Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La Hermandad de la Serpiente, volumen 2 : La Rebelión: La Hermandad de la Serpiente, #2
La Hermandad de la Serpiente, volumen 2 : La Rebelión: La Hermandad de la Serpiente, #2
La Hermandad de la Serpiente, volumen 2 : La Rebelión: La Hermandad de la Serpiente, #2
Libro electrónico396 páginas7 horas

La Hermandad de la Serpiente, volumen 2 : La Rebelión: La Hermandad de la Serpiente, #2

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El nuevo orden mundial se había rendido a los pies de la tecnología y se resumía a tres elementos: microchip, realidad virtual y mega ciudades.

Tras el paso del planeta Nibiru cerca de la tierra, los cataclismos se sucedieron y la Hermandad de la Serpiente logró hacerse con el control del planeta y de sus habitantes. Los supervivientes del apocalipsis se vieron obligados a vivir en mega ciudades construidas con la tecnología de los Anunnakis, unos seres reptilianos de pura raza que vigilaban a la humanidad sin dejarse ver.

Mientras los humanos vivían prisioneros de las mega ciudades, completamente absortos por la realidad virtual y manipulados gracias al microchip que tenían implantado en el cerebro, los Guardianes, una élite de seres con habilidades sobrehumanas, luchaban sin descanso para liberar a la humanidad de su desdicha. Estos decidieron centrar sus esperanzas en una puerta estelar por la cual los antiguos dioses egipcios podrían regresar a la Tierra…

Este volumen describe de un modo un tanto fantasioso el mundo futurista hacia el que la humanidad se está precipitando: un mundo en el que los humanos acaban entregando su vida a la tecnología y aceptan lo inaceptable: la implantación de un microchip que permite controlar sus pensamientos sin que estos se den cuenta, el Proxis, un fármaco que permite controlar sus estados de ánimo, la realidad virtual con la que se desconectan de la vida real para vivir jugando en un mundo inventado, y las mega ciudades, donde la humanidad vive para permanecer a salvo de la epidemia mundial de Ébola.

Los Guardianes tratarán de ayudar a esa humanidad manipulada y sedada para que pueda despertar y al fin salir de ese mundo diseñado por los Anunnakis mientras estos aprovechan para saquear los recursos del planeta. En su periplo, los Guardianes descubrirán que ellos también viven en la inopia…

Tal vez en el mundo real también nos estén manipulando…

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento2 dic 2019
ISBN9781071521083
La Hermandad de la Serpiente, volumen 2 : La Rebelión: La Hermandad de la Serpiente, #2

Lee más de Annie Lavigne

Autores relacionados

Relacionado con La Hermandad de la Serpiente, volumen 2

Títulos en esta serie (2)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ciencia ficción para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La Hermandad de la Serpiente, volumen 2

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La Hermandad de la Serpiente, volumen 2 - Annie Lavigne

    De la misma autora

    Viaje hacia el amor, volumen 1, Yo, tú... y él

    Viaje hacia el amor, volumen 2, Aduéñate de mi corazón

    Viaje hacia el amor, volumen 3, En camino a Hollywood

    María del mar, volumen 1, La primera vez

    María del mar, volumen 2, Juegos de seducción

    María del mar, volumen 3, Vuélveme

    Avana, volumen 1, La profecía del Druida

    Avana, volumen 2, La búsqueda de los Magos

    Avana, volumen 3, El despertar del Dragón Rojo

    La Hermandad de la Serpiente, volumen 1, La Invasión

    La Hermandad de la Serpiente, volumen 2, La Rebelión

    Capítulo 1

    El paso del planeta Nibiru cerca de la tierra había provocado el mayor desastre natural de la historia de la humanidad: la inversión de los polos. Nibiru ya se alejaba dejando tras de sí un planeta devastado, anegado, y una población humana completamente diezmada.

    Los cataclismos causados por la inversión de los polos habían modificado la apariencia de la tierra para siempre. Los mega tsunamis habían golpeado violentamente todos los continentes y habían engullido las zonas costeras. Los terremotos, los corrimientos de tierra y las erupciones volcánicas habían destruido miles de ciudades.

    En los meses que siguieron esas graves perturbaciones, aparecieron numerosas epidemias que se saldaron con innumerables víctimas mortales. Pero los supervivientes aún tenían mucho que superar: los cambios climáticos habían destruido todas las cosechas y la hambruna empezaba a hacerse notar.

