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Bajo las manos de la Misericordia
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Bajo las manos de la Misericordia
Libro electrónico702 páginas10 horas

Bajo las manos de la Misericordia

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Bajo las Manos de la Misericordia


Cerrando la trilogía iniciada por el romance "El Amor Jamás te Olvida" y "La Fuerza de la Bondad" el siguiente romance de Lucius "Bajo las Manos de la Misericordia" presenta al lector, en trazos vivos y emo

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jul 2023
ISBN9781088231968
Bajo las manos de la Misericordia

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    Bajo las manos de la Misericordia - André Luiz Ruiz

    André Luiz Ruiz

    Bajo las Manos

    de la

    Misericordia

    Por el Espíritu

    Lucius

    Traducción al Español:

    J.Thomas Saldias, MSc.

    Trujillo, Perú, Junio 2019

    Título Original en Portugués:

    Sob as Manos da Misericordia © André Luiz Ruiz 2005

    Revisión:

    Zabeli Canchary Tello, Lima, Perú
    Víctor Hugo Torres García, Villahermosa, Tabasco, México.

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    Bajo las Manos de la Misericordia

    Terminando la trilogía, iniciada con "El Amor Jamás te Olvida y La Fuerza de la Bondad, la presente obra de Lucius, Bajo las Manos de la Misericordia", presenta al lector, en trazos vivos y emocionantes, la comprensión del mecanismo de la Compasión con la cual el Creador conduce a la evolución de las criaturas siempre buscando ampararlas como hizo con Pilatos, Sulpicio, Fúlvia, Sávio a través de los corazones generosos de Zacarías, Livia, Simeón, Cleofás, Licinio, Décio, entre otros.

    Del Médium

    André Luiz de Andrade Ruiz

    Se inició en el conocimiento espírita a través de los ejemplos recibidos de sus padres, Miguel D. D. Ruiz y Odete de Andrade Ruiz, igualmente admiradores de la doctrina codificada por Kardec.

    Nacido en la ciudad de Bauru, Estado de São Paulo, Brasil el 11 de Agosto de 1962, desde la infancia estableció residencia en Birigui, en el mismo Estado, de donde se transfirió para Campinas en el año de 1977.

    En 1979 pasó a frecuentar la Sociedad Beneficente Bezerra de Menezes, donde se encuentra hasta la actualidad, desarrollando, al lado de muchos companheros dedicados al ideal cristiano, la labor fraterna de atención a los hermanos en la caminata evolutiva.

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrado en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Peru en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    Índice

    1.– Recordando la Historia

    2.– Médico para los Enfermos

    3.– Cláudio Rufus y el Gran Emperador

    4.– Al Día Siguiente

    5.– El Primer Encuentro

    6.– La Aproximación

    7.– La Respuesta de Décio

    8.– El Nuevo Trabajo y Nuevas Alegrías

    9.– El Punto de Vista de Marcus

    10.– Confesiones en el Trabajo

    11.– La Historia de Décio

    12.– El Paso del Tiempo

    13.– Fuerzas Negativas y Sentimientos Viciados

    14.– Los Planes del Bien y las Artimañas del Mal

    15.– La Acción de las Tinieblas y  la Respuesta del Amor

    16.– Amar a los Enemigos

    17.– Viendo el Hoy, Recordando el Ayer y       

    Previniendo el Mañana

    18.– El Destino de Décio

    19.– Todos para sus Destinos

    20.– Tristes Realidades

    21.– Las Fuerzas del Bien

    22.– Jornada que Prosigue

    23.– Un Nuevo Comienzo para Todos

    24.– Mientras tanto, Roma...

    25.– Ayuda Espiritual Durante el Sueño

    26.– Cosecha

    27.– Desdoblamiento

    28.– Las Revelaciones de Tito

    29.– El Juicio de Marcus

    30.– Siguiendo para Adelante

    31.– Rescates Necesarios

    32.– Sorpresas Difíciles

    33.– El Viaje y la Búsqueda

    34.– Consejos y Despedidas

    35.– Testimonios Individuales

    36.– Finalmente, el Reencuentro

    37.– El Regreso

    38.– Cuidados Espirituales

    39.– Comprendiendo los Planes de Jesús

    40.– Bajo las Manos de la Misericordia

    1.–

    Recordando la Historia

    A fin de que el lector querido pueda recordarse de los lances principales que se encuentran desarrollados en los libros anteriores El Amor Jamás te Olvida y La Fuerza de la Bondad, este relato da continuidad a los procesos evolutivos de los espíritus Pilatos, Fúlvia, Lucilio, Livia, Cleofás, Simeón, cuyas vidas se entrelazaran, en el primer romance, al Cristianismo naciente.

    Gracias al pedido de Jesús, Zacarías asumiera la tarea de amparar al gobernador Pilatos en todos los tramos de su caminata, después de la crucifixión del Justo, a fin de que aquel importante gobernante romano pudiese sentirse auxiliado en las pruebas difíciles que tendría que enfrentar.

    Empeñado en el cumplimiento de esa misión espiritual a la que fuera conducido por la solicitud del propio Cristo, en persona, Zacarías entregó todo lo que tenía y no midió esfuerzos para que el gobernador se viese atendido en las mínimas necesidades, fuesen ellas materiales, fuesen ellas del alma decaída y frágil, terminando por ingerir la bebida venenosa que, por orden de Fúlvia, la cuñada y astuta amante del gobernador, había sido enviada a través de Sávio, para ser administrada a Pilatos.

    Con la muerte de Zacarías, el protector y amigo incondicional, el gobernador exiliado y preso en la antigua guarnición se vio presionado por los romanos que allí servían, y por la consciencia culpable, a dar fin a la propia vida, en el acto funesto de traspasar el vientre con la espada que le fuera ofrecida por los avergonzados oficiales de aquel puesto militar, que lo consideraban indigno y no aceptaban tenerlo allí, en desgracia.

    El tiempo pasó y en La Fuerza de la Bondad pudimos observar las consecuencias nocivas para el espíritu que se permite arrastrar por las estradas tenebrosas del mal, de la intriga y de las conductas mundanas, conociendo las tristes condiciones de la desencarnación de Fúlvia, confesando sus crímenes horribles al corazón filial de su yerno Emiliano, así como acompañamos su sufrimiento y desequilibrio en el plano espiritual, donde ya se encontraba Pilatos, suicida, y el otro amante Sulpicio, transformado en dirigente de entidades perturbadoras que tomó a su cargo la custodia del ex–gobernador desencarnado y, ahora, de la antigua amante desembarazada de la carne, manteniendo a ambos encerrados en subterráneo cavernoso en las cuevas umbralinas.

