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Los Peñascos son de Arena
Los Peñascos son de Arena
Los Peñascos son de Arena
Libro electrónico634 páginas9 horas

Los Peñascos son de Arena

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Estamos ante otra gran obra de carácter espírita. "Los Peñascos son de arena" nos remonta al antiguo Egipto, al reinado del faraón Akhenaton, cuyo paso trajo la semilla del monoteísmo a la historia de ese valiente pueblo, en una época en la que emergían las deidades, incluso representadas por animales. En

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jul 2023
ISBN9781088232064
Los Peñascos son de Arena

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    Los Peñascos son de Arena - André Luiz Ruiz

    Romance Espírita

    Los Peñascos

    son de Arena

    Por el espíritu LUCIUS

    André Luiz Ruiz

    Momentos Históricos del Antiguo Egipto en el Siglo XIV a.C.

    Traducción al Español:

    J.Thomas Saldias, MSc.

    Trujillo, Perú, Agosto 2019

    Título Original en Portugués:

    OS ROCHEDOS SÃO DE AREIA © André Luiz Ruiz.

    Revisión:

    Cristofer Valdiviezo Pintado

    Renzo Angulo Orbegoso

    World Spiritist Institute

    Houston, Texas, USA
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    Del Médium

    André Luiz de Andrade Ruiz

    Se inició en el conocimiento espírita a través de los ejemplos recibidos de sus padres, Miguel D. D. Ruiz y Odete de Andrade Ruiz, igualmente admiradores de la doctrina codificada por Kardec.

    Nacido en la ciudad de Bauru, Estado de São Paulo, Brasil el 11 de Agosto de 1962, desde la infancia estableció residencia en Birigui, en el mismo Estado, de donde se transfirió para Campinas en el año de 1977.

    En 1979 pasó a frecuentar la Sociedad Beneficente Bezerra de Menezes, donde se encuentra hasta la actualidad, desarrollando, al lado de muchos companheros dedicados al ideal cristiano, la labor fraterna de atención a los hermanos en la caminata evolutiva.

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrado en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Peru en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    Querido Lector...

    Recuerde que las rocas pueden parecer duras o altas, fuertes y altaneras, imponentes y eternas. Sin embargo, tan solo son granitos de arena unidos por la fuerza, a la espera de volver a su condición original. Así son los hombres. Altivos, poderosos, grandes, mantenidos en todo eso por su poder transitorio que creen definitivo, por su dinero que consideran infinito, por su belleza que consideran eterna, por su clase social que consideran exclusiva, por la percepción mediúmnica que consideran que les pertenece para siempre, hasta que las fuerzas más sabias, aunque silenciosas, los derriben y los reduzcan a su propia realidad:

    Simples puñados de arena, resultado de los peñascos que se deshacen con el paso del tiempo.

    Lucius

    Tabla de Contenidos

    1.–  El Egipto de Akenatón

    2.– Hatsekenká, el sacerdote

    3.– Las Dudas de Nekhefre

    4.– Mudinar y la Convocatoria de Nekhefre

    5.– La Mediumnidad en todos los tiempos

    6.– Mudinar, astuto, dirigiendo      

    Nekhefre, inmaduro

    7.– El Viaje y los planes de Mudinar

    8.– Explicando

    9.– Camino al Palacio

    10.– La Recepción de Nekhefre

    11.– La Ceremonia en la Sala del Trono

    12.– Opciones Difíciles

    13.– El Primer Encuentro entre Hatsek y Nekhefre

    14.– Los Problemas en el Embarazo

    15.– Los Porqués del Pasado

    16.– El Amor de Marnahan

    17.– Las Revelaciones de Kalmark

    18.– Más Errores de Nekhefre

    19.– Los Dolores que el Egoísmo produce para Todos

    20.– El Tratamiento de Marnahan

    21.– Las Angustias de Kaemy y Meldek

    22.– Hatsek ampara a Meldek

    23.– Las Despedidas de Meldek

    24.– El Destino sonríe para Kalmark

    25.– La Acción Protectora de los espíritus Amigos

    26.– La Influencia Negativa de espíritus en Desequilibrio

    27.– Un Largo Día para Todos

    28.– Una Gloria que perdió el Encanto

    29.– Los Caminos Rectos de la Ley del Universo

    30.– Kaemy en busca de Kalmark

    31.– Explicando

    32.– El Bien de Hoy preparando los Caminos de Mañana

    33.– Volviendo a Tebas

    34.– Kalmark Conoce la Verdad y Quiere       

    Cambiar el Destino

    35.– El Reencuentro

    36.– La Verdad Resurge

    37.– Las Enseñanzas de Khufu a Nekhefre

    38.– Sigue la Persecución de Mudinar

    39.– Entre el Deber y el Querer

    40.– Mudinar Concreta su Venganza

    41.– La Prisión y el Castigo

    42.– La Fuerza del Bien

    43.–  El Amparo del Mundo Invisible      

    y el Arrepentimiento

    44.– El Dios Único Enseña su Camino

    45.–  Mudinar, otro Peñasco en Ruinas

    46.– Los Peñascos son de Arena

    1.–

    El Egipto de Akenatón

    Cuando el Sol se ponía, un verdadero espectáculo de colores llevaba a la imaginación a reverenciar al Altísimo, he aquí que la planicie del desierto se transformaba en un tapete de reflejos rojizos, coronado por el astro rey que se despedía de su jornada diurna, para retornar al reino de las sombras.

    Era en ese escenario que, en Tebas, mientras el pueblo se preparaba para el recogimiento, después de un día de agotadores servicios en búsqueda de la sobrevivencia material, más se agitaba interior de los templos religiosos al reverenciar la majestuosidad del dios Rá, representado por el disco solar que se despedía del cielo, también conocido con el nombre de Atón.

    Los sacerdotes se empeñaban en los rituales sagrados de la religión egipcia a ella consagrada y; desde su elevación a la categoría del dios absoluto de la nación, por la fuerza de la voluntad del nuevo faraón Akenatón, su culto había pasado a ganar mayor importancia sobre los demás, hasta el punto de ser el único aceptado como existente.

