Pensar con el corazón: Hannah Arendt, Simone Weil, Edith Stein, María Zambrano
Por Laura Boella
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Sus voces se han hecho apreciar tanto por su rigor científico como por la sensibilidad cálida y humana que las llevó a acoger un problema y a pensar la solución con el corazón. Hannah Arendt, intelectual elegante y reservada, tomó parte relevante en los debates filosóficos y políticos en los años cincuenta y sesenta. Simone Weil, atormentada y áspera, encarnó el esfuerzo de participación personal en el sufrimiento provocado por el poder y la técnica. Edith Stein, destacada colaboradora de Husserl, pasó finalmente al Carmelo y murió en Auschwitz. María Zambrano, exiliada, poeta y soñadora, interpretó con rigor y sentido trágico la espiritualidad española. Cuatro mujeres imprescindibles del pensamiento femenino del siglo XX.
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Pensar con el corazón - Laura Boella
1. Hannah Arendt
1906-1975
De noche, mientras estaba encogida en mi litera… pensaba:
«Vamos, déjate ser el corazón pensante de esta barraca…»
Etty Hillesum, Diario 1941-1943
Hannah Arendt es una pensadora muy conocida, sobre todo como teórica de la política. Tras el eclipse de la confianza en los grandes sistemas de interpretación económico-social, como el marxismo, el pensamiento de Hannah Arendt se muestra fuertemente anticipador de los problemas fundamentales de nuestro tiempo. Ella fue la primera en construir la noción del totalitarismo (Los orígenes del totalitarismo, 1951-1958) y la suya, la voz más fuerte para denunciar la reducción de la esfera práctica —la dimensión de experiencia que caracteriza la época moderna— a mero hacer productivo, finalizado en un objetivo, y la consiguiente pérdida del potencial de innovación y sobre todo de resistencia frente a la inercia de los mecanismos sociales propios de la acción entendida como presencia concreta de cada individuo en el mundo y en la relación con los semejantes (Vida activa, 1958).
Hannah Arendt habla intensamente a nuestra sociedad desilusionada de la política, al reclamar una idea del poder como capacidad de iniciativa, no de titularidad de un rol o de una autoridad para disponer de los destinos de los demás, y reclama también una idea de la política con una dimensión existencial, que atraviesa toda forma de actividad y de experiencia, que no es técnica de gobierno sino arte y placer de estar juntos, de intercambiar ideas y palabras.
Hannah Arendt hacia 1930
Estos primeros aspectos de Hannah Arendt, que señalan su fuerte presencia en el debate filosófico-político contemporáneo, se acompañan de otro elemento relevante. Junto a Simone Weil, María Zambrano y Edith Stein, Arendt es una de las más insignes exponentes de la tradición del pensamiento femenino del siglo XX: una tradición que no puede ser escondida, sino, al contrario, reconocida como uno de los aspectos más importantes y originales de nuestra época.
Hay un vínculo estrecho entre la originalidad e importancia de las ideas de Hannah Arendt y su existencia: una mujer emancipada, educada por su madre en la independencia y la autonomía, una vida marcada por los acontecimientos más terribles del siglo XX, la shoah, el nazismo, la emigración a los Estados Unidos.
La relación entre el pensamiento y la vida es esencial cuando nos aproximamos a ella. Pero es sorprendente el hecho de que esto no ocurra con pensadores que han vivido dramas e intereses análogos (basta pensar en los maestros de Arendt, Heidegger y Jasper, o en sus amigos Benjamin, Jonas y otros): la persecución antijudía, los efectos destructivos de la técnica, la adhesión al marxismo y el entusiasmo por la revolución. Para Hannah Arendt hay un vínculo esencial entre pensamiento y vida, que no debe entenderse como relación de elementos heterogéneos, según un estereotipo por el que, mientras los pensadores transforman en «competencias filosóficas» la experiencia de la historia y de la existencia o quizá sucumben bajo el peso de la contradicción entre vida y pensamiento o se mantienen fuera, aislándose en la tierra de nadie de la especulación, las pensadoras son más sensibles a la inserción de las emociones en las ideas, más abiertas y también más vulnerables a la presencia de las vivencias humanas, la vida, la muerte, el dolor.
