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Blanca sin su Tonalli
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Libro electrónico170 páginas2 horas

Blanca sin su Tonalli

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Información de este libro electrónico

"Blanca es una niña de nueve años y pocos recursos que se gana la vida en las calles de la Ciudad de México haciendo malabares en las paradas de autos. La vida transcurre como todos los días hasta que un niño, que usa una deformada máscara de madera para cubrir su rostro, le roba el poco dinero que ha logrado juntar en su trabajo. Tras perseguirlo y atraparlo, Blanca descubre que ya no se encuentra en la Ciudad de México, sino en una tierra llamada Aztlán, y que lo que ese niño, en realidad un chaneque, le ha robado es lo que en ese mundo conocen como su tonalli… ¡su alma! Sin su tonalli, Blanca está condenada a perder todas sus memorias y su propia identidad. Decidida a recuperarlo, emprenderá un peligroso viaje en un mundo desconocido, y al mismo tiempo familiar, que se encuentra bajo el yugo de una cruel criatura conocida tan sólo como “El Ahuizotl”. En su aventura cruzará caminos con los legendarios dioses de la mitología Azteca, como el dios de la lluvia Tláloc y el dios del día Quetzalcóatl, pero, ¿están ahí para ayudarla?, ¿o serán ellos su más grande obstáculo para recuperar su tonalli?"

IdiomaEspañol
EditorialGRP
Fecha de lanzamiento1 ago 2017
ISBN9786078466634
Blanca sin su Tonalli

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    Blanca sin su Tonalli - Martín González Hernández

    © Martín González Hernández.

    © Grupo Rodrigo Porrúa S.A. de C.V.

    Lago Mayor No. 67, Col. Anáhuac,

    C.P. 11450, Del. Miguel Hidalgo,

    Ciudad de México.

    (55) 6638 6857

    5293 0170

    direccion@rodrigoporrua.com

    1a. Edición, agosto 2017.

    ISBN: 978-607-8466-63-4

    Impreso en México - Printed in Mexico.

    Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio

    sin autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

    Características tipográficas y de edición:

    Todos los derechos conforme a la ley.

    Responsable de la edición: Rodrigo Porrúa del Villar.

    Corrección ortotipográfica y de estilo: Graciela de la Luz Frisbie y Rodríguez /

    Rodolfo Perea Monroy.

    Diseño de portada: Gonzalo Gabriel Muñoz Morales

    Ilustración: Lucia Angélica Lares Ochoa

    Diseño editorial: Grupo Rodrigo Porrúa S.A. de C.V.

    Para mi papá, mi mamá, mi hermana y, por supuesto, mi cuñado.

    (También para mi perro).

    Capítulo I

    Principio

    La luz del semáforo cambió de verde a roja.

    Aún en sábado, para un conductor en la Ciudad de México eso significaba quedarse atorado otro minuto, si no es que poco más, en el congestionado tráfico. Para Blanca significaba una oportunidad para ganar dinero. Había muchas cosas que se podían hacer en ese corto lapso de tiempo. Vender el periódico, dulces o adornos hechos a mano, limpiar uno o dos parabrisas si se era rápido, o hacer alguna monería al frente de la fila de autos.

    Aunque tenía tan solo nueve años, Blanca había llegado a la conclusión de que esta última actividad era la más redituable. Cualquiera podía rechazar pagar por un servicio o producto que ni siquiera deseaba en primer lugar. Por otro lado, era imposible negarse a mirar al frente. Los celulares eran un problema, pero la mayoría de los conductores con consciencia, también los más impacientes, solían tener clavada su atención al frente… por lo general atentos al semáforo y no a lo que ella estaba haciendo.

    A Blanca le gustaba decir que su especialidad eran los malabares. Podía hacerlos con cuatro pelotas, pero cada tercer intento perdía el ritmo antes de terminar su rutina y se le caían todas. Al final, sin embargo, su destreza no marcaba diferencia alguna. Quienes le daban una moneda sólo reconocían el hecho de que Blanca era pobre. Una ensayada cara triste aquí, una falsa mueca hambrienta allá. Eso era todo lo que necesitaba hacer para pedir dinero; los malabares eran sólo una justificación.

    Su verdadera especialidad era, entonces, ser más astuta que los demás. Por esto mismo fue una auténtica sorpresa para ella (algo impensable) que alguien lograra robar su dinero ese sábado.

    Todo ocurrió después de que la luz del semáforo se volviera a tornar verde.

    Era medio día, pero ella llevaba ahí desde la mañana. Entre semana asistía a la escuela pública y durante las tardes hacia la tarea, por lo que sólo podía trabajar sábado y domingo. Tenía que aprovecharlos. Su sentido del deber, sin embargo, a veces superaba su sentido común. Aquella mañana había salido de su casa sin comer nada y, justo cuando subió a la banqueta al terminar su turno (así llamaba al breve minuto que tomaba su acto) sintió su estomagó rugir de hambre.