    Había sido una verdadera osadía del nuevo rey, imponerse a la tradición tan ancestral como las propias aguas del Nilo, e inclinarse ante un solo dios, pues los habitantes de ese entonces, acostumbrados al modo antiguo de creer, se veían privados de los antiguos rituales, en particular los del antiguo dios Amón–Rá.

    En realidad, el Egipto recibido por el nuevo faraón era un montón de dioses y templos, sacerdotes y rituales que rivalizaban entre sí, buscando la hegemonía o el destaque en las influencias sobre los destinos nacionales.

    Por ello, la venalidad, el misticismo y la corrupción pasaran a actuar como los principales dioses, imponiéndose a los sacerdotes que, perdidos en el crisol de los intereses rastreros, confrontaban incluso la autoridad del rey, que se vio forzado a fraccionarse para agradar a todos, sin degradar a ninguno de los templos principales del antiguo sistema politeísta que regía en la sociedad egipcia.

    Akenatón recibiera el reino en un estado caótico, proveniente de las innumerables guerras frente a pueblos invasores, que adulteró todo el sentido religioso que en algún momento mantuvo el sentido de transcendencia del pueblo cuya civilización era la más floreciente hasta entonces.

    Durante el período que le antecediera y, a causa de los conflictos y de las necesidades de él surgidas, la religión egipcia sufrió profundo deterioro, llevada a tal caos por los sacerdotes por haberse transformado en vendedores de hechizos mágicos a través de los cuales, según se creía, conseguirían evitar que el muerto fuese denunciado en el reino de los muertos por el carácter verdadero de su corazón.

    Como era la creencia ancestral de que el corazón del muerto sería examinado en el otro reino para saber su real estado interior y sus méritos o deméritos, tales hechizos prometían a sus detentores la posibilidad de pasar incólumes por tal examen, aunque hubiesen sido criaturas indignas en la Tierra.

    Los sacerdotes, en vista de la guerra que antecediera al reinado del nuevo faraón, se habían impuesto al pueblo como los que detentaban el poder de absolución e, imponiendo un reinado de terror y miedo, intimidación y misticismo, cada templo buscaba sacar mayores provechos económicos del miedo que imponían y de las ideas falsas que fomentaban acerca de sus propios poderes.

    Vendían a precios altísimos, inscripciones milagrosas, consideradas infalibles para que fuesen colocadas en papiros o grabadas dentro de las tumbas de sus poseedores, lo que los libraría de los males y les facilitaría el ingreso en el reino de los cielos. La rectitud de conducta y los valores del alma no eran más los requisitos importantes para la absolución.

    Tal confusión de principios y exigencias contribuía para el derrumbe moral del reino, ya que los religiosos se estaban devorando los unos a los otros sin cualquier pudor o preocupación moralizante.

    El nuevo rey, buscando acabar con el sistema religioso de magia fraudulenta que encontrara, inicialmente intentó reprimir los principales abusos, pero viéndose en una situación de absoluta impotencia, decidió prohibir de una vez todas las manifestaciones religiosas e imponer el culto a la antigua divinidad solar, con exclusión de cualquier otra, pasando a llamarla, como ya mencionamos anteriormente, por el nombre de Atón, designación por la cual era conocido el Sol físico, el disco solar que recorría el cielo.

    El nuevo rey incluso hasta cambió su nombre, pasando de Amenófis IV, nombre que homenajeaba al dios Amón heredado de sus padres, a Akenatón, en exaltación al nuevo dios de Egipto.

    Sería una manera de materializar la divinidad, colocándola sobre la cabeza de todos, brillante, luminosa, visible y real.

    Ciertamente, si tal sistema pudo atenuar los daños causados por las prácticas anteriores, del mismo modo generó en las castas sacerdotales que se vieron perjudicadas en las ventajas fáciles que obtenían, un sentimiento sordo de revuelta e insatisfacción, lo que las colocó en la base del movimiento para retomar las viejas tradiciones corruptas e impuras.

    Como viejos vendedores de indulgencias y facilidades mentirosas, no deseaban perder las ventajas con las cuales se enriquecían en un verdadero negocio espurio absolutamente inadecuado al sentido religioso que decían representar.

    Con el fin de moralizar, el nuevo faraón desterró de los monumentos los nombres de los antiguos dioses tradicionales y ordenó que se adorase al nuevo dios, Atón. Además, ordenó la construcción de una nueva ciudad a la que se trasladaría con toda la corte administrativa de Egipto, dejando Tebas a fin de poder establecer el nuevo culto religioso en tierras vírgenes, hasta entonces jamás corrompidas por las creencias ancestrales.

    Al borde de las orillas del bendito curso de agua que había mantenido al imperio desde hace mucho tiempo, nació la nueva capital egipcia que, por lo general,  estaba bajo las expectativas de la nueva orden que gobernaba la vida de todos, mezclada con la antigua forma de ser y vivir y que, como se verá más adelante, cobraría el precio por los vicios que habían instalado en el corazón y en la mente de los hombres, cada vez más propensos a la continuidad de los viejos hábitos mentirosos que a las transformaciones esenciales que implican la abdicación de los comportamientos irracionales y ritualistas, a costa de los que pensaban poder comprar el paraíso.

    Ya en aquella época, las personas buscaban un medio de engañar su propio juicio interior, pagando cualquier precio o haciendo cualquier cosa que les permitiese pasar incólumes frente al juicio en el otro mundo.

    Pagar sería más fácil que cambiar...

    En ese escenario iremos a encontrar a nuestros personajes, envueltos en las tramas de la vida humana, en el esfuerzo divino de favorecer la ascensión de los hijos dormidos al verdadero sentido de la felicidad espiritual a través de la modificación de la manera de ver y sentir las realidades del alma, desvinculándose de toda y cualquier conexión que sea de interés mundano o material.

    Como se verá, tal dedicación celestial no es de ahora, ni siquiera del periodo moderno en el que las revelaciones del espíritu vinieron de los cuatro rincones de la Tierra, en forma de la voz de los muertos que se levantaron para demostrar la inexistencia de la muerte.

