La Princesita
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Desde que conozco el Interior, he visto de todo; desde magos y brujas volando en escobas lanzando hechizos a diestro y siniestro hasta dragones de brillantes escamas que escupen llamaradas por sus fauces. He sido testigo de la delicada danza de apareamiento de los fénix y del largo trayecto de migración de los monstruos marinos. He entablado amistad con varias posibles versiones de mí misma procedentes de universos alternos y tomado el té con ilustres personalidades de la historia. Sobrevolado islas flotantes y cascadas venidas del espacio. Paseado por playas inmensas e interminables y navegado por océanos inabarcables a la vista. Y en todos esos sitios que he visitado y a toda la gente que he conocido nunca me he topado con ser tan misterioso como la Princesita.
Leah Xin Claeys Rubio
Uno nunca sabe hacia qué lugares le conduce el destino; yo, por ejemplo, a pesar de ser actualmente una estudiante malagueña de 2.º de bachillerato llamada Leah, curiosamente, he tenido la gran suerte de poder conocer a la Princesita justo en el momento más oportuno.
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La Princesita - Leah Xin Claeys Rubio
La Princesita
Leah Xin Claeys Rubio
La Princesita
Leah Xin Claeys Rubio
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© Leah Xin Claeys Rubio, 2023
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
Obra publicada por el sello Universo de Letras
www.universodeletras.com
Primera edición: 2023
ISBN: 9788419614575
ISBN eBook: 9788419612595
Para los trascendidos, que hacen de este mundo uno mejor. Para mi familia, grandes descubridores del Interior. Y para mi hermano Christian, que enseñó a la Princesita a volar.
Prólogo
Son tantas las veces que me habré sentido tan fuera de lugar que me pregunto cuánto tiempo habré estado mirando las musarañas. Segundos, minutos, horas, días… Bueno, quizá a los días no haya llegado todavía. Lo gracioso viene cuando esto me pasa con gente; amigos, familiares, conocidos… La situación es aún más graciosa incluso cuando esa misma gente no se da cuenta de que he entrado en una especie de trance y me he quedado con cara de empanada. O de tortilla. Incluso a veces creo que he puesto cara de paella. Llámalo como quieras. El caso es que encuentro curioso el hecho de que con cuanta más gente esté, más lento se vuelve el tiempo. Algo así como una proporcionalidad inversa. Como las que te enseñan en primaria a lo «cuanta más gente vaya al cumpleaños menos dinero tendrá que poner cada uno para el regalo». El aire se vuelve espeso y recargado. Las palabras se vuelven inaudibles y la vista se torna borrosa. Es como si uno estuviera cayendo en un largo pozo cuyo fondo no puede ser visto. Un agujero negro.
Pero, eh, que no es tan malo como suena. En realidad se parece mucho a quedarse dormido. Quedarse dormido con los ojos abiertos. Es una sensación muy agradable; parece como si estuvieras flotando sobre el agua, con los brazos extendidos. Estoy en algún sitio, a oscuras. El eco del agua es como un mantra, una melodía que te invita a dejarte llevar por el momento y a disfrutar. A lo lejos a veces me llegan fragmentos de alguna melodía. Jazz, soul, blues, bossa nova… Incluso hay días en los que se perciben los estribillos de Let it be, de Heal the World, de Toscana… O el soundtrack de Undertale, Zelda, El castillo ambulante…
Simplemente me dejo llevar por el momento. Después, generalmente suelo volver a la realidad. Es saludable visitar el mundo interior de vez en cuando, pero uno no debe olvidarse de que vive en una realidad externa a su vez, y que si la descuida las consecuencias pueden ser desagradables. Esto le pasó precisamente a una niña que estaba en mi clase de primaria. Laura era una niña con una gran imaginación. Tenía tanta que le salía por las orejas. A mí la gente así me produce una curiosidad visceral. No son como el resto de la gente. ¿En qué estará pensando?
