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Democracia vital: Mujeres y hombres hacia la plena ciudadanía
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Libro electrónico342 páginas4 horas

Democracia vital: Mujeres y hombres hacia la plena ciudadanía

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Desde la obtención de los derechos individuales por las mujeres, las sociedades occidentales han modificado sustancialmente su organización y funcionamiento en el ámbito cívico. No obstante, se observa que los papeles sociales cambian poco, las discriminaciones persisten y la desigual consideración a la baja de las mujeres en su conjunto perdura, lo que nos hace pensar en mecanismos ocultos, complicados de descifrar y neutralizar. La propuesta de este libro es producto de numerosas acciones, experiencias, lecturas y reflexiones compartidas de la autora: las condiciones político sociales de las democracias modernas hacen posible un nuevo tipo de contrato entre individuos libres e iguales, mujeres y varones, que permitiría mejorar las condiciones de vida personal y política para el tercer milenio.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 may 2023
ISBN9788427730304
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    Democracia vital - María Elena Simón Rodríguez

    1. El desajuste de la causa pública

    La capacidad para celebrar libremente pactos o relaciones de cualquier clase, presuponía la libertad del dominio de un señor, condición que se expresó como «ser dueño de sí mismo». Luego los individuos no sólo eran propietarios de sus bienes tangibles sino también de sus personas… la subsunción de las mujeres bajo la protección fue la otra cara de la ciudadanía moderna y el fundamento que la hizo posible.

    NANCY FRASER Y LINDA GORDON, 1992

    La ley del embudo o el fundamentalismo patriarcal

    Uno de los empeños principales de esta obra es desenmascarar las causas recurrentes de algunos conflictos que presiden nuestras vidas individuales y sociales. No podemos realizar un análisis mínimamente completo sin hacer la disección de las raíces de las que hemos nacido y sin determinar los cultivos en que hemos crecido. Como nos solemos confundir con ellos, puesto que forman parte de nuestro ser cultural, de nuestra subjetividad y de nuestra identidad, nada mejor que aquilatar al máximo en la búsqueda y clasificación de sus componentes.

    Desde que Kate Millet, en su obra de finales de los sesenta Sexual Politics, aplicó el término patriarcado —utilizado ya por Bachofen, Morgan y Engels anteriormente para el estudio antropológico de los distintos tipos de familias— al sistema de dominación más universal, por más antiguo en el tiempo y más extendido en el espacio, sabemos que el concepto de patriarcado puede explicar con la precisión y claridad que necesitamos en este momento, las relaciones sexo-genéricas de poder, que en todas las culturas conceden preeminencia y hegemonía a los hombres como tales a costa de la relegación y subordinación de las mujeres por el mero hecho de ser hembras humanas.

    Otras autoras aquilataron más esta definición: Adrienne Rich lo llamó «el poder de los padres» y Heidi Hartmann lo define como «el conjunto de relaciones entre hombres con una base material que, aunque sean jerárquicas, establecen o crean una interdependencia y solidaridad entre ellos que les permite dominar a las mujeres».

    No nos molestemos en mirar un diccionario convencional si pretendemos mayor aclaración. Este término aparece en el Diccionario de la Lengua Española, como «organización social primitiva en que la autoridad es ejercida por un varón jefe de cada familia, extendiéndose este poder a los parientes aun lejanos del mismo linaje»… «Periodo de tiempo en que predomina este sistema». Estas definiciones nos harían pensar en grupos sociales y étnicos muy reducidos (la mafia y las comunidades gitanas actuales, por ejemplo), o desaparecidos hace largo tiempo, confinados a lugares muy determinados o remotos e impelidos a esta organización por necesidades de supervivencia. Además las definiciones aquí relatadas adolecen de un defecto propio del diccionario y de la ciencia en general: incurren en sexismo lingüístico al explicar por medio del plural «los parientes», sin especificación de género masculino plural, un fenómeno que se refiere solamente a los varones del grupo.

