Hashima: Historias de la espiral y otros relatos
Por D.F. Gallardo
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Hashima (isla del acorazado), es una pequeña isla del Japón perteneciente a la prefectura de Nagasaki, está deshabitada desde el año 1974, fue elegida Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en 2015, y también es el seudónimo empleado en el año 2022 para presentarme a los distintos concursos literarios en los que participé.
Lo recogido en este libro es una recopilación de veintiséis cuentos, relatos y microrrelatos de diversa índole, aunque todos ellos dotados de los tres ingredientes fundamentales por los cuales tengo predilección a la hora de escribir, sazonándolos en mayor o menor medida; a saber: humor, horror y suspense.
En cuanto a La Espiral...
La Espiral es un elemento deliberadamente ambiguo, misterioso, y ampliamente inexplorado hospedado en la totalidad de mis novelas; una infinita escalera de forma helicoidal suspendida en la nada conectando diferentes mundos, dimensiones y realidades a través del espaciotiempo, que ofrece a quienes se atreven a transitar por sus escalones puertas que se abren o cierran, destinos más o menos amables y compañeros, muchas veces, indeseables...
Del primer paso usted es su dueño, los siguientes quizá ya pertenezcan a La Espiral.
D.F. Gallardo
Las tres haches de la literatura: Humor, Horror y Huspense.
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Hashima - D.F. Gallardo
La ebanista, el corcel y el sabio
––––––––
Desde que tengo uso de razón he deseado convertirme en la propietaria de un caballo, y aunque suponía que el cuidado de una de estas nobles bestias no sería asunto cómodo ni sencillo, debido a la vida que me ha tocado vivir estoy aclimatada al trabajo duro; trabajar no me pesa siempre y cuando conserve las fuerzas, y el ejercicio físico tonifica el cuerpo liberando de paso a la mente de los chismes o miraditas maliciosas provenientes de esa gente que aún no conciben que una mujer sea capaz de manejarse ella sola.
Por todo ello no quería un rocín que me suavizase la dureza propia de las faenas agrícolas, sino un camarada amable que me hiciese compañía en el concepto de retiro que yo proyectaba. Mientras, invertía mi tiempo en ganar una gran suma de dinero, la suficiente con la que materializar el primero de mis anhelos: alejarme cuanto me fuese posible de una sociedad podrida de codicia, y mermada de valores, en la que jamás sentí tener cabida.
Así, luego de afianzar el futuro mediante unas inversiones, terminé de construir mi perseguida residencia en la montaña, desembolsando en el proceso un pequeño tesoro que se me fue en amoblarla y abastecerla de la cantidad que estimé oportuna de suministros, combustible y víveres con que tirar ese primer año. El remanente de mis menguadas riquezas me alcanzó para la adquisición de un carísimo boleto de participación en una rifa que era de veras extraordinaria, y sucedió que sin yo esperármelo (pues la buena fortuna no se espera, se disfruta), en efecto, gané.
¿Lo adivinan? El premio no era otro que un magnífico corcel al que describir de magnífico es quedarse incluso bastante corta. Los adjetivos no hacían ninguna justicia a un animal que gozaba de la consideración de héroe nacional; ¡sí, sí, como lo oyen!, puesto que se le atribuían destacadas actuaciones en una cruenta contienda a la que sobrevivió indemne... mas, sin su bravo jinete.
Tan pronto me fue entregado no quise demorarme por allí, notando encogérseme el corazón ante la agudizada envidia que despertaba mi suerte sobre los restantes concurrentes del sorteo; en ese preciso instante tomé la determinación de que dejaría la ciudad de una vez por todas, con lo que partí a refugiarme en la seguridad de mi recóndito hogar a lomos de la veloz cabalgadura.
Beneficiándome del buen oficio de mi hermano y sus duchos labrantes o entalladores de bloques de la cantera de rocas, junto con el asesoramiento de mis hábiles maestros de quienes aprendí una amplia gama de las destrezas de la carpintería, la casa se cimentó sin prisa ni pausa en una verde altiplanicie colindante a las orillas transparentes, y escasa hondura, de un lago con peces.
Mis vecinos de mayor cercanía consistían ser los leñadores que ocupaban a título temporal la caseta localizada ladera abajo, a alrededor de dos kilómetros de la ciudad por otros tantos de mí. Si a ello añadimos que el abrupto acceso a mi sanctasanctórum desalentaba hasta a esos osados senderistas que en alguna ocasión atisbé merodeando a distancia, mi sensación era de estar a salvo; existía una cañada de tránsito seguro a mi disposición y de ser menester, si bien del atajuelo no había otras personas al corriente.
En el comienzo las jornadas transcurrieron maravillosamente plácidas, repartiendo mis horas en los quehaceres de la vivienda, el campo, la pesca o la lectura de libros, junto al deleite de los paseos al paso y conmigo a su grupa, a veces al trote ligero, o a galope tendido, apurando tardes hasta engullirlas el sol del ocaso.
Sin embargo una mañana, después de prepararme el café e ir a beber sentada al aire como venía siendo mi costumbre adoptada, a sorbos entre calada y calada dada al cigarro, me percaté de un hecho sin lugar a dudas insólito, y que me puso del todo nerviosa: a medio palmo por encima del nivel del agua levitaba una puerta.