    La continuidad de la vida después de la muerte siempre se hizo percibir, he aquí que se trata de aspecto inherente a la condición de ser humano que mejor podría ser definido no solo como animal racional, sino también, como un ser dotado de un espíritu inmortal.

    2.–

    Hatsekenká, el sacerdote

    En Tebas, con la ruina de las antiguas tradiciones decretada por la acción del faraón, los antiguos sacerdotes de otras divinidades habían sido despojados de sus funciones y se encontraban literalmente sin empleo, ya que no se les daba otra actividad que la de ocuparse de las cosas religiosas.

    Cuando perdieron los antiguos favores divinos, que les garantizaban influencia y poder, se convirtieron en una de las fuerzas más perniciosas que buscaban solapar la acción del faraón para mantener la nueva orden, la del Dios Único.

    Entre los sacerdotes que se encontraban privados de la posibilidad de seguir las antiguas tradiciones populares de la creencia en los dioses antiguos, los que reverenciaran a Amón–Rá eran particularmente hostilizados por la política del nuevo faraón que deseaba sustituir la divinidad ancestral Amón por el concepto moderno e inmaterial de una fuerza soberana, sin forma humana, representada por la fuerza luminosa y única que descendía del cielo todos los días, en la forma de luz y calor, manteniendo la vida.

    Entre tales sacerdotes privados de sus títulos y privilegios, había uno; no obstante, de notable evolución y conocimiento oculto que, a pesar de estar vinculado al culto al antiguo dios egipcio Amón–Rá, sabía que todas las representaciones físicas de los dioses tenían por objeto llevar a la mente sin preparación del pueblo una noción más elevada de inmaterialidad.

    Hatsekenká era ese sacerdote diferente a los demás. Dotado de un conocimiento acumulado a lo largo de una vida de estudios y observaciones y, por tratarse de un espíritu madurado en las experiencias evolutivas, mantenía una fuerte conexión con las fuerzas de la naturaleza, reveladoras de las leyes sublimes del Creador, que solo los sacerdotes más capaces podían comprender y que, a su vez, enseñaban a los más jóvenes, que eran iniciados gradualmente en las revelaciones más profundas.

    Hatsekenká poseía un carácter sobrio, valiente, sereno y serio, sabiendo dosificar en todo lo que hacía el equilibrio y la docilidad para que su conducta, más que sus palabras, representara la demostración viva de la filosofía divina que guiaba sus pasos.

    Por lo tanto, se había convertido en uno de los más buscados por las personas con el fin de poder encontrar solución a los problemas que cargaban, ya sea por circunstancias relacionadas con asuntos materiales, o por problemas de salud o religiosos, por lo que el pueblo se había acostumbrado a involucrarse en la brujería buscando siempre causar daño a los que envidiaban.

    Por sus conocimientos y experiencias en las relaciones con lo invisible, Hatsekenká poseía los recursos para aclarar problemas, entender los entresijos de las desgracias personales, alcanzar a las causas más remotas de los procesos del dolor y del sufrimiento, e incluso, vislumbrar en el pasado ancestral, en las vidas anteriores de cada uno, el porqué de aquella situación vivenciada en el presente.

    Era reverenciado por muchos, temido por otros, respetado por algunos, envidiado por los demás sacerdotes de Amón–Rá que no conseguían igual popularidad ni respeto de las personas comunes.

    Gracias a sus cualidades personales, Hatsekenká sabía que la posición del nuevo faraón, aunque absurda para la mayoría de las personas acostumbradas a las antiguas fórmulas ritualistas y a la dependencia de un mezquino e interesado comercio con las cosas divinas, era un cambio positivo y que llevaría a una reflexión saludable de todas las personas más informadas sobre un concepto más adecuado de fuerza cósmica inmaterial. De allí, no se afiliara a la corriente de los que combatían las posiciones de Akenatón, a pesar de verse, igualmente, perjudicado en las bendiciones que antiguamente le eran franqueadas debido a su condición de sacerdote tebano de Amón.

    A pesar de tales privilegios, Hatsekenká no hacía uso de ellos más que para distribuirlos a los más necesitados, que veían en él a un padre generoso que atendía a los más desfavorecidos con las facilidades que se le ofrecían. Se había reservado para sí mismo una dieta frugal y sencilla, ofreciendo todo lo demás al hambre de los desesperados que buscaban la puerta de los palacios y de los templos en condiciones precarias de salud, en la mayoría de veces, producida por una desnutrición crónica.

    Dentro de esa aura de hombre sencillo e impenetrable existía un espíritu preparado para comprender los misterios de las fuerzas naturales y, hasta cierto límite, actuar sobre ellas, manipulando energías cósmicas para el beneficio de los que buscaban su auxilio.

    Esa característica de su capacidad personal era la menos conocida y la más importante, ya que, a través de ella, los más abatidos encontraban las fuerzas que les devolvían la salud, innumerables enfermedades eran curadas por la misteriosa acción de su voluntad y de sus oraciones, siempre hechas sin exigir ningún tipo de pago o retribución.

    Conocedor de los principios cósmicos y de la acción de los fluidos sobre la materia, el sacerdote sabía cómo manipularlos y aplicarlos en beneficio de quienes carecían de ellos, actuando con prudencia y criterio para no generar descontentos entre los demás sacerdotes, la mayoría de ellos incapaces de alcanzar el mismo éxito porque no deseaban someterse a las rígidas disciplinas personales, en lo que se refiere a la conducta moral interior, a los pensamientos e incluso a la propia alimentación.

    La facilidad y el poder que disfrutaban habían corrompido la voluntad de una gran parte de los sacerdotes de todos los templos, que estaban acostumbrados a comportarse como meros seguidores de rituales destinados a saciar la sed religiosa de un pueblo ignorante de las verdaderas leyes divina.

    Antañ, como en la actualidad, algunos de aquellos que deberían guiar al pueblo para las alturas de la comprensión divina, se dejaban guiar por los intereses más bajos y se aprovechaban de la ignorancia popular para de ella sacar provechos y ventajas inmediatas.

