Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Hijas de la igualdad, herederas de injusticias
Hijas de la igualdad, herederas de injusticias
Hijas de la igualdad, herederas de injusticias
Libro electrónico361 páginas5 horas

Hijas de la igualdad, herederas de injusticias

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Este libro invita a reflexionar sobre el concepto de igualdad, su significado y efectos en las personas nacidas en las décadas de 1970-1980, época de la plena expansión de las vindicaciones feministas, llamadas por la autora Hijas de la igualdad. Describe cómo en su vida coexisten muchas formas de desigualdad, injusticia a secas, disimuladas bajo espejismos de igualdad. Se mueven entre los límites de un suelo pegajoso y un techo de cristal, invisibles ambos tras el velo de un sexismo sutil de cargas familiares y disponibilidad amorosa, que hipotecan sus tiempos y espacios, y de obstáculos y prejuicios sobre su valía, que entorpecen el desarrollo de sus carreras profesionales y laborales. Son, además, población de riesgo para la violencia de género en todas sus manifestaciones. De todo ello trata este libro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 may 2023
ISBN9788427730564
Hijas de la igualdad, herederas de injusticias

Relacionado con Hijas de la igualdad, herederas de injusticias

Títulos en esta serie (20)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Métodos y materiales de enseñanza para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Hijas de la igualdad, herederas de injusticias

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Hijas de la igualdad, herederas de injusticias - María Elena Simón Rodríguez

    1. Entre la democracia y el machismo, ¿la igualdad?

    Los últimos dos siglos han sido sumamente interesantes para las mujeres. ¿Podríamos aventurarnos a decir que para todas las mujeres? No, a fuer de caer en una tremenda generalización a la que nos tiene acostumbradas el patriarcado, considerando las cuestiones de las mujeres con poco rigor y pensando y haciendo que se piense en nosotras como en un todo indiferenciado, derivado de la naturaleza femenina reproductiva de la especie que, por cierto, es lo único en lo que coincidimos exactamente todas las mujeres del mundo, de aquí y de allá, de ahora y de otrora, del campo de África y de los rascacielos de Manhatan.

    Pero las mujeres tenemos también en común una larga historia de sumisión, invisibilidad y designación para el servicio a los varones. El privilegio de disfrutar de este servicio en exclusiva es también algo que une a los hombres del mundo, desde los más poderosos hasta los más míseros, y ello ha sido acuñado por las múltiples ceremonias de matrimonio que en el mundo se dan y se han dado. Cualquier hombre casado cree tener derecho a obtener servicios de «su» mujer: servicio sexual y reproductivo, sin distinción de clase ni de cultura, y servicio doméstico, personal y social para los varones que creen mantener económicamente a sus mujeres, aunque de hecho no sea así por falta de recursos económicos que les impiden sostenerlas.

    También diremos aquí que a estas diferencias y a otras que nombraremos más adelante, les llamamos desigualdades de género y siempre tendrán que ver con relaciones de poder desigual y con los aprendizajes de ciertas habilidades para desempeñar los papeles jerárquicos de superior masculino o de inferior femenino.

    ¿Por qué decía que los dos últimos siglos han sido muy interesantes para las mujeres? Porque, amparadas en la sombra de los principios de la Ilustración acuñados por la Revolución Francesa, una parte de las mujeres del mundo —las que habitamos en los países democráticos— hemos podido ser consideradas como individuas libres e iguales en derechos. Esta concesión ha traído como consecuencia la ampliación de la ciudadanía a la mitad a la que se le había negado.

    Cientos de tratados hechos por los sabios rectores del conocimiento: moralistas y teólogos, filósofos y políticos, escritores, científicos o poetas, varones respetados y reconocidos¹ en todo tiempo y lugar, han desarrollado un pensamiento excluyente y unas prácticas socializadoras represivas de la libertad de las mujeres, para poder sostener la privación y basar las prácticas de su sujeción al hombre en principios divinos o biológicos inamovibles. Con ello demostraban que Dios o la naturaleza hizo de estos seres femeninos algo débil, simple, flojo, vulnerable e incapaz de ser, pensar, gobernarse o conducirse por sí mismas y, por tanto, acreedoras de control y protección a un tiempo.

