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Ambaris: Ojos de lava
Ambaris: Ojos de lava
Ambaris: Ojos de lava
Libro electrónico308 páginas4 horas

Ambaris: Ojos de lava

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Información de este libro electrónico

Nailah siempre se ha sentido diferente. Nació en El Cairo, pero de su infancia lo único que recuerda son los incesantes cambios de ciudad. Sus arrebatos de furia incontrolable, el fuego que quema en sus ojos o su inexplicable entendimiento del mundo felino obedecen a algo que ignora sobre su personalidad. Justo cuando está a punto de hacer las paces con su pasado y de asimilar que su madre nunca le hablará de su padre, Nailah es secuestrada y obligada a reunirse con un grupo de extraños que la llevan esperando desde hace mucho tiempo…
 
Amor, conflicto, supervivencia y oscuras organizaciones secretas se mezclan de forma homogénea en Ambaris, el ámbar gris surgido de un cruce de miradas que hará arder las páginas de esta novela.
IdiomaEspañol
EditorialNou Editorial
Fecha de lanzamiento28 jul 2023
ISBN9788417268923
Ambaris: Ojos de lava

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    Ambaris - Belén Conde Durán

    .nóu.

    EDITORIAL

    Título: Ambaris, ojos de lava.

    © 2022 Belén Conde Durán.

    © Imagen de portada: Editorial Contratipo.

    © Diseño y maquetación: nouTy.

    Colección: IRIS.

    Director de colección: JJ. Weber.

    Primera edición marzo 2023.

    Derechos exclusivos de la edición.

    ©nóu EDITORIAL™ 2023 sello de Planeta Nowe SL.

    Edición digital junio 2023

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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    A Avi, paciente lectora cero.

    A Desi, que «escuchó» esto primero

    Cuando asumimos ser soldados, no dejamos de ser ciudadanos.

    (George Washington)

    Cuando se bordea un abismo y la noche es tenebrosa, el jinete sabio suelta las riendas y se entrega al instinto del caballo.

    (Armando Palacio Valdés)

    Capítulo primero

    La chica salió del edificio y se encontró de pleno con la luz del atardecer. Aquel jueves primaveral parecía cargado de promesas que flotaban en el ambiente con la forma de dientes de león. Se preguntó si sería cierto que cada uno de ellos era un deseo lanzado al aire, y sonrió. Ella no tenía demasiados deseos, pero procuraba guardar los dos o tres que se permitía en un pequeño cofre, al fondo de su corazón.

    —¡Nailah, que te duermes! —le gritó su amiga desde atrás, zarandeándola por el brazo—. Venga, que estoy deseando llegar a casa para soltar la carpeta y los libros, que he quedado con Gabi a las seis y media y me tengo que duchar y arreglar…

    Nailah suspiró y se apresuró a seguir el ritmo de Sandra. Eran compañeras de instituto, aunque se conocían desde hacía tres años, el tiempo que Nailah llevaba viviendo en aquella ciudad. Pese a que siempre habían sido buenas amigas, su relación se había ido enfriando en los últimos meses, y Nailah no sabía cómo arreglarlo. Esta vez, no.

    —¿Crees que le gustará la falda que me compré el sábado? Es muy corta, aunque mi madre no ha dicho nada. Pero claro, como me pille mi padre, me la cargo. Esta tarde se marcha sobre las seis, así que tengo que apañármelas para que no me vea antes de irse, o tendré problemas, y mi hermano ya está dando bastantes con el tema de la moto…