Sin embargo, pasaba demasiado tiempo en el interior y descuidó el exterior. Como era de esperar, cuando quiso volver ya era tarde. Las cosas habían cambiado mucho y ella se había quedado rezagada. Es difícil salvar tales distancias con el resto de la gente. Sobre todo cuando has estado de viaje. Me pregunto cómo le estará yendo a Laura. ¿Seguirá siendo la misma? Seguramente no. De esto hace ya mucho tiempo…
El proceso de volver a la realidad es muy distinto al de viajar al Interior. La sensación de entrar en él es como la de una caída en un pozo. Se te nublan los sentidos y las pupilas dejan de enfocar, de ahí que veas borroso. Te sientes somnoliento, y una sensación de calidez te inunda. La calidez de un hogar que te da la bienvenida, como el calor de la familia o los amigos. Por el contrario, el regreso al Exterior es todo lo contrario. Poco a poco empiezas a percibir los sonidos de tu alrededor y las pupilas se vuelven a enfocar. Al cabo de algunos segundos vuelves a estar en la realidad, y te sientes como si te hubieses despertado de un agradable sueño reparador. Es algo maravilloso. Mis despertares, para mi gusto, son de película. Ojo, no confundas los despertares de despertarse por la mañana con los despertares de regreso del Interior. Es muy importante no confundirlos, porque definitivamente no son lo mismo, y aquellas personas que frecuenten mucho aquel sitio podrán asegurarlo.
* * *
Como puedes ver, sentirse fuera de lugar no siempre es algo malo. Es más, ese sentimiento es precursor de varias de las mejores ideas que he tenido. Te hace reflexionar sobre el mundo y la vida. Y es precisamente de ésta última de la que se sacan las mejores historias. Yo siempre he creído que cada uno debe guiar su vida, su historia, de la mejor manera que pueda. Ya que solamente se tuvo, se tiene y se tendrá a sí mismo para cuidar. Todo lo demás es pasajero. Solamente estará uno mismo. Y como solamente está uno mismo, y sé que esto va a sonar muy egoísta, ha de mirar siempre por su bienestar ante todo. Porque si uno no está bien en el Interior, ¿cómo se supone que va a mostrar nada bueno en el Exterior? Y aquí estamos de nuevo con el Interior. ¡Condenado Interior! ¿Te das cuenta de lo importante que es?
Y es que en realidad, somos el reflejo de éste. Puedes considerarlo como la fuente de nuestra personalidad. Pero no de modo figurativo, sino literal. De hecho, imagínate una fuente. Como tú quieras. ¿La tienes? Vale, ahora añádele agua. ¿Ya? ¡Perfecto! Ahí tienes tu fuente de la personalidad. Cada vez que te sientas de alguna manera, que pienses en algo, que actúes de alguna forma…, en definitiva, cada vez que seas tú, habrá sido tu fuente la que te haya guiado. La mía, por ejemplo, es de tamaño mediano. Tiene una base lobulada y una amplia pileta para el agua con forma de concha. Y eso que el mar me da canguelo.
Cuando nacemos se nos asigna nuestra fuente. Ésta nos acompañará a lo largo de nuestra vida, y es nuestro deber mantenerla en buen estado. Esta tarea en los primeros años de vida no es nada difícil; es más, lo hacemos sin darnos cuenta. La pulimos tanto que incluso brilla más que las estrellas. Pero luego la cosa va perdiendo fuelle. Sobre todo en la adolescencia, donde se ven sobreexpuestas a bandadas de pájaros que las dejan hechas un asco. Por ello es extremadamente importante que cada uno, si todavía no ha pasado por esa etapa, proteja muy bien su fuente, que la mantenga impoluta y que aleje cuanto antes a los pájaros, sobre todo a los cuervos.
