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El Secreto de la Barranca
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Libro electrónico234 páginas3 horas

El Secreto de la Barranca

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Confieso que los personajes me lo contaban, yo no preguntaba, solo escuchaba y escribía a regañadientes, trataba de evitarlo, no quería llorar ni reír, me sentía cansado, me escondía, pero siempre daban conmigo y, como por arte de magia, en mis manos aparecían el cuaderno de notas y la docena de lápices con los que registraba las historias que me relataban, pero ellos, testarudos, no dejaban de perseguirme con su gramática hablada, bien cargada de ronroneos onomatopéyicos; así que acepté escribir esta, mi segunda novela.

Carlos Esquivel.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 oct 2020
ISBN9781643346434
El Secreto de la Barranca

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    El Secreto de la Barranca - Carlos Esquivel

    Uno

    Primero se escuchó un disparo y no pasaron ni treinta segundos para que, en procesión, se percibieran siete disparos más, las detonaciones parecían juegos pirotécnicos, como los que se lanzan al cielo en la fiesta del santo patrono y que nadie sabe cuál es su nombre, los perros que dormitaban barriga arriba, se liberaron de los grilletes que los tenían aferrados a descansar su hastío eterno; al escuchar los estallidos saltaron chillando y aullando, escondiendo sus colas bajo sus patas, espantados, sin decidirse a huir o a mantenerse ecuánimes; la resonancia de los disparos flageló la quietud de la Barranquera, muchos vecinos acompañados por sus hijos exaltados, abandonaron el acogedor interior de sus cabañas, se plantaron encauzando sus ojos hacia el cielo cuajado de estrellas parpadeantes, buscando los hipotéticos artificios luminosos, pero esa noche el firmamento refulgente, estaba tan cristalino, tan limpio, tan ausente de volúmenes grisáceos que se podía tocar con los dedos.

    El disperso caserío no tenía nada que celebrar, esa noche solo había que solemnizar el momento de degustar los alimentos que ya estaban expuestos sobre las mesas, hubo ojos que imploraban localizar el resplandor que producían los fuegos artificiales, varios extendieron sus miradas hacia todos los confines del empíreo tratando de ubicar la procedencia de los estallidos, se abrieron ventanas aquí y allá, las amas de casa asomaron las caras husmeando el exterior, pesquisando el origen del alboroto instaurado por el vocerío que los niños producían. Ellos se empecinaban en afirmar que se trataba de artificios luminosos y que ya estarían adornando el firmamento con las fugaces explosiones colmadas de colores lúdicos; gran decepción les causó contemplar la atmósfera transparente, se escucharon lamentaciones que se disiparon al sentir frío en sus escuálidos cuerpos; algunos frotaban sus antebrazos con energía tratando de sacudirse un estremecimiento que fue lo único que su curiosidad les concedió, los ángeles se confabularon negándoles la esperanza de descubrir la lluvia de deslumbrantes estrellitas, ulteriormente una sensación de escalofríos los obligó a recular, fastidiados, hacia la protección de sus cabañas, entonces se plantó el desánimo, pese a todo, se trataba de complacer a los ilusos niños... los padres no lograrían concederles el final feliz.

    El tiroteo se había iniciado en las proximidades de la gran casona de don Florentino; la Barranquera tiene la cualidad de poseer un eco que multiplica por tres los sonidos extraordinarios, fue lo que confundió a los habitantes. Los pájaros arribaban intermitentemente a sus nidos, al escuchar el tiroteo se asustaron y volaron de un lado a otro desorientados, algunos optaron por dar marcha atrás y, en ese momento, la parvada determinó posarse en otros arbustos y en los huecos de las paredes de la Barranquera. En el interior de las cabañas disgregadas empezaron a encender candelas, las flamas danzaban pretendiendo iluminar las entrañas de sus moradas, el atardecer traía consigo una mediocre penumbra, a pesar de la hora temprana, la persistencia de los vecinos los conminó a mantener las candelas encendidas.

    En la casona de don Florentino, a la distancia se adivinaban sombras desplazándose, apresuradas, hacia todos lados, la complacencia había desaparecido, nadie dormía, sus razones particulares tendrían; se escuchaban voces alzadas, se entreveía una actividad inusitada en las terrazas de más abajo, empoderándose una interrogante mayúscula, en minutos el interior de las cabañas se iluminó melindrosamente con las titubeantes candelas; la oscuridad del exterior que nacía provocaba que las luciérnagas revolotearan en torno de los arbustos, de los helechos y de las cactáceas que flanqueaban el perímetro de la casona. La noche se condensaba y la oscuridad empezaba a enquistarse en las cañadas, a ratos aparecían patinadas de un dorado intenso a un rosado melancólico; la bóveda celeste opulenta de estrellas y la luz plateada de la luna perturbaba la impaciencia de los animales que empezaban a campear a sus anchas cazando su alimento, puesto que eran depredadores nocturnos. Los coyotes gruñían, los lobos aullaban, los linces maullaban.