    Nailah escuchaba la perorata de Sandra en silencio. Desde que lo había conocido, todo giraba en torno a su novio. Lo que le gustaba comer a Gabi, los pasatiempos de Gabi, el maquillaje, peinado o ropa que se pondría para ir a ver a Gabi… resultaba cargante, aunque no tanto como el hecho de que su amiga no se diese cuenta de que, para el resto de la humanidad, su relación con aquel chico no era tan fascinante. La amistad, pensaba Nailah con resignación, se basa en estar en las buenas y en las malas. Pero aquel entusiasmo ya estaba durando demasiado, y su paciencia (que no era su mejor virtud) se estaba agotando. Ya no quedaban nunca para hacer actividades juntas y todos los ratos que compartían eran para hablar sobre su relación. Al principio había sentido curiosidad, pero después de un par de semanas, perdió el interés. Gabi no era ni mucho menos encantador; no era más que una cabeza hueca de diecisiete años apasionado por las motos y los videojuegos. Un saco de hormonas con patas que se giraba para mirar a cualquier chica que llevara escote, y eso la repelía. Estar enamorada de alguien así era una tontería y su amiga no se enteraba. Ella misma no se había enamorado nunca y no tenía la intención de hacerlo hasta nuevo aviso. Al menos, no hasta que todos se calmaran y pudieran pensar con claridad, con el cerebro.

    —Sí, seguro que le gusta —dijo en su lugar—. De hecho, cuídate de que le guste demasiado —añadió significativamente sin poder morderse la lengua. Sandra se echó a reír con cierta malicia.

    —Pero mira que eres antigua —se limitó a decir.

    Nailah le devolvió una sonrisa cansada. Lo último que podía decirle a su amiga era que dejase el tema de una buena vez. Creería que la envidiaba, o que no podía comprenderla, y entonces le daría la espalda. Necesitaba seguir pensando en una buena excusa para quitarse de en medio hasta que se extinguiese su «crisis hormonal», porque estaba claro que aquello era más de lo que podía soportar.

    Se despidieron poco antes de llegar al portal de Sandra. Desde allí, a Nailah le quedaban apenas cuatrocientos metros para alcanzar su edificio. Sin embargo, se giró de improviso sobre sus talones y cambió de rumbo. Su madre no regresaría del trabajo hasta casi por la noche, por lo que nadie la echaría de menos (bueno, quizás Delfina, su gata) si daba una vuelta por la feria que habían abierto en el centro comercial de la ciudad.

    Lo que en aquel momento ignoraba era que, aquella decisión espontánea, cambiaría su vida para siempre.

    Diez minutos más tarde, Nailah llegó al centro comercial y se adentró por sus pasillos acristalados hasta desembocar en un inmenso y abarrotado patio al aire libre. La tradicional feria de primavera había abierto sus puertas el fin de semana anterior, y exhibía tiendas de flores, artesanía y dulces internacionales, pero también incluía una noria, puestos de tiro, una pequeña montaña rusa y hasta una carpa musical. A pesar de ser un día escolar, había muchos niños correteando de aquí para allá, algunos sosteniendo algodones de azúcar y otros bailando al son de la alegre música que salía del interior de la carpa. El ambiente olía a manzanas de caramelo, el sol brillaba sin molestar y las flores adornaban cada esquina del perímetro. Nailah cerró los ojos un instante, olfateó el aire y se sintió de pronto de mejor humor, perdida entre el murmullo uniforme de aquella algarabía. Su irritación por la actitud de su amiga se fue desvaneciendo de forma gradual, como un diente de león, en el aire perfumado de la tarde.

    Más animada, sintió el impulso de hacer cola para comprar una caja de buñuelos azucarados, pues no había comido nada desde la hora del desayuno y se le hacía la boca agua con el aroma dulzón de los pastelillos. Por delante de ella había una señora mayor con su nieto, un crío pelirrojo y pecoso de unos cinco años, que atosigaba a su abuela porque no tenía muy claro si quería los buñuelos o una piruleta gigante en forma de coche. También había un chico que estaba entretenido leyendo los carteles de lo que ofrecía el puesto. Cuando le llegó el turno, se hizo a un lado para que pasara Nailah, descolocándola.

    —Perdona; todavía no sé lo que quiero —se disculpó con una sonrisa, mirándola a los ojos—. Pasa tú primero; quizás me inspire al verte comprar…

    Los iris ambarinos de Nailah parecieron refulgir un instante al encontrarse con la mirada gris y profunda de aquel chico, y esa fue la única reacción que se permitió expresar. A pesar de todo, sus labios titubearon al decir:

    —Bueno… gracias.

    Compró los buñuelos de azúcar ante la atenta mirada del joven, quien se decidió al final por un bol de coco troceado. Al ver su compra, se sintió un poco tonta, y añadió, sin poder evitarlo:

    —Vaya… eso sí que es comer sano. ¿No te permites tan siquiera un pequeño capricho en un sitio como este?