    Gracias a las nuevas conceptualizaciones sobre el patriarcado, se pudo identificar el «problema sin nombre», como lo llamó Betty Friedan cuando intentaba encontrar una explicación al sistema de opresión universal y generalizada, fundamentado aparentemente en el dimorfismo sexual de la especie humana, para legitimar tanto la división social del trabajo en roles y tareas de género, como la prohibición de intervenir explícita y legítimamente en los mecanismos de poder económico, político, ideológico y cultural, por parte de todas las mujeres, por el mero hecho de su diferencia sexual de nacimiento, y de algunos varones especialmente marginados (esclavos, extranjeros, mendigos, prisioneros…). Los avances y profundización de los estudios feministas y de género han arrojado una buena luz para enfocar este problema, ya que están dedicados en su mayoría al análisis de distintas realidades y al rescate de las obras y huellas de las mujeres en todo tiempo y lugar.

    Cuando nos proponemos pensar en una nueva forma de actuación y relación contando con las mujeres, es decir, cuando nos dedicamos y recreamos en la búsqueda de alternativas, tenemos necesariamente que decubrir todo lo que se halla oculto bajo el sistema patriarcal, para poder despegarnos de él y entrar en otras coordenadas que nos permitan practicar la insumisión de manera consciente, sin blandir nuestras espadas ciegamente contra los molinos. No necesitamos ser quijotes mujeres a la moderna. Necesitamos muy al contrario que se cuente con nuestra autoridad y nuestras capacidades para innovar, desde el reconocimiento paritario.

    El Patriarcado lo explicamos como un fundamentalismo. Además es la ley del embudo por excelencia. La situación de nacimiento de las personas las sitúa en un lugar preconcebido del que no pueden salir por mérito, cualidad o deseo propio, ni escapar de él sin incurrir en castigo. Mediante sus leyes, normas y valores, vendidos como tradición inamovible, rige la vida de las personas y de los pueblos sin admitir contestación, sin exégesis ni didáctica, presentándose casi como revelación contra la que no se puede conspirar, so pena de caer en desgracia. Pero el apuntalamiento que sufre se hace cada vez más frágil gracias a las presiones —tan antiguas ya y tan modernas aún— a que está sometido como sistema unívoco de descripción y administración del mundo social y de las relaciones que se puedan producir en su seno.

    Desgraciadamente maneja los hilos más poderosos del patrimonio común de la humanidad. Y por ello, etiqueta negativamente a quienes intentan contestarlo, añadiendo componentes de descalificación global y de ridiculización, pues ya no puede quemar en la hoguera a sus quintacolumnistas, ocupantes del Caballo de Troya. ¿No podría ser ésta una explicación de por qué la teoría emancipadora feminista se deslegitima presentándola como producto de rabietas o frustraciones de unas cuantas mujeres con ansias de cambiar las tornas?

    El patriarcado pretende siempre fines cerrados y no revisables, beneficios, ganancia, pero no se propone objetivos abiertos y reestructurables. Se sustenta en el principio de dominación nacido de las diferencias discriminatorias. Las diferencias, que proceden de la naturaleza y que hacen posible la vida y la existencia de todos los seres sin rango de calidad bonus-malus, y que se manifiestan en la interdependencia y el equilibrio, se pervierten cuando se construyen culturalmente sobre pilares de dicotomía, bipolaridad y jerarquía. En la cultura patriarcal lo uno relega a lo otro, lo excluye, lo nombra como inferior, lo hace invisible, lo anula, lo esclaviza. ¿En virtud de qué condición natural ciertos hombres se han podido autonombrar sabios ocultando a los demás las claves de su conocimiento? ¿Por qué otros han tenido o tienen la fortuna de ser servidos contando con la complacencia y el amor de quienes realizan esa función subalterna? ¿Por qué unos pueblos han explotado a otros en función de sus riquezas naturales y encima no les han pagado, ni siquiera con su mayor tecnología? El hombre (varón hegemónico) domina la naturaleza y la cultura y decide qué hacer con todas sus mujeres y sus inferiores varones, e impone quién hará qué, para quién, cuándo, cómo y a cambio de qué.

