben estar encendidas día y noche, las campanas deberán repicar diez veces al día, tal como en los días de peste...

    —Disculpe, su Eminencia —lo interrumpió uno de los sacerdotes—. ¿No deberíamos también esparcir agua bendita en las calles y encender inciensos en las casas?

    —Buena idea —respondió este—, todo lo que hagamos será poco. Acuérdense que estos bárbaros salvajes son los que se atrevieron a saquear la gloriosa ciudad de Roma, no respetaron ni siquiera la presencia allí de nuestro vicario mayor, el Papa.

    —Me cuestiono, ¿cómo es que nuestro Santo Dios permitió aquello? —preguntó otro de los presbíteros.

    —Hermano, ¡no os atreváis a cuestionar los actos del Señor!, eso es herejía, vos sabéis que los caminos de Dios no los conoce el hombre —contestó airado el obispo.

    —¿Será un castigo divino por haber permitido la existencia de la diabólica herejía arriana en nuestras tierras? —se preguntó otro.

    —Así es, hermanos míos —contestó cansinamente el obispo, bajando la vista con amargura—, tiempos de gran dolor y contrición nos esperan, hasta que hayamos podido borrar de la faz de la tierra a esos herejes sacrílegos, que desprecian la santa trinidad.

    *

    En ese mismo momento, a menos de 20 leguas [100 km] de Barcino, venía cabalgando el rey visigodo Gesaleico, un soldado de tomo y lomo, de 31 años de edad, de largo cabello castaño rojizo y una luenga barba del mismo color. Este, que era hijo ilegítimo del rey anterior, Alarico II, quien había caído hacía un año en la batalla de Vouillé, había usurpado el cargo de rey con el apoyo de sus colegas militares, impidiendo que asumiera su aún muy joven hermanastro Amalarico.

    Venía rodeado de todo su estado mayor, con excepción de algunos oficiales, que habían quedado en la retaguardia para proteger la larguísima caravana de no menos de 2 leguas [10 km] de extensión. Todos ellos iban montados en sus poderosos caballos y llevaban sus armas de combate para proteger el menguado tesoro del reino, que venía detrás de ellos en un coche blindado, tirado por cuatro poderosos caballos. La mayor parte del tesoro la había confiscado el ejército ostrogodo, que había protegido su evacuación de la ciudad de Narbo Martius.

    Por delante y detrás de ellos y hasta el final del largo cortejo, venía la gran mayoría de la gente a pie. Los menos, tal vez infantes y senescentes, venían en alguna de las 500 galeras tiradas por caballos, en que se trasladaban los enseres de todas las familias, las armas y los alimentos. A ambos costados de la larga procesión venían los demás hombres de la tribu, todos montados y armados para prevenir cualquier eventualidad.

    Quienes venían en un coche cubierto, justo detrás de la galera del tesoro, eran el joven príncipe Amalarico, hijo legítimo y heredero oficial del malogrado rey Alarico II, y su madre, la viuda real Teodegonda, hija del poderoso rey ostrogodo Teodorico el Amalo. A ambos costados y detrás de aquel coche venía una poderosa guardia montada, enviada por el importante abuelo del niño, para protegerlo de cualquier posible agresión.

    Junto al rey Gesaleico, venían el obispo guerrero Arnulfo, de 42 años y su joven hijo homónimo, de solo 20. A diferencia de la Iglesia Católica, en la cual se había comenzado a imponer el celibato, el que, por desgracia, era trasgredido con demasiada frecuencia, la Iglesia Arriana de los visigodos nunca había pretendido imponer tal condición antinatura a sus religiosos y, por el contrario, los estimulaba a formar familia para así poder conocer cómo era la vida normal de sus prosélitos.

    Este pueblo había estado viviendo en pie de guerra desde hacía casi 150 años, cuando abandonó las lejanas tierras de la Dacia, al norte del río Danubio, donde varios emperadores le habían permitido vivir durante más de un siglo. Territorio que, en su momento, había llegado a ser llamada Gotia, vale decir tierra de godos. En su larga migración, todos los hombres en condiciones de hacerlo, eran, antes que nada, soldados y, recién después de ello, ejercían las demás ocupaciones, distintas del ámbito militar.

    Así era el caso de Arnulfo, quien, más allá de ser un guerrero vale-roso y reconocido por todos, había sido ordenado por el antiguo obispo visigodo, también fallecido en la batalla de Vouillé, y ahora él oficiaba de obispo y presbítero, administraba los sacramentos y estudiaba las sagradas escrituras, cuando no estaba a las órdenes de su señor. Tanto él, como su hijo, dominaban a la perfección el latín, razón por la cual siempre estaban presentes, en calidad de secretarios e intérpretes, en las negociaciones del rey con extraños.

