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Una tranquila ciudad de provincias
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Libro electrónico499 páginas7 horas

Una tranquila ciudad de provincias

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La comisaria de Policía Cateria Ruggeri es una mujer ingeniosa, brillante y valiente. Es madre de una espléndida niña que se llama Aurora y adora transcurrir las veladas en compañía de Stefano, su inseparable compañero. Pero bajo esta fachada de una mujer cualquiera se esconde una heroína con iniciativa y aventurera, siempre preparada para encar

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 dic 2022
ISBN9788835435075

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    Una tranquila ciudad de provincias - Stefano Vignaroli

    PREFACIO

    La comisaria de Policía Caterina Ruggeri es una mujer ingeniosa, brillante y valiente. Es madre de una espléndida niña que se llama Aurora y adora transcurrir las veladas en compañía de Stefano, su inseparable compañero. Pero bajo esta fachada de mujer normal, se esconde una heroína atrevida y aventurera, siempre preparada para encargarse de una nueva investigación. Como aquella en la que se vio envuelta directamente durante la inauguración de la Villa Brandi, una residencia del siglo XVII de Le Marche comprada por un famoso míster del fútbol internacional, en un atentado con bomba perfectamente orquestado por un enemigo sin nombre y sin rostro. Es el comienzo de una nueva aventura que arrastrará a la irrefrenable comisaria a un enigma sin fin, que hunde sus raíces nada menos que en las antiguas Logias Masónicas.

    Con Los Misterios de Villa Brandi, Stefano Vignaroli escribe una novela que, mejor que cualquier otra, traza el perfil de una Jesi misteriosa y fascinante. Colores, sonidos, imágenes y aromas se condensan en un libro que tiene el sabor de la historia y el regusto de lo arcano.

    Desde el siglo III antes de Cristo hasta nuestros días, un thriller sorprendente que nos ofrece emociones y recuerdos. Y cuando hayáis acabado de leerlo, en el momento exacto en que daréis la vuelta a la última página, no podréis evitar reconsiderar la fascinación de vuestra Ciudad.

    Filippo Munaro

    PRÓLOGO

    Agosto 2009

    CATERINA…

    El puente de Ferragosto¹ había pasado con rapidez y la mañana del 17 me encontraba de nuevo en el vuelo Ancona – Genova para volver a mi sede de trabajo, otra vez inmersa en mis pensamientos. Había sido hermoso pasar dos días enteros con Stefano, hacer proyectos para el futuro, hablar de nosotros, del hijo que tendríamos e intercambiar mimos. Mi compañero, en ese breve lapso de tiempo que yo había pasado en Liguria, había cambiado de estilo de vida, y no hablo sólo de la pasión por la música. Había abandonado su habitación en el interior de la clínica para mudarse a una casona a pocos kilómetros de allí. Era un lugar fantástico, inmerso en el verde de las colinas marquesanas. La casa era acogedora y estaba amueblada con gusto, en perfecto estilo rústico. Una chimenea, que destacaba en el salón, calentaría las frías veladas invernales. A través de un amplio patio, ideal para transcurrir al aire libre jornadas y veladas estivales, se llegaba a los establos, donde ya se podían ver perfectamente dos caballos y un poni. Un poco más allá estaban los cubículos para los perros, dos de los cuales ya estaban ocupados por un alano y un setter Gordon. La casona limitaba con un bosquecillo en la parte posterior y con unos campos cultivados por los otros lados.

    ―Es maravilloso ―dije a Stefano mientras estábamos en el patio disfrutando de los colores de un espléndido atardecer ―¡Es una pena que no pueda gozar durante mucho tiempo de este lugar a tu lado!

    ―Oh, no se ha dicho la última palabra. Gracias a tu embarazo podrías pedir un traslado. Y, de todas formas, desde el momento en que estarás de baja por maternidad, estarás aquí y no te permitiré alejarte de ninguna manera hasta que nuestro hijo no haya crecido completamente. Los dos caballos los montaremos nosotros pero el poni está reservado para el pequeño.

    ―¡O pequeña! ¿Por qué hablar sólo en masculino?

    Sonriendo y bromeando, Stefano me cogió de la mano, me condujo corriendo hacia la cuadra, soltó los caballos, sin ni siquiera ensillarlos, y me invitó a subir a la yegua mientras él lo hacía a la grupa del macho. Los caballos eran dóciles y era fácil cabalgarlos incluso sin silla y arneses. Todo esto me recordaba los tiempos en los que, cuando era niña, a menudo competía con él para obtener el mejor caballo que había en las caballerizas a donde íbamos, espoleando al desgraciado animal por senderos y caminos de tierra, agarrada a sus crines. ¡Buenos tiempos! Es verdad, me hubiera gustado mucho vivir mi vida allí con Stefano, pero ¿cómo haría con el trabajo? También me gustaba muchísimo y no lo cambiaría por nada del mundo.