    Las mujeres hemos sido conceptualizadas como puro cuerpo sexual y reproductivo —y ahora lo somos aún más si cabe y con un complaciente colaboracionismo— y esa heterodesignación nos ha impedido acceder al conocimiento y al poder, producir cultura o ciencia, ocuparnos de cuestiones públicas, obtener ganancias propias. Ahora ya no se nos impide, pero se nos valora poco en estos ámbitos o se nos interponen obstáculos que nos sobrepasan. Hemos sido nombradas y sometidas a normas rígidas de comportamiento para así poder mejor servir a los varones, sin roces ni competencia en espacios de vida, tarea y poder, moldeadas como complementos de los hombres. De nosotras se han dicho atrocidades como que éramos seres sin alma, que el útero se atrofiaría si se desarrollaba la mente, que no teníamos criterio moral, que no podíamos desarrollar pensamiento abstracto, que si obteníamos saber nos saldría barba, que el bien común no nos interesaba, que éramos la tentación más peligrosa y la lujuria personificada. Los dos últimos siglos han permitido que todos estos prejuicios fueran cayendo, poco a poco y muy lentamente, en un largo proceso inacabado e interrumpido con frecuencia, pero que imaginamos imparable.

    Estos dos siglos largos han cerrado antiguas brechas, pero han abierto nuevas. Para las mujeres de los países democráticos suponen una aproximación a los derechos de los que disfrutaron antes los varones y un acceso parcial al ámbito público y a sus beneficios. Para las mujeres que viven en sociedades feudales o de tradición esa brecha se ha ensanchado, entre ellas como súbditas y las ciudadanas de los países democráticos.

    Entre el machismo patriarcal institucionalizado y la democracia patriarcal consentida hay un abismo —no lo dudamos— pero también los puentes patriarcales que lo cruzan son los que nos explican la pervivencia de la desigualdad de hecho, la discriminación, la violencia, las dificultades añadidas y el valor restado para el acceso a los bienes simbólicos y reales que llevan al poder: poder como capacidad de elección de un proyecto de vida propio, poder para influir y decidir sobre cuestiones sociales, políticas o económicas, poder para no tener que depender, poder para crecerse y no tener que someterse para poder vivir.

    Por eso no vamos a ser tan ambiciosas aquí queriendo ocuparnos de todas las mujeres del mundo. Sólo echaremos una mirada panorámica a las mujeres actuales de nuestro ámbito, considerando éste como el de los diferentes territorios del Estado español enmarcados en Europa y en América y allá donde se pueda pensar en la igualdad, hablar y opinar de ello. Ni siquiera podemos atrevernos a profundizar en el caso de las mujeres que viven en países democráticos pero sin poder acceder ni ejercer derechos individuales de ciudadanía, inmersas como están en sus culturas comunitarias, por un lado, y privadas de derechos en los países de recepción, por ser consideradas extranjeras.

    Un pellizco en la memoria y una pizca de lucidez

    Debemos recordar muchos de los avances y logros del siglo XX y sus consecuencias para poder situarnos adecuadamente en nuestra realidad actual, de comienzos del siglo XXI. Las mujeres (en lo sucesivo me referiré con este plural a una mayoría de mujeres actuales de nuestro entorno) no disfrutamos plenamente de la igualdad. La igualdad es un concepto comparativo difícil de llevar a cabo, pues es relativo a algo o a alguien. En el caso que nos ocupa es relativo a los hombres, pues ellos fueron quienes cambiaron servidumbre y señorío por ciudadanía, y privilegios y sujeción por derechos y deberes.

    ¿Cuál era la igualdad básica de que disfrutaban los varones antes de que las mujeres pudieran aspirar a ella? La igualdad ante la ley y la igualdad de derechos políticos, civiles y sociales.

    Concesión y apropiación de los derechos

    Vamos a aclarar en primer lugar a qué llamamos concesión y a qué llamamos apropiación, inspirándonos en el pensamiento de Amelia Valcárcel.

    La concesión se refiere al disfrute relativo que los individuos de un grupo con características estables pueden tener de algo que antes no tenían. Conserva el carácter de facultativo, vulnerable, inestable. Unas personas pueden disfrutarlo y otras no, según donde se hallen respecto a la igualdad de oportunidades, de trato y de condiciones. Un ejemplo clarísimo de concesión a las mujeres es el derecho a la seguridad personal o el derecho a un trabajo digno. Significa en realidad «cesión», dar algo de lo que otros tenían. Se tiene el derecho, pero puede ser ejercido o no, dificultado o no: depende de las circunstancias, la suerte, el lugar donde se habite, el hombre con el que se conviva.

