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Sin cadenas: Nuevas formas de libertad en el siglo XXI
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Sin cadenas: Nuevas formas de libertad en el siglo XXI
Libro electrónico301 páginas3 horas

Sin cadenas: Nuevas formas de libertad en el siglo XXI

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La familia, el amor, la amistad, las relaciones laborales, la salud, el hogar, el ocio, son ámbitos cotidianos en los que las mujeres pueden experimentar la libertad, tal como se argumenta en este libro desde ángulos antropológicos, psicológicos y literarios. Se analizan las causas del sometimiento femenino a la estructura social y se ofrece una propuesta esperanzadora de futuro que implica a ambos sexos, ya que sólo modificando las relaciones entre hombres y mujeres podrá diseñarse la nueva realidad que se pretende.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 may 2023
ISBN9788427730823
Sin cadenas: Nuevas formas de libertad en el siglo XXI

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    Sin cadenas - Sara Berbel Sánchez

    1. Amor

    Coro de voces

    Paula: Soy una princesa de un cuento de hadas y no encuentro a mi príncipe. He conocido a muchos y todos me parecen feos, malos o aburridos. ¿Alguien sabe dónde está el mío?

    Clara: Soy Medea: una mujer que ama a su hombre con locura. Si él no me quiere, me quito la vida. Si se va con otra, los mato a los dos.

    María: Soy como el holandés errante. Llevo años y años vagando en solitario.Ya sólo quiero morir.

    Rosa: Soy Madame Bovary.Tengo un amante y un marido. Sé que soy culpable y me siento muy mal.

    Anabel: Soy el patito feo que nunca se convierte en cisne.Todos los hombres acaban burlándose de mí y ninguno me quiere de verdad. Quieren pasar el rato, pero no tomar compromisos serios, como casarse, por ejemplo.

    Alba: Soy una prostituta: me gustan todos y tengo todos los hombres que deseo.

    * * *

    Clara: Respondo a Paula: en el fondo del mar, matarile-rile-rile, en el fondo del mar, matarile-rile-rón.

    Anabel (a Alba): Si tienes todos los hombres que deseas, ¿a cuál de ellos amas?

    Rosa (a María): La vida está en ti. No la busques afuera. ¿Por qué vagas buscando un hombre? Búscate a ti misma y verás que es suficiente.

    María (a Rosa): Tienes dos hombres y te quejas… Creo que yo sería feliz amando a dos hombres.

    Alba (a Clara): Creo que te falta amor y te sobra locura.

    Paula (a Anabel): Yo te veo como Caperucita. Crece y deja de jugar con el lobo. Coge flores y disfruta del paseo. Si quieres, yo te acompaño…

    El amor ha sido el invento que mayor rentabilidad social ha proporcionado al poder establecido respecto al sometimiento de las mujeres. Puedo afirmarlo después de haberle rendido tributo, saboreado sus ternuras, asumido sus sacrificios y exorcizado sus culpas. Sabemos que, en demasiadas ocasiones, por amor se ha controlado, encarcelado, infantilizado, esclavizado y asesinado a las mujeres.Y también por amor ellas aceptaron sin remedio esos durísimos destinos.

    Una tarde me habían invitado a dar una charla sobre el asociacionismo femenino en un centro cívico de una ciudad próxima a Barcelona. Había preocupación entre las organizadoras por la escasa participación de las mujeres en las entidades cívicas y políticas de la localidad. «En cambio —me dijeron— hemos tenido un gran éxito en el concurso de poemas. Parece que a las mujeres sólo les interesa el amor». «Bien —contesté— pues hablemos del amor». Por eso inicio mi reflexión con este asunto, porque la nueva construcción de nuestra historia individual y colectiva requiere el análisis del amor, los engaños a que conduce, las trampas que esconde y el entramado normativo que lo controla. Hablando del amor también estamos haciendo cultura, sociología e incluso política, la más alta posiblemente, ya que cuestiona el modelo de relaciones imperante. Pero, por encima de todo, apuntamos al núcleo básico de las experiencias femeninas, aquellas que conforman nuestra fortuna o el fracaso vital más doloroso y en las que todas nos reconocemos. Se confunde el amor con las relaciones de posesión, con la exclusividad en la pareja, con la dependencia, la necesidad o el miedo a la soledad. Se llama amor a múltiples vínculos que no necesariamente lo son. Esto no significa que el amor no sea posible o conduzca al fracaso inexorablemente. Existe y gracias a él los seres humanos estamos vivos. Pero se trata de otro tipo de amor que analizaremos al final de este capítulo. Una forma de amor en libertad, poco conocida y menos practicada.