    El lunes por la mañana Stefano me acompañó al aeropuerto, quedándose conmigo hasta la llamada para embarcar. El momento de despedirnos fue realmente duro, pero el deber me llamaba y subí, un poco a regañadientes, al avión. Ahora que estaba a punto de aterrizar, las emociones estaban dando paso a las ganas de volver a trabajar. En resumidas cuentas, en Imperia me encontraba bien y me entendía perfectamente con mis colegas. Ahora me había dado cuenta de que el distrito de policía era un poco como una gran familia y ya me sentía un poco la jefa, aceptada por todos, no porque imponía mi voluntad sino porque tenía la capacidad de coordinar a ese estupendo grupo de entusiastas policías, demostrando que cumplía con mi parte cuando era necesario. La verdad es que, aparte de la investigación sobre los delitos de Triora, el puesto era bastante tranquilo. Es verdad que los episodios de criminalidad no faltaban y, si consideramos el hecho de que los distritos de policía tienen, de manera crónica, poco personal, todos nos veíamos obligados a hacer turnos de trabajo prolongados para cubrir el servicio de forma adecuada. Estaba muy contenta porque el inspector Giampierei, puesto a elegir entre permanecer en el distrito o volver a trabajar con el comisario jefe, sin dudarlo había optado por la primera alternativa. Ahora ya me había encariñado con él, era mi ayudante, lo consideraba mi alter ego y sería difícil para mí tener que prescindir de él, habida cuenta también de la profunda camaradería que desde el principio se había establecido entre nosotros.

    En la sala de llegadas del aeropuerto de Genova esta vez no lo encontré esperándome, ni a él ni a nadie. Retiré mi equipaje y llegué a Imperia en taxi.

    Cuando puse los pies dentro del distrito de policía me di cuenta de que había un insólito alboroto. Durante la noche, en el puerto había habido una pelea entre inmigrantes extranjeros y los compañeros se habían dedicado a arrestar a algunas personas de color que estaban produciendo un alboroto insoportable. Le pedí explicaciones a D’Aloia.

    ―Casi todos estaban borrachos, comisaria. Han comenzado a discutir, creo que por motivos relacionados con su religión y, cuando el altercado degeneró, se han tirado unos a otros botellas vacías de cerveza. Alguno de ellos la ha recibido en la cabeza y ha sido atendido en Urgencias. Ahora les tomo declaración, compruebo sus permisos de residencia y los echo a todos de aquí lo antes posible.

    ―¡Buena suerte, D’Aloia! No creo que sea un trabajo sencillo.

    A las seis de la tarde, cuando salí de mi habitación, Walter todavía estaba enfrentándose con algunos de ellos que, a pesar de no tener el permiso de residencia en regla, afirmaban trabajar, claramente en negro, para algunas empresas de construcción.

    ―Comisaria, ya no sé qué hacer. ¡Debería expedirles la orden de expulsión pero me dan pena!

    ―Hay una solución: denunciar a quienes les hacen trabajar en negro y nosotros les suministramos un permiso de residencia provisional por un máximo de tres meses.

    Sonreí a D’Aloia porque sabía perfectamente que ninguno de ellos hubiera tenido el valor de hacer una denuncia, creando dificultades a otros amigos suyos o parientes que trabajaban para las mismas empresas y salí de la comisaría del distrito para irme a casa.

    Estaba a punto de parar un taxi cuando, a mi espalda, apareció Mauro.

    ―Tengo mi coche y por hoy he terminado. Voy hacia Ventimiglia para ver a Anna, creo que un desvío para acompañarte a casa no hará que llegue demasiado tarde.

    Acepté de buen grado el paseo y, en cosa de un cuarto de hora, llegué finalmente a casa. Clara estaba en el jardín jugando con Furia y observé que en el saludo que hizo a mi compañero se trasparentaba mucha complicidad. En ese momento no hice mucho caso, a fin de cuentas habían transcurrido mucho tiempo juntos en ese último período. Y además tenía otras cosas en la cabeza.

    Una de las prioridades a la que tuve que enfrentarme en los días siguientes fue la de ir a un ginecólogo que me vigilase durante el embarazo. Laura me aconsejó una joven doctora que trabajaba en la sección de Obstetricia del Hospital de Imperia.

    ―La doctora Valeri está siempre disponible y es simpática. Aquí, en Imperia, el departamento está a la vanguardia y se prefiere ir a la estructura pública que a los ambulatorios privados externos. Ya verás como te encontrarás muy bien.

    El consejo de Laura fue fantástico y, después de unos días, salí del estudio de la ginecóloga con las primeras ecográficas de la criatura que llevaba en el vientre y una serie infinita de exámenes de laboratorio que debía hacer. El sexo del feto todavía no era seguro pero la doctora había tomado partido.