    Esa tarde, en que el inclemente sol, de un verano que se alargaba, caldeaba el terreno entre el Mare Nostrum y los montes Pirineos, todos hacían acopio del mayor estoicismo para soportar la canícula.

    —Apróntense para una larguísima conferencia, amigos —les dijo en un momento dado el rey a Arnulfo y su hijo—, son demasiadas las cosas que deberemos dejar aclaradas desde el comienzo. Y, no les quepa duda, que nuestros anfitriones obligados, los hispanorromanos, tratarán de conservar el poder ahí donde nosotros nos descuidemos. Su aristocracia, acostumbrada a gobernar las diócesis de la península, luchará por conservar sus privilegios.

    —Y la iglesia cristiana politeísta, la de los tres dioses —dijo el joven Arnulfo con su seriedad habitual—, esa no va a querer perder ni un ápice de su influencia.

    —Tendremos que estar muy atentos —dijo el rey Gesaleico, como reflexionando. Y entonces, de repente, pareció haber llegado a una idea imprevista—. Quiero que se adelanten y tengan una primera reunión con el gobernador de Barcino, el vicario civil. Le exigiréis que ponga a mi disposición el palacio condal, es lo que me corresponde. Y también, que me den una recepción ceremonial, donde estén presentes todos los altos funcionarios de la diócesis.

    ***

    3.

    Barcino, julio de 508 d.C.

    «El poder visigodo en las Galias prácticamente desaparece por la acción conjunta de francos y burgundios que obligaron a Gesaleico, hijo natural de Alarico II, a refugiarse en Barcelona, donde tampoco estaba seguro ante sus enemigos, que estaban preparando su entrada en tierras de Hispania para acabar con el reino visigodo.» Manuel Espinar Moreno; Textos sobre los Pueblos Germánicos e Hispania.

    La cosecha de granos estaba en pleno apogeo en toda la península ibérica. Cientos de miles de hombres y mujeres soportaban los intensos calores estivales, mientras segaban las gavillas de trigo y cebada para subirlas a los carretones que las trasladaban a la era de trilla.

    Afortunadamente, el despliegue del pueblo visigodo en las tierras hispanas se había ido produciendo sin grandes contratiempos, lo que tenía muy contentos al rey Gesaleico y su discreta corte, que estaba reunida en el antiguo palacio condal, ahora palacio real.

    Gesaleico no era hombre de grandes luces, más bien gustaba de hacer chanzas y reír, era un muy buen amigo de sus amigos. Pero, al mismo tiempo, sabía dejarse aconsejar por quienes estaban junto a él, como era el caso de Arnulfo y su hijo, quienes pasaban la mayor parte de su tiempo en los recintos del ostentoso palacio, que, en esa época veraniega, se conservaba agradablemente el fresco, mientras afuera el sol causaba estragos.

    Un día de esos, en la sala de la corte, mientras el rey atendía diversos casos, que le eran presentados, la mente de Arnulfo se alejó de allí y comenzó a recordar aquel día, hacía ya ocho meses, en que habían cabalgado a la máxima velocidad que les permitían sus caballos para llegar a Barcino con la suficiente antelación. Su misión era tomar contacto con el vicario civil para programar el arribo de Gesaleico.

    Lo habían acompañado en esa oportunidad, su hijo y un menguado contingente de soldados dirigidos por un capitán. Tras varias horas de viaje, avistaron una cuadrilla militar apostada junto a la vía Augusta, la antigua calzada romana, que comenzaba a mostrar los primeros signos de deterioro después de la caída del imperio. Se acercaron a ella en son de paz y Arnulfo se entrevistó en latín con el jefe a cargo, a quien explicó su delicada misión, ante lo cual este se ofreció a acompañarlos hasta el palacio condal.

    Llegados a su destino, dejaron los caballos al cuidado de los soldados y siguieron al tribuno hasta la guardia de palacio. Después de una espera de media hora, fueron recibidos en el salón principal por el vicario civil Flavio Silverio, quien les presentó su mejor cara, atendidas las circunstancias. Hablando siempre en latín y después de las presentaciones de rigor, Arnulfo dijo:

    —Su excelencia, venimos en representación de nuestro señor, el rey Gesaleico, para manifestarle sus respetos y solicitarle tenga a bien encausar todas las acciones necesarias para darle una digna recepción.