    La gente intentaba organizarse para reconstruir las casas, los colegios, para volver a la normalidad, pero se veían obligados a emplear toda su energía para cubrir sus necesidades básicas. Como nadie trabajaba, ya no se recaudaban impuestos y el estado dejó de proporcionar servicios públicos. La economía se vino abajo y los gobiernos perdieron todo el poder.

    Y para colmo de los males, una nueva forma del virus Ébola se volvió aerógena. El virus empezó a propagarse por el aire, contagiando a la población a través de las vías respiratorias, dando lugar a una pandemia a escala planetaria.

    Fue entonces cuando los habitantes de Nibiru, los denominados Anunnakis, empezaron a aparecer Sus naves, gigantescos zigurats, pirámides con formas que desafiaban la gravedad, se posicionaron sobre las grandes ciudades que habían sobrevivido a los cataclismos.

    A su vez, los Serkys, que llevaban varios milenios habitando la tierra, salieron de la sombra y desvelaron a la humanidad su verdadera naturaleza reptiliana. Los Serkys eran una raza híbrida creada por los Anunnakis. Estos últimos los habían traído al mundo introduciendo genes reptilianos en el código genético humano. Tras lo que todos denominaron Apocalipsis, esos híbridos siguieron apareciendo bajo su apariencia humana para no asustar a la población, pero ya mostraban orgullosamente su pertenencia a la gran familia reptiliana.

    Los Serkys llevaban siglos manipulando el mundo, controlando los ámbitos de las finanzas, de la política, del comercio, de la información... En previsión del retorno de los Anunnakis, habían estado preparando la tierra y a sus habitantes para un nuevo mundo.

    Los jefes de gobierno y los grandes políticos Serkys propusieron un nuevo orden mundial: el Gobierno Planetario que, con la tecnología anunnaki, se encargaría de construir megaciudades capaces de acoger a varios millones de supervivientes.

    Al preferir la estabilidad frente al caos, los humanos recibieron al Gobierno Planetario con los brazos abiertos y todas las sedes del Parlamento fueron ocupadas por miembros de la Hermandad de la Serpiente.

    En pocos meses, varias ciudades cuya estructura había permanecido intacta se convirtieron en megaciudades. Encima de cada una de ellas, los Anunnakis instalaron una cúpula protectora, un escudo energético luminiscente que, además de ser una protección contra los virus, alumbraba la ciudad de día y de noche con una suave luz difusa.

    Entonces se difundió una propaganda mundial para convencer a los supervivientes de la necesidad de vivir en esas megaciudades. En todas las comunidades, el Gobierno Planetario envió a emisarios para mostrar a los humanos las virtudes de esas ciudades modernas y seguras. La amenaza del virus Ébola era tan importante que la mayoría de los supervivientes se montaron voluntariamente en las naves que los llevarían a esas ciudades anunnakis.

    Solo se admitía a la gente sana. Los ciudadanos en edad de trabajar recibieron una función con el fin de cubrir las necesidades básicas: alojamiento, vestimenta, alimentación... En todos esos ámbitos, los Anunnakis, a través de los Serkys, estaban ahí para transmitir nuevas tecnologías con el fin de facilitar la reorganización de las ciudades.

    Todos los humanos que emigraban a esas megaciudades se vieron obligados a aceptar que les implantaran un microchip y adquirieron el compromiso de tomar una dosis diaria de Proxis, un fármaco que permitía controlar los estados de ánimo. Una vez superado el miedo a lo desconocido, los ciudadanos se convencieron de que eran afortunados por haber sobrevivido, y sobre todo por haber sido admitidos en esas ciudades especialmente diseñadas para ellos.

    Los Anunnakis permanecían ocultos en sus zigurats, pero no dejaban de ser unos salvadores. Algunos humanos decían incluso que eran dioses venidos del cielo y empezaron a rendirles culto.

    Una vez alcanzada la máxima capacidad de las megaciudades –veinte millones de habitantes– sus puertas se cerraron. El caos siguió reinando afuera, y dentro se instauraron unas estrictas normas. Nada podía entrar en ellas y nada podía salir de ellas...

    Ese acontecimiento marcó el final de la civilización terrestre tal como se conocía hasta entonces.

    Capítulo 2

    Desde la ventana de su apartamento, Mila Williams observaba Nueva Phoenix, uno de los cien últimos remansos de vida del planeta. La ciudad, rodeada por una muralla de hormigón, estaba en pleno corazón del desierto de Arizona.

