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Higinio El Soñador
Higinio El Soñador
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Libro electrónico714 páginas10 horas

Higinio El Soñador

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Me tomó casi ochenta años entrevistar a mis personajes entrañables; a veces abortaba su insistencia, cuando pedían qué yo los escuchara.

Tocaban a mi puerta todas las mañanas para contarme el peregrinar de sus vidas; me conmovía y los escuchaba y, así, mientras ellos desahogaban sus cuitas, mis escritos crecían, luego, me interesé en conocer sus historias, empecé a hacer preguntas, y ellos me relataban sus desventuras << que son muchas >> y, sus alegrías <>. Sus reuniones consuetudinarias desde niños las realizaban en las azoteas de las paupérrimas vecindades, dónde ellos viven, al platicar conmigo, utilizan un lenguaje coloquial subido de tono.

Al inicio de la novela, están en los seis y siete años de edad. Basilio, Octavius e Higinio van creciendo y me describen sus parábolas. Percibí cuando la testosterona les empezaba a hacer justicia; me contaban explícitamente sus primeros escarceos físicos con chicas de su misma edad; también, me participaron de varios funerales irremediables, los ví llorar, reir y morir. Y, yo lloré con ellos.

Higinio es el principal personaje de la novela; a él lo encontraba en la cafetería, en el autobús, en la iglesia y, en tantísimos sitios qué, a veces distraían mi propia vida. Higinio tiene la facultad de crear historias cuajadas de metáforas, y cuando las describe se conforma una audiencia irrepetible y, te motiva a desvelar que, son ficticias, autobiográficas e inexplicables.

En el vecindario, vive una suerte de parafernalia de personajes excepcionales, intenté dejarlos en el tintero, sin embargo, les di asilo en bibliografía, luego soñé con ellos y, reí también hasta el cansancio.

Basilio conforma una familia de nueve hermanos, y su familia se ve asediada por una pobreza irreductible. Octavius es huérfano de madre, cuando él nace, su mamá que responde al nombre de Laurita empieza a padecer un cáncer que dura más o menos: tres años, así que, su padre se aboca el papel de madre y padre al mismo tiempo. Higinio es hijo único, él asegura que, recuerda su estadía dentro de la matriz de su mamá, lo describe a la perfección y entonces subyuga a sus amigos. La novela alcanza el clímax cuándo Higinio, es perseguido por un anciano barbado, que podría ser un ángel, la muerte o, algún espíritu maligno y esto lo persuade a consultar hechiceros, magos, videntes y curadores de almas perdidas, y muy a su pesar, no logran apaciguar a los fantasmas de su cerebro… la novela se satura de momentos esotéricos y los momentos mágicos acarrean una tormenta de metáforas inexplicables.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 ene 2020
ISBN9781643342672
Higinio El Soñador

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    Higinio El Soñador - Carlos Esquivel

    Uno

    El color del dolor ya impregnaba mi dolorido cuerpo donde se acumulaban golpes, como si estos fueran el abono para fertilizar un sembradío de almas hambrientas de venganza y que día a día germinaban: rencores y rencores. Las palabras ofensivas se acumulaban en mi cerebro y este fungía como una alcancía, ahí se almacenaban esperando que, en el futuro, las pudiera usar en defensa propia; intente entender el significado de esas onomatopéyicas ideas, quizá, ese sería el modo de expulsar el enojo y el complejo de superioridad de mis hermanitas, para mi mala suerte, yo era su chivo expiatorio. Sin embargo, agradezco su indiferencia, y que, gracias a las gestiones de mi padre, estuve acogida en una guardería, donde fui muy apreciada por mis profesoras y por mis amiguitas.

    En esa época, yo la pasaba entre gritos, golpes y difamaciones y mi único asidero era mi padre, que poco o nada podía hacer, él con sus sufrimientos y yo con los míos…Perdóname, le dije a Constancia cuando fui sorprendida confiscando un caramelito; al tiempo que lo introducía en mí boca, recibí un cachetadon de órdago sobre mí mejilla izquierda. El caramelito salió despedido barnizado con mi saliva mezclada con mi propia sangre, lo vi estrellándose en el piso de baldosas desgastadas, cayó a las patas de un perro callejero que había adoptado el zaguán como su nuevo hogar; lo devoró de un solo bocado sin masticarlo, lo tragó entero.