    —En eso estamos, estimado señor —contestó el anciano vicario, ocultando cualquier asomo de orgullo—. Hemos recibido correspondencia de las autoridades que, al día de hoy, gobiernan estas tierras y estamos prestos a someter toda nuestra autoridad al rey visigodo.

    —Os agradezco, su Excelencia y ruego al Señor que todo lo concerniente a este paso fundamental para nuestro pueblo resulte sin obstáculos.

    Entonces, el vicario, quien se hacía acompañar por dos secretarios, le informó a Arnulfo sobre los preparativos que ya se estaban ejecutando.

    —Parece todo muy pertinente —le respondió este—, solo me queda solicitarle que se proceda al desalojo de este palacio, que pasará a ser ocupado por mi rey y su corte más cercana.

    —Eso también está previsto, noble señor, y ya he agendado el alojamiento de mi familia en la mansión de un amigo.

    —Le ruego que no lo tome a mal, su Excelencia, solo nos interesa que el rey sea ubicado en el sitio más acorde a su dignidad real. Y, por favor, le extiendo la invitación de él para que siga desempeñándose en el gobierno de esta diócesis, hasta haber instruido debidamente al señor visigodo que habrá de reemplazarlo.

    —No tengo objeción, su señoría —respondió el vicario civil—. Y, pasando a otro tema, le hago presente que, como podrá haberlo comprobado, esta ciudad no está preparada para recibir todo el contingente, que se nos ha anunciado. No están dadas las condiciones de infraestructura ni tampoco podemos acceder a fuentes de alimentación para tanta gente. Me permito sugerir que vuestro pueblo vea la posibilidad de desplegarse a la brevedad en el resto del territorio de la península.

    —Ese será el tema central de la conferencia, que debemos tener al día siguiente de nuestra llegada, su Excelencia —dijo Arnulfo—, esperamos contar con la presencia vuestra y de las más altas dignidades militares y eclesiásticas. Con vuestro consejo podremos tomar esas decisiones tan relevantes.

    —La iglesia, padre... —intervino el joven Arnulfo, tocando su brazo.

    —Ah, sí, me olvidaba —volvió a decir este—, le ruego, su Excelencia, que disponga la catedral para poder celebrar en ella una misa de acción de gracias el domingo venidero. Y, desde ya, dese por invitado.

    —¿Quién celebrará la misa? —preguntó el vicario, presintiendo el conflicto con el obispo, que se le venía encima.

    —Yo mismo, su excelencia, soy el obispo de nuestra Iglesia Cristiana Arriana. Mi hijo es lector.

    —Bien..., señor... —tartamudeó el anciano cogido por la sorpresa—, hablaré con el señor obispo.

    —Muchas gracias, su Excelencia, le ruego indicarnos dónde podemos alojar esta noche.

    —En la guarnición militar, señor, daré las órdenes necesarias.

    En ese momento, un extraño silencio circundante sacó a Arnulfo de su ensoñación. Levantó la cabeza y vio la amplia sonrisa con que lo estaba observando el rey Gesaleico:

    —¿En qué estabas pensando, obispo Arnulfo, qué problema estabas resolviendo?

    —¡Oh, señor! —respondió este avergonzado—, nada, señor, solo me acordaba de esa primera reunión que sostuve con el antiguo vicario antes de llegar aquí.

    —Cumpliste bien tu tarea, amigo, lo reconozco —dijo el rey—, todo salió bastante bien, a excepción de tu colega, el obispo Agricio, hueso duro de roer.

    Todos los circundantes rieron, estaban enterados de lo que había sido la recepción que se le había dado al rey a su arribo a la ciudad, cuando habían estado presentes las más altas autoridades de la diócesis, todas vestidas de gala y con todas sus alhajas de oro y piedras preciosas. Qué enorme diferencia respecto de los señores visigodos que, aun siendo de la casta alta de su pueblo, no eran muy distintos de sus demás miembros. A decir verdad, estos parecían campesinos pobres frente a la alta alcurnia de la ciudad.

    —Recuerdo que todos se deshacían en genuflexiones ante ti —dijo el conde Romualdo, nuevo vicario civil designado por el rey—, excepto, por supuesto, el obispo rezongón, que se paseaba con la cabeza en alto y la nariz respingada, demostrando a todas luces su desprecio.

    —Cómo no me voy a acordar —siguió el rey—, yo también me di cuenta de su soberbia, lo que en ese momento me indignó y después me produjo risa. ¿Te acuerdas, Arnulfo, lo que te pedí?