    La apropiación se refiere a un estadio superior de acceso al disfrute de los derechos: cada persona del colectivo tendrá el acceso y disfrute por y para sí misma, sin importar aquí la suerte, los méritos o una buena posición. El mejor ejemplo de apropiación lo tenemos en la educación y el voto, que se nos muestran consolidados y que nadie pone en cuestión. Son precisamente estos derechos apropiados los que marcan hoy en día las diferencias fundamentales con épocas anteriores y los que han permitido romper los prejuicios respecto a la inteligencia o la capacidad de las mujeres para pensar, opinar o actuar en el ámbito cívico en toda su amplitud.

    La extensión de estos dos derechos —el voto y la educación— se ha hecho sin cuotas, sin restricciones. Para que las mujeres los disfruten no ha habido que desalojar a los hombres, simplemente se han doblado los puestos escolares o las papeletas electorales. Pero hasta llegar aquí se tuvieron que sortear multitud de dificultades interpuestas de forma artificial y que, precisamente, hacían referencia a condiciones personales, que actuaban como frenos y barreras para la mayoría. El ejemplo más emblemático que encuentro para ilustrar esta afirmación es el debate que se dio en las Cortes de la Segunda República, en el año 1931, respecto al voto femenino: se argumentaba que la propia defensora del voto para las españolas, la diputada Clara Campoamor, era acreedora al derecho de voto por estar formada y comprometida políticamente, pero que «las otras» no, pues eran ignorantes y no tomarían decisiones adecuadas. Otro ejemplo fueron las pegas y condiciones que se les ponían a las estudiantes que solicitaban entrar en la Universidad antes de 1910, algunas de las cuales eran aceptadas por su excelencia y la excepcionalidad de su inteligencia.

    Derechos políticos

    Entre los derechos políticos tenemos uno consolidado e incontestable, como acabamos de decir: el derecho al voto. De este derecho nos hemos apropiado las mujeres definitivamente, sin mérito especial ni valor añadido o restado por ser mujeres. Creemos firmemente que mientras existan las democracias no tendrá retorno hacia atrás. Nos cuesta mucho imaginar que una mujer pueda ser retirada de las urnas o que no se le permita ser interventora o presidenta de una mesa electoral, sólo por ser mujer.

    No es igual para otros derechos políticos, como el de representación, poder o candidatura para cargos electos, que en cualquier momento pueden ser conculcados si no se reafirman en todos los documentos legales, normativos e institucionales. Estos derechos simplemente están concedidos y parece que no sean propios. Para que su apropiación se normalice y se generalice se han puesto en pie políticas de igualdad y medidas compensatorias y antidiscriminatorias directas o indirectas, propuestas por Ley. Es bien conocida la diatriba pública y las resistencias basadas en todo tipo de razones o sinrazones hacia las propuestas y acciones correctoras de desigualdad numérica, conocidas como sistema de cuotas o democracia paritaria. Las mujeres tenemos que ocupar por justicia la mitad de los puestos disponibles, pero para ello algunos varones tienen que desalojarlos. En apariencia, las mujeres ocupan estos puestos en virtud de la cuota femenina y los varones por méritos propios cuando, en realidad, los varones han ocupado éstos en su totalidad por cuota masculina, prohibiendo o impidiendo por la fuerza del discurso o de la norma aceptada que las mujeres estuvieran en esos espacios. Si no se introduce la paridad de forma preceptiva continuará la disimetría en perjuicio de las mujeres, pues no podemos ocupar espacios que se hallan previamente ocupados.

    Derechos civiles

    También creemos que las mujeres tenemos consolidado el derecho a la libre expresión y asociación y el derecho a la justicia, aunque no apropiado del todo. A este último le ha costado en extremo abrirse camino, pues ha tenido que extenderse no sólo a los servicios judiciales, sino a la reforma de las leyes, que nos situaban a las mujeres como dependientes, tuteladas por los hombres de la familia y sin capacidad para actuar como individuas libres e iguales. Recordemos que las españolas, hasta el año 1982, no podíamos comprar ni vender, firmar contratos, actuar como testigos, abrir una cuenta bancaria, obtener una tarjeta de crédito, salir al extranjero o cambiar de domicilio, si no éramos autorizadas por el varón de la familia del que dependiéramos: padre o marido e incluso hermano. Queremos suponer que estos derechos individuales propios de cada persona sin distinción de sexo, también pertenecen a la categoría de los apropiados y consolidados para las mujeres.

