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Sangre: Giulia Montorsi, #2
Sangre: Giulia Montorsi, #2
Sangre: Giulia Montorsi, #2
Libro electrónico165 páginas1 hora

Sangre: Giulia Montorsi, #2

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Después de cuatro años transcurridos en Riva del Garda, Montorsi es llamada a Milán. 

Deberá afrontar un caso complejo y abrumador con la colaboración del Inspector Brezzi y un nuevo equipo de investigación. Será una carrera contra el tiempo marcada por la relación con el fiscal. ¿Resolverá el Comisionado el caso y clavará al culpable? ¿Finalmente cerrará las cuentas con el pasado? ¿Cuál será el destino de la atormentada relación con Carlo Scala? Un texto amarillo, rápido y emocionante, donde nada es lo que parece y veinte segundos son suficientes para cambiar el destino de tu vida.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento18 dic 2018
ISBN9781547562770
Sangre: Giulia Montorsi, #2

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    Sangre - Andy Ben

    Andy Ben

    SANGЯE

    Los derechos literarios de esta obra son de exclusiva propiedad del autor.

    Cualquier referencia a suceso reales o a personas reales se debe considerar puramente casual.

    Agosto 2014- abril 2016

    A mi sobrino JC que es oro puro

    Tal vez en un futuro me leerás.

    1

    La luz de un cálido día de junio a través de la ventana de la habitación me sumergía en su brillo mientras, envuelta en la bata húmeda y perfumada, observo el panorama tranquilo y plácido del lago. Afuera, el canto de las cigarras interrumpe un silencio casi antinatural.

    Este idilio, lamentablemente, desaparecerá velozmente cuando un tropel de ruidosos turistas, principalmente alemanes, se desbordarán por las orillas del lago y los gritos de los niños llenarán el aire.

    Observaré la naturaleza del amanecer, después de la ducha y un revitalizante desayuno, se ha vuelto un rito desde que me mudé a este pequeño, pero agraciado departamento en la orilla de Riva del Garda.

    Durante los primeros tiempos, tras mi llegada, me quedé en una habitación del albergue detrás del comisariado: me fue puesta a disposición directamente por la Policía de Estado para agilizar mi transferencia.

    Transcurrí ahí solo una semana, luego el deseo de gozar de una mayor intimidad me convenció de rentar un departamento más apartado y me quedé aquí.

    Desde ahora han transcurrido cuatro años, llenos sobre todo de encargos aburridos, patrullaje de ruina e investigaciones sobre pequeños hurtillos que siempre han terminado en nada.

    En los primeros tiempos, los pocos agentes locales, nada atemorizados por el nuevo responsable, me contaban sobre un comisariado vivo, involucrado en la lucha contra la inmigración clandestina que prevalecía en el Este de Europa, y contra el crimen organizado que esta provocaba. Ya en aquel tiempo, sin embargo, estos episodios se habían reducido notablemente y la apertura de la Unión Europea en el exbloqueo soviético les había prácticamente ajustado. En realidad, pienso que decidieron así solo por elevarme la moral.

    En seguida, instaurada cierta confianza, los colegas buscaban mostrarme lados positivos de un encargo del tipo, donde se podía y se lograba trabajar con cierta calma, lejos de miles de kilómetros de ritmos frenéticos de la gran ciudad.

    Aunque no lo daban a entender y se cuidaban bien de hablar de ello abiertamente, todos conocían mi historia, las vicisitudes, los motivos que me habían llevado a este encargo que ya está por cerrarse.

    En el comisariado de Riva del Garda, como creo en todos los comisariados de frontera, para actuar estaba la Policía Aduanal, siempre inspeccionando a los medios privados y comerciales que van y vienen del confín suizo y del austriaco. Su deber es el de descubrir algún oscuro tráfico de armas o de droga o, mucho más a menudo, atrapar con las manos en la masa a esos astutos que compran el Smartphone del último grito de la moda o costosos relojes tratando de invadir impuestos.  

    De los crímenes más graves, las fugas de capitales al exterior y, últimamente, considerando la amnistía legislada por el gobierno al mando, se suele ocupar habitualmente la Guardia de Finanzas, más allá del Parque del Adamello en la zona entre Livigno y Bornio, mientras que la Policía de Estado permanece espectadora o, menos frecuentemente, coordina personal para apoyo de las operaciones de las flamas amarillas: nada más que algún seguimiento, apostamiento o restricción preventiva.

    Todavía estoy ligeramente abrumada por los humos del alcohol que corría a ríos en la fiesta del comité que los colegas me organizaron ayer en la noche.

    Mientras trato de recuperarme, me vuelve a la mente el único caso digno de señalar que enfrenté en estos años de exilio forzado; un caso de hace dos inviernos y cuyo epílogo vislumbré en el proceso de primer grado, muy seguido por la prensa local y por los habitantes de la zona, que concluyó con la condena a diez años de cada uno de los dos imputados. El tercero, para su desgracia, no tuvo fortuna de llegar al juicio.

    Todo comenzó una mañana muy diferente a la de hoy.  Entonces tomé el servicio rápidamente, pero no abandoné mi ritual, observando desde la ventana un panorama completamente diferente al que se presenta esta mañana.