    Mila levantó la mirada hacia el horizonte. Sobre la megaciudad flotaba Etemenanki, la nave nodriza de los Anunnakis, que parecía una aparición casi irreal en el cielo luminoso del escudo antivirus.

    Una voz femenina artificial rompió el silencio del apartamento para recordar a la joven que tenía cita en la clínica a las ocho de la tarde.

    La clínica, otra vez... –se dijo a sí misma– Me van a decir que no lo entienden, que esto no le pasa a nadie... excepto a mí. Mi cuerpo parece no admitir ese maldito microchip y lo ha vuelto a rechazar.

    Todos los ciudadanos de las megaciudades tenían un microchip implantado en el cráneo, debajo de la hipodermis. Esa maravilla de la tecnología almacenaba datos de cada persona, como su nombre, su número de la seguridad social y del seguro médico, así como sus huellas digitales y su expediente médico que contenía información como el grupo sanguíneo y el código genético.

    Para todo aquel que vivía en la ciudad, el microchip y el Proxis eran obligatorios. Mila había consumido ese fármaco durante meses pero decidió dejarlo, ya que prefería enfrentarse a sus estados de ánimo en vez de adormecerlos. Seguía recogiendo sus dosis pero las tiraba por el retrete.

    Sin fármacos, sus dolores de cabeza eran cada vez más insoportables. Volvía a sentir que la depresión la invadía, que la desesperación la envolvía. Eran incontrolables, incomprensibles...

    Con tan solo veinticinco años, ya no tenía ganas de nada. En ocasiones, pensaba en cometer algún acto desesperado para librarse definitivamente de su sufrimiento, pero algo se lo impedía. A pesar de todo, seguía teniendo la loca esperanza de que las cosas cambiaran algún día. Era ciudadana de esa inmensa ciudad en la que varios millones de seres humanos se habían refugiado para sobrevivir, se sentía ahogada bajo esa cúpula donde la temperatura estaba controlada y el sol nunca se ponía.

    La solución consistiría tal vez en regresar al mundo de antes de los cataclismos, a ese mundo en el que cada país tenía su propio gobierno y su propia religión, donde esos mismos gobiernos y esas mismas religiones se mataban unos a otros en nombre de sus ideologías y de sus dioses... Tal vez ese antiguo mundo caótico, sin autoridad central, sin visión común fuera más perfecto que el mundo que estaba dirigido por el Gobierno Planetario a través de esas megaciudades...

    Pese a toda la propaganda a favor del Gobierno Planetario, a las letanías que oía cada día, Mila estaba convencida de ello. Soñaba con volver atrás, con salir de esa cárcel donde, en nombre de su propia seguridad, ya no podía admirar las estrellas en el cielo, las nubes, los rayos de sol...

    ––––––––

    Mila detuvo la mirada en el reloj de pared que le recordó que debía salir de inmediato si no quería llegar tarde. Se puso una chaqueta encima de su uniforme azul marino, el atuendo de todos los ciudadanos. Ese código de vestimenta había sido propuesto por el Gobierno Planetario porque la posibilidad de confeccionar ropa (fabricación de telas, diseño de modelos, costura, etc.) estaba limitada en las megaciudades. Dijeron a la población que esos uniformes eran gratuitos y que se podían cambiar por otros nuevos cuando estaban desgastados, lo que la mayoría aprobó.

    La joven agarró su casco y salió de casa. Recorrió el vestíbulo del inmueble de viviendas y bajó al garaje subterráneo. Se montó en su moto e hizo rugir el motor con unos pocos golpes de muñeca. Le gustaba tanto ese rugido... el sonido de la evasión, y ese vehículo la llevaba a donde quería, o al menos, hasta los confines de la megaciudad, sucedáneo de libertad en esa era post apocalíptica.

    Mila salió del garaje a toda velocidad, haciendo chirriar los neumáticos de su moto contra el asfalto. A pesar de lo tarde que era, la calle estaba iluminada: como la cúpula proporcionaba luz a toda la ciudad, los habitantes disfrutaban de un día eterno. El único indicador del paso del tiempo eran los relojes digitales parlantes que se encontraban por todas partes en la ciudad y en los apartamentos, encargados de avisar a los ciudadanos cuando era la hora de comer, de ir a trabajar, de volver a casa, de acostarse...