    La casona hacía gala de su exuberante luminiscencia, entonces se estimulaba la sospecha de que algo grave sucedía, era el tiempo de almacenar decepciones, ahora hasta el viento se insubordinaba y alimentaba pequeños torbellinos repletos de polvo y residuos de polen que las mariposas habían ignorado; el sendero que nace en las orillas de la Barranquera, cuando se desciende por este al valle de allá abajo, el paisaje se transforma en una zona donde aparecen los primeros árboles de mediana envergadura y estos dan cobijo a una gran variedad de aves que se disputan los mejores ramajes para construir sus nidos, ahí residen los canarios, los loros, los pájaros carpinteros, los gorriones, los mirlos y los estorninos que con sus cantos alegran a los campesinos y a los caminantes y, más abajo, con mucha suerte, se distinguen los árboles más vetustos con sus ramas que mueren y renacen a su albedrío. Con sus troncos supuestamente muertos y en los que se hospedan la abubilla, el agateador común, la tórtola y, al pie de estos, las madrigueras de las liebres y de los zorrillos pestilentes, y las flores que se disputan los espacios más soleados para reproducirse, ahí donde bandadas de mariposas y abejas secuestran el polen compitiendo entre ellas para agenciarse el polvillo más fecundante y, como si fuera una erupción de colores, sin proponérselo, refulgen incansables y es cuando los colibríes confiscan el granillo diminuto que se aposenta en las anteras de las diferentes especies de flores. Con sus aleteos circulares como si fueran aspas que los mantienen flotando y expandiendo su fantástica transmutación tornasolada con matices que van del morado al carmesí y al verde esmeralda. Las cabañas y las terrazas se manifiestan separadas por decenas de metros de la una a la otra, así que, dispersas, pero protegidas por los despeñaderos ejercen la función de vigilantes de sus propias terrazas y de sus andenes, los habitantes en perfecta sincronía efectúan rondines a lomo de jamelgos, los terratenientes atentos a las visitas inesperadas de gente desconocida se pronuncian dispuestos a repartir puñetazos a los que se quieran pasar de listos y, si fuera necesario, echar mano de sus escopetas. En el comienzo, los irregulares terrenos fueron desconceptualizados para sembrar maíz, pero los primeros colonos se dieron a la tarea de devastar las rocas; se les veía excavando sus terrazas, rellenándolas con la tierra fértil del valle de allá abajo y esta era acarreada por decenas de porteadores. Fue un esfuerzo titánico que duro muchos años; diseñaron veredas y derroteros para descender o para ascender según el caso y, por añadidura, muchas vidas se perdieron al intentar domar a los precipicios. A falta de agua algunas plantas sobreviven mezclándose unas con otras sin cometer discriminación, bendecidas por la naturaleza y así, como amantes, se reparten las gotas de rocío de las madrugadas. Algunos hierbajos se reproducen en los contornos de los senderos y crecen alborotados cuando reciben alguna brizna de humedad, con todo, dificultan el caminar cansino de los agotados jamelgos que, lo mismo, son utilizados como transporte de personas o para ocuparse de la carga, amén que también son aptos para jalar la escardilla, el rastrillo y el arado en sus labrantíos, a veces se les ve arrastrando sus pezuñas en señal de un agotamiento eterno.

    Jacinto nació en una olvidada población ubicada en el punto más lejano de las faldas de la Barranquera, cuando sus padres lo trajeron a las terrazas, apenas cumplía los siete años y ya sus manos mostraban ásperas callosidades y brazos bien definidos, las nervaduras de su cuerpo, conforme fue creciendo, se propagaron y sus músculos se solidificaron y estos se convirtieron en los pilares que sostenían los zapapicos con los que trituraba las rocas, abriendo peldaño tras peldaño. Jacinto poseía un carácter indómito, perseverante y dado a coquetear con las muchachas quinceañeras de las terrazas vecinas y, ya cumpliendo los diez y ocho años, se aventuraba a rebasar la frontera de las cabañas adonde ellas vivían. A veces su grandeza de espíritu se astillaba y agredía sin motivo alguno a sus supuestos enemigos; vivir en la Barranquera le templó su modo de ser, su juventud y entereza le ayudó a salir victorioso en las reyertas absurdas, en ese tiempo el padre de Jacinto sacaba provecho de su experiencia como un avezado escalador y sus consejos motivaron a Jacinto para que escalara en solitario.