    Lo decía porque se notaba que era deportista, o por lo menos, se cuidaba bastante. No es que estuviera exageradamente musculado, pero su cuerpo era lo bastante fibroso como para darse cuenta de que le preocupaba su físico. En conjunto, Nailah tenía que admitirse, no estaba nada mal; era un chico de unos dieciocho o diecinueve años, algo bronceado por el sol, de pelo liso y oscuro, ojos grises y rasgos finos. Nunca lo había visto antes, y a buen seguro no tendría otra oportunidad de hacerlo, por lo que se permitió la licencia de quedarse con todos aquellos detalles. Y luego, estaba su voz…

    Él esbozó una atractiva sonrisa, dejando ver unos dientes blancos y bien centrados.

    —Es cierto que soy un poco aburrido con la comida. Los buñuelos tienen buena pinta, pero no estoy acostumbrado a los fritos —respondió, sin dar más explicaciones.

    Nailah esbozó una sonrisa comprensiva, de pie como estaba, a un lado de la fila del puesto, con los dulces intactos en la mano. Su cerebro, sin embargo, se encontraba muy lejos de allí procesando otras cosas. La voz de aquel chico había entrado en sus oídos y le había hecho cosquillas. Era suave, aterciopelada… un poco rasgada, tal vez.

    ¿Acaso era locutor de radio o algo por el estilo?

    Empezaban a ser demasiados detalles a tener en cuenta, y temía acabar como su amiga Sandra de golpe y porrazo, después de lo mucho que se había burlado de ella. Se pasó la mano por su melena de color trigo oscuro intentando retirarse un par de mechones rebeldes de la cara, y quizás le tembló más de lo que hubiera deseado dejar entrever. Se obligó a comer para distraer sus sentidos hacia otra actividad. Supuso que el muchacho se esfumaría de un momento a otro, así que tampoco había que hacer un drama de aquello. Pero, para su sorpresa, le preguntó:

    —¿Esperas a alguien?

    —No. Solo estaba dando una vuelta… por mi cuenta —respondió sin pensarlo.

    —Igual que yo —dijo él, encantado, al parecer, con la coincidencia—. Si no te parece mal, podemos pasear juntos.

    Nailah sintió que el calor trepaba hasta sus mejillas y se maldijo en su interior por el color que, casi seguro, presentarían a aquellas alturas. Nunca se dejaba llevar y, para asegurarse de ello, evitaba cuantas situaciones inesperadas podía. Claro que la psicóloga le había enseñado a no perder el control en escenarios que implicaban explosiones de cólera, lo que no tenía nada que ver con conocer a personas nuevas. No obstante, llevaba tanto tiempo reprimiendo sus sentimientos y evitando protocolos sociales, que había olvidado cómo manejar determinadas emociones. En concreto, aquellas estaban siendo nuevas para ella.

    «Tranquilízate», se dijo. «Solo está siendo amable; no tiene con quién pasar la tarde y por alguna razón le has caído bien, ya está».

    Tras mucha batalla interna, al final dijo:

    —Claro; ¿por qué no? —La sonrisa del joven se ensanchó.

    —Genial. Por cierto, me llamo Einar, ¿y tú?

    —Einar —repitió Nailah, arrastrando las sílabas—. ¿Es vasco?

    Él soltó una carcajada sincera, que sonó como campanillas en los oídos de Nailah.

    —Es escandinavo, me parece. Mi padre es sueco. Significa «líder guerrero».

    —Qué interesante —respondió ella, abriéndose paso por entre el bullicio de la feria—. Ya que hablamos de nombres curiosos, el mío es Nailah. Antes de que me preguntes, es egipcio, y significa «éxito». —Por algún motivo, Einar la miraba fascinado—. Así que, al parecer, a nuestros padres no les gustaban los nombres convencionales.

    —No; no se conformaron con los típicos —convino él, alzando una mano para rascarse el cuello, lo que atrajo la atención de Nailah sobre el anillo ancho y plateado que portaba en el dedo medio de su mano izquierda—. Vale, entonces, mi padre es sueco —prosiguió—y tú tienes un nombre egipcio. ¿Son tus padres de ese país, quizás?

