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Brizna y Azahares: La Leyenda de Pozos
Brizna y Azahares: La Leyenda de Pozos
Brizna y Azahares: La Leyenda de Pozos
Libro electrónico86 páginas1 hora

Brizna y Azahares: La Leyenda de Pozos

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Información de este libro electrónico

El Doctor Montero, es un hombre exitoso, pragmático y escéptico, pero amante de la literatura; quien para lograr cambiar su vida ha tenido que dejar atrás y enterrar sus experiencias y sentimientos prístinos, olvidando su origen, su infancia y su terruño temprano. Sin embargo, los espectros de su pasado le saldrán al paso cobrando vida y pondrán e
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ene 2022
ISBN9786078535859
Brizna y Azahares: La Leyenda de Pozos
Autor

Luis Enrique Montoya Zurita

Luis Montoya es Doctor en Ciencias Sociales por la UAM, Maestro en Finanzas por la UNAM y ha sido catedrático en varias instituciones educativas. Aficionado a la filosofía existencialista y literatura Latinoamericana. Conocedor de las materias de Ciencia Política, Globalización y Crisis financieras.

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    Brizna y Azahares - Luis Enrique Montoya Zurita

    Capítulo I. El escape

    A mis treinta y ocho años, me había mudado hacía escasos tres años al centro del bajío aceptando una invitación para apoyar en un nuevo proyecto de trabajo; propuesta que me había parecido más que conveniente después de un profundo quiebre existencial en mi vida. El cambio abrupto a un nuevo mundo había significado una oportunidad única para obligarme a dejar atrás un pasado repleto de imágenes que me ataban a añejas historias fallidas que habían traído consigo profundas desilusiones que aún perturbaban mis adentros; así como el dejar atrás una megalópolis que se había vuelto ajena, insensible y vacua, que había perdido todo significado para mí.

    Después de intensos meses de un incesante y angustioso trabajo propio del inicio de una nueva empresa, agudizados por una enorme crisis hipotecaria mundial; había logrado al fin obtener unos días de descanso, los cuales había arrancado a la directiva en un lapsus de benevolencia; días que por cierto se juntaban prodigiosamente con la suspensión de actividades derivadas de la celebración del Día de Todos los Santos, prolongando mi tiempo de descanso.

    Urgido por huir del asedio del peso de mis obligaciones, había salido ese viernes de octubre de madrugada a la oficina para evitar dejar pendientes. Había tenido una mala noche debido a la reaparición de algunos antiguos sueños que me habían perturbado nuevamente. Alrededor de las siete de la mañana terminé la distribución de tareas; tomé mi computador y ordené algunas pertenencias que había dispuesto unos días antes para llevar. Entre ellos, algunos libros que deseaba revisar de nueva cuenta debido a la profunda impronta que habían dejado en mi juventud temprana: un libro de Alfonso Reyes, otro de Carlos Fuentes; junto con una libreta para iniciar por primera vez en mi vida un diario personal. Busqué entonces salir hacia el estacionamiento escurriéndome casi a hurtadillas para evitar encontrarme con algún funcionario que me retuviera en alguna de esas reuniones súbitas que nos secuestran por mañanas enteras. Tengo aún el claro recuerdo de esa mañana helada llena de fina brizna, de esas que evocan las remembranzas y la reflexión sobre nuestra existencia. Cada paso y cada imagen que acompañaban mi recorrido con paso apremiante en los pasillos del edificio me hacían sentir perseguido por alguna persona, alguna posible llamada o algún asunto inoportuno que me impidiera emprender esta esperada huida. Cada uno de estos pensamientos se mostraban uno tras otro ante mí, impacientemente en el decurso de un prolongado impasse de un lento desplazamiento que parecía no tener fin.

    Una vez habiendo arribado al estacionamiento, abordé presuroso mi camioneta, intentando así emprender la huida, como si el tomar camino pudiera convencer a mis pensamientos de apremio evitar perseguirme. Los limpiadores se movían en un cadencioso vaivén que apartaba las minúsculas gotas que se cristalizaban sobre el parabrisas. Recuerdo como miraba en silencio mi recorrido de aquel lugar. En el retrovisor pude ver cómo el vigilante daba parte a través de su radio de mi salida.