    Al lado de ese estado de maldad ignorante, observamos el esfuerzo del grupo de seguidores de Jesús que, desde lo Alto, víctimas que fueran de los abusos y violencias cometidas en nombre del Imperio Romano en combate a la secta cristiana, se habían unido para buscar rescatar a los propios verdugos y prepararles el regreso al mundo físico, en futura reencarnación.

    Así, encontramos a Livia y Zacarías, Cleofás y Simeón amparando la recuperación de Sávio, Pilatos, Fúlvia, Sulpicio y Aurélia, al mismo tiempo en que amparan con energías e intuiciones elevadas el esfuerzo generoso del centurión Lucilio, reencarnado en el mundo al lado de estos personajes, en la figura del romano Licinio, brazo derecho del irresponsable y derrochador Marcus, marido de Druzila y amante de Serapis, las mismas Aurélia y Fúlvia renacidas, ahora como la señora y la empleada de la mansión, respectivamente.

    Reunidos en el escenario del mundo por los compromisos asumidos en los mismos errores, Marcus, Druzila y Serapis se encuentran envueltos por el conflicto amoroso, por las disputas sensuales a través de las cuales ambas buscan imponerse al interés de Marcus, el mismo Sávio reencarnado.

    Mientras se pierden en luchas libertinas, Licinio se esfuerza por ejemplificar la virtud, en el servicio humilde y dedicado que presta a la casa fastuosa de Marcus, su amigo desde la infancia. Al lado de los desórdenes y disputas mezquinas, encontraremos ese espíritu que renació para ayudar a los otros a levantarse y que, a su vez, se entrega para salvar a una simple esclava, sierva del mismo palacio, de la injusticia de ser condenada sin culpa.

    Y, por fin, en la ausencia de Marcus que había viajado lejos, amparado apenas por sus fieles sustentadores espirituales Licinio/Lucilio entrega el cuerpo físico a las llamas del poste incandescente que iluminaba la noche festiva del teatro Flávio, cantando como lo hiciera décadas antes, al lado de Juan de Cleofás, en el Circo Máximo.

    Al regresar a Roma, Marcus confronta con el amigo, condenado al martirio para salvar a la esclava Lélia, a quien él culpara por la muerte de la esposa Druzila, envenenada.

    Su amante Serapis está en trabajo de parto cuando Licinio está siendo consumido por las llamas, bajo la mirada arrepentida del irresponsable amigo que va al lugar del martirio para asistir a la ejecución de su fiel amigo.

    Volviendo a casa, se encuentra sorprendido por el nacimiento de dos hijos varones, como él siempre deseara, que vendrán a servir de medios–hermanos a su primera hija Lucia, nacida del matrimonio con Druzila.

    Su orgullo de varón, sin embargo, como si un castigo de los dioses lo alcanzase, se ve herido por la mísera condición de los dos niños que le llegan del vientre de su amante Serapis.

    El primero es ciego y al segundo le faltan ambos brazos.

    Allí, del vientre de la antigua amante Fúlvia, hoy Serapis, renacen sus dos más directos acreedores, ambos igualmente endeudados con la ley del Universo, Pilatos y Sulpicio, hijos de aquel Marcus/Sávio.

    Ahora, Marcus/Sávio recogerá la experiencia dolorosa que le podrá permitir la evolución más rápida o dará lugar a que endeude nuevamente.

    Está viudo y nada le impide de tomar a Serapis como su esposa. Su hija Lucia se encuentra muy ligada a la antigua sierva de su palacio, ahora madre de sus dos hijos. Su riqueza le permite vivir fastuosamente, y la amante, ahora madre de sus hijos, es la mujer que siempre deseara.

    A partir de aquí, lectores queridos, después de este breve resumen, seguirá la historia para que nuestras almas estén en sintonía con la comprensión de las leyes espirituales y con el aprendizaje tan importante para nuestra elevación frente a los desafíos que nosotros mismos sembramos en nuestro camino por los actos impensados de otras épocas.

    Es verdad que este breve relato, sucinto e incompleto, como todo resumen acaba siendo, no proveerá al lector todo el contenido que se vincula a los personajes en estas etapas sucesivas de su trayectoria.

    Para comprender bien todo el proceso, es importante que se busque la lectura de las obras anteriores a fin extraer de ellas toda la riqueza de ejemplos y la comprensión plena del funcionamiento del engranaje perfecto y absoluto de la Justicia Divina, tanto cuando se pueda entender la función de la augusta Misericordia.

    En esta obra, sin embargo, lector(a) querido(a) podrá vislumbrar que el amor continúa no olvidándose de los afligidos y que, solamente con la fuerza de la bondad verdadera propicia, llegaremos a reunir las condiciones para levantarnos frente a la madrugada de nuestras faltas y encarar al Sol resplandeciente de la Misericordia a traer la aurora de un horizonte de bellezas y felicidades inmortales, no apenas para nosotros, sino para todos los hermanos de la Tierra.

    Y retomaremos la obra a partir de aquel personaje que fue presentado en La Fuerza de la Bondad fuera del contexto temporal de aquella narrativa y sin que allí se hubiese desarrollado la parte que le competía en el contexto de la historia, el joven Cláudio Rufus.

    Sin embargo, antes acompañemos al encuentro espiritual que involucró el despertar de millares de entidades que habían sido recogidas en el día de la ejecución de Livia y Juan de Cleofás, en el Circo Máximo, y que estaban acogidas en un ambiente de extensas proporciones, bajo los cuidados de entidades generosas, teniendo a Abigail por centro de luz.

    2.–

    Médico para los Enfermos

    Mientras en la Tierra los hombres seguían sus caminos, inspirados por las ideas del Bien, en el mundo invisible, donde la vida es más dinámica y bella en su aspecto más verdadero y profundo, seres luminosos de todos los matices se veían atraídos para el núcleo de la civilización romana, en este período del imperio donde florecían valores más elevados, aunque mezclados con comportamientos inferiores.

    El llamado ciclo de los emperadores buenos estaba en curso, lo que no librara al Cristianismo naciente de las pruebas y testimonios indispensables para su maduración.

    Como cualquier semilla lanzada al suelo, que necesita de las pruebas rudas de la cueva oscura y caliente, opresiva y sofocante, en el esfuerzo para romper su capullo y echar raíces más profundas, antes de lanzarse a la luz del día y elevarse para el cielo, el Cristianismo no podía dejar de enfrentar tales desafíos que lo prepararían para levantarse sobre el cielo moral de la humanidad, enraizado en los ejemplos de dolor, renuncia y coraje que serían el sustento de todo el edificio de la fe.