    Ella negó con la cabeza, concentrada todavía en el anillo de Einar, hecho que hizo que él se diera cuenta y procurase, quizás, disimular un poco el adorno entre los dedos de su mano derecha. Del cuello le colgaba, además, un cordón que debía terminar en un colgante, aunque este se escondía por dentro de la camisa, así que no podía verlo. Y le habría gustado, porque tiempo atrás había aprendido que los ornamentos de la gente ofrecen bastantes pistas sobre su personalidad.

    —Son españoles. Pero parece ser que tenían, o tienen, un peculiar interés por el mundo egipcio —explicó.

    Llegaron hasta la noria y se detuvieron al final de la cola. Einar le hizo un gesto de ofrecimiento para subirse con él, y Nailah aceptó, asintiendo, también, sin palabras.

    —¿En serio? Muy española no pareces, la verdad. Me refiero a que, no sé… tus ojos son bastante curiosos.

    Nailah inclinó la cabeza tratando de decidir si se tomaba aquella observación como un cumplido. Disimuló sus dudas dándose la vuelta y acercándose a la papelera más próxima, donde depositó el paquete de buñuelos, ya vacío, y se pasó la lengua por los labios, para asegurarse de que no le había salido el inoportuno bigote blanco de azúcar encima del labio superior.

    Sabía que Einar se refería al extraño color de sus ojos, nunca visto antes en otra persona, al menos que ella supiera. Aquel matiz que denominaban con tantos nombres diferentes (miel, atigrado, ambarino, jaspe, del color de la lava) y que tantas burlas había suscitado de niña, en todos los colegios por los que había pasado. Hubo quien le preguntó si usaba lentillas, y hasta salió durante una temporada a la calle con gafas de sol, ya fuese de día o de noche, para ocultar sus ojos. Estuvo así cerca de un año, hasta que al final comprendió que ella no se debía a nadie y que el problema residía, en realidad, en las personas a las que no les gustaba aquel rasgo suyo. Además, se había dado cuenta mientras crecía de que tendían a ser del color de la miel cuando estaba relajada, y marrones rojizos cuando se enfurecía, algo que nunca había podido explicarse y que ella achacaba a la cólera que le subía hasta los ojos. Por supuesto, no se lo había dicho a nadie, pues no estaba segura de cómo se tomarían semejante afirmación.

    —Sí, son de una tonalidad curiosa, pero no tienen nada de extranjeros. Es solo un rasgo personal que, la verdad, no sé de dónde me viene…

    —Pues me parecen preciosos —recalcó Einar, y sonó sincero.

    Justo en aquel momento, les tocó el turno en la fila para montarse en la noria, y Nailah disimuló su azoramiento adelantándose, de espaldas, para sentarse en el lado izquierdo del compartimento. Einar hizo lo propio situándose frente a ella, en el lado contrario. La joven dio por hecho que entrarían más personas para sentarse junto a ellos, pues la cabina era espaciosa. Pero al parecer, el dueño de la atracción pensó que eran pareja y decidió darles intimidad. Las puertas del compartimento se cerraron y comenzó a ascender con lentitud. La emoción que sentía al elevarse por encima de la feria y contemplar la belleza de la tarde que se extinguía debajo de ellos se mezcló con las sensaciones que aquel chico le suscitaba. ¿De dónde había salido, tan atrayente, tan considerado? ¿No era demasiado bueno para ser cierto?

    Sin embargo, Nailah no tuvo mucho tiempo para hacerse preguntas, pues su cerebro, embotado por las emociones, se centraba en la figura que tenía frente a sí, toda vestida de negro. Estando tan cerca y con las ventanas cerradas, pudo percibir su colonia, una fragancia de tintes especiados que se le antojaba remotamente familiar.

    —Nunca había subido a una noria —expresó Einar, rompiendo el silencio.

    —Vaya… pues no es como viajar en submarino —soltó Nailah, y ambos se echaron a reír por la comparación. Por suerte, después de un momento se le ocurrieron un par de cosas que preguntarle para salvar el incómodo silencio—: ¿Vives aquí?