    Existía un párroco trashumante que visitaba la iglesita esporádicamente para alfabetizar a los niños de la comunidad, todos aprendieron a escribir sus nombres y a sumar: Dos más dos; luego Jacinto, por su cuenta, se leyó de un tiro el catecismo, lo memorizó y con un pellizco, a sus ratos libres, lo recitaba en la iglesita en voz alta sin omitir ningún punto y coma, cosa que le apuntaló el desafío de asistir consuetudinariamente y pregonar plegarias en el nombre de todos los habitantes y de él mismo, su perseverancia sorprendía a los fieles que asistían a las ceremonias que ahí se celebraban.

    Para bañarse acudía a un escurridero de agua que, como una diminuta cascada, proveía un hilillo del preciado líquido ya que era salvaguardado como oro molido; en esa época su físico había adquirido un perfil atlético, provocando la envidia de otros jóvenes y la admiración de las chicas de buen ver que esperaban su turno para disfrutar su cuerpo, para su fortuna, él nunca se hizo el remolón y cumplía a carta cabal la premura de las jovencitas y así, día a día, a la hora de refrescar su anatomía, se contorsionaba deliberadamente para que las chicas no lo perdieran de vista, la vanidad había superado a la humildad, el narcisismo lo había convertido en su principal prisionero, él andaba a la caza de su propio reflejo en los lugares más insólitos: en los charcos, en riachuelos se plantaba de rodillas incitando la repetición de su rostro, en su cabaña utilizaba una palangana llena de agua. Luego su despotismo le había ganado la antipatía de propios y extraños, él se dio cuenta de la disparatada e irremediable equivocación que su mocedad inexperta le había concedido, él comenzó a permutarla por actitudes más ponderadas; por otro lado, aunque tardíamente, las disputas con sus similares las evitaba, cuando las puyas rebasaban lo tolerable, se hacía el desentendido, imitaba a los pusilánimes y era el momento en que las burlas lo convertían en el motivo de sus pitorreos, él los ignoraba al tiempo que reflexionaba «enfrascarse en un altercado, agravaría a los vecinos, además sería una pérdida de tiempo», concluía; así que le cerraba las puertas a la enemistad y las abría a la tolerancia... en ocasiones, muchas, se sentaba sobre las orillas del terraplén a meditar y extasiarse del paisaje, casi sobrenatural, del valle de allá abajo y, arrobado con la bucólica visión, la guardaba en su agenda de milagros bienaventurados. La imagen de la esposa de don Florentino comenzaba a desfilar vertiginosamente por su cerebro, una inquietud física lo estaba convirtiendo en una presa fácil de sus nacientes ardores, sus hormonas lo indujeron a cumplir con un propósito equivocado, él decidió que la Otilia sería suya, le costara lo que le costara, su joven ímpetu lo conminó a cumplimentar un erróneo proceder, su personalidad se fusionaba con un porte donjuanesco, empezó a darle un seguimiento a la vida de Otilia, con ese nombre se le conoce a la esposa de don Florentino. Memorizó la hora en que salía, los estilos de la ropa que vestía, investigó los nombres de los sirvientes que la asistían, la disyuntiva le estaba monopolizando su tiempo libre, a punto estuvo de abortar la investigación. Se sentía desplazado cuando ella salía con su esposo don Florentino, y siempre custodiados por los secuaces al servicio de este; sin embargo, la coquetería de Jacinto no pasó desapercibida, a ella le llamó la atención y le hizo gracia su constante presencia en el perímetro de la gran casona y sus dejes repletos de cortesía la cautivaron y, desde entonces, ya se vislumbraba una aventura romántica y nada más.

    Dos

    Don Florentino ronda los cincuenta años, es el cacique de toda la comarca montañosa, se convirtió en el hombre más poderoso de la región, dicho personaje se aprovechó de la falta de coraje de los vecinos para enfrentar con ventura su sino, ellos siempre timoratos y pusilánimes para encarar a los abusos de don Florentino, él lo presumía con un tono desvergonzado, usaba palabras que contenían amenazas implícitas, mientras visitaba a las terrazas ajenas y en el momento en que se retiraba con su dedo índice y su entrecejo plegado dejaba subrepticias intimidaciones a sus próximos extorsionados, no solo era atrevido, sino un experto manipulador. Por su acendrada cobardía, contrató a varios delincuentes para que realizaran el trabajo sucio, a pesar de ello, a don Florentino, en lugar de sudor, le chorreaba un talento maléfico y sabía cómo hacer uso de este. don Florentino hizo su fortuna a base de las extorsiones que sus testaferros realizaban contra los habitantes de la Barranquera y estos, con palabras no muy finas, entregaban el monto de la extorsión, y si se negaban, algo muy oscuro les esperaba.