    ¿Quién podría pensar hoy en día en que todos estos derechos no pudieran ser ejercidos sólo por el hecho de ser mujer?

    ¿Podrían tener vuelta atrás sin contestación o sin caer en la ilegalidad?

    Sin embargo, para que las mujeres tuviéramos nuestro derecho propio tuvo que ser anulada la parte de tutela que correspondía a los hombres. Nadie se opuso formalmente. Pero las secuelas que han quedado de este cambio de situación para los varones respecto a «sus» mujeres, explican en cierto modo la supervivencia de la violencia de género en la pareja: muchos piensan aún que tienen el mandato de controlar el comportamiento femenino en cuanto a las decisiones que ellas toman.

    ¿Tendremos que escuchar por mucho tiempo frases tales como «mi marido no me deja salir a trabajar» o «no quiere que salga sola»?

    Pero el derecho a la representación social es aún muy vulnerable y está sujeto a la discrecionalidad de quienes ostentan poder de decisión y de cooptación, en su inmensa mayoría varones con poder, que suelen exigir la lealtad en forma de adhesión inquebrantable y agradecimiento sin condiciones.

    Las mujeres tropezamos con dificultades añadidas y con oportunidades restadas, como es bien sabido. El llamado «techo de cristal» resume de forma metafórica la afirmación anterior, el acoso sexual forma parte de la cultura de los varones con poder y de las mujeres con proyectos de vida que incluyen puestos de responsabilidad, que empiezan a tomar estos acosos como algo irremediable y de cuya persistencia es casi imposible salir airosa, pues si acceden se verán promocionadas pero atrapadas en la tela de araña de su «protector» y si no acceden se verán excluidas, rechazadas e incluso apartadas, aunque libres. Éste es el caso de un buen número de jóvenes políticas, estudiantes, becarias, empleadas y profesionales de empresas, administraciones o universidades, que están viendo esto en otras o accediendo a ello como una condición más de entrada y permanencia en puestos deseados. Como se dice normalmente en el mundillo, como «una línea más» o un mérito extra para su currículum.

    Pero aquí hay que realizar un ejercicio de denuncia contra quienes son los sujetos de acoso, quienes lo ejercen. Del mismo modo que habría que hacer con la prostitución, respecto a los usuarios de la oferta. Y también un ejercicio de advertencia hacia las mujeres que se exponen, incluso de forma decidida y voluntaria a este acoso, pensando que es una forma de manejar a los hombres a voluntad, de poderío, que con el atractivo sexual mostrado ellos actúan como marionetas en pos de la recompensa.

    Estas lacras, junto con la de la violencia en pareja y el abuso de todo tipo contra mujeres de todo tipo, no se extinguirán si los hombres no lo toman en serio y dejan de hacer esas cosas, las afean, las denuncian, las neutralizan o las persiguen. Son hombres los responsables directos y las mujeres meros objetos, pasivos o activos, pero, al fin y al cabo, objetos que respondemos a la demanda masculina. Hay que conseguir que la demanda no exista porque los hombres nos vean por fin como sus pares: hechas de mente, cuerpo y emociones, seres humanos complejos, como ellos, con quienes compartir este mundo, el pequeño y el grande, desde la mayor aproximación posible y desde espacios y lugares de la misma categoría. Es decir: que nos vean y nos veamos como equivalentes.

    Si a este panorama sumamos también las dificultades derivadas del rol e identidad de género y que tienen que ver con la dedicación al mundo de los afectos, los cuidados o las relaciones —situación conocida con la metáfora del «suelo pegajoso»— y no sólo con la doble exigencia de presencia y jornada tanto en el mundo llamado público como en el doméstico, podemos vislumbrar claramente por dónde andan las bases de la discriminación actual y la desigualdad de oportunidades, de trato y de condiciones, es decir los fallos de la igualdad, entendida como equidad.

    No es fácil vindicar la equidad en estos términos. El espejismo de la igualdad ha dejado mudas y paralizadas las voces de muchas mujeres actuales por debajo de los cuarenta años, que no entienden muy bien «qué hicieron o no hicieron para merecer esto», pero que tampoco se ven en un papel vindicativo propio para que estas situaciones den un vuelco definitivo y no se sigan reproduciendo. Quizás las dejó paralizadas el desconocimiento de la larga lucha por la obtención de los derechos para las mujeres y el convencimiento de que nacían libres y permanecerían iguales. Existen diversos lamentos, pero pocas actuaciones y bastante falta de organización, a lo que se unen numerosos reproches a las feministas, tachándolas de obsoletas, pero no acaba de articularse un nuevo discurso y unas nuevas prácticas acordes con las nuevas o persistentes fórmulas de desigualdad y de sexismo.