    Tomé entonces camino para llegar a la autopista que llevaba hacia un lugar indeterminado vecino de la ciudad de San Miguel; portando al frente el GPS y manejando con un poco de música que me pudiera acompañar. Por cierto, debo mencionar que mi destino había sido puesto en manos de mi infalible asistente a quien unas semanas antes solicité hiciera una reservación para mí en un lugar de descanso en el que pudiera aislarme para restablecer mi voluntad y mi sentido de vida y rescatarme del estado de vacío en el que me encontraba varado hacía tiempo.

    Manteniendo el trayecto, tomé entonces la carretera en dirección hacia el oriente. Después de manejar alrededor de una hora pude ver hacia mi siniestra un cerro de forma cónica que se distinguía sobre la sierra en cuya cúspide se podía ver a un impávido y formidable Cristo erguido. A sus pies, debajo de las palmas de sus manos abiertas; una alegoría de dos querubines representados por dos pequeños e inocentes niños alados que jugueteaban en derredor del ribete de su túnica, ofrecían, uno de ellos una corona de rey y el otro una corona de espinas. Las manos de aquel cristo mostraban su pacífica disposición para aceptar sin distingo alguno ambas preseas. Seguí mi camino y después de unos minutos viré hacia la desviación que dirigía hacia a la caseta de cobro que llevaba a la capital y a San Miguel, en cuyo trayecto habría de tomar alguna indeterminada desviación hacia mi destino. Yendo sobre la solitaria carretera, ingresé a mi teléfono para consultar la localización de la reservación que me había enviado mi asistente; la cual solicité en repetidas ocasiones al GPS para que me indicara la ruta a seguir; obteniendo en todos los casos, la misma respuesta: destino inexistente.

    Rondaban ya las ocho y media de la mañana; por unos momentos me sentí tentado a solicitar ayuda de mi asistente; sin embargo, desistí del intento; tenía que romper el lazo con mi realidad, cuando menos por unos días para buscar tomar distancia suficiente. Decidí entonces dirigirme hacia San Miguel y hacer una escala en ese destino para almorzar y solicitar orientación con la gente oriunda del lugar y tomar algunas fotografías de su arquitectura.

    Seguí mi camino por otra hora aproximadamente en un solitario y apacible trayecto. Sólo de vez en cuando podía ver cómo algún otro transeúnte que se cruzaba en mi camino. En la soledad del decurso, recordé la impresión que causaron esos caminos en mi infancia, los cuales marcaron mi juventud y me hicieron añorar vivir algún día en esa zona del bajío. Las hermosas tonalidades de la tierra y las planicies formaban ante mi vista un incesante concierto con el horizonte. Veía con profunda impresión aquellos cerros circunvecinos cuya sobria y callada belleza habían esperado impasibles tantos años a mi regreso.

    Fue entonces cuando los ecos de mi pasado y de la familia de mi padre volvieron a resonar en mis oídos y en mi mente. Pude recordar aquellas generaciones que habían creído que el hombre había sido creado de la tierra y no del barro; en aquellos ayeres cuando en esa vida brutal y violenta, todo adquiría un significado y la muerte misma se veía con indiferencia y sin recelo ya que se creía con absoluta certeza que todos aquellos a quienes se había amado pervivían bajo la madre tierra y bajo el mismo Dios. Aquellos días en los que se pensaba que la vida era una contingencia sobre la única, verdadera y eterna tierra.

    Como un destello en mi mente aparecieron de pronto imágenes antiguas, imágenes que se encontraban sepultadas en los abismos de mi conciencia; recordé con absoluta claridad y proximidad aquellas mañanas frías en una casa de asbesto, mi abuela caminando hacia el pozo para extraer agua, mis pequeños primos corriendo a buscarme para continuar nuestros imperecederos juegos y aventuras producto de nuestra desbocada imaginación. El mundo era lo que era, no ambicionábamos más que encontrarnos unos a

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