    El alba se asomaba por el este e iluminaba con una luz rojiza el poco de las Dolomitas que se veían desde el departamento. La niebla era baja en el lago, tanto que no permitía ver el agua, y el silencio absoluto sería interrumpido más tarde solo por las actividades cotidianas del poblado que, desde el otoño apenas transcurrido, se había vaciado de turistas que lo llenaban en los meses cálidos y todavía no se había llenado de los esquiadores que transitan para transcurrir la semana blanca en las localidades más visitadas de los Alpes de Trentino.

    Las efímeras, que hoy se quedan sobre el agua y danzan elegantemente en la superficie, aquel día latían.

    En la oficina la mañana transcurrió como tantas, en el aburrimiento de coordinar un apoyo a la Policía Forestal, perennemente corta de personal, empeñada en combatir en los arroyos y torrentes de las áreas circundantes para salvaguardar el territorio. La misión de los agentes es impedir o señalar posibles derrumbes o inundaciones de cursos de agua que, considerando el clima poco templado de estas áreas, constituyen el peligro más tangible, y al mismo tiempo menos evidente, al que están expuestos los turistas y residentes.

    Durante la hora de la comida me dejé llevar por otro rito que me acompaña desde que estoy aquí. Aunque no se trata de un hábito cotidiano, en cuanto se puede llego a Limone en el Garda para comer en una posada anexa a un agroturismo apenas fuera del pueblo, en la entrada de uno de los tantos recorridos de trekking que atraviesan los montes circundantes. La posada, así como el agroturismo, están administrados por dos hermanas.

    En efecto, si no hay suficiente confianza con las propietarias como para sentarse a una mesa y dejarse contar la historia de la posada, nadie podría imaginar la relación que une a las dos mujeres.

    Una, la más grande, tiene los cabellos negros, dos profundos ojos castaños y el rostro ligeramente marcado por el correr del tiempo. Siempre vestida de modo sobrio, casi austero, se ocupa del servicio a las mesas asegurándose de satisfacer, con descuidada cortesía, pero eficaz, las demandas de los clientes.

    La otra, unos años más joven, trabaja detrás de la barra del bar. Rubia como una normanda, alegre, despreocupada y un poco frívola; una parlanchina impenitente en cuanto toma el mínimo de confianza con el comensal en turno, cosa que normalmente sucede luego de que ha servido un buen vaso de tinto de la casa.

    De vez en cuando asoma de la cocina la señora Ida, el verdadero motivo por el que voy a la posada. Es la madre de las dos y lleva a cuestas años de experiencia detrás de las hornillas: con sus platos caseros y francos de la tradición lacustre me ha conquistado por completo.

    Después de haber sido saludada por mis huéspedes, volví a la oficina y transcurrí la tarde buscando definir la relación entre Carlo y yo. Hasta este momento no he podido hacerlo.

    Son tantos los términos que parpadean en mi mente, pero ninguno logra definir perfectamente nuestra relación que, a honor de la verdad, ya parece casi estar terminando.

    Después de la transferencia, cuando estábamos libres de compromisos, hacíamos saltos mortales para vernos y transcurrir un poco de tiempo juntos; claro que la distancia entre el Garda y Roma no es restrictiva, pero significaba un poco de más dificultad.

    Cuando Carlo asumió el cargo de corresponsal fijo en Milán, aunque la distancia entre nosotros disminuyó, la relación lo resintió, tal vez porque no estamos listos para comprometernos a algo serio o porque el trabajo es primero que todo. El hecho es que nuestros encuentros comenzaron a disminuir, y ahora nos llamamos poco y nos vemos rara vez; él no me busca y yo no lo busco si no para felicitarme por algún servicio pasado en la Televisión o por un buen artículo en el diario.

    Carlo se quedó en la primera línea en el cuerpo a cuerpo: tal vez, para mí, esta es la oportuna ocasión para volver.

    Era muy tarde y, al final de otro tedioso turno, se detonó la alarma por un presunto robo en un supermercado.

    2

    El auto patrulla volaba sobre el asfalto húmedo de la estatal 240 en Rovereto, lugar del robo en curso. Las sirenas se habían apagado porque, a aquella hora y en aquel momento de la estación, la calle estaba prácticamente desierta.

    Recorrí la treintena de kilómetros que separan la comisaría del supermercado en poco más de veinte minutos, a una velocidad de locura para lo que permite aquel camino, saturada de aquella adrenalina que acompaña la emoción de la espera de un evento que habría podido sacudir la monotonía cotidiana, y ansiosa por la situación que se nos había descrito: hombres armados habían secuestrado a los clientes de un pequeño supermercado como epílogo de un robo que terminó mal. 

    Cuando estuvimos delante del mercado, situado al final de un amplio camino que desemboca en una de las principales plazas del pueblo, se nos presentó una escena digna de un policiaco de los años sesentas.

    Una camioneta, que inmediatamente identificamos como el que los ladrones pretendían usar para la fuga, había embestido los maniquíes de una boutique. En su interior, en un estado de inconciencia y más bien maltratado, el vigía de la banda.

    En cuclillas detrás de la única patrulla a disposición del destacamento de Rovereto, un agente se apretaba un hombro sangrante, mientras que el otro, protegiéndose detrás del cofre del automóvil, a no más de cinco metros de la entrada del supermercado, trataba de tener a raya a los delincuentes intimidándoles para rendirse y respondiendo al fuego de las armas.

    Uno de los tiros de los ladrones hizo saltar el espejo retrovisor de

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