    Doctrina de transformación íntima por excelencia, aquellos que la profesasen eran convocados a demostrar el grado de su asimilación mediante la capacidad de renunciar a las cosas superficiales, haciendo ver a los antiguos patrones religiosos, que el Cristo representaba una fuerza más elevada que cualquier filosofía o creencia de su tiempo, modelando el carácter de sus adeptos en la firme sinceridad segura y en la alegría ante el sacrificio, fuese cual fuese.

    Se propagaban sobre las diversas regiones planetarias, contingentes de espíritus reencarnados con el propósito de ser llevados a esta prueba, superándose a sí mismos, endeudados de conductas espurias de antaño y, ahora, candidatos a la victoria sobre sus debilidades.

    Se trataba de antiguos religiosos de innumerables religiones ancestrales, que fallaron en las luchas contra los intereses mezquinos de la riqueza y del poder, arrepentidos por haber conducido a la multitud que los seguía al charco de la ignorancia donde mejor podrían usurparle los bienes y aprovecharse de sus desgracias.

    Entre ellas estaban entidades que necesitaban dar un punto final al ciclo evolutivo que les era propio, ya habiendo conquistado muchas virtudes, pero faltándoles, aun, la del supremo sacrificio de la propia vida en favor de sus semejantes.

    Otros se vieran convocados a la caravana fecunda de los mártires del Cristianismo porque poseían inmensas deudas, acumuladas a lo largo de innumerables siglos de tragedias sembradas en los caminos humanos, mancha imborrable en la consciencia del alma a no ser por la disposición de recibir en sí parte de los dolores que propagó, sólo que, esta vez, sin rebeldía, porque al servicio de una causa trascendente, la de la pavimentación del camino que Jesús hubiera trazado, de horizonte a horizonte, en el panorama de la vida.

    Por ese motivo, como candidatos al testimonio, como ya vimos en la historia anterior – La Fuerza de la Bondad – millares de espíritus habían sido recogidos en el espectáculo sangriento del circo de los martirios, y habían sido encaminados al propio despertar a través de la visualización del inmenso aparato cristalino que les servía como pantalla cinematográfica, y que les transmitía la bienvenida de los mártires cristianos por el propio Cristo, en otro ambiente, distante de allí, recibiendo el amparo de amorosas entidades.

    De esa forma, amparados por Abigail y por un gran contingente de nobles emisarios espirituales, que los sustentaban con amor y desvelo, millares de espíritus pudieran visualizar por primera vez la figura del Divino Gobernador Planetario, humilde y grandioso, encaminando a uno y a otro de los martirizados en el Circo Máximo, despertándolos en sus nidos de conforto para las bellezas y alegrías espirituales del deber cumplido.

    Y, si en aquel ambiente donde Jesús se encontraba personalmente, atendiendo a sus fieles seguidores, la fuerte emoción se imponía natural por la presencia del Cristo de luz, en el retirado sitio donde la multitud de entidades perturbadoras y perturbadas, que había sido recogida en aquel mismo día, asistía a la ceremonia, la emoción del ambiente era ciertamente más grande, porque más dramática, debido a las explosiones de vergüenza y arrepentimiento, de dolor y de culpa, de noción de la injusticia cometida y de la pérdida de la oportunidad.

    Se desdoblaban las entidades socorristas en el extenso ambiente que congregaba a esa multitud semi–despierta, de espíritus que dejaran las compañías humanas para seguir en busca de nuevos caminos, a fin de que tales manifestaciones de llanto convulsivo, de vergüenza de sí mismos, de arrepentimiento ácido y corrosivo fueran contenidas y mantenidas dentro de los patrones aceptables para la continuidad de aquel primer encuentro con la verdad.

    Mientras tanto, Abigail se mantenía en oración al centro de la gran área, como un inmenso teatro circular, cuya cobertura translúcida permitía a los presentes divisar la belleza de los astros cintilantes en la noche oscura del cosmos espiritual, pero llena de maravillas que cualquier noche en cualquier cuadrante de la Tierra.

    Desde todos los ángulos de ese ambiente, los asistentes tenían visión de lo que era transmitido por la inmensa pantalla que se dividía en tantas partes como se hiciesen indispensables para que los asistentes pudiesen acompañar la visión inolvidable que les enseñaría cuales eran las diferencias profundas entre los que se mantenían fieles al Bien y los que se presentaban perezosos, omisos, mundanos adeptos a los intereses inmediatos del materialismo.

    Por todos los lados se escuchaba el llanto de emoción, de repugnancia, de asco ante los actos que la consciencia lanzaba en el recuerdo indeleble de la conducta de cada uno.

    Transmitida sin interrupción, la figura de Jesús dominaba el escenario y, en la pantalla al frente, los millares de espíritus desequilibrados que habían sido recogidos en Roma en aquel día del suplicio de Cleofás, Livia, Licinio y otros, podían ver aquellos pobres cristianos condenados que habían caído mientras cantaban himnos de alabanza, recibidos por Él, el Maestro Generoso.

    En cuestión de pocas horas, los que parecían escoria humana y material de deleite cruel de las tribunas se veían alzados a la condición de elegidos del Amor, remunerados por la felicidad indiscutible de sentir las manos espirituales de aquella alma límpida y majestuosa tocarles el rostro, sonreírles emocionada, llamar a cada uno por su nombre, mientras los que gritaban y se exaltaban en los placeres del circo, en la diversión sangrienta, en la crueldad burlona, ahora estaban, pocas horas después, reducidos a la escoria de la consciencia dolorosa, de la lucha contra miserias que no podían esconder porque ellas se plasmaban alrededor de cada uno de ellos.

    Heridas surgían o crecían en la estructura del periespíritu, máscaras de poder y orgullo daban lugar a estructuras faciales descarnadas, más parecidas con las propias calaveras horripilantes. Hombres de apariencia musculosa y arrogante se iban marchitando como si se hiciesen viejos quebradizos, arqueados y calvos, tumorosos y huesudos.

    Al contacto con las propias esencias, aquellos espíritus que habían sido recogidos en la noche de la tragedia del año 58 d.C., entre los cuales se encontraban entidades de ex–gladiadores como las más necesitadas, iban saliendo de la inconsciencia para ser confrontados con la propia realidad, a partir de la cual podrían adoptar nuevos rumbos para sus destinos.

    Sin ese baño de Verdad, sin ese desmoronamiento de las ilusiones y la constatación de la realidad de cada uno, ningún trabajo de recuperación podría ser llevado adelante, partiendo de una ilusión o de un desconocimiento de la propia situación espiritual.

    El tiempo pasaba y, en cada momento que Jesús se dirigía a los mártires inocentes allá en el lugar donde se encontraban, nueva corriente de emociones electrizaba el inmenso auditorio donde los miserables burlones asistían y se transformaban.