    Por fortuna, en esa misma calle había una pequeña miscelánea atendida por una viejita llamada Dolores. Blanca siempre había trabajado en el mismo semáforo y en un punto u otro, el hecho de visitarla para recargar sus energías se había vuelto una costumbre. Pronto ambas se habían hecho amigas.

    Blanca atravesó la puerta de la tienda, una campanilla sonó, y se dirigió hacia el mostrador que estaba al fondo. La poca iluminación, el piso crujiente de madera y el olor a viejo le hacían pensar que estaba entrando a una tienda de antigüedades; un paso en falso y rompería algún jarrón que se vería obligada a pagar. No había ahí ningún jarrón caro o de algún otro tipo. Sólo refrigeradores, cajas llenas de fruta, huevos y vegetales, y estantes con frituras.

    A centímetros del mostrador sus ojos miraron a la izquierda. Un anaquel repleto de un pan con sabor a arroz con leche, su favorito, estaba a su lado. Era un nuevo producto. Siempre estaban saliendo con cosas de ese estilo que ella evitaba mirar por una única razón: costaban más de lo que en realidad valían. Pero ya había volteado y ya no se movía de su lugar. Entonces su estómago volvió a rugir.

    Su mano derecha bajó, temblorosa, hacia su cintura y tomó una pequeña bolsita de tela color café que colgaba de su cinturón. Ahí guardaba todas sus ganancias. Lo más que alguna vez había logrado conseguir en un solo día eran sesenta y ocho pesos, pero ese sábado había sido uno lento. Sólo tenía diecinueve pesos y el pan costaba catorce. No se consideraba tacaña, pero tampoco se le hacía lógico gastar en un segundo lo que le había tardado cuatro horas en juntar. Se daría cuenta, cinco mordidas después, de que otra vez era pobre y se sentiría desdichada. Por otro lado, así era como, por lo general, funcionaba el dinero.

    Blanca apretó los dientes, frunció el ceño y giró ignorando el anaquel como si no existiera. Se sorprendió al notar a Dolores tras el mostrador, mirándola con una sonrisa burlona en su viejo rostro. Sintiéndose apenada, Blanca tomó con brusquedad un empaque de galletas azucaradas sin marca (de cinco pesos) y lo colocó sobre el mostrador sin decir una palabra. Dolores soltó una risita.

    —¿Segura que quieres esto?

    Por supuesto que no era lo que quería, pero sentía muy ligera su bolista.

    —Sí —dijo Blanca, molesta, en voz baja.

    —Son sólo catorce pesos —insistió Dolores.

    —Salí de casa sin desayunar y admitiré que tengo hambre —dijo Blanca con la mirada baja, avergonzada consigo misma—. ¡Pero! —alzó la voz y la cabeza, con falsa seguridad—, a fin de cuentas, el estómago es incapaz de distinguir entre algo caro y algo barato.

    Dolores soltó un suspiró molesto. Era una señora amable la mayor parte del tiempo, tanto que, a veces, llegaba a comportarse como una abuela, una de esas que eran mimosas. Blanca jamás había conocido a su propia abuela, así que Dolores era lo más cercano a una abuela. La quería mucho por eso.

    —Si el dinero es un problema —le dijo—, entonces tómalo y otro día me lo pagas.

    Blanca ahogó un grito.

    —¡No podría! Preferiría pagarlo, aún si eso significara que, por tonta, trabajé toda la mañana por un dulce —Blanca sacó cinco pesos, los colocó sobre el mostrador y tomó sus galletas—. No aguantaría la pena de aceptar su oferta, doña Dolores… aunque igual se lo agradezco.

    Aunque Dolores tomó el dinero que estaba sobre el mostrador y lo colocó dentro de su caja registradora, no se veía para nada contenta. Tanto que las arrugas de su rostro se tensaron de lo molesta que estaba. Blanca suponía lo que seguiría a continuación. Si bien Dolores era como una amorosa abuela, había veces en que también se volvía muy estricta. Queriendo evitarse eso, trató de apresurarse a la salida, despidiéndose con un gesto de la mano y dando media vuelta.

    No logró ni siquiera dar dos pasos.

    —Eres muy educada —dijo Dolores con seriedad—. No dices malas palabras como todos los otros niños, y hablas de una forma muy adulta. Todo eso está muy bien, pero… —haciendo una pausa, alargó su brazo derecho hacia el anaquel con el pan de catorce pesos y tomó un paquete. Acto seguido, lo abrió y comenzó a comérselo—, este pan está muy, muy rico.

    Blanca gruñó enojada y, asegurándose de que Dolores todavía la veía, abrió el empaque de galletas. Sólo contenía tres, no eran grandes y sabían… no muy bien, en realidad. De hecho, daba la impresión de que no tenían sabor, aun cuando el paquete decía todo lo contrario. Por supuesto no pensaba hacérselo saber a Dolores, ni en un millón de años.