    La principal estrategia patriarcal es la exclusión, que consigue gracias al establecimiento de estructuras violentas de control: sumisión, dependencia y aparente protección, conseguidas las más de las veces por medio de amenazas, ataques corporales, coacciones, lavados de cerebro, mutilaciones, intimidación. Exclusión de las estructuras activas de dominio en cualquiera de los subsistemas patriarcales: la familia, la política, la economía, las religiones, los ejércitos, la cultura, la ciencia, las instituciones sociales. Sin embargo, quienes ostentan la «dirección» de las estructuras dominantes necesitan de la colaboración activa de muchos de los miembros excluidos: como guardianes, inspectores, informadores o verdugos, y de la colaboración pasiva del resto, de quien hay que conseguir que no se rebele y que acepte «de buen grado» su situación heterodesignada y alienada, para su propio bien y bienestar, lo que se suele conseguir bajo amenazas veladas de castigo o rechazo, que van produciendo una autocensura e incluso una autodesignación aparentemente voluntaria y consentida.

    El principio fundador del patriarcado es la complementariedad, equivalente a una mutilación. La complementariedad entendida así no es la complementariedad ecológica de los seres vivos, sino que se impone por definición para cada categoría de seres humanos. Así pues, impide la subjetividad o construcción libre del sujeto-persona, puesto que refuerza la identidad, como sentimiento inevitable de pertenencia a algo o a alguien: a una raza, una nación, una clase, un gremio, un sexo, una religión; espejismo que altera el reconocimiento propio y ajeno del singular e irrepetible. Los pobres tienen que aceptar su situación y su destino desgraciado; las mujeres, su misión nutricia y maternal subordinada. Y no sólo deben aceptarlo, sino colaborar con ello para merecer la supervivencia. Esta mutilación se ha conseguido una vez más con refuerzos propios de las estructuras violentas: la persuasión y adoctrinamiento, la coerción, el encierro, el uso de la fuerza, la negación de la palabra.

    El principio de complementariedad así concebido camina de la mano del principio de necesidad. Si no tenemos la posibilidad real de desarrollar subjetivamente las capacidades que se nos niegan, necesitamos de las demás gentes en función de lo que a ellas se les ha negado. Si a algunas mujeres se les niega el derecho a un salario y a los varones la posibilidad de desarrollar las habilidades expresivas para el cuidado y la atención a otras personas, la mujer depende del hombre económicamente, el hombre depende de la mujer funcionalmente, no podrán apenas salir del círculo vicioso y podrán llegar a creer que la naturaleza los diseñó para no ser completos. La otra parte no me importa realmente, sólo me preocupo por ella en tanto en cuanto es un medio para que yo pueda subsistir y desarrollarme; no porque sea mi igual social con quien deseo encontrarme y a quien tengo en cuenta.

    Puesto que dependemos de los demás, estamos pendientes de sus movimientos y controlamos su existencia para que no nos falle la nuestra. Consideramos obvio lo no expreso, lo evidente por repetido, y podemos presumir cualquier cosa desde el prejuicio. El principio de presunción nos encasilla en roles y estereotipos para poder manejarnos mejor, para poder describirnos desde la ortodoxia, nos homogeneiza para clasificar nuestra identidad y mutilar nuestra subjetividad potencial. Nos nombra individualmente, nos censa, pero nos impide luego ejercer como sujetos singulares.

    Esta estructura brutal de modelo único ha sido impuesta y soportada por largo tiempo y aún lo es en bastantes áreas del planeta. Sin embargo las teorías emancipatorias, los principios democráticos y los parámetros liberalizadores han minado en gran parte sus cimientos. El discurso de la Modernidad y de la Ilustración —Razón, Soberanía, Libertad, Justicia, Igualdad— comenzó a demoler el edificio patriarcal lenta y progresivamente y aunque las prácticas de estos principios sólo se han llevado a cabo parcialmente en los países del área occidental y no han llegado a gran parte de la humanidad, han abierto al menos las puertas de la conspiración y de la crítica y han hecho y hacen posible que cada vez más individuos accedan a sus beneficios y obtengan estatuto de reconocimiento.