Es de vital importancia que se tenga mucho cuidado con estos últimos, porque pueden atorar la fuente con sus objetos brillantes. Por si no lo sabías, a los cuervos les gusta mucho todo lo que brille, y para no perderlo lo esconden en algunos lugares, entre los que se encuentran las fuentes. Si echan muchas cosas dentro, pueden romperlas, y arreglar una no es que sea muy fácil que digamos. Ni tampoco muy barato, las cosas como son.
Con el tiempo la fuente se va desarrollando y su alrededor se va poblando. ¿De qué? Pues de lo que quieras. ¿Qué te gusta? ¿La naturaleza? Crecen árboles. ¿El mar? Aparecen playas paradisíacas. ¿Quizá la montaña? Surge del suelo una cordillera espectacular. ¿O tal vez, los videojuegos, el dibujo, la lectura, el cine, viajar, los idiomas, el deporte o las construcciones? Intenta imaginar qué aparecería con todo lo mencionado anteriormente. ¿Una sala de recreativos?¿Una librería?¿Un bosque de películas?
Siempre nos suele hacer especial ilusión pasar tiempo en el Interior. Crear cosas de la nada, dar vida a personas de ficción, pretender que uno es el mejor en todo, poder hacer magia, ganar la lotería… Es increíble la de cosas que uno puede hacer allí. No hay más límite a la imaginación que la que se impone uno mismo. Allí no hay reglas, ni castigos, ni prejuicios ni críticas. Solamente tú y la libertad. Tú y el poder. Tú, contigo mismo.
La sala de control
El Interior es vasto. Infinito. Como infinitos son los números, las palabras, los idiomas, las ideas, el tiempo, el espacio… En ese infinito está todo lo que te hace ser tú. Y de entre esas cosas, el centro es la fuente. Pero también hay un sitio, un tanto diferente del resto, indispensable para el mantenimiento del mismo; la sala de control. La Central.
* * *
Era una noche tranquila. Yo ya estaba dentro de la cama, a punto de dormir. A mi izquierda tenía la sabanita, un trozo de tela cuadrado, extendida como si fuese una barrera. A mi derecha estaba Duro, mi conejo de peluche. Debía tener unos seis años. Había sido un día muy largo; en Lengua me habían hecho cantar el abecedario como cinco veces; en Deporte habíamos jugado al pilla-pilla; en Plástica habíamos estado jugando con la plastilina, y me había llenado de aceite las manos; y finalmente, en Inglés, cansada y sin ganas de dibujar un elephant, me había quedado dormida. Había vuelto a casa andando, me había comido la merienda y me pasé toda la tarde haciendo manualidades con bloques de patatas de colores del cubo Playmais. Recuerdo haber hecho una magnífica jirafa con tres patas, porque la cuarta no me cabía. También intenté hacer un barco, pero tampoco me debió de salir muy bien porque lo aplasté entre mis manos. Finalmente llegó la hora de la cena. Después, vi un rato Bob Esponja en la televisión y, por último, me fui a la cama. Estaba somnolienta y los párpados se me caían. Cuando se apagó la luz, y alguien en la oscuridad me dijo buenas noches, me quedé en la habitación a solas.
Cualquier padre se esperaría que yo me hubiese quedado dormida al instante. Total, no había parado en todo el día, y asumían que estaría exhausta. Y sí, lo estaba. Pero no me quedé dormida; me quedé con la vista fijada en el techo, mirando las estrellas luminiscentes que había pegado hacía poco.
Tras unos instantes mirándolas, sentí como si cayese en un profundo pozo. La vista se me tornó borrosa y de repente ya no me encontraba en mi habitación, sino en una pequeña sala sin luces. A pesar de que estaba completamente a oscuras, sorprendentemente podía ver como si estuviera iluminada. Era pequeña, y estaba llena de cosas. Enfrente de mí había unas pantallas enormes apagadas que cubrían la mayor parte de la pared. Bajo éstas, un largo escritorio. ¿O era otra cosa? Me acerqué con curiosidad y vi que tenían un montón de botones y palancas. En el centro un gran teclado, como el de un ordenador pero con muchas más teclas, cuyas funciones desconocía. Pasé la mano por él. Tenía una textura rugosa, como las de verdad. Pulsé una y de repente se encendieron las pantallas. Sobresaltada pegué un brinco, y al caer pisé algo. Me agaché y vi que era un libro. En su portada ponía Clase de Inglés. ¿Clase de Inglés? Qué extraño… Dirigí la mirada a las pantallas. Solo había ruido.