    Como resultado, no veían más la razón para mantener las disciplinas necesarias a la propia sublimación, a la mejoría de sus percepciones y a la ampliación de su capacidad de conectarse con lo invisible.

    Observando esa decepción del alto deber de actuar para conducir a las personas hacia la mejoría íntima, Hatsekenká no se dejó hundir en el pozo común del menor esfuerzo y siguió adelante con el ideal de ser el mejor de lo que pudiera ser, aunque eso le costase una renuncia poco entendida por sus propios colegas del sacerdocio. De allí, se las arregló para lograr culminaciones espirituales que los suyos jamás vislumbrarían.

    Sin embargo, de ellas jamás hizo un arma o presentó señales de convencimiento para intimidar a quien quiera que fuese. Al contrario, solía ejercerlas en el anonimato de sus aposentos personales o, cuando eso no fuese apropiado al caso, no era difícil encontrarlo junto a la morada del necesitado, fuera de las paredes del templo, llevándole el consuelo de su creencia y la fuerza de su magnetismo, mezclado con un magnetismo superior.

    Ahora que las cosas habían cambiado, los otros sacerdotes, más inclinados a las cosas de la materia que a las del alma, se veían a las puertas de la desesperación. A pesar de todo, él seguía su curso sin mayores problemas, ya que sabía cuál era su deber ante las leyes universales, sabias y justas, no dejándose caer, no rebelándose y ni siquiera criticó la posición del nuevo gobernante.

    Esa independencia levantaría sospechas en el seno de su propia comunidad a la que pertenecía, que pasaría a verlo como un adversario dentro de sus propias filas, un elemento peligroso y con el cual no se podría contar ni confiar.

    Mientras tanto, su conducta austera y respetuosa, firme e imparcial, construyó una atmósfera de reverencia a su alrededor que le funcionaba como un primer escudo protector contra cualquier idea de causarle algún mal. Era protegido por su propia forma de actuar, correcta, generosa y discreta.

    No poseía familia que pudiese ser afectada por la furia acobardada de sus falsos amigos y que representase un punto débil o vulnerable en la armadura interior de ese hombre orientado a las cosas trascendentes. De allí, se vería libre de preocupaciones inmediatas por la preservación de la descendencia o de la familia que le demandaba cualquier conducta personal más comprometida con los intereses materiales.

    Dependía de sí mismo. Si tenía comida, se alimentaba. Si no la poseía, extraía de la naturaleza recursos de fuerza para enfrentar esa nueva fase de escasez, hasta que de nuevo le fuese concedido algún alimento.

    Comía para vivir. No vivía para comer.

    A diferencia de los otros sacerdotes de Amón–Rá, mantenía un intercambio constante con personalidades invisibles de antiguos sabios egipcios que acudían a él para ayudarle en las dificultades espirituales, en el asesoramiento, en la realización de las tareas que le eran encomendadas, incluso después de que ya no pudiera actuar como poseedor de los títulos sacerdotales.

    Con naturalidad, conversaba con la figura de los antiguos faraones de los tiempos gloriosos del antiguo Egipto, que lo buscaban para que él fuera el puente entre el reino de los muertos y el de los vivos.

    A través de ese contacto, podía entender mejor el significado alegórico de los pasajes del libro de los muertos y la manera en que los que murieron eran recibidos al otro lado del río sagrado, hasta los detalles del famoso juicio donde se pesaba el corazón del difunto.

    Tales conocimientos personales le permitieron poseer una rara noción de las cosas y una visión mucho más amplia y profunda para examinar los hechos, lo que le llevó a considerar con acierto la osadía del faraón innovador, aunque supiese que las fuerzas de la ignorancia lo combatirían hasta hacerlo sucumbir frente a las fórmulas tradicionales y que garantizaban a los antiguos buitres humanos el derecho a la carroña de las convenciones podridas, pero rentables.

    Después de haber sido privado de sus centros sacerdotales, buscó reunirse con sus amigos que le abrieron la morada para que allí se instalase de la mejor manera posible, en el seno de una familia querida que le debía mucho en vista de los beneficios obtenidos a través de sus consejos y cuidados.

    Se trataba de una familia de personas influyentes que habían sido elevadas a la casta social de la nobleza tebana, pero que, ahora, se encontraban en la contingencia de adoptar la nueva creencia o, caso contrario, se verían reducidas a la antigua situación, privadas de los favores y gracias de las que gozaban, única y exclusivamente, por ser colocadas en el linaje privilegiado de la sociedad.

    Allí, el sabio sacerdote estaría para auxiliar a todos los componentes del grupo familiar, en las luchas propias del crecimiento personal frente a las decisiones necesarias para la elevación del espíritu.

    3.–

    Las Dudas de Nekhefre

    La estadía del sacerdote junto a la familia del príncipe Nekhefre, como se vio, estaba marcada por las dificultades propias de los procesos evolutivos a las cuales todos los seres son convocados, a través de las decisiones y preferencias necesarias al crecimiento.

    Nekhefre poseía una vida estabilizada gracias a su condición de noble, conquistada a lo largo de los años anteriores, cuando sus ancestros se involucraban mucho en los asuntos gubernamentales, en especial a raíz de las luchas de los príncipes tebanos contra el pueblo invasor Hicso que había tomado la libertad de los egipcios.

    Nekhefre heredara, de este modo, un estatus otorgado a los que habían luchado valerosamente para que su país retomase la conducción de su propio destino.

    Mantenía a su familia, conformada por su esposa Kimnut y sus dos hijas, Marnahan y Hatsena, la primera cerca de los 19 años y la otra en plena pubertad, además de un séquito de esclavos y sirvientes que orbitaban su amplia y lujosa casa para las condiciones generales del pueblo, siempre en un estado precario e indefenso.

    Nekhefre, como suele suceder con los hombres de mundo, se aferraba mucho a las cosas de la Tierra y daba mucho valor a las comodidades o convencionalismos sociales. Había crecido físicamente bajo la falsa idea de que lo importante en la vida era mantener las posiciones materiales obtenidas o ampliar sus horizontes. Que el hombre era medido por los bienes que poseía y que la mejor manera de dar a conocer su valor personal era observar su estilo de vida.