    Así era su ruindad y por consecuencia se ganó el desprecio de todos los terracistas, la forma de ir ajustando su invaluable poderío se acrecentaba gracias a la mansedumbre de los habitantes; había llamado la atención de todos, a veces, conmocionados veían a los cargadores subiendo a diestra y siniestra muebles de corte afrancesado de un valor inmensurable, antigüedades que costaban un ojo de la cara «¿cómo los habrá conseguido?», se preguntaban; había porteadores que subían grandes cajas que embalaban cerámicas chinas y vajillas que solo las familias acaudaladas podían adquirir. Y no era por amor al arte, era por su incultura, pues, ni él se daba cuenta que le daban gato por liebre y, para colmo, le dio la manía de usurpar objetos extravagantes, acumuló adefesios en el interior de la gran casona.

    Otilia vive atemorizada por los desplantes machistas y los celos enfermizos de don Florentino, su esposo, el asedio continuo para obligarla a darle un heredero, a ella esas actitudes la martirizan, así que, con su modestia y timidez acendrada, se guardaba el rencor en el bolsillo, el que está cerca del corazón, no obstante, ella prometía y prometía y prometía; sus simulaciones voluptuosas enmarcaban sus dotes de falsaria consumada:

    —Muy pronto te daré el anhelado heredero —le murmuraba al oído y casi todos los días la obligaba a satisfacer sus enloquecidos lances.

    Don Florentino es un hombrón achaparrado, con espaldas de estructura cuadriculada que lo perfila como un ente simiesco, su piel color cobriza te obliga a trasladarte a países del continente asiático, con su apariencia mustia y vulnerable, bien que disimula su fiero comportamiento pungitivo, su rostro, para colmo, es afeado por una tupida cejijunta que le confiere una catadura de maldad, además su cara embozada con las huellas de una viruela mal cuidada, luego, en consonancia, sus parpados atestados de encajes y cicatrices heredadas de peleas callejeras, y las pestañas lacias que le enmascaran una mirada mefistofélica. Don Florentino siempre andaba rodeado por un par de sicarios, estos son los más feroces y sanguinarios de la Barranquera; uno de ellos había perdido la mano derecha, pero a pesar de esa limitante, aprendió a lanzar puñales con una exactitud pasmosa, donde ponía el ojo ponía la daga. El otro, el mal encarado, se había dejado crecer la barba para disimular una cicatriz que no había cerrado del todo, escurría algunos fluidos casi de color ámbar y él empuñaba un pañuelo con el que se limpiaba la sangrante herida... no era extraño verlos con las manos ensangrentadas y con una sonrisa siniestra, siempre caminaban con la cabeza hundida, como si fuera el preámbulo de un asesinato. Todos los terracistas movidos por mantener incólume a sus familias, andan forrados con armas en prevención de alguna querella y, por otro lado, casi todos los hogares están dotados de fusiles de segunda mano, no obstante, de nada les servirá sí don Florentino decide invadir sus cabañas. Era como vivir en medio de una revuelta civil.

    Don Florentino se ganó el título de el extorsionador más eficaz que nadie había conocido; una tarde uno de los incumplidos recibió una paliza que recordaría en toda su vida y que le provocó dolores lancinantes que le duraron varias semanas; ahí se le considera el ser más despiadado de la región, algunos han perdido a un ser querido por indicaciones de don Florentino, él le hace los honores a su cobardía, siempre se le ve custodiado por Cipriano y Melquiades que, a fuerza de chantajes, fueron convertidos en sus escoltas favoritos y ahora intimidados sí, pero con una buena recompensa simulan que le sirven sin remilgos, las encomiendas más escalofriantes las acatan sin miramientos, don Florentino tenía amedrentados a los más apocados del caserío, les había imbuido el miedo menos irreductible.

    Empezó a llover a cantaros, el horizonte se pintó de latigazos plateados, y más al norte se vislumbraba como los rayos del sol traspasaban los espacios ignorados por las nubes «suertudos los que habitan ahí»... imposible deducir otra cosa, pensamientos que confirman la soledad en la que viven, algunos descienden resbalándose y asiéndose con sus propias uñas hasta hacerlas sangrar, por fortuna las distancias entre terraza y

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