    ―En un ochenta por ciento, niña, pero todavía no te lo podría jurar.

    La ecografía siguiente, después de más o menos un mes, confirmaría que era una niña y, en el fondo de mi corazón, decidí que se llamaría Aurora.

    Mi estado de gravidez no me molestaba en absoluto y conseguía sacar adelante todas mis obligaciones, tanto laborales como extra laborales. Camino ya del otoño, para mantenerme en forma, había comenzado a ir a un gimnasio, donde el instructor me había propuesto un plan personalizado, adecuado incluso al hecho de que estaba embarazada.

    A mitad de octubre, en tiempo récord, había sido completada la restauración de la casa de Della Rosa, que estaba ya lista para acoger a Clara como Directora de la Fondazione Studi Esoterici de Triora. Había apoyado a Clara en esos meses y le había ayudado a desarrollar sus ideas. La muchacha era realmente lista y tenía una inteligencia y una sabiduría notables. Creo que escuchaba mis consejos más por amabilidad que porque tuviese necesidad de ellos. Conocía perfectamente los textos y los manuscritos que había en el interior de la casa de la bruja, por haberlos catalogado y organizado en su momento, aunque mucho material se había perdido en el incendio de la mansión. El salón del pentáculo se convertiría en un centro de estudios abierto a todos los que deseasen enriquecer su bagaje cultural en materia de magia y esoterismo, bajo la atenta guía de la directora y bibliotecaria Clara Giauni. Mauro estaba cada vez más presente para ayudar a nuestra amiga, sobre todo en los trabajos pesados, tipo colocación de estanterías, disposición de muebles y demás. La parte más delicada, la de adaptar los pasadizos secretos y las galerías subterráneas a una visita turística guiada, fue dirigida en la práctica por Mauro, que casi parecía un auténtico experto de la Subsecretaría de Bellas Artes o de los Bienes Culturales. Lo que más me asombraba, y me preocupaba un poco, era que, en cambio, raramente veía a Anna con él. Comenzaba a sospechar algo, cuando un día sorprendí a Mauro y Clara intercambiarse tiernas efusiones. Cogido por sorpresa por mi inesperada presencia, Mauro farfulló algo.

    ―Tranquila, Anna lo sabe todo desde hace días. Hemos quedado como buenos amigos.

    Es cierto, siempre se dice eso, pero luego es necesario ver cómo está la persona que ha sufrido el abandono y que, normalmente, siente en su interior un vacío insalvable, aunque intenta hacer como que no pasa nada y no hacer sufrir al otro. Así que telefoneé a Anna y comprendí que estaba muy mal.

    ―Sé que no me lo debería tomar de esta manera, Caterina. Mauro y yo siempre hemos vivido nuestra relación libremente y siempre he considerado que podía acabar de un momento a otro, pero ahora me encuentro fatal. No la tengo tomada con él ni con Clara, que quede claro, pero echo de menos a Mauro.

    Decidimos ir a cenar juntas y luché a capa y espada para consolarla y para intentar dirigir la conversación por otros derroteros. Después de terminar la cena en una trattoria de Sanremo, decidimos centrarnos, en cuerpo y alma, en la diversión total, entrando al principado de Mónaco y yendo a pasar la noche en el casino de Montecarlo. Volví a casa al alba pero aquella fue la última locura que me permití, ya que el aumento de la circunferencia de mi cintura me sugería comenzar una fase de mi existencia que fuese más tranquila y sosegada.

    En noviembre Clara y Mauro se mudaron definitivamente a la antigua casa de Della Rosa y yo me quedé sola compartiendo con Furia la casa de campo de Valle Argentina. La inauguración del Centro Studi, con la presencia de importantes autoridades, a mitad del mes de noviembre, fue una fiesta muy hermosa. Casa Della Rosa resplandecía con una nueva vida. El salón del pentáculo, restaurado, era maravilloso, el incendio no había arruinado en absoluto el mármol del pavimento que, pulimentado, resultaba espectacular. El gran espejo se dejó abierto para que fuese visible la biblioteca rica de antiguos textos y manuscritos. Una larga mesa de madera maciza había sido colocada en el salón, a disposición de los estudiosos que quisieran consultar los textos, que se entregaban a través de un escritorio dispuesto delante del pasaje del mismo salón a la biblioteca, hacía tiempo delimitado por el espejo corredizo. Éste último todavía funcionaba pero el complicado mecanismo de apertura había sido sustituido por un cómodo telecomando. La larga mesa estaba en ese momento preparada para el refrigerio y, después de los discursos del Alcalde, de un Subsecretario del Ministerio de Bienes Culturales, del Juez de Instrucción Leone y de la Doctora Honoris Causa Clara Giauni, una empresa de catering esparció sobre ella exquisiteces en abundancia.