    —Sí, en efecto —dijo él, cruzando las piernas en actitud relajada.

    —No te había visto antes —confesó Nailah.

    Einar hizo una pausa en apariencia casual antes de responder:

    —He estado fuera durante algún tiempo.

    —¿Cuántos años tienes?

    —Diecinueve.

    —Yo acabo de cumplir diecisiete, y estoy en mi último año de instituto —dijo Nailah, sin pasar por alto que Einar, de pronto, había cambiado de postura, como si la relajación de un minuto antes se hubiera desvanecido—. ¿Fuiste al instituto local?

    —No. Me formé por mi cuenta, de manera diferente —contestó, y hubo algo en su tono de voz que dio a entender que no quería seguir hablando de aquel tema.

    Tras aquella respuesta sin margen de réplica, Nailah inspiró hondo, tratando de pensar en mejores puntos sobre los que discutir, aunque lo cierto era que no se le ocurría ninguno, y el viaje en noria era tan lento que bien podría durar quince minutos. Y aquellos eran muchos minutos como para estar en silencio y arruinar algo que había empezado de forma tan interesante. Mientras observaba las luces de los rascacielos sobre el cielo ya oscuro, y se percataba del brillo de la luna creciente sobre el mar, reparó en el tema que sonaba de fondo.

    —Me encanta Guns N’ Roses —dijo, haciendo alusión a la canción.

    —Sí, no está mal —respondió Einar, de nuevo afable.

    —¿Cuál es tu grupo de música favorito?

    —Pues… me gustan Spliknot, U2, The Cure, y bandas así —contestó él, encogiéndose de hombros.

    —Buenas elecciones. Yo me he pasado a la electrónica hace poco, pero no le hago ascos a unos alaridos bien dados con un bajo de fondo —soltó, y ambos volvieron a reírse.

    —¿Te gusta el cine? —prosiguió, irguiéndose un poco en su asiento de forma inconsciente. Ahora que regresaba el buen humor entre ellos, no estaba dispuesta a dejarlo escapar, así como así.

    —No tengo tiempo de ver muchas películas, pero me gusta —repuso Einar con vaguedad—. Mi favorita es Donnie Darko, ¿y la tuya?

    —Guau; tiras con lanza. Esa es buena. Pero creo que la mía es Pulp Fiction, ¿qué te parece?

    —Que si alguna vez la entiendo, te daré mi opinión —contestó Einar, y las risas regresaron. Se acercó un poco más a Nailah hasta que sus caras quedaron muy cerca.

    Había una energía extraña en el ambiente. Algo creciente, muy intenso, que avivaba el ánimo entre aquella pareja fortuita y de lo que ambos eran por entero conscientes. La única diferencia consistía en que Nailah se esforzaba por ocultarlo, mientras que Einar parecía interesado en propiciarlo. Quizás por eso se quedó mirando con fijeza los ojos de su acompañante, una vez más, y dijo:

    —¿Cómo lo consigues?

    —¿El qué? —preguntó ella, su corazón golpeando en su pecho con fuerza, como cada vez que la insondable mirada gris de Einar exploraba la suya.

    —Que cambien de color de forma tan visible —aclaró, refiriéndose a sus ojos.

    Alzó la mano y fue a rozar con las yemas de los dedos la mejilla de Nailah, como si quisiera asegurarse de que era real, y no una ilusión óptica provocada por el efecto de las luces de neón. Ella cerró los ojos y reprimió un escalofrío al sentir sus cálidos dedos rozándole la piel.

    —¿Por qué haces esto? —musitó.

    —Porque quiero. ¿Tú no?

    Nailah dejó escapar un suspiro imperceptible antes de inclinarse, sin pensar, hacia el asiento de Einar. Él correspondió acercándose más. Sus labios se encontraban tan cerca que ambos podían sentir el calor que irradiaban…

    Y entonces, se oyó un clic.

    —Lo siento —canturreó el dueño de la noria—. El paseo ha concluido.

    ⧍ ⧍ ⧍

    —Gracias por invitarme —repitió Nailah, dando un sorbo de su zumo de naranja con menta—. Es la primera vez que lo pruebo y, la verdad, está riquísimo.