    Para empezar, debemos constatar que el concepto de amor ha cambiado a lo largo de la historia. Se ha producido una alternancia en el predominio del amor sexual (asociado a la reproducción de la especie), el amor religioso, el amor ideal o el cortés, aunque en muchas épocas han convivido paralelamente y aún hoy hallamos todos esos aspectos dando forma al sentimiento amoroso.

    El amor entre hombres y mujeres, tal como lo conocemos en la actualidad, proviene de los nuevos modelos que sobre el sentimiento amoroso aparecieron en la Baja Edad Media. En esa época surgieron una serie de perspectivas diferentes respecto al tratamiento del amor que suelen agruparse con el nombre de «amor cortés», término que se acuñó para designar el nuevo estilo amoroso y cultural que se desarrolló en torno a la intensa vida social de los castillos de la época, la «Corte», y que pretendía marcar diferencias sociales a través de nuevos modelos de comportamiento.

    Anteriormente la canción popular y luego los trovadores habían desarrollado coplas y canciones festivas en las que el hombre salía a «cazar» a la amada en huertas y jardines. Este «amor del cazador» es muy frecuente en la lírica primitiva (Virallonga, 1992). La propia asimilación del término amor a caza da idea de la teoría implícita: el hombre somete a la mujer en el lance amoroso. Esta idea subyace en la mayoría de formas amorosas, aunque no siempre está tan claramente explicitada. El amor cortés, en cambio, pone el acento en la glosa de reinas, santas y heroínas del pasado, creando una literatura específica que Amelia Valcárcel (1997) llama «discurso de la excelencia de las nobles mujeres». Los poetas provenzales de hace ocho siglos cultivaron un tipo de poesía en que la dama, elevada e inaccesible, hacía del caballero su vasallo, ordenándole proezas a voluntad antes de concederle la más mínima prueba de su amor.

    El amor cortés se deriva probablemente del énfasis en el culto mariano que se produjo entre los siglos XIII y XV. El primer cristianismo no había tenido en especial consideración a la Virgen María, en línea con su concepción general de las mujeres. Sin embargo, en la Baja Edad Media, una edad dura y oscura, la gente se volcó hacia una figura más compasiva y cercana que Jesucristo, su madre María. Esto produjo un cambio en el enfoque religioso popular y, en consecuencia, en la consideración de las mujeres en general. Algunos escritores comenzaron a glorificar a la Virgen (un ejemplo lo proporciona Gonzalo de Berceo en Los milagros de Nuestra Señora). Es de destacar que la relación literaria entre la Virgen y el ser humano es muy similar a la que mantienen un señor y su vasallo en el feudalismo. De aquí probablemente surgió el paralelismo del amor cortés, en el que los poetas se convertían en vasallos de las mujeres amadas, siempre damas de la nobleza llamadas Midons. En ocasiones se ha querido ver en este estilo amoroso una cierta subversión del sistema ya que se trata de una doble ruptura del código feudal: la dama debe ser casada y el trovador, su enamorado incondicional, de un rango inferior. Según esta orientación, se produce otra transgresión del código señorial cuando la noble dama olvida voluntariamente su rango y cede su soberanía, circunstancias ambas que no aparecían en líricas anteriores.

    Esta nueva creación literaria en forma de poemas y canciones sirvió para educar a las mujeres en nuevos modelos de feminidad, mostrándoles los comportamientos adecuados a su sexo y fijando el nivel de autoestima de las pertenecientes a la nobleza. En realidad, ellas siguieron estando bajo la dominación masculina y no se produjo ningún cambio en la estructura social, de modo que se puede afirmar que la invención del amor cortés perpetúa el statu quo de los grupos en el poder al tiempo que acrecienta la división entre las clases sociales.