    Algunos señalaban la pantalla, dando a entender que conocían a aquel que Jesús besaba, que habían visto su figura en algún lugar de aquella Roma, que sabían de quién se trataba. Algunas entidades identificaban espíritus conocidos, constatando su noble condición espiritual y, entre los que fueran diezmados físicamente en aquella ceremonia macabra, varios mendigos de la capital imperial, cansados de las humillaciones y miserias, habían sido llevados al sacrificio final, porque eran de los que escuchaban la palabra de Juan de Cleofás en el subterráneo de las catacumbas, único local donde oían algo que les producía esperanzas.

    La escena era conmovedora y dolorosa.

    Abigail, mientras tanto, pareciendo ser el generador de energías radiantes que sostenía las energías de aquella pantalla cristalina, se mantenía impasible en elevada oración, como conectada a otros planos, al servicio de algo superior, presentándose como la emisaria de aquel Jesús a quien amara desveladamente.

    A lo lejos, la ceremonia de bienvenida a los héroes del testimonio llegara a su fin, y parecía que el momento de la despedida de aquel Cristo Amigo se aproximaba.

    Y mientras Esteban y los demás espíritus que Lo cercaban tomaban la dirección que les competía, en el sentido de encaminar a los recién llegados, por un momento pareció que el encanto se iría a deshacer, cesando las músicas melodiosas y apagándose la pantalla de las esperanzas y lágrimas para aquellos miserables y desdichados espíritus insensatos.

    Mientras tanto, Abigail no se movía, como que en oraciones que le retiraban la lucidez sin privarla del equilibrio y del control de la situación.

    Fue entonces que, para sorpresa de todos los espectadores de aquella caravana de desventurados, la figura augusta del Señor se volteó para todos ellos, como si se valiese de la pantalla para transportarse de uno para el otro ambiente.

    Sin creer en lo que estaban viendo, observaran que de aquella estructura cintilante que transmitía las imágenes, una forma solar tomaba cuerpo y comenzara a presentarse en el medio del auditorio, transfigurándose frente a todos los presentes, en la estela de luz y de fuerzas que Abigail sustentaba, como una estrada que ligase las dos ceremonias: la de los felices por el testimonio de la fe y la de los infelices por las deserciones y culpas.

    Sí, aquel ser mágico que sólo podía ser visto a distancia por los emocionados espectros de aquel inmenso teatro, ahora se manifestaba personalmente frente a ellos, saliendo de aquella pantalla que se transformara en una cámara plasmática necesaria para que su manifestación en ambiente de vibraciones más densas y difíciles pudiese ser presenciada por todas aquellas criaturas sin preparación para tal espectáculo.

    Como que un rayo corrió por las tribunas, electrizando a los miserables que, ni de lejos imaginaban que pudiesen ser dignos de estar en la presencia de aquel ser de quien la mayoría nunca había oído hablar cuando se encontraba en la Tierra.

    La presencia imponente y la soberana simplicidad del Cristo infundían emoción y un casi pavor en la mayoría de los espíritus, pavor frente a tal nobleza y elevación.

    Sus formas simples no exigían ninguna reverencia, pero no había quien, en aquel ambiente, no se obligase a sí mismo a postrarse de rodillas.

    La propia Abigail, tan pronto sintiera la llegada del Augusto Gobernante de Almas, se arrodillara, humilde, ante la pantalla/cámara, circunstancia esta que, por sí sola, propició que las energías que resplandecían a su alrededor se hiciesen aun más intensas y radiantes.

    Sin embargo, tan pronto se presentó en medio de ellos, en persona, como ligado directamente al halo de luz que se fundía en Abigail, aquel Maestro, descalzo y sencillo, se agachó y, en un gesto de cariño, tomó a la hija querida por las manos y la levantó suavemente, acariciándole el rostro con afecto espontáneo.

    – Qué bueno, mi Señor, que tu presencia aquí se hace entre los indignos de ti – dijo la joven, emocionada.

    – Hija, como antes, yo no vine para los sanos sino para los enfermos. Mi regocijo es inmenso por los que vencieran a la muerte en el testimonio de amor, pero en mi corazón hay más alegría cuando un pecador se salva que cuando noventa y nueve justos se confirman en sus virtudes.

    Y entendiendo sobre lo que Jesús se refería, Abigail extendió las manos en la dirección de los que escuchaban todo lo que se estaba diciendo entre ellos y, señalándolos, dijo:

    – Pues entonces, Maestro Querido, aquí estamos, la multitud de los enfermos y de los pecadores, a la espera del sublime médico de nuestras almas.

    Apartándose dos pasos de la joven que, emocionada, se mantenía firme en la oferta de sus recursos para que aquel momento pudiese eternizarse en el corazón de todos los asistentes, Jesús se dirigió a todos los que se encontraban en aquella asamblea, la mayoría de los cuales dejara la posición sentada para colocarse igualmente de rodillas. Otros se postraban en el suelo, escondiendo sus rostros cadavéricos entre los brazos marchitados y esqueléticos, pero todos traían los ojos llenos de esperanzas y de lágrimas.

    – Hijos de mi corazón – dijo el Cristo, manso y firme, suave y estruendoso – vengo hasta vuestra presencia para garantizaros las felicidades del reino de Mi Padre y Nuestro Padre.

    Toda caminata es hecha con esfuerzo y sudor para que, al final, se alcance una única alegría – la de la llegada al destino pretendido.

    No imaginéis, con base en los errores del pasado, que para vuestro futuro no existen esperanzas. No os olvidéis nunca de que los más fecundos y productivos árboles son aquellos que echaran sus raíces en las substancias putrefactas y malolientes, en la basura que, transformado, se hace abono para que fructifique dulce y abundante.

    El pasado es vuestro abono, pero el futuro que os aguarda, en los frutos dulces y numerosos del Bien que produciréis, sin excepción.

    Vengo a deciros cuánto Mi Padre necesita de cada uno de vosotros y pediros la ayuda para la Obra, tan carente de trabajadores.

    Extensa es la cosecha, a garantizar trabajo y pago a todos los que la aceptasen, renunciando a los propios intereses. No tengáis más ilusiones vanas de vuestros éxitos terrenales que, como podéis constatar, fueran incapaces de acompañaros hasta aquí.

    La semilla que Mi Padre me incumbe de sembrar está lanzada y su defensa pide soldados valerosos y capaces de aceptar el sacrificio.

    Veo en cada uno de vosotros ese soldado que necesito para ampliar el ejército de los obreros del Bien, no más a través de las agresiones de la ignorancia, sino por el ejemplo en la fe y en el sacrificio de la propia vida.