    Cuando, uno tras otro, todos los ilustres huéspedes se fueron, me quedé a solas con Clara y Mauro. Realmente estaba muy contenta de haber podido ayudar a aquella muchacha, no sólo le había salvado la vida sino que ahora ella tenía un futuro por delante, y no era poco. Y también había encontrado un compañero formidable, aunque a costa de otra mujer. Y he aquí que Anna se asomó por la puerta de entrada.

    ―He venido para darte mi más sincera felicitación, Clara, todo es maravilloso y te lo mereces.

    Besó tanto a Clara como a Mauro con afecto y observé que no había ni sombra de rencor en sus ademanes, que eran sinceros.

    Menos mal ―dije para mis adentros ―Quizás ya ha pasado la tempestad. ¡O quizás Anna es muy hábil escondiendo su verdadero estado de ánimo!

    ―Bueno, chicos, os deseo todo el bien del mundo. Por desgracia, dentro de unos días os dejaré. Ya tengo preparada la petición de baja por maternidad y creo que pasaré la última fase del embarazo en Le Marche, con mi compañero. Pero, aunque no nos veamos, ¡nos mantendremos en contacto!

    Tanto Mauro como Clara como Anna me aseguraron que no pasaría un día en el que no conversáramos por teléfono, a lo mejor con un simple SMS. Esa tarde volví a casa contenta, llena de ese calor humano que raramente había sentido en mi vida. Sería duro irse de ese sitio, maravilloso bajo cualquier aspecto. Estaba convencida de que, de todos modos, después de algunos meses, volvería allí, ya que no sabía todavía qué me estaba reservando la vida y el destino.

    Cuando entré en la habitación del Comisario Jefe Perugini para entregar el sobre que contenía mi solicitud de baja, vi que el comisario jefe tenía en la mano, a su vez, un gran sobre en donde estaba escrito mi nombre en letras mayúsculas.

    ―Sabía que sus contactos con las brujas de Triora la habían dotado de poderes sobrenaturales pero esto es pura telepatía, querida comisaria. ¡Estaba a punto de llamarla!

    ―Perfecto. ¿Antes usted o yo? ―dije, alternando mi mirada entre su sobre y el mío.

    ―Creo que después de que haya leído el contenido de este, ya no será necesario que usted me dé nada, petición de días de asueto, solicitud de baja u otra cosa… ―dijo, entregándome el sobre precintado pero, del que, a juzgar por la sonrisa cómplice que tenía estampada en la cara, conocía perfectamente el contenido. Abrí el sobre, que llegaba del Ministerio del Interior, y comencé a desplazar la mirada en lo que estaba escrito.

    Dadas las notables capacidades investigadoras, así como el desprecio al peligro, la abnegación y la atención hacia las personas involucradas en las investigaciones… La comisaria Caterina Ruggeri, actualmente de estancia en la Jefatura de Policía de Imperia con el grado de comisaria, por decisión de este Ministro, es promovida a Comisaria Principal y destinada a la Jefatura de Ancona donde deberá asumir sus funciones, antes del 15 de diciembre próximo. El Comisario Jefe dispondrá su lugar de destino, en base a las exigencias, teniendo en cuenta las óptimas cualidades de la comisaria Ruggeri…

    No podía creer todo lo que estaba leyendo. En el curso de un brevísimo lapso de tiempo había avanzado en mi carrera de manera inesperada, diría que increíble. Recibía elogios del Ministro del Interior y, para colmo, después de haber pasado sólo unos meses lejos de mi lugar de origen, podía volver, con todas las de la ley, a trabajar cerca de casa y justo coincidiendo con mi maternidad. Me despedí del Comisario Jefe Perugini, dándole las gracias por todo lo que había hecho por mí en ese período y salí de Jefatura, con la cabeza que me estallaba por los pensamientos que se solapaban, uno tras otro, dentro de la misma. Subí al coche y ni siquiera me di cuenta del camino que había tomado para llegar a casa, tan absorta estaba con mis elucubraciones mentales. No había que tomar ninguna decisión, como había ocurrido unos meses antes. En ese momento las decisiones ya habían sido tomadas sin mi consentimiento y realmente no hubiera podido oponerme. Y sin embargo adoraba aquel lugar, aunque hubiese vivido allí durante poco tiempo, y no soportaba la idea de apartarme, quizás para siempre, de mis nuevas amistades. Nunca, en toda mi vida, había tenido unas relaciones humanas tan intensas, de amistad, de solidaridad, como las que había vivido últimamente. No tenía el valor para decir adiós a Mauro, o a Clara, o a Anna, pero tampoco a Laura, a D’Aloia e incluso al inspector Gramaglia o al último agente que trabajaba en la comisaría del distrito. Pero, por otra parte, volvería a mi querido lugar de origen, estaría cerca de mi amor, del padre de mi niña. Y la pequeña podría vivir en un clima familiar normal y gozaría de la presencia de un afectuoso papá. Sabía que mi trabajo me mantendría muchos días fuera de casa y que, si mi hija hubiese tenido que criarse sola conmigo, hubiera debido confiarla continuamente a guarderías y niñeras. De esta manera, en cambio, sería todo mucho más fácil.