    —Por supuesto que me acuerdo, me diste mi primera tarea como obispo del lugar, y fue una declaración de guerra contra la Iglesia Romana —contestó este—, obligarlo a entregar su joyita, la catedral de la Santa Cruz, a nuestro credo arriano, fue una maldad premeditada.

    —Al hombre se le cayó la mandíbula —rio Badulfo, el primer secretario diocesal—, no podía creer lo que había escuchado.

    —Es que tan solo imagínense —siguió Arnulfo—, él está convencido que nosotros estamos en manos de Satanás, que solo queremos destruir su iglesia politeísta, y le estábamos exigiendo entregar, nada menos que su Casa del Señor, directamente a las manos del Malo. Fue bastante cruel, mi rey.

    —Se lo merecía —contestó este—, tenía que saber de entrada que nosotros no comulgamos con su herejía trinitaria maldita. Que los vamos a aceptar porque nuestro padre, Arrio, era un hombre tolerante, pero que no les vamos a aguantar sus berrinches.

    —Bien dicho y bien hecho —confirmó Romualdo—, y, más aún, haberle quitado su ostentoso palacio episcopal. ¿Se vive bien en él? —le preguntó entonces al obispo Arnulfo.

    —Muy bien, estamos muy cómodos allí —respondió este.

    —Disculpen —intervino el joven Arnulfo—, ¿se pueden imaginar cómo debe haber estado ese señor el día domingo siguiente, cuando los nuestros repletaron y rebasaron el templo? Si hasta el atrio exterior estaba repleto.

    —Debe haber estado de muerte —intervino Badulfo—, él apenas llenó la mitad de la iglesia de San Justo. Se ve que, aunque hayan declarado el cristianismo como religión del imperio hace más de 130 años, ese culto aún no prende bien en la población de estos lados.

    —Bien, señores, damos por finalizada esta reunión —dijo entonces el rey—, solo quiero que se queden los Arnulfos, Conrado, mi flamante general en jefe, el censor Cneo Emilio Vulsón y el pretor Manlio Macedónico.

    *

    El salón se despejó y el rey abrió una gruesa puerta de madera tallada que daba a una sala de reuniones con una mesa igual de decorada.

    —Asiento, señores —dijo, cuando todos estuvieron allí.

    Una vez que se hubieron acomodado en las grandes sillas, el rey tomó la palabra:

    —Conrado —dijo—, quiero un informe detallado de la situación de nuestra gente en el vasto territorio peninsular.

    —Vuestra majestad —respondió este—, el proceso de distribución ha sido, en general, bueno, salvo algunas excepciones. Después de designar las autoridades para cinco grandes ciudades, presididas, cada una de ellas, por un dux provinciae[5] y de fraccionar nuestro ejército para destinarlo a estas, el traslado no causó grandes problemas. Nuestra gente fue acompañada por miembros de las guarniciones hispanorromanas que aún quedan aquí, después de la caída del imperio.

    —Buena noticia.

    —Nuestra aristocracia tomó posesión de las ciudades de Augusta Emérita, Caesaraugusta, Toletum, y Carthago Nova —siguió—. Donde no fue posible hacerlo, fue en Corduba, ya que el consejo diocesal, dirigido por un señor noble católico, nos anunció que no se dejaría someter y que el ingreso por la fuerza significaría muchos muertos, entre los cuales se encontrarían nuestros coterráneos vándalos, mal que bien, gente de nuestra propia etnia.

    —¿Todavía hay vándalos por aquí? —preguntó el rey lleno de curiosidad—, ¿no se habían ido todos al África?

    —Aparentemente no todos se fueron —respondió Conrado.

    —¿Y qué hicieron?

    —Casi fue mejor lo que sucedió —contestó Conrado—, por consejo del antiguo jefe de las milicias, Tulio Adriano Romero, llevamos a nuestro último contingente a la ciudad de Salmantica [actual Salamanca], ubicada al norte, cerca de la frontera con el reino suevo. Con eso hemos puesto a cubierto un área importante de la península. Creo, sin embargo, que será conveniente tomar pronto posesión de Pompelon [actual Pamplona] en el noreste, para poder controlar como corresponde todos los límites.

    —Bien, Conrado, me parece una buena idea —dijo Gesaleico—, hazte cargo de organizarlo, sin que ello signifique debilitar las otras ciudades, puedes hacer una leva para aumentar nuestras huestes

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