LOS PROTECTORES CELESTES DE LOS MESÍAS
Por motivos laborales, en el año 2009 tuve que trasladarme a vivir a Colombia. Allí, Eustorgio, un taita –léase chamán– procedente de la zona del Putumayo, sería el encargado de iniciarme en el uso y la toma de la ayahuasca, una combinación de plantas sagradas pertenecientes a la medicina propia de su región, para lo cual un grupo de aventureros nos dejamos seducir por el embrujo de las selvas color esmeralda del país sudamericano y seguimos a nuestro cicerone hasta el lugar donde nos quiso llevar, una zona totalmente despoblada a un par de horas de la capital. Tras la ingesta inicial, Eustorgio empezó a canturrear una especie de letanías llamadas ícaros, las cuales debían ayudar al espíritu a elevarse sobre la materia. Los ícaros y las leyendas nos acompañaron durante toda la ceremonia, incluso después de haber bebido por tercera vez aquel oscuro brebaje extraído quizás de las entrañas de algún demonio. Luego, cada quien se retiró a un lugar tranquilo para dejar que la ayahuasca se metiese hasta lo más recóndito de nuestro ser y nos ayudase a sanar el peso de los errores del pasado.
Estando en tal situación, tuve una visión. Vi a toda la humanidad como si fuésemos niños de corta edad. Pequeñuelos que, sin embargo, se creen mayores mientras van montados en una nave espacial llamada Tierra, la cual anda surcando los infinitos abismos del cosmos sin rumbo aparente. Ante la certidumbre que se me había revelado, no pude evitar que un escalofrío me recorriera el cuerpo de la cabeza a los pies. Desde alguna dimensión interior o exterior se me había manifestado una verdad fundamental. Y, como un crío que se echa a temblar cuando se da cuenta de que ha perdido de
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