    Pero la ley del embudo del patriarcado pervive, se aloja en los sótanos oscuros de nuestras casas y corroe por debajo todo intento de rehabilitación del edificio social y humano, con nuevos materiales y por eso hemos de conocerla para buscar antídotos, para sanearla a la luz del día. Hemos de asumir que venimos de ella, integrarla para poder abordar su transformación. Muy a menudo tenemos tentaciones de despegarnos esta cataplasma con la que nacimos y hemos vivido a nuestro pesar, e inventamos para ello engaños de superación y acusaciones de nostalgia y victimismo para quienes nos la nombren.

    La ley del embudo ha vivido y vive con holgura dentro de los sistemas autoritarios, de tradición, autocráticos, teocráticos y absolutistas. Pero desde el momento en que estos sistemas fueron subvertidos por los principios de la democracia, se tambalean como una falla que no se acaba de quemar, porque el fuego no llega a sus estructuras más fuertes y profundas. Y asistimos al espectáculo sin querer aceptar lo que ocurre.

    Bien es verdad que gracias al camino ya recorrido en brazos de los principios democráticos, nos hallamos en un proceso de transición, en el que vivimos más amablemente y en el que nos sentimos más libres para poder construir nuestra subjetividad, pudiendo ya relegar un poco la identidad impuesta como etiqueta patriarcal. Las estrategias de evolución se le han ido de las manos a nuestro padre. Le hemos reclamado demasiadas cosas que no quería darnos. Le hemos arrancado muchos permisos, licencias, derechos, espacios. Nos hemos desmandado y ahora participamos en un juego de transgresión sin apenas reglas en el que nadie se maneja con soltura.

    A este juego lo vamos a llamar «pacto cínico».

    La democracia parcial o el pacto cínico

    La idea maestra del pacto cínico tiene su origen en un artículo de Nieves Simón¹, quien apuntaba a un análisis global del sistema mundial bajo el prisma siguiente: las democracias occidentales, herederas de las democracias incipientes y apenas consolidadas hasta el siglo XX, se redefinen en los estados de bienestar desde la Segunda Guerra Mundial, tintadas del liberalismo económico que ha interferido en su profundización y avance, ha inclinado la balanza hacia la hegemonía de los más fuertes y más competitivos y no ha garantizado los derechos conseguidos y enunciados en todas las constituciones. Bien es verdad que se ha pasado de una situación de servidumbre de los más a una de libertad formal generalizada que, sin embargo, viene dando como resultado situaciones estructurales de exclusión o de enfrentamiento expreso o tácito, por el desconocimiento de los límites, que nunca están bien definidos o también a causa del desdén hacia las convenciones que hacen posible la vida social.

    Con el correr de los años y la incorporación de cada vez más estados al sistema democrático formal, los principios fundadores de libertad, igualdad y fraternidad, relatos inacabados de la era moderna, van mezclándose con brotes o secuelas de autoritarismo, por una parte, y por otra, con ramalazos de competitividad casi salvaje, resultando de ello un «sálvese quien pueda» y generalizando una filosofía que se podría definir, como en el diccionario de la Real Academia Española se define el cinismo, como: «desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de doctrinas vituperables». En la práctica esto genera el peligroso y atractivo juego del pacto cínico que se podría resumir en una frase de este tipo: «No te enteres de lo que hago y no me exijas, que yo no me enteraré de lo que haces y no te exigiré».

    Si a ello añadimos el desconcierto que supone para el ejercicio jerárquico del poder el tener que contar con los grupos de presión y el tener que actuar para los colectivos desfavorecidos, resistentes incluso al ejercicio del poder, podemos tener dibujado el cuadro de lo que suponen en este momento las llamadas democracias formales o parciales, como preferimos llamarlas aquí: sobre el papel, generalización de los derechos, la representatividad y la justicia; en la práctica, abuso de la fuerza, de la información o de la riqueza, las armas patriarcales de siempre y por otra parte, desprecio de la rectitud y de la sinceridad, las armas cínicas por excelencia.

    Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo XX y gracias a estas culturas democráticas de relativo reparto, grupos humanos sin voz ni voto ni señuelo seculares han irrumpido en la vida colectiva deseando ser incluidos en igualdad de condiciones con quienes disfrutaron antes de los beneficios de los bienes comunes. Acceden sólo nominalmente a los derechos, lo que les constituye en artífices potenciales de pactos, pero con enormes dificultades de reconocimiento paritario. Esto quiere decir que pueden sentarse a la mesa de la negociación, aunque mirados como advenedizos de segunda, enemigos encubiertos, adversarios molestos. De esas mesas de negociación saldrán los nuevos pactos sociales de convivencia simétrica; pero si todas las partes en liza no tienen papeles equipotentes, el resultado no será el que conviene al conjunto. En realidad se practica en apariencia la cultura del pacto, pero desde la ética y la ideología de la guerra («si yo gano tú pierdes, si tú ganas yo pierdo»). Es un estadio muy incompleto, frívolo, superficial y muy alejado aún de la verdadera ética e ideología del pacto («si tú ganas, yo gano, si tú pierdes yo pierdo»). Funcionamos con motores viejos a los que poco a poco se les van cambiando las piezas.

    Los ejemplos más comunes de esta situación los tenemos en las negociaciones que tienen que realizar con las instancias de poder las organizaciones sindicales, en el pago de la deuda externa de los pueblos del tercer mundo, en las poblaciones de raza no blanca y en todas las mujeres de países democráticos. El propio poder establecido se ha dado cuenta de que con todos estos grupos o colectividades no hegemónicas hay que contar, incluso dialogar y negociar. Es casi imposible relegarlos porque molestarían desde la exclusión más que si se les concede un pequeño espacio con apariencia de digno.

    Pero estos grupos no se conforman con un pequeño espacio, sobre todo porque no es digno, sino que irrumpen con pleno derecho y con el deseo, al menos simbólico, de acceder sin veto previo a los mismos beneficios y estatus de que disfrutaba la minoría de varones de clase media-alta, con titulaciones universitarias y con acceso al dinero y al poder de decisión, es decir, el prototipo androcéntrico de burgués, con quienes pretenden negociar y pactar.

    Es evidente que los sistemas sociopolíticos occidentales y democráticos se han visto desbordados por esta avalancha de no esperados, incluso de no llamados, que se han colado casi a hurtadillas por las puertas abiertas de los estatutos de ciudadanía, y que se hallan aún en fase de acomodo. Mientras tanto, se les mantiene en precario y se les subsidia para que sobrevivan, pero se les acusa de su retraso en la integración plena. Se les distingue cuando obtienen un logro importante contra viento y marea, pero no se les allanan los escollos para que logren más. Cuando no superan algún obstáculo se argumenta que no quieren, no pueden o no saben.

    De modo que las cosas se ponen bien crudas para ambas partes: quienes acaban de llegar se verán en la necesidad de arrebatar una parte de lo común a quienes se lo apropiaron en exclusiva. Esta otra apropiación debida se ha hecho muchas veces con las armas legales propias de los estados de derecho, como los impuestos, por ejemplo. La generalización de la enseñanza y de la sanidad públicas son el mejor ejemplo de apropiación debida. Sin embargo, la aplicación práctica de la justicia, el acceso a la vivienda y al crédito financiero o la obtención de un empleo bien remunerado, continúan siendo casi privilegio de quienes siempre lo tuvieron. No es fácil comprobar que hay para todos cuando los menos han escondido el tesoro y se lo reparten en secreto. Lo sorprendente es que se conoce la existencia del tesoro porque nos lo desvela la publicidad y la literatura institucional casi nos impele a su búsqueda.

    La pasión por conservar a ultranza el secreto del tesoro puede ser una de las explicaciones de los escándalos de corrupción en los que se hallan involucrados gran número de políticos aliados con el poder económico y mediático internacional: grandes sumas de dinero y bienes obtenidos por ingentes operaciones comerciales o financieras que incluyen las armas, el narcotráfico, los combustibles y las tecnologías punta. Esto permite seguir manteniendo, aun sin merecerlo, el control y gestión de la mayor parte de bienes de la tierra. Esta es otra manifestación de cinismo, en la acepción que se halla en el diccionario de Julio Casares: «descaro en lo que uno hace o dice».