    Me quedaban pocos días de estancia en Liguria. El invierno ya estaba a las puertas y el frío, también por la cercanía de las montañas ahora ya nevadas en sus cimas, comenzaba a hacerse notar. Furia, cada vez con más frecuencia, intentaba entrar en casa para acurrucarse enfrente de la chimenea encendida. Yo, no sin un poco de melancolía, comenzaba a recoger mis cosas, preparando algunas cajas para cargar en el coche junto con las maletas.

    ¡Quién sabe por qué! ―me dije ―Incluso en poco tiempo una persona es capaz de acumular dentro de casa una cantidad increíble de objetos de los que no se quiere separar por ningún motivo.

    Encontré, entre otras cosas, el valioso libro escrito en hebreo con la traducción simultánea en latín, que me había quedado entre las manos el día del incendio de casa de Della Rosa. Siempre lo había mantenido como recuerdo de la investigación y del peligro esquivado, pero en ese momento decidí que era justo devolvérselo a Clara. De esta manera aprovechaba la ocasión para ir a verla y saludarla, a ella y a Mauro.

    ―Gracias, Caterina. Pensaba que este libro se había perdido para siempre entre las llamas, y en cambio… Pero permíteme regalarte una copia de La Chiave di Salomone, traducida al italiano. La podrás tener como recuerdo y podrás comprender el poder, la sabiduría y los misterios que el texto esconde. Sólo tú sabes cómo aquella noche fuiste capaz de recitar de memoria la invocación que te permitió salvarme la vida. Y la recitaste en hebreo perfecto.

    Debido a que estábamos solas, ya que Mauro había salido para recoger leña para la chimenea, le confesé lo que creía que ya sabía.

    ―Fue Aurora Della Rosa la que inculcó las palabras en mi mente pero de esto no he dicho ni una palabra a nadie. Creo que sólo tú me puedes comprender. En efecto, después de haber tenido relaciones con la maga, yo cambié, tengo unas percepciones que antes nunca habría soñado tener. Si me concentro veo el aura de las personas y tengo la impresión de poder incluso intuir los pensamientos de quien está delante de mí.

    ―Son poderes, querida Caterina, que todos tenemos de manera innata. Las fronteras de la mente humana todavía están inexploradas. Hay quien aprende a usar ciertas capacidades y quien las descuida, no se entrena en utilizarlas y, por lo tanto, es como si no las poseyese.

    ―De todos modos, creo que fue Aurora Della Rosa la que favoreció el desarrollo en mí de estas percepciones, nuevas y fantásticas para mí, así que he decidido que mi hija se llamará Aurora, en su honor y memoria, y también porque me siento, en parte, responsable de su muerte, o por lo menos de no haber hecho lo suficiente para evitarla.

    Vi que, al escuchar ese nombre, los ojos de Clara se habían puesto brillantes.

    ―Todo esto te honra, Caterina. Realmente tu niña, independientemente del nombre que le des, tendrá una personalidad excepcional, y se la sabremos explicar. No creas que, por estar lejos, ¡no vaya a conocer a tu hija !No serán unos cientos de kilómetros los que me lo impidan!

    Mauro había vuelto con una brazada de leña, cortada en troncos, echándola cerca de la chimenea.

    ―Si los cotilleos de las comadres han acabado, me apetecería saludar también a mi compañera, antes de que parta para una remota región del centro de Italia. ¡La Polizia di Stato allá abajo todavía está en la edad de piedra!

    ―¡Oh, realmente un Lamborghini Gallardo en dotación no lo tienen! ―dije, imitando su tono sarcástico ―Pero nada me prohibirá pedir tu especial colaboración cuando me vea enredada en una investigación particularmente intrincada.

    ―¡Ah, por cómo te manejas, no creo que tardes mucho en llamarme!

    Me quedé a cenar con ellos y, entre una broma y otra, un vaso de vino tinto, un vaso de grappa² y un ponche de mandarina, volví al coche con una tasa de alcohol superior a la permitida pero contenta por haber pasado una velada entre auténticos amigos.

    Decidí volver a Le Marche no en avión, sino enfrentándome a un largo viaje con mi coche, de esta manera Furia viajaría conmigo.