    Todas las injusticias comparativas —que en realidad se producen por la pertenencia al género femenino— se suelen achacar a condiciones personales de suerte, habilidad o influencia. No se piensa que las desigualdades afectan a todas y a cada una sólo por el hecho de ser mujer y que, por tanto, pueden ser resueltas por vía colectiva.

    Ni el acoso sexual ni el «techo de cristal» se han convertido aún en tema de prioridad política ni sindical, entendiendo por ello la puesta en común pública, la vindicación social y la entrada por la puerta grande en las agendas, como ocurrió en su momento con el voto y la educación universal para las mujeres. Estas situaciones son y resultan vergonzosas y por ello se acallan —como también ha ocurrido y ocurre con la violencia de género—. Pero este gran problema, al menos ya ha salido del armario y pertenece a bastantes páginas de las políticas públicas, aunque no ocupe el primer lugar precisamente.

    La propuesta de aplicar el término «universal para las mujeres» es fundamental como prueba de equidad. Nos aparta definitivamente de favoritismos o condiciones singulares adversas o facilitadoras y salda la deuda de las democracias con la mitad de la población.

    Así ocurrió con los derechos que ahora podemos llamar apropiados: la educación, la salud o el voto, que nadie reduce a condiciones personales de inteligencia, belleza, capacidades, habilidades o suerte y, desde luego, nadie en la actualidad puede emparejar con el sexo u otras condiciones de nacimiento, favorables o adversas. También ocurrió que estos derechos se ampliaron sin menoscabo para los de los varones; simplemente se amplió el cupo: de la mitad al doble, aunque ello no fuera barato ni fácil. En estos momentos ya hemos olvidado por fortuna las épocas en que no había plazas escolares para las chicas o en que los nombres de las mujeres no figuraban en los censos electorales, por ejemplo.

    Derechos sociales

    A éstos pertenecen dos de los derechos de cuya apropiación por parte de las mujeres no queda sombra de duda y que suponemos que no tendrán vuelta atrás: el derecho a la educación y al cuidado de la salud. Hablamos del acceso en igualdad de oportunidades respecto a los varones, pero lo que queda pendiente en la aplicación de estos dos derechos a las mujeres es el enfoque de género, que rompa con los esquemas androcéntricos de contenidos, trato y aplicación.

    En el caso del derecho a la educación, se aplicó el modelo masculino a las niñas y a las chicas, abriéndoles ahí un importante hueco, que ellas han rellenado con solvencia. Pero la enseñanza y aprendizaje siguen basados en la centralidad de lo masculino y en la invisibilidad de lo femenino respecto a la obra, el quehacer, el pensamiento o la creación humanas: lenguaje, saberes, habilidades y destrezas tienen sesgos de género masculino, que dejan a las niñas sin referentes de su mismo sexo. Para reequilibrar todas estas ausencias, que pueden recrear baja autoestima en muchas niñas y alta prepotencia en multitud de niños, hay que introducir una serie de reformas, a las que llamamos de distinta manera: educación no sexista, coeducación o educación para la igualdad.

    En el caso del derecho al cuidado de la salud, ocurre que el sesgo androcéntrico se apropia de la investigación, la prevención, los instrumentos de estudio y observación, los diagnósticos y los tratamientos: todo se mide aún con parámetros masculinos. En los últimos tiempos se viene descubriendo que las pruebas de medicamentos se realizan con hombres casi siempre, obviando por tanto la interacción de tóxicos o principios activos o cualquier otro componente con las hormonas femeninas; que las mujeres no identifican sus propias dolencias ni tampoco en los centros de salud u hospitales a los que acuden (como por ejemplo el infarto) pues allí se aplica el protocolo estándar (androcéntrico) antes que la observación individualizada, y que muchas enfermedades con o sin nombre tienen que ver con el rol femenino. Sólo existe un tipo de «enfermedades de la mujer», llamadas ginecológicas, derivadas no por casualidad de la condición sexual y reproductiva, pero aún no se nombran en absoluto o apenas si se hace adecuadamente con las derivadas de la condición de género: roles y tareas, estereotipos conductuales, sobrecarga de exigencia y de presencia continua, responsabilidades añadidas derivadas del cuidado y del aislamiento en el hogar, sometimiento, aislamiento, etc.