    Os pido el auxilio para que podamos auxiliar a los que se perdieran en los caminos. Pensad en vuestros hijos, vuestras madres y padres, en vuestros seres más queridos. Ellos están privados de las bendiciones que estáis recibiendo en este instante porque, simplemente, ignoran las Verdades que os fueran reveladas.

    ¿Estaréis felices escuchando los gritos de dolor de vuestros seres queridos?

    ¿Podréis sonreír mientras ellos lloran?

    Mi amor os acompañará siempre y todos los que se ofrezcan a ser el abono fecundo, alimentando a la semilla de la Buena Nueva, serán recompensados con bendiciones mayores que las del sacrificio ofrecido, por cuanto, en la Casa del Padre, la Gratitud es la moneda del Reconocimiento y la Misericordia es la más poderosa que la Justicia.

    Aceptad mi Amor incondicional...

    Y diciendo eso, acompañado por Abigail, Jesús se dirigió hasta el límite vibratorio donde se iniciaba la platea, hipnotizada por la emoción y, en un gesto simbólico de su amor, se dirigió al grupo de los gladiadores, los peores y más duros espíritus que habían aceptado partir con la caravana de los refugiados del Bien, en aquel día del martirio en Roma y, aproximándose de uno de los más horribles espíritus, que allí se mantenía aislado de los demás, como en los viejos tiempos en Palestina junto a los miserables e ignorantes, colocó dulcemente su mano sobre la frente de la entidad, aterrada, diciendo:

    – La bendición que te ofrezco, mi hermano amado, es la misma que ofrecerás a todos tus hermanos de caminata en mi nombre... y es la misma que ofrezco en este momento, a cada uno de vosotros – dijo, levantando la voz para que todos entendiesen que era para cada uno de ellos que Jesús también hablaba.

    Y exactamente en ese instante, el ambiente penumbroso y algo apagado de aquel auditorio de fantasmas deformados, se iluminó como por un milagro, como si mil luces se encendiesen sin saber de dónde, como si el firmamento hubiese traído todas las sonrisas estelares para observar, desde lo alto de la cúpula fluidica, el interior de aquel ambiente.

    Todos se miraban espantados, todos percibían las nuevas disposiciones de luz de aquel lugar y, cuando fueran a buscar de dónde venían tan luminosas emanaciones, pudieran notar que, partiendo del corazón del propio Jesús, se incrustaban en el corazón de todos los presentes que se mantenían unidos en las vibraciones de esperanza de aquel momento, iluminando el pecho de cada uno de ellos, pequeñitos soles que pasaran a encandecer en el exacto instante en que Él ofrecía su bendición a cada uno de los que allí se encontraban.

    La emoción alcanzó su zenit.

    Todos los casi veinte espíritus de los gladiadores arrepentidos se prostraran en llanto convulsivo a los pies del Divino Maestro, respetuosos.

    – Nosotros te seguiremos, Señor... – decían unos.

    – Moriremos por ti – decían otros.

    – Nunca más mataré a nadie – exclamaba uno más.

    – Juramos aceptar el sacrificio por tu Amor...

    Jesús sonreía, emocionado y silencioso, pasando las manos por sobre sus cabezas postradas delante de él.

    Algunos instantes más y el Maestro retornaba al centro de lo que podríamos llamar de palco.

    La luz que reinaba ahora, en el ambiente, partida del íntimo de cada espectador presente, dejaba mostrar a todos sus miserias y sus lágrimas, pero, viva en cada corazón, ella penetraba sus espíritus y los alimentaba de esperanzas y fuerzas para las tareas del porvenir, cuando se haría necesario que almas determinadas aceptasen los dolores del testimonio para la corrección de los propios errores.

    Y fue en ese día que muchos se determinaran a solicitar la oportunidad de renacer en la condición humildísima, apagada, de esclavos, de pobres andrajosos, de personas operarias y serviciales, con la posibilidad de vivenciar la fe cristiana hasta el límite del sacrificio de la propia vida.

    Dirigiéndose al centro del aparato que le sirviera de puerta de llegada, después de haberse despedido de Abigail, Jesús dejó el ambiente sin que, con todo, la luz que iluminaba a los desdichados se apagase.

    Y la música sublime que acompañaba todos los lances del paso de Jesús en aquel medio se hizo más intensa, en notas de excelsa armonía e inspiración, acabando de derrumbar las más duras barreras íntimas de los más sufrientes espíritus allí admitidos, transformados en una corriente de llanto que lavaba sus almas y los preparaba para los horizontes del futuro.

    3.–

    Cláudio Rufus y el

    Gran Emperador

    Como ya habíamos descrito antes en La Fuerza de la Bondad, el joven Cláudio Rufus era hombre de confianza en la administración del emperador Adriano, responsable por la supervisión de las edificaciones públicas, encontrándose envuelto por los problemas resultantes de la organización y reconstrucción del antiguo templo romano que fuera anteriormente remodelado por Marcus Agripa, brazo derecho del emperador Augusto, que había gobernado el imperio desde el año 44 a.C. hasta el 14 d.C.

    Se trataba del Panteón, construcción portentosa e inusual al estilo arquitectónico tradicional cuya finalidad, en la intención del emperador que la determinara, era la de enaltecer a los astros conocidos, a través de los dioses materiales que los representaban en la creencia de los romanos.

    Era un joven robusto, sin presentar trazos de obesidad denunciadora de una vida de regalos y facilidades.

    Tenía que enfrentar una serie de problemas, administrar las cuentas, emplear bien los recursos, organizar los trabajadores, apartar a los curiosos, impedir los abusos, vigilar los funcionarios corruptos, combatir a los inescrupulosos que siempre intentaban robarse los bienes que no les pertenecían.

    En fin, ejercía una función poco envidiada en la cual la inmensa responsabilidad entraba en conflicto con las pocas ventajas que obtenía, además de la satisfacción de pertenecer al círculo de confianza personal del propio emperador que, conforme era su costumbre, estaba ausente de la capital en aquel año de 126 d.C.

    Envuelto por las interminables cuestiones que le consumían las fuerzas físicas y mentales, Cláudio creyó conveniente buscar el amparo de los dioses de su creencia romana y, habiendo ido al templo de Júpiter Capitolino, allí se dejó llevar por sus oraciones formales y sus ofrendas materiales con el objetivo de encontrar consuelo para el espíritu cansado en el amparo material de los dioses de piedra.

    Como ya vimos, a la salida del gran núcleo de la fe romana, fue cercado por la chusma de pedigüeños infantes que, a todos los adinerados frecuentadores del templo, extendían las manos sucias y perseguían con sus letanías, esperando alguna migaja de la fastuosa bolsa de los ricos usurpadores de los cofres del Estado Romano.