    Había logrado mantenerse en la situación heredada de sus ancestros aprovechándose de los negocios que mantenía con pocos escrúpulos, pero que le proporcionaban considerables recursos, por lo que poseía una marcada tendencia para comercializar y sabía aprovechar las oportunidades que se le brindaba por estar cerca de los gobernantes, siempre poderosos y deseosos de estabilizarse en el poder gracias a favores que concedían.

    Mantenía devoción religiosa a los dioses de sus ancestros, notoriamente a Amón–Rá, del cual juzgaba haber recibido todas las bendiciones y favores de la suerte, obligándose constantemente a realizar ofrendas materiales para seguir con el favor de la divinidad.

    A causa de tal devoción, acabó conociendo al sacerdote Hatsekenká del cual se hiciera gradualmente más y más próximo, he aquí que pretendía siempre valerse de sus orientaciones, que consideraba ser más precisas que las de los demás sacerdotes del mismo templo.

    Además de eso, por su carácter desprendido, el referido sacerdote no le cobraba nada, lo que, con toda evidencia, le proporcionaba agradable sensación de ventaja, he aquí que nada necesitaba disponer para obtener lo que necesitaba.

    Eso no ocurría con los demás sacerdotes, siempre listos a establecer exigencias materiales a ser entregadas por el interesado a los dioses para que, después, se dispusiesen a presentar las respuestas.

    Con el pasar de los años, Nekhefre se vio envuelto por una admiración cada vez más intensa por el carisma de aquel sacerdote desprendido, pasando a dedicarle gran estima, en lo que fue correspondido por Hatsekenká que, igualmente, veía en Nekhefre un hijo ilusionado por el brillo del mundo a quien le competía ayudar en el proceso de maduración.

    Ambos eran, aproximadamente, de la misma edad, pero no había duda de que en Hatsekenká había la madurez que en Nekhefre mucho tardaría en llegar.

    – No sé qué hacer, Hatsek –, hablaba Nekhefre a su sabio consejero, llamándolo por la abreviación de su nombre oficial –. La presión del faraón sobre todos los que le deben obediencia va en aumento y aquellos que no aceptasen convertirse al culto de Atón están condenados a la persecución y a la pérdida de todos sus beneficios. Sin embargo, no me inclino a dejar las viejas creencias, las mismas que me garantizaban el éxito material y la protección, hasta ahora, para aventurarme en esa iniciativa de un verdadero loco, deseando imponer a todos nosotros una ruptura con nuestro pasado y con la reverencia a los dioses que nos han apoyado hasta ahora.

    Oyéndole los conceptos aun poco desarrollados, Hatsek – como pasaremos a llamarlo –, meditaba sobre las dificultades del hombre en libertarse de las mezquindades de la vida para poder ganar una mayor independencia de las cosas transitorias.

    Nekhefre era un hombre valiente al dedicarse a los enredados regateos de la vida para obtener más y más ganancias, de viajar por el desierto en busca de sus caravanas y sus puestos de comercio, sin miedo a los ladrones o animales traicioneros. Por otro lado, se veía obstruido y no sabía qué hacer cuando se trataba de adoptar una posición que pudiese poner en riesgo todas las ventajas logradas. No deseaba poner en discusión la relación estable con los dioses que, según él, le habían garantizado prosperidad hasta ese momento, cambiándolos por una nueva forma de ver las cosas, aun más elevada y sabia. No quería correr el riesgo de convertirse y ofender a los dioses que, según sus creencias, le quitarían toda la protección que le daban hasta ese entonces.

    Por otro lado, si no aceptase convertirse, se vería separado de sus bienes y sus posiciones por la persecución del sistema político implantado por el nuevo faraón.

    – No te dejes llevar por las impresiones de lo que es transitorio, Nekhefre – le respondió Hatsek –. En nosotros existen posibilidades que necesitan ser desarrolladas y que, para eso, muchas veces, necesitan ser despertadas por la fuerza de desafíos dolorosos.

    – Pero, para mí, esos desafíos no me dejan ninguna opción. O pierdo la protección de los dioses y, por ende, me encuentro indefenso; o pierdo la posición que he conseguido a lo largo de mi vida y, como consecuencia, me encuentro indefenso de igual forma.

    – Sin embargo, ¿aun no crees que no podemos relacionarnos con los dioses solo con base en las ventajas inmediatas o por el interés de permanecer dentro de nuestro palacio, aislados del resto del mundo? – le respondió el sacerdote.

    – Hasta hoy, Hatsek, esto siempre ha sido normal y siempre ha funcionado. Nosotros ofrecemos las donaciones materiales y ellos nos ofrecen lo que necesitamos, manteniéndonos dentro de los estándares que cada uno merece o necesita. ¿No es por eso que existen tantos dioses? Cada uno de ellos se hará cargo de una cosa y tendrá sus seguidores.

    – No lo sé, Nekhefre, pero pienso que, si Rá se rehusase a nacer todos los días en la boca de la diosa Nut, todas las chozas y todos los palacios permanecerían envueltos por el manto negro, como si la muerte nos condenase a todos por igual a permanecer en la oscuridad. ¿No imaginas que todos los dioses que nosotros creamos, en realidad, solo existen en la forma que tienen porque los idealizamos así, con nuestras debilidades y defectos? En realidad, lejos de nuestras concepciones mezquinas, los errores humanos no deben contaminar la fuerza suprema que nos dirige y que se extiende sobre todas las personas.

    – ¿Incluso sobre los esclavos? – preguntó Nekhefre, rayando la indignación.

    – ¿Por qué no, amigo mío? ¿El Sol se rehúsa a calentarlos todos los días? ¿No los moja la lluvia, sin ninguna discriminación? Sean extranjeros, rubios, liberados o incluso cautivos, ¿no reciben lo mismo que cualquier otro señor noble o poderoso?

    – Pero lo que estás queriendo decir... – continuó Nekhefre, en lo que fue interrumpido por el sacerdote amigo, complementando el pensamiento.