    Los bienes comunes tales como la cultura, el conocimiento, la salud o el bienestar físico, psíquico y social, además de las riquezas materiales o naturales podrían estar cada vez más en manos de más colectividades o de más personas, pero se hallan acumulados y celosamente guardados —como otrora los tesoros de los piratas— esperando en la oscuridad a ser repartidos, y no precisamente en función de la necesidad, el mérito o el trabajo.

    De este modo se practica colectivamente el pacto cínico: cada quien que cuele la cabeza por donde halle hueco, pues en principio tiene derecho a todo. Pero las minorías que ya tenían los derechos previamente desean seguir desmarcándose de las mayorías con un mayor acceso a la movilidad y a la información privilegiada o con el disfrute incontrolado de bienes de uso y consumo inaccesibles a las mayorías. Desean ostentar el privilegio de la distinción no ya en función del apellido, la herencia o el color de piel, la lengua y la educación recibidas, sino para convertirse en importantes, famosos o mitos sociales, por el placer que supone arrebatar y hacer ostentación, esconder malignamente la fórmula antes de que las masas exijan su parte, en forma de impuestos, de salarios o incluso de don.

    Las constituciones igualitarias, aunque pura letra en la práctica cotidiana, abren sin embargo una brecha en las sociedades que se rigen por ellas, pues hacen creíbles los principios de soberanía, libertad y justicia. Los artículos que contienen enunciados del tipo «todos los ciudadanos son iguales ante la ley», «nadie podrá variar la decisión de un ciudadano respecto al lugar de residencia elegido», «el Estado garantizará … y removerá los obstáculos que impidan», no son ni más ni menos que una puerta abierta a la esperanza de participación en los bienes que hacen posible la dignificación de la vida social y de la vida personal, para que podamos obtener beneficios tales como la vivienda, el trabajo remunerado, el poder, el saber, la salud y los cuidados, los transportes, las ropas, el conocimiento, la información, los alimentos, los enseres, las máquinas.

    El pacto cínico ya no es ley del embudo químicamente pura. Esa ley del padre grabada a sangre y fuego que se alimenta tan bien dentro de los sistemas autoritarios, como hemos descrito hablando del patriarcado. Pero nace de ellos, como proceso de evolución hacia fórmulas más comprensivas. Históricamente ha sido más trabajoso debilitar la ley del embudo que impide la rebelión, que trabajar con estrategias parciales que, aunque cínicas, permiten reconocer a las partes en una igualdad teórica y relativa.

    El pacto cínico de las democracias formales olvida los deberes confundiendo a la ciudadanía menos informada y escamotea los derechos complicando su ejercicio hasta extremos insospechados. Por ejemplo, el derecho a asistir a la escuela en realidad es un deber. El derecho a la salud se actualiza en el deber de asistencia sanitaria. El deber de respetar semáforos y normas de tráfico responde al derecho a la seguridad vial. Esta confusión y falta de concreción en las democracias formales hace pensar que lo más inteligente es escaquearse, como se dice en la jerga de la mili. Pongo este símil porque resulta pertinente en este caso: el deber constitucional para los jóvenes varones de servir a la patria en el ejército proviene del derecho a la seguridad y a la defensa nacional que tenemos todos los componentes de la nación.

    Esta ética cínica del escaqueo produce bastantes injusticias y no poco malestar. Tenemos la impresión colectiva de que se premia a quienes menos trabajan, lo hacen peor o se aprovechan de los bienes ajenos. Las argucias legales dejan impunes a quienes son responsables de actos inconvenientes o incluso delictivos, es difícil cogerlos con las manos en la masa, pues hacen falta pruebas que no se obtienen o se ocultan; las culpas siempre se diluyen: «Me engañaron, la norma ha cambiado, demuéstremelo, me provocaron, yo no empecé, los principales responsables están ocultos», etc…

    Por eso algunas actitudes nostálgicas impelen a pensar que un sistema autoritario de ley, orden, castigo y escarmiento es más conveniente o por lo menos más cómodo para las gentes honradas y trabajadoras que, en todo caso, no van a ser víctimas de los castigos y sí beneficiarias del orden resultante. Quienes no se adapten

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