    Cláudio ya conocía a aquellos niños y, siempre que fuese posible, jugaba con ellos, en los juegos verbales con que desafiaba la inteligencia sagaz de los niños que, tan temprano, se veían obligados a madurar en las calles de la gran metrópolis que, un día, los consumiría en los circos del placer donde se saciaba su hambre de carne humana.

    Después de haber establecido conversación juguetona con los muchachitos y de haberles extendido algunas migajas de sus pequeñas monedas, al retornar a su trayectoria en dirección a la construcción que administraba, se vio desequilibrado por un obstáculo que se encontraba en el suelo, lo que le produjo estruendosa caída, para la alegría de los niños que, viendo la escena, no hicieran nada más que reírse a costas de su vergüenza.

    – Ja, ja, ja – el constructor de ratoneras tropezó con el emperador... – dijo Fábio, uno de los niños conocido de Cláudio.

    – ¿Qué es eso, Fábio? – preguntó el joven, sin entender a qué se refería al señalar al suelo e indicar algo a lo que llamara emperador.

    – Mire, Sr. Cláudio, su caída se debió, exactamente, al gran emperador que estaba en su camino y usted no lo vio, sólo eso...

    Viendo que no se trataba de ningún emperador, sino de un montón de trapos sucios sobre la calzada, Cláudio pensó, al principio, que se trataba de una broma de mal gusto de los propios niños, colocando piedras envueltas en paños para que él perdiese el equilibrio como sucediera momentos antes.

    Sin embargo, luego que se levantó, pudo percibir que los trapos se movían y entendió que allí se encontraba un ser vivo, más específicamente, una criatura de aproximadamente diez años de edad, absolutamente deforme, sin rostro, ya que la carne que recubría la parte inferior del rostro le había sido devorada por la lepra, exponiendo sus dientes podridos en una sonrisa macabra y aterradora.

    Aquel niño era el gran emperador al que se referían los otros, momentos antes, porque corría la noticia de que, al nacer, había recibido un conglomerado sin sentido de nombres importantes de los antiguos y adorados césares romanos. Domício Nerón Octavio Cayo Júlio César era su nombre, lo que contrastaba con su condición horripilante.

    En medio de las ropas infectadas y malolientes, una placa de madera mal escrita traía un pedido de ayuda, como sucedía con muchos limosneros que no presentaban siquiera la condición de poder levantar la voz para poder solicitar ayuda por las calles de Roma.

    Indagando más respecto al niño, Cláudio supo que era traído todas las mañanas por una joven, en un carrito de madera, que allí lo dejaba y volvía más tarde para buscarlo, tanto como las monedas que hubiese recibido.

    La joven que se presentaba como su madre era la que, en realidad, le había dado el nombre tan esdrújulo, fuese por sus ilusiones de grandeza, fuese para ironizarlo en su miseria, contrastando con un nombre tan importante.

    En aquel piso duro y frío, un ser humano de apariencia asquerosa era una mercadería explorando la piedad de los transeúntes para la obtención de algún recurso.

    Esa visión impresionara a Cláudio profundamente.

    Depositó algunas monedas en el recipiente que era destinado a tal fin y, sin conseguir pensar en otra cosa, se apartó en dirección al Panteón, meditando en las miserias de aquella alma forzada a vivir en aquellas condiciones, sin ninguna perspectiva de crecimiento y mejoría.

    De la misma forma, se veía compelido, por su manera generosa de ser, a buscar alguna forma de ayudar a aquel niño sufrido, cuyos ojos lúcidos hablaban de sus tragedias y dolores.

    Sus actividades frenéticas junto a la construcción no fueran capaces de alejar de su mente la escena dantesca de aquel ser sin rostro, sin esperanzas y usado como cosa para obtener dinero.

    Se recordó, Cláudio, su infancia feliz en la compañía de sus padres bondadosos y preocupados y, por un instante, se vio como aquel niño de diez años arrojado al suelo, a merced de perros, niños y hombres desalmados que sólo no lo atacaban por miedo a la peste que traía.

    Al mismo tiempo que lo hería, la lepra lo defendía de los más audaces e inhumanos, que no tenían coraje de aproximarse a él ni siquiera para tomar las monedas que estaban depositadas en un recipiente que era amarrado en las ropas del niño, a la altura del pecho, para que nadie osase hurtarlas.

    Claudio no pensaba en otra cosa a no ser en el gran emperador, meditando si eso no habría de ser un presagio del destino, colocando a ese niño en su trayectoria poco después de que fuera al templo de Júpiter a presentar ofrendas ritualistas.

    El joven administrador de las edificaciones de Adriano era un muchacho de su tiempo, viviendo los momentos de la tradición romana, envolviéndose en una u otra aventura femenina, pero, en el fondo, de carácter íntegro y bueno, no siendo capaz de ser indiferente, como la mayoría de los romanos, a las tragedias como aquella que tuviera bajo sus ojos.

    Al final del trabajo, en aquel día, se interesó en regresar al ambiente donde debería estar el niño en aquella misma callejuela oscura donde lo encontrara por la mañana, pero para su tristeza, al llegar allí, el niño ya no estaba.

    – El carro imperial del gran emperador ya pasó para llevarlo de regreso al palacio, señor Cláudio – dijo el mismo Fábio de la mañana, que allí continuaba con sus amiguitos, esperando a algún transeúnte que se animase a depositar alguna moneda sobre Domício, buscando hacer con que cambiase de opinión y le entregase la moneda para ellos, ya que el mutilado no podría usarla para nada.

    – ¿Aun por aquí? – preguntó Cláudio, sorprendido por la presencia del muchachito.

    – Usted sabe cómo es... tenemos que aprovechar todas las oportunidades para que nuestro día no pase sin ninguna ganancia – respondió el niño.

    – Si ya sabes lo que estoy buscando, ¿me puedes informar a dónde se llevaran al gran emperador? – preguntó el joven administrador.

    – Mire, tan interesado así en ese montón de basura imperial, va a terminar produciendo celos en Adriano, señor Cláudio – respondió, sarcástico, el joven Fábio.

    – No seas insolente, muchachito. Si me dices algo más al respecto, prometo que remuneraré tu información con algo que lo recompense por toda una semana de tus servicios de agarrar a los ricos con tus manos sucias.

    Frente a la promesa generosa, brillaran los ojos del niño.

    – Bien, señor, no sé mucho. Sé que la mujer que lo trae todos los días, antes del Sol comenzar a elevarse sobre la colina y, tan pronto como se pone detrás de esos predios, y cuando comienza a hacer sombra más intensa por aquí, ella viene a buscarlo y lo lleva para un lugar que no conozco.