Exacto, lo han leído correctamente, eso es lo que he escrito. Se trataba de una puerta de madera densa, de tonalidad negrísima e incomparable a ninguno de los numerosos troncos, largueros y vigas que yo hube manipulado en mi dilatada carrera de ebanista. La puerta flotaba suspendida en el vacío exenta de apoyo o sostén visible sin suscitar perturbaciones en la mansa superficie del lago.
Aquí insertaré una aclaración, y es que a pesar de las aciagas impresiones que me transmitía la maldita puerta, la idea de no aproximarme e investigar me resultaba por entero inconcebible. Si hago memoria creo que me metí en el agua helada llevando aún las botas calzadas, y sumergiéndome hacia la mitad de las tibias avancé a la fuente de mi desasosiego con andar pesado, titubeante, advirtiendo mis miembros entumecerse a cada paso. En retrospectiva he de admitir que en cierto modo me hallaba hipnotizada por una fuerza irresistible, y que en paralelo ansiaba huir del sitio en dirección contraria, abandonándolo de inmediato.
Entonces escuché una voz. Alguien gritaba, y me gritaba a mí. «¡Oiga, aléjese de ahí, no continúe!», dijo. Giré el rostro y vi en tierra seca a un anciano agitando sus brazos, haciéndome señas; su aspecto todavía hoy lo definiría de un viajero bregado y sabio. Vi al hombre internarse en el agua sin un segundo que perder, chapoteando recortó distancias conmigo hasta lograr alcanzarme; arrancada de esa abstracción en que me hallaba inmersa tiró de mí en oposición a esa fuerza impeliendo a seguir, y salimos fuera.
«¡¿Quién es usted, de qué manera ha llegado hasta mi casa?!», lo interpelé entre agradecida y también inquieta por su presencia. «Le explicaría con gusto», respondió él con su voz profunda, «pero ahora eso no es importante; lo acuciante es atrancar esa puerta. ¿Dispone allá de tablas, herramientas y unos clavos?». Aludía a mi taller, ¡y recuerdo qué dicha sentí al poseer un hogar cabalmente pertrechado, y manos diestras para abordar esa tarea!
En su compañía traspuse a obtener lo necesario, y cruzando por delante del establo de mi corcel a ambos se nos hizo evidente el grave estado de excitación que había hecho mella en el animal.
—¡Sé apaciguarlos; enseguida me reuniré con usted! —dijo.
Complacida de la colaboración prestada adicionalmente a socorrerme en el lago, postergué las preguntas y corrí presta a hacer acopio de un puñado de estacas, varios puntales de hierro y gruesos maderos que cargamos juntos tras cumplir su palabra; viendo al caballo aplacado, confié sin cortapisas en el forastero.
Cuando regresamos al lago el sabio me aferró por los codos, y mirándome directamente a los ojos me habló con gran seriedad: «¿Sabe cómo pude rescatarla y salir de ahí con usted?», yo negué muda, sorprendida de no haber caído antes en la cuenta de eso. «Tenga», dijo introduciendo un librito en el bolsillo de mi pelliza.
Dado que aseguraba portar el único ejemplar en su posesión de algo que supuestamente me guardaría contra las ominosas fuerzas emanadas de la puerta, me encaminé sola al objetivo de forma gradual, manteniendo presente su advertencia de no abrir, hojear o leer de ese librito sin finalizar previamente mi cometido.
Persuadida de su amparo, no temblé al posar las manos en la vibrante rugosidad de esa madera en donde rápido comencé a apuntalarle travesaños contra el marco con metódica eficacia, impávida de las sacudidas que la estremecieron violentamente, y llevándome a imaginar una horda de diablos pugnando por pasar. Cada uno de mis martillazos encontraba su eco en los graznidos o rezongos filtrados por los huecos de las junturas entre listones. Por si con ello no bastase para intentar disuadirme de mi empeño, no tardó en manifestarse una nauseabunda substancia oleosa de coloración ocre, rezumando del otro costado, y que vertida en cascada directa a las aguas siseó, burbujeó y armó un virulento borbollón entrada en contacto con la pureza del líquido elemento. De ese lago emponzoñado se desprendió una vaharada de gases nocivos que trepando a la atmósfera se encaramaron a mi órbitas, penetrando por mi garganta utilizando de vía las fosas nasales. Tosí reiteradamente tras sufrir intensos estertores, me manaron regueros de lágrimas de los ojos e incluso vomité lo poco que albergaba mi estómago, no obstante y a despecho de todo, vencí. Evaporados los efluvios cejó el brote de miasma y los gruñidos; la puerta, de nuevo inmovilizada, constaba en conclusión, sellada.
«¡¡¡Lo hice!!!», grité victoriosa, alzando mis puños en alto. «¡¿Lo escuchó, anciano?, lo hice, y ha sido gracias a su ayuda!». Me sentía tan exhausta como pletórica, y en esos momentos de feliz regocijo por fin abrí el librito, comprobando estupefacta que estaba íntegramente en blanco, de la primera a la última página...
Al descubrir la ausencia de los dos, fui consciente de su ardid.
La puerta permanecía, y allí estará, flotando suspendida en el vacío exenta de apoyo o sostén visible sin suscitar perturbaciones en la mansa superficie