    Mientras los poetas del amor cortés ensalzaban las virtudes de las nobles damas, otro discurso competía en la sociedad de la Edad Media, suscrito por la Iglesia, pero, también, por la filosofía pretendidamente laica: el de la inferioridad natural de las mujeres. Este discurso paralelo ponía de manifiesto los defectos y la incapacidad congénita femenina, fundamento que recogerán algunos de los grandes filósofos del siglo XIX, como veremos más adelante.

    Sin embargo, lo fundamental es que ninguna de las concepciones expuestas ponía en duda el sometimiento de las mujeres a la autoridad masculina. La discrepancia se halla en el tratamiento que se les da, idealizado y pretendidamente respetuoso desde el amor cortés, y destacando su falta de dignidad y de derechos desde la Iglesia y la filosofía. Ambos comparten que el destino natural de las mujeres es ser dominadas por los varones, siendo la premisa fundacional la del Génesis cuando el propio Dios hebreo pone palabras a esta dependencia de por vida:

    A la mujer le dijo: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás a tus hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará». (Génesis, 3, 16).

    Sometidas desde siglos a esta durísima maldición, no es extraño que los poemas provenzales parecieran un bálsamo a las aristócratas del medioevo. El amor cortés contribuyó, como una caricia a una víctima maltratada, a que este sometimiento fuera menos evidente y más dulce.

    Un objeto amoroso

    Enredadas en la trama de los sentimientos, las mujeres avanzaron titubeantes pero imparables en la defensa de sus derechos. Las sufragistas del siglo XIX reivindicaron libertad e igualdad política, pero se cuidaron mucho de asegurar la permanencia de los lazos familiares. No en vano habían aprendido de sus antecesoras, las revolucionarias de los clubes de mujeres de la Francia de 1789, que abandonar la familia y querer ser ciudadana libre tenía consecuencias nefastas para la supervivencia, tales como la guillotina o el encarcelamiento perpetuo. Los vínculos de dependencia con esposos e hijos quedaban así salvaguardados: el hogar continuaba siendo el espacio del reinado femenino y los cimientos de la sociedad permanecían a salvo.

    Tengo que decir, en honor de la verdad, que todo un escenario filosófico y político excepcionalmente misógino se diseñó en esos momentos para contrarrestar el empuje de nuestras admirables antecesoras, las sufragistas, hacia la igualdad de derechos con los hombres, escenario al que también se sumó el arte de la época. Parece lógico que el siglo XIX, un siglo en que la ciencia y la técnica dieron un gran avance, interpelara el fundamento religioso de la «inferioridad natural» de las mujeres. En la época del ferrocarril y el positivismo resultaba difícil sostener y hacer creer que Eva hubiera introducido el pecado en el mundo precisamente por desear alcanzar la sabiduría y que la justicia divina la hubiera condenado junto a todos sus descendientes por los siglos de los siglos (no olvidemos que el castigo se produjo al aceptar Eva un fruto prohibido ofrecido por la serpiente —antiguo símbolo matriarcal del saber— que le permitiría el acceso a la sabiduría al comer del árbol del conocimiento). La filosofía acudió prestamente al relevo de la teoría religiosa y en apoyo de las creencias tradicionales, cimentando la estructura social y familiar de discriminación con nuevas ideas y renovados discursos. Hegel, Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche son algunos de los admirados padres de la civilización europea decimonónica. Elaboraron un pensamiento argumental que algunos autores y autoras han llamado «misoginia romántica» (Valcárcel, 1997) con el que conceptualizaron el papel de los dos sexos y consolidaron la situación de inferioridad del «segundo sexo», el femenino, por supuesto.