    Fingiendo una sonrisa satisfecha tragó la masa sin sabor que tenía en la boca e introdujo la segunda galleta. Por dentro, sin embargo, estaba llorando del antojo.

    Blanca salió de la tienda de Dolores y se detuvo al filo de la banqueta. Ya sólo le quedaba una galleta, pero no tenía muchas ganas de comérsela. De todas formas, su estómago ya no rugía de hambre. Ese miserable tentempié le duraría hasta que tuviera que regresar a su casa. Las vecinas de la vecindad le habían advertido que a eso de las seis de la tarde las calles se volvían en verdad peligrosas para una niña en la Ciudad de México.

    Pero ella había nacido en las calles. Literalmente. Su madre no había logrado subirse al autobús para ir al hospital cuando Blanca ya había salido del útero. Aunque vivía en la Ciudad de México en una época tan turbia como aquella para el país, no existían peligros para una jovencita tan astuta.

    Entonces, sintió por detrás un jalón en la cintura y cayó al piso de sentón.

    Aunque no había gritado, su gemido de dolor llamó la atención de la gente que pasaba por ahí en ese momento. Un pequeño grupo de personas se detuvo alrededor de ella, pero, cabe mencionar que nadie trató de ayudarla a ponerse de pie. Dolores parecía haberla escuchado también, o quizás el grupo de personas la alertó, ya que la puerta de su tienda se abrió y se asomó hacia fuera.

    —¡Blanca! ¿Qué te pasó, niña?

    —No sé, yo…

    Una risita infantil la interrumpió.

    Un niño no más alto que Blanca estaba parado justo a su lado. Vestía con harapos, rasgados, sucios y muy usados, y, aunque le estaba dando la espalda, podía notarse que usaba una máscara de día de brujas. Su cabello estaba alborotado y era blanco como la nieve, debía ser parte del disfraz, y quienes sí podían verlo de frente parecían sorprendidos. El niño volvió a reír cuando Blanca notó que sostenía algo: ¡Su bolsita de tela con todo su dinero! Fue entonces que salió corriendo, abriéndose paso entre la gente, con su botín en las manos.

    Al tiempo que se ponía de pie, Blanca sólo era capaz de pensar en una única cosa.

    —¡Debí haberme comprado ese maldito pan costoso! —vociferó furiosa.

    El niño había creado una brecha entre ambos al correr antes de que ella pudiera pararse. Sin embargo, ella era una jovencita flacucha y con el estómago casi vacío; no dudaba que podría alcanzarlo. Blanca no se molestó en sacudir la tierra de su pantalón ni en revisar si se le había rasgado, lo cual habría sido terrible ya que su madre se enfurecería, cuando salió tras el ladrón. Conforme se abría paso entre la gente escuchó a la señora Dolores decirle algo, pero no entendió qué.

    Toda su atención estaba en aquel niño al que le daría una paliza tan pronto lo atrapara.

    La persecución no se prolongó demasiado. Recorrieron un total de cinco cuadras sin que uno ganara ventaja sobre del otro. Blanca estaba dispuesta a seguir así, aún si eso significase correr el país entero. Por supuesto eso era una exageración, pero estaba muy molesta. Al final, sin embargo, la sexta cuadra resultó ser un parque, uno pequeño con juegos infantiles y mucha vida natural. Habían entrado a una zona departamental en algún punto y fue ahí donde Blanca lo perdió de vista.

    El pequeño maleante seguro había pensado que le sería imposible evadirla dependiendo sólo de su velocidad. La forma más segura era buscando un buen escondite y esperar que ella no lo viera. Una idea admirable, pensó Blanca, pero inútil de todas formas.

    El parque era rectangular y estaba cercado por una alta reja que para un niño era imposible saltar. Lo primero que hizo Blanca fue identificar las salidas. Sólo existían tres: Por la que ambos habían entrado y dos opuestas entre sí. No lo había visto salir y eso significaba que aún estaba ahí. Su segunda acción fue subirse a lo más alto de la resbaladilla. No porque tuviera intenciones de ponerse a jugar, sino que era el sitio más alto desde donde podía vigilar las salidas al mismo tiempo.

    Se sentó al borde de la resabaladilla, pensando que el impulso que se generaría al deslizarse le ayudaría a ganar velocidad, de ser necesario reanudar la persecución, y esperó. Fue entonces que notó que traía algo en la mano. Era el empaque de las galletas que había comprado. Ya sólo le quedaba una, pero ahora estaba hecha migajas. No lo tiró ahí mismo, pues eso sería contaminar; hizo un rollito del empaque y lo guardó en un bolsillo de su pantalón. Ya buscaría un bote de basura más tarde.

    Justo cuando pensaba que el ladrón tenía una paciencia increíble, considerando que su botín eran sólo catorce pesos, lo vio. Estaba en el extremo opuesto a ella, al otro lado del

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