    Éstas son las asignaturas pendientes de la aplicación de los derechos que consideramos ya consolidados en cuanto a su disfrute y titularidad por parte de cualquier mujer: su consideración específica y sus aportaciones en igualdad de condiciones. No hay mayor número de usuarios varones de estos servicios. En muchos casos la clientela está compuesta por más mujeres, y, sin embargo ellas no cuentan como tales, ni como profesionales mayoritarias del sector sanitario y educativo ni como beneficiarias. Éste es el estado de la cuestión de la igualdad formal en cuanto al disfrute de los derechos sociales básicos, hasta la fecha. Pero, por otra parte y dentro de los derechos sociales, tenemos unos cuantos cuya aplicación y disfrute dista mucho de afectar a las mujeres en la misma medida que a los hombres.

    Así es que podemos afirmar que la igualdad es una meta, al ser considerada como un buen principio ético de convivencia, es una realidad si volvemos la vista a tiempos pasados y es un espejismo porque nos creemos que está implantada sin fisuras ni retorno y ese espejismo nos hace desistir de acciones vindicativas. La igualdad se despliega en múltiples matices referentes a las oportunidades, al trato y a las condiciones.

    El espejismo de la igualdad

    Ni somos iguales ni existimos en igualdad

    Este libro trata de la igualdad y de las mujeres actuales, sobre todo de las nacidas en democracia. También habla de la desigualdad y de otras mujeres. Y su propósito es clarificar la situación engañosa en la que nos instalamos. Sobre todo porque produce sufrimiento y aleja de la libertad. Y también porque es injusta y obsoleta y por ello hay que transformarla.

    La igualdad requiere del reconocimiento de las diferencias. Nadie es igual a nadie. La prueba más clara está en nuestras huellas dactilares y en los rasgos del carácter y la personalidad, tanto heredada como adquirida.

    La idea de la igualdad aplicada a lo humano no proviene de la naturaleza sino de la cultura, está construida sobre los cimientos del pensamiento emancipatorio y extendida durante poco tiempo aún —dos siglos aproximadamente— y por reducidos espacios de la Tierra.

    Los privilegios y discriminaciones sustentados en las razas, los linajes, las castas, los estamentos y el sexo son universales y han desarrollado formas muy sofisticadas de introducción, generalización y permanencia en el tiempo hasta el punto de hacer creer a una gran cantidad de gentes que los rasgos diferenciales de nacimiento, que en principio son neutrales en cuanto a su excelencia o perversidad, llevan aparejados de forma casi irremediable desigualdad de oportunidades, de condiciones y de trato, al alza o a la baja.

    Estos aspectos que acabo de enumerar son precisamente los que definen la igualdad referida a los seres humanos, no otras igualdades, en el mundo de los cálculos matemáticos o en el mundo inanimado, pongamos por caso, donde igualdad en realidad significa identicidad y ésta se refiere a que algo es idéntico a algo. También concedemos a la igualdad matemática la propiedad conmutativa (el orden no altera el resultado) característica que, sin embargo, hurtamos a la igualdad entre los seres humanos, que no resulta ser tal, sino igualación en una dirección u otra.

    En el mundo en que vivimos, donde los discursos de igualdad han hecho camino y tienen bastante éxito —que no las prácticas de igualdad, deficitarias por doquier— los seres humanos considerados en otros tiempos inferiores por definición pueden aspirar, aunque sólo sea simbólicamente, a igualarse «al alza» con quienes se autodenominaron superiores y, en esta aspiración de mejora, que no posee la característica de la propiedad conmutativa (A=B=A) se pierden sus características propias como poco valoradas e incluso ignoradas (A

    Supongo que ya podemos aplicar algunos ejemplos relacionados con la vida de las mujeres y de los hombres, habitantes de países que han ido eliminando prohibiciones y obligaciones insoslayables, normas y leyes desigualitarias, costumbres y supuestos discriminatorios, de países y comunidades humanas que tienen el principio de igualdad en sus documentos fundadores de la convivencia democrática, principio positivo convertido en objetivo deseable.

    Las mujeres a que nos referimos hemos sido asimiladas a la condición «superior» que detentaron en otros tiempos sólo los varones. Con todas sus consecuencias. Para bien y para mal. En algunas ocasiones, incluso somos acusadas de querernos parecer a los hombres, de ser como hombres e

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1