El Sermón de la Montaña: Un sueño imposible por las barrancas de la vida
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Este es un libro de inspiración, con experiencias narradas desde el ser humano
común y corriente, citadino cotidiano, sin grandes talentos atléticos ni
ambiciones deportivas, pero armando de voluntad y resistencia para transitar los
escabrosos caminos de la montaña, la naturaleza y la vida. Es una conversación
interior, un discurso para el mundo, un sermón propio y para compartir, un
aprendizaje que me gustaría transmitir y una loa a los magníficos paisajes de la
geografía de mi nueva patria: México, y de la patria grande Latinoamérica.
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El Sermón de la Montaña - Gabriela Guerra Rey
Preludio
Diez años han pasado desde que tuve que tomar un avión y abandonar la isla donde nací para convertir- me en emigrante y, con el tiempo, en transterrada. Un término que me ha costado mucho entender. Ese fue, quizás, el comienzo de casi todo en mi vida adulta. En 2015 comenzó a obrar un proceso de reconstrucción, después de intentar poner en su lugar todo lo que me había sucedido.
El sermón de la montaña es un ensayo de vida, una auto- ficción, donde me convierto en personaje para deshil- vanar la historia de este proceso individual, transitado desde el borde de una crisis existencial, de sedentarismo y toxicidad, ataviada por el desarraigo y el agravante de un cáncer que diagnosticaron a mi madre en 2016. Mis ansias de libertad, algunos seres de luz y la necesidad de reencontrarme me llevaron entonces a las carreras de fondo, la montaña y los deportes de aventura. El descubrimiento de esos mundos fue mi salvación, mi masaje para el alma, mi vuelta a lo esencial: la paz, la inspiración, la salud y un reencuentro con la vida, la belleza, la felicidad.
Así, este es un libro de inspiración, con experiencias na- rradas desde el ser humano común y corriente, citadino cotidiano, sin grandes talentos atléticos ni ambiciones deportivas, pero armado de voluntad y resistencia para transitar los escabrosos caminos de la montaña, la natu- raleza y la vida. Es una conversación interior, un discur-
so para el mundo, un sermón propio y para compartir, un aprendizaje que me gustaría trasmitir y una loa a los magníficos paisajes de la geografía de mi nueva patria: México, y de la patria grande: Latinoamérica.
Los rarámuris, hombres de hierro, población indígena de la Sierra Tarahumara al norte de México, reconoci- dos como los mejores corredores del planeta, fueron mi fuente de inspiración a partir del año 2015, fecha en que conocí sus cañones y su modo de vida. A ellos debo la honra de sentirme una corredora de la monta- ña, un alma libre. El relato transita por sus barrancas y las montañas de México, Cuba, Perú, Bolivia y por mu- chas ciudades americanas y europeas, incluida la cuna de la civilización occidental, Grecia, donde fui dejando la marca de los tenis y erigiendo una nueva forma de coexistir con el universo.
Este es, pues, el sumario de reflexiones y recorridos de quien ha vivido y se ha extraviado, quizás hasta perder de vista el sentido mismo de la existencia, su esencia. La montaña me devolvió las ganas, las fuerzas, me curó, me ayudó a curar a otros, me estremeció, y me trajo de regreso a la literatura.
Gabriela Guerra Rey / 2019
EL SERMÓN DE LA MONTAÑA
El que no considera lo que tiene como la riqueza más grande del mundo es desdichado, aunque sea el dueño del mundo.
Epicuro
Cansada de la vida de ciudad, asfaltada hasta el ahogo por donde intente mirarla, y con una profunda crisis de fe, escribo estas líneas. Un sermón propio, que no intenta corregir la vida de nadie, sino la mía, y compar- tir los oscuros caminos que me llevaron de vuelta a la belleza, que es la naturaleza y las artes que emanan de sus recónditos misterios. La mitad de esta historia la puso ella, la montaña; la otra, yo, el día que la adopté como refugio. Este es el sermón que la montaña viva, de roca, bosque, nubes y nieves me gritó, me estampó en el cuerpo, en el alma y la cabeza a partir del día que decidí tener una vida que valiera la pena vivir.