«Qué raro…», pensé para mis adentros.
Me dirigí al centro de la estancia, y esta vez miré a la izquierda de las pantallas. Desde el suelo hasta el techo se apilaban montones y montones de libros. Me acerqué al más próximo a mí. El primero se titulaba Primera vez en bicicleta. Lo cogí y lo abrí. Las páginas estaban en blanco.
—Jope… —dije en voz baja.
Pero justo antes de que dejase el libro donde estaba, apareció un holograma. Incrédula, me senté y lo contemplé con una creciente curiosidad. Un holograma. Nunca había visto uno. En él se mostraba una versión de mí intentando no caerme con una pequeña bici sin ruedines. Me acordaba de eso. Hacía poco había sido el cumpleaños de Nuria, una amiga de clase. Nos había invitado a varias a su casa a celebrarlo, y yo había estado intentando montar en bici con la bicicleta de su hermano pequeño. Al final, después de algunas magulladuras, lo conseguí. Embelesada seguí observando la misma imagen una y otra vez, ya que el holograma se repetía en bucle.
Después de ver la misma escena varias veces cerré el libro, todavía impresionada. Justo cuando las dos tapas se juntaron con un ¡poff! el holograma desapareció. Me levanté y ojeé el resto de los libros; A María se le cae un diente; Viernes tarde en el parque; Sábado en el skatepark con la minimoto… La lista continuaba y continuaba, y parecía que no había fin. A pesar de que la estancia era pequeña, seguían apareciendo más y más libros. Algunos que me llamaban la atención los abría, y de nuevo aparecía el holograma. Tras un buen rato echándoles un vistazo, me fijé que algunos estaban más viejos que otros. Tenían las páginas amarillentas y el lomo agrietado. Otros, por el contrario, eran más nuevos y al abrirlos te llegaba el olor a papel nuevo. Mmm. Me encanta ese aroma. Un poco más apartado había otro montón más sin título, a la espera de más recuerdos. Porque eso era lo que mostraban los libros, ¿no?
Al cabo de un rato me aburrí y volví a situarme en el centro. A todo esto, recordé que seguía a oscuras. Me acerqué a una pared y tanteé en busca de algún interruptor. Finalmente mis dedos rozaron lo que parecía ser uno, y lo pulsé. Al instante una luz cálida inundó la sala.
—Así mejor —asentí satisfecha.
Ahora podía ver mejor dónde estaba. Sí, me encontraba en una habitación pequeña con pantallas enormes, un panel de control, montones de libros desorganizados… Justo entonces me di cuenta de que a mi derecha había una puerta amarilla. Amarillo, mi color favorito. ¿A dónde iría? Al lado de ésta varios tubos de vidrio estaban sujetos a la pared. Dentro de cada uno había arena de distintos colores; rojo, amarillo, naranja, verde, azul, rosa, morado…, y no todos contenían la misma cantidad. Cada uno tenía su correspondiente cartel; Imaginación, Perseverancia, Ambición…, siendo el más lleno el primero.
—¿Para qué servirá todo esto?
Me acerqué para verlos mejor. Alargué la mano y le di un par de golpecitos al tubo más cercano, el de Imaginación. Sonó un agudo clic y no pasó nada. Como parecían muy frágiles, decidí no tocarlos más, no fuera a ser que se rompiesen y tuviese un problema. Además, esconder cosas tan grandes