    Podría objetarse a este planteamiento que la filosofía está muy alejada de la vida cotidiana de las personas y que lo que algunos filósofos diserten con mayor o menor lucidez en sus tribunas universitarias, poco puede incidir en las experiencias diarias de cada mujer. Sin embargo, es un error menospreciar su influencia.Tal vez en la actualidad hayan perdido cierto predicamento ante la preeminencia del pensamiento único económico y globalizador (a pesar de que también éste descansa, como es obvio, sobre una postura filosófica) pero, desde Sócrates, Platón y Aristóteles, la sociedad occidental ha guiado sus pasos y construido sus marcos conceptuales en buena medida de acuerdo con los discursos de los grandes pensadores. Aunque parezca asombroso, si las mujeres deben permanecer en el hogar o no, si serán castigadas por adulterio o no, si deberán enamorarse del esposo o no, si contribuirán en alguna medida a la educación de sus hijas e hijos o no, todos esos hechos concretos dependerán del pensamiento predominante en la sociedad occidental, y son los que interpretan la historia, poetas y filósofos quienes generan ese pensamiento. En realidad, tanto Hegel como Schopenhauer, Kierkegaard o Nietzsche (y, desde la filosofía económica, los propios Marx y Engels) fueron muy respetados e influyeron decisivamente en la orientación científica y humanística del siglo en que vivieron, así como en los venideros.

    Es importante comprender la incidencia de la cultura de cada época, en este caso de mano de la filosofía, en la configuración del concepto de amor, pero también en la creación de los sentimientos amorosos. Como seres sociales que somos, nuestros sentimientos y sensaciones están modelados por aquello que se espera de nosotros. Los sentimientos no son tan libres como podría parecer. Nuestros vínculos afectivos responden a la época en que vivimos, a la clase social a que pertenecemos e, incluso, como estamos viendo, al género que nos corresponde. Por eso las ideas que determinan nuestra cultura tienen tanta relevancia a la hora de explicar las situaciones cotidianas.

    A diferencia de Hegel o de Nietzsche, filósofos ambos complejos y difíciles de entender para quien no esté avezado en estos asuntos, Schopenhauer tenía un estilo directo y sencillo, lleno de ejemplos que lo hacían inteligible para casi todos los ciudadanos que tuvieran acceso a cierta cultura.Voy a utilizar específicamente su pensamiento como exponente de una lógica muy influyente en su época y filosofía todavía respetada.

    Al considerar que las mujeres son una estratagema de la naturaleza para perpetuar la reproducción de la especie humana, Schopenhauer las convirtió en un mero reclamo necesario para cumplir los designios naturales. Para él, las mujeres no tienen inteligencia, ni capacidad artística, ni sentido de la justicia ni capacidad de amor. A este último tema precisamente, al amor, dedicó una parte importante de su pensamiento que vale la pena revisar para comprender algunas de nuestras culpas presentes.

    De entrada, el insigne filósofo considera que los únicos seres con capacidad amatoria son los varones:

    Antes de juzgarme, que se den cuenta (los enamorados) de que el objeto de su amor, o sea, la mujer… (1993: 44).

    Su escritura no va, por tanto, en ningún caso dirigida a las mujeres. Los hombres son los destinatarios naturales del pensamiento. Por otra parte, el objetivo amoroso es sólo asegurarse la generación futura, es decir, la procreación. De ahí que las amantes preferidas sean jóvenes, bellas y sanas para lograr hijos con esas características. Sin embargo, no pensemos que se refería a la belleza actual; una buena prueba del relativismo cultural es su frase: «una mujer alta y flaca es repulsiva de modo sorprendente» (1993:60). Una vez más, la mujer se constituye en objeto de amor, mujer recipiente para cumplir designios más altos, masculinos, evidentemente. Éste es un ejemplo especialmente claro de cómo la filosofía sustituyó a la Iglesia desde una defensa naturalista (y, por tanto, esencialista e inamovible) de los valores tradicionales. Puesto que el amor se fundamenta en un instinto dirigido a la reproducción de la especie, cualquier desviación de ese propósito, como las relaciones entre personas de un mismo sexo, no son más que un vicio contra-natura.