    Otoño/Invierno 2009/2010

    VERONICA…

    Estábamos ya en pleno otoño, aunque la temperatura todavía era agradable. Las jornadas se habían acortado y ya a las 20:30 era noche cerrada. La muchacha, esbelta aunque bastante alta, de cabellos rubios cortos, cortados a lo chico, avanza lentamente, cojeando, ayudándose con una muleta. En la mano libre, un saquito de papel que contiene su frugal cena. Llega a la marquesina de la parada del autobús, al comienzo de Viale Trieste y se sienta con dificultad en el banco. Mira a su alrededor para asegurarse de que no haya ningún merodeador en circulación. El único paseante es el veterinario que continúa viviendo en aquel barrio, quizás porque tiene la casa y el estudio allí y, al contrario que la mayoría de las familias italianas, no ha cedido a la tentación de mudarse a la otra parte de la ciudad. Gracias a Dios, una presencia tranquilizadora que a aquella hora hace su paseo nocturno con su simpático perrito blanco. La muchacha se acaba el bocadillo en unos pocos bocados, luego busca el paquete de cigarrillos, pero se da cuenta de que el que tiene en el bolsillo ya está vacío. Leonardo Albini se materializa desde la oscuridad como sólo él sabe hacer, como si saliese de repente de una capa de invisibilidad. Sus movimientos no consiguen pasar desapercibidos únicamente a otra persona, la comisaria Zanardi, del Distrito de Policía, que invariablemente está en la acera del otro lado de la calle, apoyada con los hombros en el muro mientras finge juguetear con las llaves en su mano. Leonardo se sienta en el banco al lado de la muchacha y le pone sobre las rodillas unos papelillos y tabaco. Ella se hace un cigarrillo y lo enciende.

    ―¿Estás segura de quererlo saber? Créeme, la venganza no vale la pena.

    ―Pero deja en la boca un buen sabor, como este tabaco.

    Leonardo escribe un nombre y una dirección en un papelillo, dejándolo en la mano de la muchacha.

    ―Es una persona conocida. ¿Estás segura de que la matrícula es esa?

    ―La tengo grabada en la mente. Me atropelló allí, en el paso de peatones, y se escapó. Antes de desaparecer en la oscuridad leí perfectamente la matrícula.

    ―¿Y por qué no se lo contaste a la policía?

    ―Lo hice, y vaya si lo hice, después de que me desperté del coma. Lo comprobaron y me dijeron que quizás la había visto mal o lo recordaba mal, en la carrocería no había ninguna señal sobre el accidente. ¡Y claro, mientras tanto el tipo tuvo todo el tiempo para que limpiasen el coche! Y además, hace tiempo que no me fio de la policía.

    Sólo un ligero acento traicionó el origen eslavo de la muchacha, que se llamaba Anna. Hacía más de dieciséis años que había llegado de Serbia junto con sus padres, era una niña de poco más de cuatro años. Su padre, para subsistir, enseguida había inducido a su mujer a trabajar de prostituta. La mujer era joven y atractiva y el barrio se prestaba bien a este tipo de negocios. Pero una noche, el papá de Anna, borracho perdido, comenzó a acusar a su mujer de no soltar todas las ganancias para la familia sino de guardarse algo para sus coqueteos, para los vestidos, los zapatos, las medias. La discusión acabó con una puñalada. Anna vio al padre escapar para no volver más, mientras que la madre yacía en el suelo con una abundante hemorragia. La niña sabía teclear los números de emergencia en el teléfono móvil. Consiguió llamar al 112 y hacer llegar el socorro a tiempo. Pero la policía no localizó jamás al padre que, probablemente, había conseguido volver a su país de origen. Su mamá salió adelante de mala manera, haciendo trabajos esporádicos, como mujer de la limpieza o cuidadora de ancianos, sin vender más su cuerpo, pero ganando mucho menos. Anna tenía 14 años cuando su madre, cansada de la vida, se suicidó. Bajó a la calle, delante de casa, se echó gasolina por encima y se prendió fuego. Un fin horroroso, del que, afortunadamente, Anna no fue testigo directo. Al volver de la escuela, vio una especie de fantoche ennegrecido sobre la acera, como si alguien hubiese quemado una gran muñeca, y tardó en comprender que aquel era el cuerpo de su pobre madre. Había una multitud de curiosos alrededor de aquel tizón todavía humeante, pero nadie que hubiese tenido el valor de intentar ayudarla. Y todo había sucedido en pleno día.

    Anna fue confiada a una familia de acogida pero enseguida se escapó, yéndose a vivir a la calle y comenzando a hacer el mismo trabajo que había visto hacer a su madre cuando ella era pequeña, con el resultado de ganar lo suficiente para poder comer. A menudo, cuando sus clientes veían que era poco más que una niña o escapaban pitando por miedo a ser acusados de pedofilia o le recompensaban con 20 euros cómo máximo, total era una chiquilla, le bastaba poco para vivir, justo lo necesario para comprarse algo de comer.