    – Eso ya me ayuda, Fábio. Voy a pagarte lo que te prometí y quiero que tú, a partir de mañana, te mantengas atento y observes todo sobre este niño y la mujer que lo trae. Cualquier información yo lo sabré valorar y sólo puedes ganar con eso. Además, quiero que tu presencia por aquí impida que cualquier maldad sea hecha con ese muchachito.

    – Está loco, hombre – dijo Fábio, miedoso. Nadie se atreve a pasar cerca de ese apestoso de los infiernos.

    – Lo sé, Fábio, pero quiero que no dejes que los perros se aproximen, que coloques un poco de agua cerca de él para que pueda saciar la sed si quisiera, que no dejes que los niños le tiren piedras, etc.

    – Bueno, eso sí puedo hacer, pero va a costar más caro porque a los otros niños no les va a gustar que yo haga eso, ya que todos los días nos divertimos con el emperador.

    – Está bien, yo dejaré una moneda para cada uno a fin de que te ayuden a proteger a Domício, mientras su madre no está presente y, además de eso, tú me vas a representar aquí, debiéndome informarme de todo lo que pase con el niño, cuando la mamá lo trajo, cuando lo vino a buscar, dónde vive, todo eso. ¿Está bien?

    Percibiendo que Cláudio hablaba en serio y que aquella representaba una significativa ventaja material, casi un trabajo remunerado, Fábio, más rápido que inmediatamente, aceptó la propuesta, no sin antes preguntar directamente:

    – Ahora bien, señor Cláudio, ¿qué tanto interés por ese montón de podredumbre? ¿Es su hijo? ¿Su pariente?

    – No, Fábio. Recordé que cuando era una criatura, que tenía un padre y una madre que me amaban y no me dejaban pasar por ningún sufrimiento. Tú tienes piernas para correr, brazos para defenderte, casa para regresar, sabes hablar, gritar, pedir, huir, engañar, negociar. Él no puede hacer nada de eso, Fábio. ¿Y si tú fueses él? ¿Cómo te sentirías?

    Viéndose convocado a reflexionar más profundamente, Fábio bajó la cabeza para pensar por un momento en las tragedias de aquella vida en andrajos y sintió un rasgo de emoción en su pecho acostumbrado a las travesuras y las miserias de una infancia pobre, pero que no tenía nada de monótona, siempre permitiéndole alguna diversión.

    – Está bien, señor Cláudio, haré lo que me está pidiendo.

    Se despidieran y prometieran encontrarse al día siguiente cuando Cláudio iría a descubrir el paradero de Domício y profundizarse más en la historia de su vida.

    4.–

    Al Día Siguiente

    La noche pasara rápida para aquel joven de treinta y ocho años, que ya era responsable de organizar obras tan complejas y administrar tantos problemas, principalmente ahora que la edificación se encontraba en la fase final. El nacer del día ya lo encontrara de pie, tratando de planificar las acciones que tenía por delante en el cumplimiento de sus deberes.

    Dejando las dependencias de su cómoda morada, el joven funcionario de Adriano seguía hasta el trabajo valiéndose de vehículo de transporte rápido, jalado por fuerte animal y conducido por un siervo que, igualmente, le servía de escolta sencilla, dispensando las más cómodas y mucho más lentas literas, cargadas por esclavos.

    Trataba de llegar siempre antes que todos los operarios se encontrasen ya en sus puestos a fin de preparar las órdenes y anticiparse a los problemas, lo que lo hacía prever mejor y planear los pasos necesarios de cada etapa de la obra ya avanzada y en su estado más delicado, a saber, la conclusión de la gran rotonda suspendida.

    Por algunas horas Cláudio Rufus permaneció perdido en las preocupaciones administrativas, sin darse cuenta del tiempo que pasara célere.

    Sintiendo el estómago indicando la necesidad de alimento, se dio cuenta de que lo adelantado de la hora pedía la ingestión de algo, lo que lo llevó a buscar en sus aposentos de trabajo, improvisados alrededor del edificio que se reformaba y ampliaba y dónde, generalmente, realizaba los encuentros con sus auxiliares y subordinados.

    Mientras se servía alguna fruta seca e ingería una significativa cuantidad de hidromiel, una mezcla común de agua con el producto de las operosas abejas, fue informado que alguien lo buscaba con insistencia.

    – ¿Quién quiere hablar conmigo? – preguntó desentendido.

    – Es uno de esos mendigos que debe estar acostumbrado a depender de sus generosas y tan conocidas moneditas.

    – Dígale que pase a otra hora que estoy ocupado – respondió Cláudio a su subordinado que, sin salir del lugar, le devolvió la palabra, diciendo:

    – Ya hice eso, mi señor, pero el niño dice que se llama Fábio y dijo que es su empleado y necesita comunicarse urgentemente con usted.

    Al escuchar la referencia graciosa que Fábio se atribuía, en la importancia que encaraba la tarea que le había sido confiada por Cláudio, el administrador entendió de lo que se trataba y recordó que, realmente, había pedido informaciones a aquel pequeño niño de la calle que ciertamente lo buscaba para traerle algo que tenía que ver con el pequeño leproso.

    Haciéndose el sorprendido para que el subordinado no se interesase de lo que pasaba, Cláudio respondió:

    – ¡Ah! ¡Esos niños de la calle siempre deseando alguna forma de aproximarse y de obtener algo! Bien, como estoy en un momento de descanso, tráigalo hasta aquí, Cneu, pues por ese nombre creo saber de quién se trata.

    No tardó mucho para que el empleado Cneu le hiciese llegar al pequeño y astuto Fábio, sintiéndose importante por ser conducido al interior del inmenso campo de obras, como si, realmente, pasase a tener alguna relevancia en el orden del mundo.

    Su sorpresa era muy grande y, por saber que no tendría mucho tiempo allí adentro, miraba para todos lados a fin de grabar la mayor parte de los detalles que podría, como forma de revelarlos a sus amigos, en las conversaciones a través de las cuales exhibiría su virtud y superioridad ante las miradas espantadas y envidiosas de sus demás compañeros de miseria.

    – Pues entonces, no sabía que nuestro emperador contrataba como empleados a criaturas de tu edad, Fábio.

    – Bueno – dijo el niño, inteligente – depende de qué emperador estamos hablando. Si Adriano no puede remunerar mis importantes servicios, estoy a su servicio a causa del otro.

    La inteligencia de Fábio era una de las agradables satisfacciones que llevaban a Cláudio a perder sus minutos con los niños de la calle, siempre más vivaces y activos que la mayoría de los hijos de romanos ricos y caprichosos.