A propósito de Hannah Arendt es indispensable hablar de su judaísmo y de su participación en los acontecimientos del siglo XX, de su postura antiprofesional en filosofía (no quería ser llamada filósofa, sino teórica de la política). Esto no significa hablar de otra cosa, introducir en el discurso elementos existenciales o biográficos. Significa sobre todo que en su pensamiento está inscrita la huella de una experiencia de vida, de una relación con la realidad que, para ella, se ha convertido primariamente en objeto de reflexión, ha estimulado el ejercicio de su pensamiento pero, al mismo tiempo, ha quedado separada del mismo, manteniéndolo abierto y vivo y, precisamente por esto, ha logrado la audacia y la originalidad, la independencia y el carácter anticipador.
¿Quién era Hannah Arendt?
«Tengo un sentimiento de superficialidad en todo lo que hago: todo me parece frívolo comparado con lo que hay en juego. Sé que tal sentimiento desaparece cuando me dejo caer en el vacío entre pasado y futuro, que es el lugar temporal propio del pensamiento. Esto no lo puedo hacer mientras enseño, porque ahí debo estar yo entera».
Así escribía Hannah Arendt a su amiga Mary McCarthy el 9 de febrero de 1968¹. Este fragmento refleja el meollo de su personalidad como pensadora: como veremos, se refiere a un tema fundamental de su reflexión, pero envuelto en la verdad de una experiencia existencial. En medio, está la revelación de sí misma a una amiga, cosa que hacía muy raramente. Hannah Arendt consideró siempre lo privado, la esfera de los sentimientos, como un ámbito secreto, que sólo la violencia de la exposición a los reflejos de la fama o de la brutalidad de un destino de persecución podría violar. La primera vez que la entrevistaron en televisión, hubiera querido que la enfocaran por la espalda. En su extrema reserva, esta actitud no era sino la preservación de una esfera de delicada intimidad sólo para ser compartida con personas reales: los hombres amados, las amigas, los amigos.
Consideremos otra, muy diferente, revelación de sí misma. Hannah Arendt habló de sí, en un áspero pasaje, en el contexto de uno de los más bellos ensayos que escribió: el discurso pronunciado en 1960 con ocasión de la concesión del Premio Lessing. Entonces reflexiona sobre la experiencia del prestigioso reconocimiento tributado a quienes, como ella, perseguida, obligada a emigrar, intelectual militante en las filas del sionismo, no habían logrado nunca una relación armoniosa con el mundo, al contrario, formada sobre textos de Heidegger, que condenaban duramente el conformismo y la homologación de las masas, no podía más que sospechar la aceptación y la fama. En medio de estas consideraciones, irrumpe imprevistamente y habla en primera persona:
«Si yo subrayo explícitamente mi pertenencia al grupo de los judíos perseguidos desde el principio en Alemania… no puedo pasar en silencio el hecho de que, durante muchos años, he considerado que la única respuesta adecuada a la pregunta: «¿quién eres?» sería: una judía… no hago sino reconocer un presente político, a través del cual mi pertenencia a ese grupo habría resuelto la cuestión de la identidad personal en el sentido del anonimato»².
Las dos revelaciones de sí misma, tan diferentes, nos ponen ante la relación entre Hannah Arendt, su tiempo y ella misma, que no tiene nada del esquema convencional de la aventura o de la participación en los acontecimientos políticos que ponen en segundo plano o transforman la vida del individuo, dándole un sentido más alto, y menos aún con la reivindicación de una centralidad de la persona respecto a la violencia de la historia. Aquí no hay sumisión ni a la historia y la política, ni afirmación de los derechos del individuo.
Hannah Arendt pensó siempre que sería una maldición vivir en «tiempos interesantes»: el énfasis que su teoría política pone en la participación en la vida pública no impide que, como muestra la cita de la carta a Mary McCarthy, ella no fuera completamente un animal político. Al mismo tiempo, la quietud y concentración que parece sugerir su dejarse caer del lado del pensamiento, se acompaña de un fuerte impulso a hacer. Pero aquí no hay identidad personal, autoafirmación, sino anonimato, unido a un total compromiso.
A la pregunta: ¿Quién eres?, la respuesta es llamarse a sí misma judía, algo que indica una raíz de nacimiento, de cultura (o una función, como la enseñanza), pero no corresponde a una pertenencia, a una profesión, a una identidad de la que disponer, sino a la realidad de un acontecimiento de portada histórica mundial, como la persecución y el exterminio, o también el preciso cumplimiento de una función civil.
No estamos sólo ante la inquietud existencial de una mujer de gran inteligencia y de rara intensidad afectiva: estamos ante uno de los nudos teóricos fundamentales del pensamiento de Hannah Arendt, pensando, al mismo tiempo, en sí misma y en el mundo. Aquí está la raíz de su modo innovador de escribir la historia, más allá de su intención, con la reflexión filosófica, de describir experiencias, no de construir