    ―Vete a un abogado, llévale ese nombre y él se ocupará de que te indemnicen ―le aconseja Leonardo.

    La muchacha movió la cabeza.

    ―No tengo dinero para un abogado. Ese bastardo me las pagará y lo haré todo sola, te lo garantizo. Esta pierna no volverá a estar como antes. El fémur quedó aplastado bajo las ruedas de aquel SUV enorme. Por mucho que los médicos lo intentaron la pierna se quedó unos centímetros más corta que la otra y además me continúa doliendo muchísimo. Justo en el momento en el que había conseguido dar un giro a mi vida. Había superado la selección y me habrían cogido como modelo. Tenía un trabajo y una carrera por delante y ahora nadie más me llamará para un desfile de moda o para un spot publicitario, deberé volver a hacer la calle para sobrevivir.

    Leonardo, sin contestar, deja a la muchacha otro papelillo y un poco de tabaco, suficiente para hacerse otro cigarrillo, y se aleja. Atraviesa la calle y pasa cerca de Veronica, la policía que lo está vigilando.

    ―No es que se note que me estás persiguiendo. ¿Cuándo entenderás que estoy limpio? Debería llevarte a la cama para hacértelo comprender. Estarías bien conmigo y me buscarías por otros motivos.

    ―No te pavonees. Es más, te he visto con toda claridad pasar la dosis a esa muchacha. ¿Ahora te dedicas a traficar?

    ―Te lo he dicho, estoy limpio ―responde Leonado levantando los brazos. ―Puedes cachearme, si quieres, si fuese un traficante tendría más dosis encima, ¿no es así, comisaria?

    Veronica lo palpa bien y consigue sacar de los bolsillos, además de la cartera, el tabaco, los papelillos, el encendedor y una cajetilla de Marlboro.

    ―¿Cómo diablos haces para fabricar cigarrillos con esta cosa? ¡Bah! ―La mujer saca un Marlboro de la cajetilla y lo enciende, luego devuelve todo al hombre ―Antes o después te cogeré con las manos en la masa y te mando a unas lindas vacaciones a una bonita aldea de Ancona que se llama Montacuto. Al fresco, en una residencia con las barras en las ventanas y rodeada por una altísima valla.

    ―Creo que conseguiré antes llevarte a un dormitorio y hacer el amor contigo. Estás ya a punto de caramelo ―contesta Leonardo fabricándose con habilidad un cigarrillo con el tabaco y encendiéndolo bajo la mirada atónita de Veronica.

    Cada uno sigue su camino mientras Anna se queda todavía sentada bastante tiempo bajo la marquesina de la parada del autobús. En un momento dado se levanta y, paso a paso, con la calma que requiere su inestable caminar, llega a la dirección que le ha suministrado Leonardo. Estudia el chalet, estudia a sus ocupantes y ya, en su mente, se delinean las acciones y la hora de su venganza.

    Al día siguiente Anna ya está preparada para la acción. Ha fabricado un cóctel Molotov siguiendo al pie de la letra las instrucciones: funcionará. La adrenalina que circula por la sangre está a niveles tan altos que le hace olvidar todo dolor. Son las tres de la madrugada y no hay nadie por la calle. Abandona la muleta cerca de la valla del chalet que consigue con mucho esfuerzo escalar. La escalera que ha colocado en el jardín debería servir para podar los árboles pero lo que interesa es que tiene la altura justa para llegar a las ventanas del primer piso. Anna la apoya debajo de la que ha comprendido que es la ventana del dormitorio. El tipo duerme con la mujer y ambos tienen un niño de meses que reposa en la estancia contigua. La noche anterior, a las tres y cuarto exactas, se encendió la luz de la lámpara de la mesita de noche y la mujer fue a la habitación del pequeño, que se había despertado y reclamaba el biberón. Anna calculó que eso se podría repetir cada noche más o menos a la misma hora. Sube los peldaños de la escalera, uno a uno, con un poco de esfuerzo, pero tampoco mucho. La persiana sólo está bajada hasta la mitad. El momento apropiado, un codazo para romper el vidrio y lanzo el cóctel Molotov. Será el infierno.

    Ese bastardo morirá del mismo modo que mi pobre madre. ¡Se lo merece! Si la esposa se da prisa, pondrá a salvo su culo junto con el del niño. Por lo que a mí respecta, esperaré tranquila que me vengan a arrestar, de todos modos ya…

    En lo alto de la escalera, Anna se pone en la boca un cigarrillo, en una mano el encendedor, en la otra la bomba incendiaria. Puntualmente la luz se enciende y la mujer se levanta. La llama del encendedor brilla, llega al cigarrillo pero no consigue llegar a la mecha de la bomba casera.

    No, no puedo ser la razón por la cual ese niño crezca como yo, sin un padre y con una madre destruida por el dolor.