    —La menta le da un toque especial —coincidió Einar.

    Tras bajarse de la noria, habían paseado un rato por la feria y habían llegado hasta el puesto de bebidas. El momento en el que casi se besan había pasado, y Einar había interpretado el repentino giro de conversación de Nailah (quien había empezado a hablar de su pasión por los gatos, la cual, por cierto, él compartía) como la necesidad de ir más despacio en aquella improvisada cita. A fin de cuentas, eran unos perfectos desconocidos.

    Pero todo eso, pensaba Einar, dentro de escasos minutos iba a dejar de tener importancia.

    —Mi gata se llama Delfina —decía Nailah—. Es preciosa: blanca como la nieve y muy lista; es como si me leyese la mente. Es bastante intuitiva, entiende a la perfección lo que se espera de ella, y siempre acude a mí cuando la necesito, incluso aunque no la llame en voz alta.

    —¿De veras? —se admiraba el chico—. ¿Y lo hace con todo el mundo, o solo contigo? Nailah hizo una pausa antes de responder. De repente, le costaba trabajo pensar.

    —Solo conmigo —admitió, como si hasta entonces no hubiera caído en la cuenta de aquel detalle—. Pero también me pasa con otros gatos, así que puede ser que yo tenga una especial afinidad con ellos. Es como si les cayera bien nada más conocerme, o algo así.

    —Yo también tuve un gato —confesó Einar, mirando al cielo—. Se llamaba Pirata y parecía un tigre; era muy bonito…

    —¿Era? —Nailah se llevó las manos a las sienes. ¿Qué demonios llevaba aquel zumo? Parecía vodka…

    —Murió —aclaró Einar lacónico.

    —Vaya…

    Hubo una pausa en la que el joven se dedicó a estudiar la expresión de Nailah. Seguro que ya se le notaba que no se encontraba bien, pensó ella, pero por educación no quería preguntar nada.

    —Creo que necesito ir al baño —anunció, sin poder aguantar más.

    —¿Estás bien? —se preocupó él—. ¿Quieres que te acompañe?

    Para cuando Nailah contestó que no hacía falta, ambos habían llegado ya hasta la puerta de los servicios, con Einar sujetándola por los brazos para evitar que se cayese, pues andaba tambaleándose.

    —¿Seguro que vas a poder manejarte? —insistió.

    —Puedo yo sola, no te preocupes… —respondió, con un murmullo apenas perceptible. Unos segundos más tarde, perdió el equilibrio y se hizo la oscuridad.

    Capítulo segundo

    Diecinueve años antes

    Enzo Baker siempre tuvo claro que, si el mundo de sus sueños no existía, él tendría que crearlo.

    Ya de niño, había imaginado sentado en el sofá del salón de su casa en Lewes, Delaware, que los relatos de dioses mitológicos eran reales. Su tío Patrick era un aficionado a las leyendas de dioses nórdicos y le contaba historias acerca de los Æsir, los dioses guerreros, y los Vanir, los dioses pacíficos, y cómo estos eran mortales hasta que comían las manzanas de Iðunn, la siempre joven, diosa guardiana del fruto de la eterna juventud. Alentado por aquellas historias, Enzo, un niño siempre ávido de conocimiento, había pasado tardes enteras en la biblioteca buscando información sobre los dioses de diferentes culturas, sin dejar de preguntarse, fascinado, por qué cada civilización había tenido que justificar desde un punto de vista religioso la creación y destrucción del universo. Así, profundizó en las divinidades grecorromanas, encontrando en Cronos (Saturno) y Apolo (Febo) las más fascinantes por su relación con el tiempo y el sol. Pero no fue hasta cumplidos los diecisiete años cuando comenzó a interesarse por la mitología egipcia, descubriendo el complejo pero apasionante mundo de la mano de dioses como Horus, divinidad celeste y cuna de la civilización egipcia, cuyo espíritu recaía en el faraón vivo y su versión en el inframundo; Osiris, legendario rey del Antiguo Egipto, mandado a matar por su hermano Seth. Enigmática era también la figura de Amón, el dios creador, reconvertido

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