    – Que no puede haber dioses mezquinos y egoístas, que ayudan a unos y causan problemas a otros. Dioses que garantizan para algunos el beneficio y dejan que otros sufran para mantener esa garantía. No creo en dioses de personas o de clases. Ellos no pueden existir para proteger solamente a esas personas y a esas clases, porque si son así no pueden ser ni poderosos ni sabios. No presumas tanto de estar siendo protegido por manos poderosas solamente porque te han garantizado las ventajas materiales que son tan importantes para ti hasta el momento. Ten la certeza de que, incluso cuando las pierdas, no será por culpa de los dioses, ni porque te abandonaron. Será para tu crecimiento, del mismo modo que la crecida del Nilo produce varios desastres, pero nadie los aborrece, pues saben que traerán tierras más fértiles que sostendrán la próxima cosecha.

    Nekhefre se quedó en silencio, pensando en los conceptos inusitados para su capacidad de pensar, pero procuró luego cambiar el foco de sus ideas para otra cosa a fin de no verse enredado en una confusión aun mayor, que lo obligaría a pensar en las bobadas que había cometido hasta aquel día, creyéndose protegido por los dioses poderosos y partidarios de sus ideas y actos.

    Lo cierto; sin embargo, era que el conflicto interior se mantenía, y que él tendría realmente que escoger entre adoptar nuevos caminos, abandonando los antiguos o mantenerse fiel a los antiguos dioses y abandonar las facilidades conquistadas que además se imponían a su carácter, débil a causa de tales renuncias.

    Viéndolo algo aturdido, Hatsekenká se hizo a un lado para dejarlo a manos de sus propias reflexiones, dándole tiempo para procesar todas las nuevas ideas y conceptos. Sin embargo, dentro de sí mismo, el sacerdote sabía que los días del futuro guardarían profundas espinas en el alma de las criaturas que habían escogido nacer en aquel periodo de tan importantes transformaciones y cambios.

    4.–

    Mudinar y la Convocatoria de Nekhefre

    En Amarna, la nueva capital del reinado de Akenatón, las medidas para el establecimiento de la nueva orden religiosa continuaban activas e inflexibles. Por orden del faraón y su esposa, Nefertiti, igual de devota al credo y vigilante de su aplicación en todos los ámbitos del gobierno, la construcción de los santuarios para la devoción al nuevo y único Dios continuaba frenéticamente, aprovechándose de la favorable posición geográfica.

    Eso se debió a que el lugar estaba rodeado por una gran cadena de montañas que proporcionaban una imagen idéntica a la que se usaba para representar a Atón entre los devotos de la nueva creencia.

    El disco solar, en determinada época del año, había nacido entre dos niveles existentes en las montañas separados por una depresión entre sí, una representación exacta de la imagen egipcia para el dios solar, lo que llevó al faraón a escoger el lugar para la nueva capital.

    Se organizaban equipos de trabajadores que se veían obligados a trabajar más allá de sus límites para que no ocurriese ningún retraso en la construcción de la nueva ciudad. Al mismo tiempo, se organizaban todos los servicios administrativos dentro de las nuevas normas religiosas.

    Desterrados todos los dioses y todos los demás sacerdotes, en la nueva religión, solo el faraón sería el intermediario entre el nuevo dios y los hombres. Aunque se rodease de auxiliares y de antiguos consejeros, era él y su influyente esposa quienes se dirigían directamente a la nueva divinidad.

    Lo había hecho, por supuesto, porque se consideraba a sí mismo, como la tradición señalaba desde el antiguo egipcio, el representante vivo de los dioses, ahora convertidos en un dios único. Sin embargo, también lo había hecho para desterrar a su alrededor todo aquel comercio espurio que surgía cada vez que se permitía a personas inescrupulosas algún tipo de privilegio, entre los cuales estaba el tener acceso personal y directo a los dioses. Toda la perversión religiosa que encontró instalada en sus dominios era extremadamente perjudicial para los destinos de la nación y, por eso también, tal postura del faraón impediría los excesos de los sacerdotes venales, interesados y deshonestos.

    Del mismo modo, Akenatón se vería forzado a romper con las antiguas tradiciones, estimulando inicialmente la conversión religiosa, pero con el tiempo, obligándola bajo pena de caer en desgracia en caso se rehusase a adoptar el nuevo sistema.

    Para los servidores de su confianza, no había ninguna concesión. Para los que dirigirían los asuntos del Estado y las demás actividades, principalmente las vinculadas con el pueblo, era imperativo pertenecer por igual a la creencia impuesta, lo que generaba una gran cantidad de situaciones trágicas para los hombres que se aferraban al poder de los dioses, pero que se aferraban de igual forma al poder mundano.

    El problema de Nekhefre era igualmente el de muchos. Sin embargo en Nekhefre, ocurría algo más grave, ya que se trataba de una familia perteneciente a la nobleza egipcia, con un pasado centrado al combate contra los invasores, a expensas de la simpatía que se había ganado de los dirigentes tebanos que la elevaron a la categoría social, entregándole, además del título, innumerables bienes y riquezas confiscados a otras personas, no solo como una forma de retribución por la dedicación de sus ancestros, sino más aun, como una forma de crear alrededor del poder central representado por el Faraón, una corte de apoyo, compuesta por personas y familias influyentes y que garantizarían la conservación del apoyo y la colaboración con el gobierno, dando respaldo a sus iniciativas.

    Todo funcionaba bien mientras los faraones actuaban como la tradición mandaba. Pero ahora, con un innovador inesperado, lo suficientemente audaz como para iniciar algo absolutamente diferente de todo lo que había existido hasta entonces, la posición de Nekhefre se volvió mucho peor.

    En los planes de Akenatón estaban varios príncipes y nobles tebanos, comensales de la corona egipcia hasta aquel momento y que serían convocados para probar su lealtad al nuevo orden y asumir funciones en el sistema gubernamental, dentro de las nuevas normas.

    Entre los más entusiastas seguidores del faraón, serviles y sin escrúpulos para mantenerse en la órbita de las influencias del poder, Mudinar aparecía como el temido jefe de la guardia del faraón y el autor intelectual de sus innumerables sugerencias adoptadas por Akenatón como ideas personales propias de él, a través de las cuales trató de ejercer una especie de selección entre los leales sirvientes de confianza y los aprovechadores de las ventajas del Estado que no eran dignos de confianza.