    – Si viniste hasta aquí, en tu horario de trabajo, entonces, mi empleado, espero que haya valido la pena la información que me traes.

    – Como usted me pidió, quiero decir, me contrató – reforzó el niño para recordarle su vínculo profesional – estuve presente en el lugar desde antes que el monstrito llegase en su carruaje.

    – No hables de ese modo, Fábio, es mucho sufrimiento y necesitamos respetar el dolor de aquel pequeño infeliz – dijo Cláudio para educarle el espíritu insolente.

    – Está bien, señor Cláudio, es solo una forma de hablar. Dentro de poco usted va a querer que me vista con alguna de esas ropas de gente importante para venir hasta aquí para hablarle del monstri... quise decir..., del pequeño infeliz... como si yo fuese un senador...

    – Hasta que la idea de una ropa mejor o, por lo menos, más limpia no es una mala idea – bromeó Cláudio.

    Haciendo una mueca insolente y despreciativa, Fábio continuó:

    – Entonces, Gran Señor Administrador de la Ratonera Gigante del Emperador Adriano César Augusto, etc. etc. etc... yo estaba allá en aquel callejón de los infiernos cuando la dicha madre de aquel pequeño infeliz llegó y arrojó la basura, quise decir, depositó su calavera, o mejor, posicionó al miserable en el lugar.

    Trabándose en el intento de florear deliberadamente las palabras pobres con las que estaba acostumbrado a expresarse, acabó por soltarse:

    – ¡Ah! Señor Cláudio, si yo tuviese que continuar hablando como a usted le gusta, voy a acabar renunciando de ser su empleado porque eso va a ser muy difícil.

    – Tranquilo, Fábio – respondió Cláudio de buen humor con la rebeldía del niño –. Habla como puedas y explícame lo que sucedió.

    Soltándose más, frente a la autorización de su patrón, el niño desabrochó lo que tenía que decir en su lenguaje singular de niño de la calle.

    – Entonces, jefe, aquella sinvergüenza, que se dice madre del monstrito, llegó y tiró al pobrecito en el suelo como hace todos los días. Colgó el letrero y salió rápido para no ser vista como la desvergonzada que explota la desgracia del montículo de mal olor.

    Allí, yo fui detrás de ella y caminé como un condenado, teniendo cuidado para que ella no me viese hasta que llegué al lugar donde ella vive.

    Y cuando yo ya estaba listo para salir, la vi salir con otro carrito y pensé: – Por Júpiter Capitolino, ¡¿no es que la diabla es dueña de una transportadora...?!

    En ese carrito tenía dos criaturas más que ella cargaba, mientras otra niña mayorcita iba con ella jalada de la mano, ayudando a cargar unos paquetitos.

    Sintiéndose atraído por el relato de Fábio, Cláudio se intrigaba con aquella situación inusitada que una mujer razonablemente joven, se viera envuelta con tantas criaturas.

    – Y, entonces, Fábio, ¿qué sucedió? – preguntó el administrador, curioso.

    – Allí las seguí hasta cerca de unos palacios muy bonitos y vi que la mujer escondió el carrito en algún lugar y se sentó en el suelo con los niños.

    – ¿Y también se quedó pidiendo limosna? – indagó el oyente del relato.

    – Sí, yo creo que es más o menos eso. Pero lo que es más interesante es que esa vagab...

    – Fábio, mide tus palabras – interrumpió Cláudio hablando en serio.

    – Disculpe, señor Cláudio. Lo interesante es que yo creo que esa joven de costumbres degradadas – ¿mejoró? – debe tener una fabriquita de desgraciados...

    – ¿Por qué, Fábio?

    – Buenos, porque los dos pequeños son otros dos diablos de feos y retorcidos, pareciéndose más al perro de los infiernos que a seres humanos. Uno de ellos nunca abre los ojos y llora mucho, mientras que el otro no tiene los dos brazos.

    Y medio preocupado con su destino, Fábio preguntó a Cláudio, aprensivo:

    – ¿Será que usted no me mandó a espiar en una de esas brujas viejas que usan una poción para parecer jovencitas y que, dentro de su casa se queda cortando los brazos y sacándoles los ojos a las criaturas para usarlas como aretes?

    – ¡Es verdad, ¿quién sabe si no es eso?! – exclamó Cláudio percibiendo el miedo del niño.

    – Y si ella me percibe y, viendo que también soy una criatura, ¿desea hacer alguna cosa conmigo también? Roma está llena de gente peligrosa que fabrica veneno, hace magias para matar a cualquiera...

    – Ese tipo de magias sólo hacen efecto en criaturas de tu edad si ellas fuesen empleados de alguien... – respondió Cláudio jugando con el pavor del niño.

    Percibiendo que su jefe lo estaba amedrentando a propósito, Fábio respondió certero:

    – Yo no sé si eso es verdad o no. Sólo sé que cuando usted me mandó a hacer este servicio, no dijo que iría a ser tan así de arriesgado y que yo podría despertar algún día de esos sin las piernas o sin la lengua por causa del hechizo de una bruja. Y si es así, lo que usted me prometió es muy poco para el riesgo que estoy corriendo – dijo Fábio, llegando al punto donde la broma macabra de Cláudio le había permitido llegar.

    – Ya entendí, so sinvergüenza, estás queriéndome despellejar con esa conversación de mutilado y bruja sólo para valorizar tus servicios...

    – No, señor Cláudio, es verdad. La mujer tiene pacto con alguno de esos dioses infernales, porque no es posible tener tanto desgraciado a su servicio. Mi riesgo es verdadero, puedo mostrárselo.

    – Está bien. Cuando me lleves para ver dónde ella vive, aumentaré tu pago por el peligro al que te estás exponiendo, por el riesgo del servicio – dijo el joven, pellizcando la mejilla de Fábio, que sonrió de alegría ante la aprobación de su patrón.

    – Cuando usted quiera lo llevo hasta la casa donde viven. Es una casa pequeña, pero parece bien arreglada. Allá, viven la bruja y sus dos criaturas deformadas, ayudada por otra mujer más vieja. La única que se salva es la pequeña niña que está siempre con ella y que, por lo que me pareció, trataba a los dos deformados con mucho cuidado.

    – Bien, Fábio, hoy, al atardecer, ven hasta aquí después que la madre recoja a Domício en el callejón e iremos hasta la casa donde viven, ¿está bien?

    - ¿T es ahí que usted me va a pagar mi salario ya con el aumento?

    Viendo que el niño sabía negociar con gente grande, Cláudio respondió:

    – Si todo fuese verdad

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