Mala no era la mía, pero yo, como la mayoría, me había dejado atrapar por las veleidades de la existencia mo- derna: estrés, más estrés, cigarrillos, comida chatarra, inacción corporal, aversión hacia el mundo, poca con- fianza en el humano, un alejamiento esencial de la razón por la que venimos a la vida de manera tan efímera y amasamos tantas insatisfacciones. Un día de mis treinta y tantos me vi sentada terminando de lamentar, aún, la partida y los adioses que, sin embargo, habían ocu- rrido hacía años. Me vi cargada con una piedra gigante que subía por la cuesta una y otra vez, como castigo de Sísifo. Entregada a una forma de vivir que no tenía que ver con la persona que yo era o, por lo menos, que quería ser. Y como no tenía idea de por dónde empezar a cambiar el contexto, que sí escribimos nosotros, amén de la suerte, me fui al primer gimnasio que encontré en el camino. Desorientada.
Ese año había decido dejar de ser empleada, había pasa- do dos largos meses en Europa escribiendo mi primera novela y revisando aquel libro que contaba las historias del ADIÓS, todavía sin publicar, Nostalgias de La Haba- na, memorias de una emigrante. Ese año había desterrado de mis días a aquellas personas tóxicas, las sanguijuelas. Sin embargo, me seguía sintiendo derrotada, porque mi cuerpo exhausto de excesos estaba vencido.
Unos meses después de iniciar la actividad física, empe- cé a correr. A correr en serio. Corría más de cincuen- ta kilómetros cada semana. Y más o menos al mismo tiempo, pisé, por vez primera y definitiva las faldas del Iztaccíhuatl, la mujer blanca, dormida, que ha sido des- de entonces mi montaña rival y mi amor.
Poco después me di cuenta de que mi cuerpo estaba cambiando, me estaba haciendo fuerte físicamente, pero se iba produciendo además una metamorfosis cerebral. Me había despertado. Pasaba más horas escribiendo o trabajando sin agotarme, respondía a la vida desafiante; estaba lista para brincar las bardas.
Subí macizos y serranías desde entonces y corrí muchos fondos. Y cada día me convencía más de que no había obstáculo que pudiera conmigo. Con la desaparición de la valla infranqueable, huyeron los miedos y, de paso, los verdaderos frenos. El tamaño de mi jaula se ensanchó. Todo aquel terror al fracaso parecía algo lejano que solo había habitado en mi cabeza. Las dependencias emocio- nales fueron sustituidas por lazos de vida en esas mon- tañas que me estaban mostrando la razón esencial de
mi propia existencia. Allí en la montaña crecí, en pocos años, lo que no había crecido en tres décadas. El mundo me apareció ante los ojos paraíso accesible. Me llegó como un rayo la convicción de que solo somos polvo en un universo inabarcable. De que si vamos a desa- parecer será por nuestra propia culpa, porque hemos dado demasiados hachazos hacia la extinción. Supe que toda la angustia, la derrota, el miedo acumulados eran totalmente intrascendentes para la evolución de nues- tra especie y nuestro mundo. Conocí gente dispuesta a dar su vida por llegar a una cima, sin premios, y dormí pegada a la piedra bajo el cielo estrellado en el silencio profundo y milenario del planeta. Mis ojos se plagaron de bellos paisajes y las neuronas se desintoxicaron. Me volví capaz de proezas impensables, no solo en el mun- do físico, sino en el absurdo mundo moral. Un infinito nuevo, paralelo, se apoderó de mí. Y allí, en medio de un tornado a punto de arrasarlo todo, brotó el paraíso de los sueños. Y soñar fue, por cierto, lo más grande que me ha pasado jamás. Decía el poeta alemán Frie- drich Hölderlin: El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa
. Jugué a ser Dios y exploré mi propio cielo.