    Por influencia de ese hombre sin apego a ningún principio elevado, Nekhefre fuera convocado a Amarna para una entrevista personal con el faraón.

    Sabía que ese sería el momento más crucial de su vida, hasta entonces despreocupada y sin mayores problemas que hacer negocios y administrar las ganancias de su afortunada y pudiente casa por la suerte.

    – ¡Hatsek, necesito de ti junto a mí para ir hasta el faraón! – dijo, casi ordenando, al sacerdote amigo que acogía en su casa.

    – Mi estimado amigo, mi presencia junto a ti, aunque represente para mí un placer acompañarte, puede parecer una ofensa a nuestro rey, ya que la convocatoria fue dirigida a ti, personalmente.

    – Ya lo sé, Hatsek, pero tu equilibrio me ayudará a no dejarme abatir frente a este testimonio que necesitaré dar a los dioses, sobre la fidelidad que tengo de mantener a ellos y a ese maldito loco que está dirigiendo nuestros destinos y que puede conducirme a mi ruina.

    – Recuerda, Nekhefre, todos nosotros nos encontramos en un proceso de crecimiento y, ante a los dioses, somos criaturas que necesitan intercambiar los juguetes de la infancia por las lecciones que nos enseñarán a ser hombres. Mi presencia en nada podrá ayudarte, si tú mismo no te empeñas en entender cuáles son los principios que deberán ser defendidos.

    – Pero yo sé cuáles son tales principios, Hatsek. Sé que son la continuidad de nuestro linaje y de nuestras ventajas materiales, a cambio de la antigua creencia. Por eso, tengo el deseo de mantener ambas cosas. He pensado en asumir una posición que me permita defender tanto mi pacífica situación en los negocios como mi antigua fe en los dioses de mis antepasados. Yo me someteré a los caprichos del rey para atender mis conveniencias, pero en lo íntimo y en la práctica familiar seguiremos adorando a los antiguos protectores de nuestra suerte.

    – Creo que eso será algo muy peligroso para todos, Nekhefre – respondió el sacerdote, siempre observando al frente, en el ejercicio de su poder de síntesis y de visión a distancia –. Todas nuestras actitudes, al alejarse de la realidad interior, tarde o temprano denuncian nuestro fraude y nuestra infidelidad, frente a los caminos tortuosos que acabamos creando para nosotros mismos. Creo, sinceramente, que esa situación conciliadora, siempre bienvenida en muchos sectores de nuestros problemas, llevará a todos a un abismo más profundo que cualquier otra decisión.

    – Pero yo no tengo otra salida, Hatsek. No puedo rechazar la convocatoria del faraón y, al mismo tiempo, no puedo darle la espalda a la tradición familiar, gracias a la cual soy lo que soy hoy. Muy bien debes darte cuenta de que este es un problema sin solución y que mi única salida es esa – terminó de hablar el príncipe Nekhefre, entre afligido y angustiado.

    Viéndole el estado emocional, Hatsek concordó en acompañarlo hasta el palacio real en Amarna, con la condición de que, si no le fuese permitida la entrada, esperaría a distancia para no producir mayores problemas a su amigo.

    Al retirarse del ambiente en el que había tenido lugar la conversación, el sacerdote pasó por los pasillos de la gran residencia y encontró a la esposa de su amigo abatida y entre lágrimas, recostada en un mueble de la época, parecido a un gran sillón, a los pies en donde las dos hijas se posicionaban, de igual manera aturdidas por la reacción materna que demostraba desequilibrio y angustia.

    Kimnut se mostraba muy agitada por las nuevas órdenes entregadas a su marido y, de manera egoísta e infantil, mostraba a sus hijas la desesperación de estar poseída, sin tener en cuenta que Marnahan y Hatsena no eran lo suficientemente maduras para comprender todo el problema.

    Pero la madre era realmente un alma inmadura, no estaba preparada para afrontar las dificultades de la vida, incluso con las que aun no se habían presentado, pero que, a la más leve posibilidad de hacerse realidad, permitiría la pérdida de sus privilegios materiales.

    Kimnut no se dio cuenta de la llegada del sacerdote que se acercó silencioso a fin de contemplar la escena familiar y extraer de ella las informaciones preliminares para poder ayudar a aquellos seres queridos.

    Marnahan, algo mayor que la criatura Hatsena, al percibir su presencia, rápidamente se levantó del suelo e, inclinando la cabeza, saludó reverentemente al huésped, con respeto y consideración:

    – Noble sacerdote de Amón–Rá, mucho nos honra vuestra presencia en este momento difícil de nuestras vidas. Solamente la sabiduría de los dioses que tanto nos aman y protegen nos podría haber reservado el privilegio de tener, en nuestra casa, tan elevado representante de su poder. Acoged a nuestra madre bajo vuestros consejos que tranquilizan e iluminan, ya que nosotras, mi querida hermana y yo, no podemos hacer otra cosa que compartir con ella nuestras lágrimas.

    Observando su porte de nobleza y su manera fácil y serena de expresarse, Hatsek se dejó envolver por una agradable onda que le hizo sentir que ya había conocido a aquella joven en algún punto de su camino de espíritu inmortal.

    Aunque joven, recién salida de su adolescencia, Marnahan poseía una seguridad y un encanto propios de mujeres más maduras, ya que su espíritu estaba dotado de una vasta experiencia anterior, volviendo a la Tierra en un nuevo viaje evolutivo con el fin de ampliar sus conquistas y de ayudar a sus seres amados.

    Admirado por tal situación y, dejando pasar la fuerte impresión que había envuelto su ser, el sacerdote aceptó la reverencia, correspondiendo a su cortesía y hablándole amablemente:

    – Agradezco tan alta consideración, joven Marnahan, pero creo que la noble Kimnut estará mejor acompañada por las dos jóvenes y bellas diosas protectoras que por este taciturno huésped que os saluda.

    – ¡Sea bienvenido, Hatsek! – exclamó la señora enjugando las lágrimas con un pedazo de lino.