    La visión de Schopenhauer es absolutamente naturalista. Considera que los designios de la especie son muy superiores a los de los individuos, de manera que un hombre se sacrifica por la especie cuando se enamora, aunque él no sea consciente de ese proceso. Por eso la pasión tiene con frecuencia desenlaces trágicos y el amor conduce a la desdicha más que a la felicidad: las exigencias del amor entran en conflicto con el bienestar personal del amante. Un hombre noble y sabio puede (y suele hacerlo, según el filósofo) enamorarse de la más zafia o superficial de las mujeres y cumplir el mandato de la ley natural a costa de su felicidad. No existen los matrimonios felices si no se asume esta realidad biológica. Por supuesto, esta desgracia no es ajena a la falta de inteligencia y virtudes de las mujeres a quienes los hombres escogen como objetos amorosos sin poderlo evitar.

    Kierkegaard es más elegante que Schopenhauer en sus expresiones, más sutil, pero apuntala con igual éxito el nuevo edificio de ideas y valores que debería sustituir al religioso que había quedado obsoleto. Este filósofo retoma la formulación galante del amor cortés bajomedieval pero elimina al sujeto real que es objeto de amor, es decir, a la dama. El varón se imagina a la amada en su perfección, es un sueño, una entelequia (no en vano Eva surgió del sueño de Adán) y no existe ninguna mujer real que pueda encarnarlo. Por eso el amor no puede nunca realizarse. A pesar de ello, los hombres deben convertirse en seductores que fascinen a las mentalmente limitadas mujeres, y así conseguirán que ellas se esfuercen al máximo en acercarse a su fantasía, al objeto de amor que ellos idearon. Es la función primordial femenina: estar bella y dispuesta a agradar a su hombre ya que «el verdadero fin de la mujer es existir para otros» (Amorós, 1987). Elegir a las esposas por su belleza o su prestancia social es todavía frecuente entre los varones actuales: muchos datos estadísticos lo avalan. Escuchar algunas conversaciones de hombres solos en un bar o en un gimnasio puede ser también ilustrativo para comprobarlo. No exigen que sus mujeres sean inteligentes o sabias (esta perspectiva está todavía lejana del imaginario social y más bien provoca temor), pero sí que puedan sentirse orgullosos de ellas en sociedad y presumir, si se tercia, ante los amigos, los jefes o la familia.

    Por su parte, también Nietzsche, en La voluntad de poder, se apoya en la naturaleza para establecer un sistema ordenado de diferenciación sexual, aunque se diferencia de sus colegas en que lo hace desde la perspectiva de dos opuestos: la fortaleza y la debilidad.

    ¡Y finalmente, la mujer! La mitad de la humanidad es débil, está crónicamente enferma, es mudable, tornadiza. La mujer requiere… una religión de los débiles que glorifique la debilidad, el amor y el recato como divinos, o mejor aún, ella vuelve débiles a los fuertes, consigue vencer a los fuertes. (1981:45).

    Esta distinción entre fuertes (varones) y débiles (mujeres) se refleja naturalmente en un sistema de valores según el cual la potencia individual rige a los fuertes y el instinto del grupo-rebaño a los débiles. La consecuencia es, una vez más, que las mujeres deben depender de los hombres por pura supervivencia ya que la libertad no está inscrita en su débil naturaleza y sí en la moral masculina.Y el amor es la piedra de toque que completa la desigualdad entre los sexos:

    …jamás admitiré que pueda hablarse de derechos iguales del hombre y de la mujer en el amor; no existe tal igualdad de derechos. El hombre y la mujer entienden por amor una cosa diferente (…) Lo que la mujer entiende por amor es clarísimo abandono completo en cuerpo y alma (no sólo abnegación) sin miramientos ni constricciones (…) Supuesta esta carencia de condiciones, su amor es una verdadera fe, su única fe. El hombre (…) está a cien leguas de las hipótesis del amor femenino; suponiendo que haya hombres que sientan la necesidad de aquel abandono completo, esos hombres no son hombres. (1979: 110).

    Aunque Nietzsche muestra muchas contradicciones en su propio pensamiento, es lo bastante coherente en su misoginia como para ejercer una influencia precisa en la sociedad de su época y posterior. De nuevo queda justificada la inferioridad natural de las mujeres, en esta ocasión, debido a su debilidad congénita que las priva de valores (al menos de los importantes) y las relega a un segundo plano en sus

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