    La pierna está volviéndole a doler y es difícil bajar por la escalera, ponerla en su sitio, saltar la valla y recuperar la muleta, pero lo consigue.

    La vida para Anna continua discurriendo como siempre, sus recursos económicos son cada vez más pequeños, y cada noche se vuelve a encontrar consumiendo su bocadillo sentada en el banco habitual. Llama al perrito blanco, que se desvía de su trayectoria para ir a tomar su dosis de mimos, arrastrando a su amo. El perro pone las patas en el aire, para que le rasquen la panza, algo que le gusta mucho. El veterinario sonríe a Anna, ella lo mira a los ojos, dos ojos verdes que infunden confianza.

    ―En este trozo de papel está el nombre y la dirección de quien me ha reducido a este estado. Haz lo que puedas, yo no tengo dinero, ni credibilidad para ir a pedir una compensación.

    En silencio el hombre coge el papel, se lo mete en el bolsillo y se aleja. Después de unos días, con el correo, la muchacha recibe un cheque de 300.000 euros con la firma de un tipo que hace tiempo la había atropellado y escapado como un bellaco. En el sobre un papel: Espero que sea suficiente. Le ruego que no me denuncie. Un escándalo me arruinaría.

    Leonardo, como es habitual, aparece de repente y se sienta en el banco al lado de la muchacha.

    ―¿Un cigarrillo? ―pregunta.

    ―No, gracias. He dejado de fumar. El sabor del tabaco en la boca ya no me gusta.

    ―¿Cómo ha ido? ¿Has hecho buen uso de mi información?

    ―Gracias a ti y a otro ángel, ahora tengo dinero para ir a América y someterme a una intervención que devolverá a mi pierna su longitud. He calculado que entre el viaje, la estancia y gastos de la clínica necesitaré 300.000 euros justos. Todo lo que tengo pero cuando vuelva a Italia estaré preparada para enfrentarme a una nueva vida.

    ―Perfecto, ¡buena suerte!

    Leonardo atraviesa la calle y llega hasta la policía apostada. Por sorpresa acerca su cara a la de ella y le roza los labios. Cogida por sorpresa, Veronica acepta el beso y comienza a mover la lengua durante un momento alrededor de la de él. Luego, de un salto se pone rígida y se aparta de él lo necesario para darle un sonoro sopapo directo a la mejilla de Leonardo.

    ―¡Estás loco! ―exclama ella. Luego, siguiendo el hilo de sus pensamientos de policía ―¿Hoy la putita ha rechazado la dosis que le has ofrecido? Tanto da, recuerda, grábatelo bien en la cabeza: antes o después te cogeré con las manos en la masa.

    ―Harías mejor en mirar a tu alrededor y detener la mirada sobre verdaderos criminales, que no faltan en esta zona. ¿Pero qué te voy a contar? Es siguiéndome que atrapas criminales. ¡Antes o después ajustaremos las cuentas, querida!

    Vuelve a acercar su boca a la de Veronica y, esta vez, y no por error, ella se abandona a un largo beso. Cuando vuelve a abrir los ojos, Leonardo se ha desvanecido en la oscuridad, como sólo él es capaz de hacer.

    VERONICA…

    Oscuridad. Mientras los ciudadanos honestos gozan del merecido reposo en la tranquilidad de sus apartamentos, en algunas zonas de la ciudad se vive una vida alternativa, animada por mendigos, drogadictos, borrachos, prostitutas, chaperos, extra comunitarios más o menos clandestinos y personajes sin una ocupación fija y sin casa. En Jesi el corazón de este tipo de sociedad es la zona comprendida entre la estación del ferrocarril y la de autobuses, y los sumideros de esta escoria humana, capaces de acogerla sin vomitarla, están representados por las terrazas al aire libre del bar de Piazzale di Porta Valle y de los bancos que permanecen casi a oscuras bajo los árboles, donde las luces de las farolas llegan con esfuerzo o no llegan de ninguna manera. Allí no es infrecuente ver una prostituta borracha tirada sobre el banco, con el culo al aire, en la misma posición en la que se ha quedado después de la relación consumada con el último cliente, que a lo mejor la ha dejado así sin ni siquiera pagarle.

    La medianoche hace mucho que ha pasado y la persiana del bar pizzería está cerrada hasta la mitad desde hace más de media hora. Veronica, cuarentona comisaria de policía, un glorioso pasado de campeona olímpica de esgrima, está apoyada en el costado de su berlina negra. El humo del cigarrillo se une a su aliento condensado y a la niebla de una noche de otoño que convierte en atenuadas las sombras de personas y cosas. Una prostituta de color se le acerca.

    ―Por 20 euros te puedo hacer gozar mejor que un hombre.

    ―¡Vete! ―responde mostrando el distintivo ―Tienes suerte de

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