    – Salve, noble Kimnut, esposa tan querida del noble Nekhefre. Veo en vuestros ojos el velo de la angustia que hace vuestra belleza rehén de las fuerzas indignas de existir en vuestro ser.

    – Antes fuese así, sabio sacerdote. La angustia que me aflige es muy propia de los humanos mortales que se ven confrontados por las modificaciones brutales e injustas en su modo de vivir, como si la desgracia resolviese abatirse sobre nuestras cabezas, por la ira de los dioses, hasta entonces nuestros amigos.

    – Pero los dioses siempre nos ayudan para que tengamos las fuerzas de ser sus dignos seguidores en tiempos de dificultad. Imagine, noble Kimnut, si no existiesen los sinsabores de la vida, ¿qué sería de los dioses? Nosotros que estamos acostumbrados a buscar su ayuda, si no tuviésemos problemas para enfrentarlos, los condenaríamos a una vida sin trabajos y sin ninguna gracia, ya que, si no tuviésemos obstáculos, no buscaríamos su protección. Estaríamos acomodados en nuestras cáscaras como un escarabajo que se oculta bajo la arena del desierto y, allí, pasa su vida.

    Oyéndole las palabras serenas y sin críticas directas, las tres mujeres permanecían silenciosas.

    Aprovechándose del momento favorable, Hatsek continuó:

    – Nuestra conducta hacia lo sublime ha sido de irresponsabilidad a toda prueba. Buscamos su protección para los problemas que nos perturban, pero no nos damos cuenta lo mucho que perturbamos a los otros con nuestros actos. No me refiero a usted, Kimnut. Hablo de manera general, analizando nuestra posición frente a nuestros conceptos religiosos. Miren entre los propios sacerdotes, criaturas cultas y preparadas para las relaciones con lo sublime. Tan pronto como se vieron desterrados de sus templos de piedra, dentro de los cuales una buena parte de ellos se valía de sus prerrogativas personales para aprovecharse de la credulidad ajena, comenzaron a conspirar contra el rey a quien deben honrar con su respeto. Perdimos los privilegios materiales y, por eso, la mayoría de dichos sacerdotes perdió, igualmente, la razón, como si nunca hubiesen tenido acceso a las leyes más profundas y sabias de la vida. Tales pérdidas se encuentran en el camino de todos los hombres para hacerlos conocerse mejor y, al mismo tiempo, identifiquen dónde están las debilidades humanas que deben ser extirpadas. Y, para eso, aun no nos vemos exentos, ni del fuego purificador, ni del dolor que hace pensar mejor.

    Kimnut escuchaba tales consejos sin conseguir comprender la profundidad que abarcaban, escuchándolos solo como la opinión de alguien que estaba fuera del problema y que, por lo tanto, no podría hacer frente a su dolor personal, ante la posibilidad de perder los privilegios que garantizaban su comodidad y, por lo tanto, su inmadurez.

    Hatsena, adolescente viva y atenta, le escuchaba los conceptos entre curiosa e interesada, sin poder, por ahora, extraer de ellos toda la connotación más oculta y sabia por carecer de la necesaria madurez mental y emocional.

    Mientras tanto, Marnahan era una flor floreciente, capaz de captar con mayores recursos mentales y espirituales los colores más brillantes de los conceptos manifestados por Hatsek, en aquella breve evaluación sobre los problemas humanos y, frente a eso, no pudo dejar de atribuir la razón al sacerdote por la forma clara y lógica en que se había expresado y que, durante mucho tiempo, ella también compartía en sus meditaciones, sin haber tenido nunca la oportunidad de expresar sus ideas más secretas.

    A las mujeres no se les permitían pensamientos filosóficos los cuales eran más adecuados en los hombres y, de preferencia, en los sacerdotes de los diversos templos. Por eso, Marnahan seguía pensativa y silenciosa, sorprendida por los conceptos de Hatsek, en todo lo que coincidía con sus pensamientos.

    Eso creó en ella una inmediata simpatía por ese hombre que le parecía un extraño dentro de su casa, donde había vivido hace pocos meses, pero que, a partir de ahora, por sus modales serenos y sabios, pasaría a ser un punto de convergencia en las evaluaciones que hacía del mundo que le rodeaba y que no podía exponerlo a nadie más.

    – ¿Nunca pensaste, Kimnut – prosiguió el sacerdote – que todo aquello que nosotros hemos logrado para nuestra comodidad ha sido retirado de la naturaleza o de alguien más? Ya sea a través de un negocio del cual nosotros salimos mejor de lo que pensábamos, o a través de la fuerza de nuestros ejércitos, todo lo que acumulamos pertenecía a otra persona. Y ¿esa persona, no ponía, acaso, su fe en sus dioses familiares, a los cuales rendía culto desde tiempos remotos? ¿No les pediría su auxilio y protección para obtener, igualmente, éxito y ventajas como comodidad y estabilidad? ¿Será entonces que las luchas mezquinas de los hombres son seguidas por una lucha igualmente mezquina entre los dioses para tratar de salvar a sus protegidos y favorecerles en sus tratos materiales a expensas de los demás? ¿Sería correcto creer que tanto como los hombres, los dioses se pierden en disputas de poder para favorecer más a este que a aquel de sus protegidos?

    El razonamiento de Hatsek seguía seguro e inusitado para aquellas mentes perturbadas e inexpertas.

    – Sin conceptos más profundos, pasaremos a vivir dentro de un mundo sin solución y sin paz, incluso entre los dioses a quienes pedimos solución y paz para nuestros problemas. Por lo tanto, nobles mujeres de Nekhefre, necesitamos mirar los problemas personales no como olvido por parte de los dioses o incluso su indiferencia hacia nuestros destinos, solo porque hemos perdido o corremos el riesgo de perder esta o aquella ventaja. Puedo afirmar, sin miedo a equivocarme mucho, que cuanto más pienso en las cosas sublimes de la vida, más me aproximo a los conceptos que han sido defendidos por nuestro faraón, aunque eso pueda representar para mí el riesgo de perder la vida, ya que, como sacerdote del dios

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