En 2016 pasaron las mejores cosas, y la peor: mi madre enfermó de cáncer. Había entonces una súplica de vida tan grande dentro de mí, que bramaba como coyote so- litario en mis montañas mexicanas, en mis parajes de correr, en mis glaciares —experiencia totalmente nueva y maravillosa—, y esa exhortación se unió a la fuerza de leona de ella, que luchó sin una queja durante dos
años contra un mal que sus propios estreses de la vida moderna y cubana le habían provocado.
Porque estuve en aquellas montañas, porque las corrí, subí y bajé hasta fortalecer incluso el músculo del co- razón, pero sobre todo porque la naturaleza te enseña lo que nadie puede mostrarte en las calles cotidianas, por eso y porque el ejército de amor que nos unía era tan sólido, mi vieja se curó. Yo, que estuve de frente a la posibilidad de perder a mi persona favorita, dejé caer la piedra, el saco de piedras que había cargado sin justificación por tantos años, y me liberé de todo lo que no era esencial. Frente a la posibilidad de la muerte casi nada es fundamental ni definitivo.
El tiempo de demostrar cosas se acabó; el tiempo de buscar el éxito se acabó; el tiempo de no tener tiempo se acabó; el tiempo de hacer lo que no quiero y dejar de hacer lo que quiero fue erradicado de mis días como el cáncer del cuerpo de Marina. Hoy somos dos mujeres que sonríen, que construyen puentes, que gritan en me- dio de la ciudad y callan y se abrazan cuando se agrieta el sol detrás de la montaña.
CAMINO A GRECIA
Ningún hombre o mujer nacido, cobarde o valiente, puede eludir su destino.
Homero
3 de octubre, 2019.
Han pasado diez años desde que me convertí en algu- na de las cosas más significativas que soy: emigrante, extranjera, transterrada. Escribo este relato que lleva tiempo rondando los nidos en la copa de mi cabeza.
¿Por qué ahora? Por el azar concurrente, diría el poeta José Lezama Lima, pero… porque estas reflexiones de- vinieron dictámenes emergentes que me veo obligada a compartir. Una pasa una parte de la existencia lamen- tándose. Otra, en la batalla demoledora de dejar la silla por el camino, la oficina por la vida. Luego, en el estadio definitivo de la madurez, se pone a reflexionar. ¿Qué más queda, sino escribir y compartir, sino gritarles mi aullido a otros, que tal vez están a tiempo de atravesar el bosque?
Los colibríes, atados a su necesidad de polen, liban del comedero rojo en el balcón. Una imagen bella que apre- sa al pájaro a mis dominios. Las piernas durísimas; los músculos tensos, duelen todos poco a poco, como si el dolor fuera un ave de paso que extiende sus patas sobre cada hueso, músculo, tendón, nervio. ¿Qué de mi cuer- po no se ha quejado en los últimos años? Está despe- rezándose aún de tres décadas de sedentarismo y otras drogas, de siglos de inmovilidad.
En un lapso apresurado de nuestra estancia en la Tierra perdimos la inocencia de lo agreste. Nos convertimos en ciudadanos, construimos elevadores, compramos
coches, desaprendimos todo lo que un día fuimos y nos hicimos físicamente inútiles. Un par de kilómetros se transformó en larga distancia; la montaña devino tierra de nadie y de locos; del mar nos quedamos solo con las orillas arenadas; creamos el transporte para reducir la distancia y lo que redujimos fue la capacidad de soñar. Trocamos al viajero en turista y comenzamos a presu- mir de ello. Por eso este dolor es bueno, forja carácter, espíritu, paciencia y, por supuesto, el cuerpo. Es el dolor a través del cual me purifico. La evidencia de que el es- fuerzo —incluso inútil— para alcanzar un reto humano nos hace mejores.