    El ciclo natural del día y de la noche había sido sustituido por la tecnología. Y poco a poco, los humanos se habían acostumbrado a ello, e incluso habían empezado a apreciar esa reconfortante rutina.

    Mila recorrió las calles de su barrio sin prestar atención a los límites de velocidad. Desde los cataclismos, Phoenix había cambiado mucho: antes era la capital de Arizona, y en ella vivían un millón y medio de habitantes. Pero ahora se había convertido en una de las dos megaciudades de los Estados Unidos. La otra era Cincinnati, en la que vivían veinte millones de almas.

    Todas las megaciudades habían sido construidas según las mismas directrices: hacer crecer a lo alto los edificios ya existentes, rellenar todos los espacios vacíos, como por ejemplo los parques, con nuevos rascacielos, y rodear el centro de la ciudad con varias decenas de barrios residenciales.

    Gracias a la ingeniería civil de los Anunnakis, varios siglos adelantada a la de los humanos, se habían podido crear ciudades que en lugar de extenderse a lo largo, crecían a lo alto. Las megaciudades contaban con diez plantas subterráneas y cincuenta plantas en superficie de unos veinte metros de alto, en las que se anexaban los distintos edificios de la ciudad, así como las carreteras, que se habían vuelto colgantes y superpuestas.

    Todos los coches contaban con GPS para poder orientarse en ese complejo sistema de carreteras, y la población no tardó en acostumbrarse a esa nueva forma de vivir, unos encima de otros.

    Como las megaciudades se habían construido a lo alto, pero también a lo hondo, varios comercios y empresas se encontraban en cada una de las diez plantas subterráneas. Al tener acceso al metro desde el sótano de las torres de viviendas, muchos ciudadanos ni siquiera tenían que salir a la calle para ir al trabajo o para hacer la compra.

    Vivían organizados, felices, en un entorno seguro. Microchip, Proxis y megaciudad: la nueva trinidad de la humanidad, que al fin había encontrado a Dios... en la tecnología.

    Capítulo 3

    Mila Williams estacionó en un parking subterráneo y entró en un ascensor que la llevó a la planta cuarenta y dos de la ciudad. La cuarenta y dos se componía principalmente de viviendas, además de las clínicas que proporcionaban el Proxis y se encargaban de los problemas relacionados con el microchip. Esos centros, ubicados cerca de los barrios residenciales, estaban abiertos día y noche.

    De camino a la clínica, Mila pasó delante de unos apartamentos y echó un vistazo por las ventanas. Pudo ver a hombres, mujeres y niños con gafas en los ojos, con guantes en las manos, aislados del tiempo y del espacio, en un mundo donde el sol brillaba.

    Para disfrute de los ciudadanos, el Gobierno Planetario había dotado todos los apartamentos con acceso a un programa de realidad virtual, Terra Nueva, al que la gente se conectaba para entretenerse, para relacionarse, para estudiar...

    ¿Vivir así es vivir? –se preguntaba Mila mientras caminaba a paso tranquilo a pesar de lo tarde que era– ¿Conocer a gente a través de la realidad virtual equivalía realmente a relacionarse? ¿Hablar, bromear, jugar a juegos eróticos con la imagen virtual de otra persona, que también está sentada solo en su apartamento, era realmente motivo de satisfacción?

    Mila se cuestionaba muchas cosas desde que había dejado de tomar su Proxis, y en especial desde que su microchip había dejado de funcionar, como si una parte de ella se hubiera despertado.

    Tal vez la gente esté realmente harta de los cara a cara en los que se ven las emociones, de las miradas penetrantes que desvelan el alma, del calor humano... hasta tal punto que prefieren refugiarse en un mundo virtual...

    Mila no quiso que le instalaran ese sistema en su apartamento. Prefería abrir un buen libro –bien cultural que se había vuelto escaso– en vez de contactar con sus semejantes a través de una máquina.

    ––––––––

    La joven entró en la clínica y se sentó en la sala de espera. Estaba sola ese jueves por la noche: las dosis de Proxis se repartían los lunes y los microchips no se estropeaban casi nunca, por no decir nunca. El caso de Mila era un caso aparte y el personal de la clínica estaba pensando en notificarlo al Gobierno para poder realizar un estudio más exhaustivo.

    Cuando su mirada se detuvo en un cartel que recordaba a la gente que tenía que tomar su dosis de Proxis a una hora determinada, Mila sintió que el corazón se le ralentizaba. Se puso la mano en el pecho, preocupada por esa extraña sensación. Seguidamente, perdió el aliento y empezó a sufrir espasmos en todo su cuerpo.

    Estaba a punto de caer al suelo cuando sus pulmones se volvieron a hinchar. Mientras la joven inspiraba profundamente, la puerta de la consulta se abrió y apareció un hombre con bata blanca.

    – Buenos días, señorita Williams. ¿Cómo se encuentra hoy?

    Mila parecía perdida, desorientada.

    – Bien... –balbuceó poniéndose en pie.

    Por un momento, se sintió aturdida, tras lo cual el mareo se disipó.

    ––––––––

    Mila estaba sentada en la camilla, y se preguntaba qué le había sucedido en la sala de espera, pero no se atrevió a comentárselo al médico. No podía remediarlo: no terminaba de confiar en los funcionarios del Gobierno Planetario.

    – ¿Siempre sufre tanto? –le preguntó el hombre con bata blanca mientras le anestesiaba la piel del cráneo para extirparle el microchip.

    Mila asintió moviendo la cabeza de arriba abajo.

    – Le recetaré algo –añadió mientras, con la ayuda de una jeringuilla hipodérmica, le extirpaba el pequeño objeto de tres milímetros de largo en forma de grano de arroz.

    Con la mirada puesta en la ventana, Mila observaba el gigantesco zigurat que dominaba la ciudad. Desde la planta Cuarenta y dos, la residencia de los Anunnakis le parecía aún más gigantesca y amenazante.

    Me pregunto qué estarán tramando, esos Anunnakis... ¿Por qué han venido a la Tierra?–se preguntó Mila internamente mientras el médico sacaba otro microchip de una caja precintada. Ese pensamiento rebelde que iba en contra de la opinión popular la sorprendió. Nadie pensaba así en la megaciudad.

    – Espero que esta sea la buena.

    Al decir esas palabras, la puerta se abrió de repente y dos hombres armados con pasamontañas entraron en la sala.

    – ¿Pero qué...? –tuvo el tiempo de decir el médico antes de que uno de los encapuchados le dejara KO de un culatazo en la cabeza. El segundo no tardó en reducir a Mila, que se quedó petrificada, pegándole un pañuelo empapado de cloroformo en la nariz...

    Capítulo 4

    Aturdida, Mila abrió los ojos y se rascó la cabeza de manera instintiva en el sitio del que le habían extirpado el microchip. La minúscula herida de su cráneo le recordó que había sido inmovilizada y que la habían dormido a la fuerza.

    Durante un momento, su vista siguió borrosa, y poco a poco, se fue centrando. La joven estaba tumbada en una cama, en una pequeña habitación con paredes de hormigón pintadas de rosa. No tuvo mucho tiempo para preguntarse dónde se encontraba: oyó ruido del otro lado de la puerta. Unos pasos se acercaban.

    Se puso en pie. El pulso se le aceleró. El tiempo se le hizo eterno hasta que la puerta se abrió. De hecho, su sentido del oído se había agudizado de manera sorprendente...

    Esperaba a que entrara un hombre, pero se encontró de frente con una chica menuda con cabello rosa. Esta última, que no debía tener más de dieciséis años, llevaba ropa que le quedaba muy pequeña: un pantalón beige de algodón y una camiseta roja.

    Mila se quedó mirándola fijamente: desde que había llegado a la megaciudad, nunca había visto ropa que no fuera azul marino o gris. ¿Quién era esa chica?

    – He crecido deprisa... –explicó la adolescente señalando su ropa con un gesto de la mano– Pero sigue siendo mejor que lo que tú llevas.

    Mila agachó la mirada y observó su camisa y su pantalón azul marino.

    – Tienes razón, tu ropa es mucho más chula –dijo la rehén, tratando de engatusar a su agresora a través de la amabilidad, aunque le costaba creer que esa adolescente pudiera hacerle daño– ¿Dónde estoy?

    – Es mi habitación. ¿Te gusta el color rosa?

    – Esto...

    La candidez de la chiquilla y esa conversación surrealista acerca de su vestimenta y del color de las paredes dejó perpleja a Mila. La adolescente no insistió. Le ordenó que la acompañara.

    Mila la siguió hasta una sala amplia con paredes y suelo de hormigón, sin ventanas. Un sofá, unas sillas y un televisor constituían el rincón de salón, y el centro de la sala estaba presidido por una gran mesa oval rodeada de una decena de sillones.