Gustavo Borges, maratonista, periodista y amigo, re- cuerda en Los duros del maratón la historia de uno de esos grandes mexicanos que encumbraron la gloria patria en la década de los noventa del pasado siglo. Decía que si no te dolía nada no estabas dando todo. Hoy debo estar haciendo un par de cosas bien. No me molestan las do- lencias inevitables del ejercicio. Sin embargo, salgo cada día a correr con la seguridad de que ese será el último de la buena racha; ya no aguantaré. Comienzo a sentir- me cansada después de tres meses corriendo sin parar, creciendo el kilometraje y haciendo duras rutinas de ve- locidad. El final de cada entrenamiento, cuando me doy cuenta de que lo hice, me redime. Así los sobrellevo, en un vaivén emocional que desborda mis barreras invisi- bles, me da poder y me aparta del horror de una vida mediocre.
Este es un relato personal sobre cómo yo, Gabriela, un ser humano común y corriente, más dedicada al mundo
intelectual que al físico, llegué a convertirme en atleta por mi cuenta y riesgo, y a realizar alguna que otra haza- ña vana de la que hoy me siento orgullosa. Es, en esen- cia, la historia de cómo el deporte y esa mujer coque- ta, la naturaleza, cambiaron mi vida unos pocos años después de haberme convertido en transterrada y haber vagado por la vida y el tiempo sin estar segura de quién era ni qué quería.
Mientras escribo me entreno para realizar un sueño que hace apenas unos meses me parecía imposible, correr el maratón de Atenas, el original. Huelga decir que en cues- tiones deportivas para alguien como yo las cosas obran más o menos igual en cada experiencia. He tocado con los pies la gloria íntima de otras aventuras similares y he tenido la sensación previa de que era imposible
. Lo mejor es haber descubierto que todo era posible. Hoy estoy convencida de que el ser humano puede explorar los límites de cualquier nuevo abismo. Necesita reivindi- carse con esa naturaleza que es también nuestra madre y a la que nos debemos. De alguna manera este vínculo mágico entre nuestro ser, el pensamiento, el cuerpo y la madre tierra, establecido en el instante en que decidi- mos ponernos en movimiento, puede ser lo único que nos salve de la hecatombe que nos asedia a los humanos a unos pocos milenios de evolución. Ese es mi objetivo primigenio al escribir este libro. Así como esta nueva vida descubrió a una Gabriela mejor, es posible que el solo acto de poner en papel la metamorfosis pueda ser
el camino para que otros reflexionen sobre aquello en
lo que hoy me siento detenida.
Un día Argenis, amigo de la montaña, me dijo: Me gustaría leer un libro que hable de gente como noso- tros
. Se refería a personas que no estamos dotados de un talento excepcional para el deporte —aunque él es un hombre especialmente capaz en la montaña—, que elegimos una vida diferente: atada a la ciudad, con fa- milia y estabilidad hogareña, pero que en los ratos li- bres abanderamos nuestra necesidad imperiosa de ir a la montaña, dejarnos libres, entendernos con el medio, y mimetizarnos con la naturaleza que también somos. Coincidimos en que la mayoría de los libros escritos so- bre estos temas pasaron por el corazón de superhom- bres y supermujeres que conquistaron las más largas distancias, las infinitas cumbres, las rocas empinadas y toscas, los paisajes inhóspitos y los sueños que para el ser humano parecían inaccesibles. Supe entonces que tendría que escribir mi experiencia. Mi única pretensión: mostrar el abismo al cual somos capaces de lanzarnos por la salvación.
Entre los años 2014 y 2015, cuando estaba en el barran- co más hondo, sin tener idea de si abajo me esperaba un río de cocodrilos o una llanura de felinos hambrientos, me senté a observar la vida desde afuera. Distanciada del otro yo, desglosaba los pasos perdidos, las añoran- zas de una libertad que, pese al cambio de país, seguía siendo utopía. ¿Había elegido una forma de vivir? ¿Al- guien más elegía por mí? Recordé aquella tarde-noche de principios de 2010 en que, sentada sobre el suelo del
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, que tenía que volar.