    – Me llamo Liam O’Neill –dijo un irlandés de unos treinta y cinco años con cara angular y cabellera roja, acercándose a Mila.

    Le tendió la mano y esta le dio un apretón de manos de manera instintiva, aunque seguía algo aturdida.

    – ¿Dónde estoy? –volvió a preguntar la joven fijándose en los chispeantes ojos verdes de su interlocutor.

    Su fuerte apretón de manos y su mirada sincera transmitían la bondad de ese hombre.

    – Te presento a Viviane –prosiguió Liam, ignorando la pregunta de Mila.

    Viviane Robert no se levantó de su asiento. Saludó a Mila asintiendo con la cabeza. Viviane era una arqueóloga de treinta y pocos años y era la pareja de Liam.

    Su larga cabellera castaña perfilaba los finos rasgos de su rostro y destacaba sus preciosos ojos azules.

    – Y la que te ha traído hasta aquí es la Ratona.

    Esta sonrió a Mila antes de sentarse junto a Viviane.

    – ¿Quiénes sois y qué queréis de mí? –preguntó Mila, preocupada a pesar del ambiente distendido.

    Liam le hizo un ademán para que se sentara y ocupó uno de los sillones que rodeaban la mesa de madera maciza. Le sirvió un vaso de agua desde una jarra que había en la mesa, se sirvió otro vaso y empezó a explicárselo todo.

    – No queremos hacerte daño. Estás aquí porque queremos proponerte algo. Cada vez que tu microchip fallaba, intentábamos ir a tu casa pero el sistema de vigilancia de tu apartamento nos lo impedía. Por eso nos hemos visto obligados a emplear la fuerza.

    – ¡¿La fuerza?! ¡Esto es un secuestro!

    – Era la única forma para poder hablar contigo lejos de los oídos indiscretos. Ya sabes que todas las viviendas tienen sistemas de escucha...

    – Hablar... ¿pero de qué?

    – De la posibilidad de unirte a la Resistencia.

    Capítulo 5

    Mila observó los rostros de sus secuestradores para tratar de averiguar si la estaban engañando. Jamás había oído hablar de ninguna resistencia en la megaciudad.

    – ¿Han constituido una resistencia?

    – Seguimos resistiendo ante el invasor –confirmó la Ratona con orgullo, aludiendo a su cómic preferido.

    – Luchamos contra el sistema que han instaurado. Ya lo hacíamos incluso antes de que lo instauraran, antes de los cataclismos, y seguimos luchando contra él –explicó Viviane.

    – En ese caso, ¿no consideran que los Serkys sean nuestros salvadores?

    – ¡Nuestros salvadores! –exclamó Liam– Si te oyeran, se morirían de risa... Salieron a la luz, revelaron su auténtica naturaleza reptiliana diciendo a la humanidad que llevaban siglos adoptando apariencia humana para no asustarnos. ¡Vaya engaño! Si adoptan nuestra apariencia, es para manipularnos mejor.

    – Estaban en contra del Gobierno Planetario, pero aún así ¿vinieron a una megaciudad para refugiarse? –preguntó Mila, intentando comprender.

    – Sabíamos que la mejor manera de contrarrestar los planes de los reptilianos sería acercándonos a ellos y no llamar la atención.

    – Entonces, ¿no toman Proxis?

    Tomado a diario, ese fármaco impedía que el paciente tuviera ideas oscuras, prevenía los estados depresivos, pero además, impedía pensar, cuestionar el orden establecido y sobre todo, impedía que la gente se rebelara. Las personas que tomaban Proxis eran ciudadanos modelo, para regocijo del Gobierno Planetario.

    – Y nosotros ya no tenemos microchip –confirmó Liam– Todos dejaron de funcionar.

    – ¿No habéis solicitado que os lo cambiaran?

    – ¿Acaso un perro que rompe su cadena pediría que le pusieran otra? –replicó la Ratona con una breve carcajada.

    Mila giró la mirada hacia la adolescente. Esta le caía bien.

    – ¿Sabías que los microchips manipulan los pensamientos de la gente? –le preguntó Viviane.

    – No tenía ni idea.

    – Los llaman DEBVC, o Dispositivos Esféricos Biológicos de Vigilancia y Control –explicó la Ratona– Ese pequeño dispositivo orgánico es en realidad

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1