    Yo también me tragaba mis lágrimas enteras, sin masticarlas, sin saborearlas, ya resecas el viento se las llevaba sin mí autorización; no me atreví a devolver el golpe, ni a exponer la otra mejilla… El rencor cuesta trabajo, te quita el tiempo, hay que invertirle, abonarlo con mortificaciones y yo, estaba en el limbo espiritual y mi protesta salía sobrando, con todo, mi animadversión empezaba a germinar:

    —¡Hijas de la chingada!—les gritaba…

    Era una ofensa desperdiciada, no causaba ningún efecto de cordura, pues de inmediato la cargaban contra mí, aunque mis hermanas no tenían ninguna justificación para golpearme; la impunidad había sentado sus reales en el caserón donde vivíamos, así que, yo predecía que sería una sirvienta de tiempo completo por el resto de mi vida. Me despertaba indignada, y entonces invocaba a mis ángeles y a mis demonios, les pedía armas para vengarme y lo que me daban eran sueños que acentuaban mis miedos: me veía corriendo perseguida por tres serpientes con las caras de mis hermanas. Al despertar, en silencio y a escondidas, me dirigía a la cocina para agenciarme un pedazo de pan y una cucharada de frijoles para calmar los retortijones que el ayuno me provocaba.

    En la cocina me gustaba sentarme en unos bancos patilargos a la hora del paupérrimo desayuno que a mí me tocaba; a gritos y empujones era desplazada:

    —¡Quítate!—me ordenaban, provocando derrames sobre la mesa, y que luego me adjudicaban la culpa y era persuadida a limpiar el desaguisado.

    En lo relativo a la carrera de sirvienta, fui obteniendo muy buenas calificaciones y aunque no me crean, terminé el doctorado y luego la licenciatura, todavía me quedan los moretones y con un manjar de maldiciones en mi alma logré el sobresaliente. Cuando escuchaba ese torrente de gritos, decidí utilizarlas en mi defensa. Ellas me castigaban por nimiedades y entonces empecé a mentarles la madre:

    —¡No me peguen!…hijas de la chingada.

    Así, después se me premiaba con dos o más cachetadas, apretaba mis dientes y luego liberaba mi contraída mandíbula y esparcía las malas palabras memorizadas, las repetía sin ton ni son. No entendía porque, gente desconocida, me trataba mejor que mis propias hermanas; en la calle, personas que nunca había visto, me brindaban palabras cariñosas, alabando mis dudosos atributos de niña bonita, me llenaban de aspavientos: Que niña tan hermosa, entre ellos intercambiaban opiniones y sonrisas; Fíjate que bonitos ojos tienes preciosa

    Yo tenía que huir por el miedo a que, después, sobrevendría el reparto de golpes y groserías y que gratuitamente sin deberla ni temerla era laureada, sin embargo, yo me sentía la princesa de los cuentos de hadas. Mi hermana caridad era la más violenta, sus golpes, en verdad sí dolían; poseía un extenso glosario de malas palabras y una buena puntería: donde ponía el ojo ponía la bala.

    Las agresiones de mi otra hermana, Constancia, solo me causaban algún escozor y uno que otro moretón, pero lo que más se lastimaba era mi dignidad, sus palabras soeces, las decía como si al pronunciarlas las disfrutara haciendo un daño psicológico; incluso todavía las traigo arraigadas en mi memoria. La más tranquila era Pachita, pero a veces se daba gusto jalándome el pelo y aderezándolo con estos ejemplos : ¡Pinche escuincla!…¡eres una pendeja!…; con esas poéticas palabrotas reclamaba mi lentitud y me indicaba que sus calzones, no estaban bien lavados y entonces le prestaba mis mejillas para recibir el consabido sopapo y mi rencor: in crescendo, listo para el contrataque y poder usar lo aprendido en mi propia defensa.

    —¡Hijaputa!

    No sabía con exactitud lo que quería decir, pero yo la adopté para acrecentar mi florido arsenal para la próxima batalla que, suponía yo, sería la perdedora, sabiendo lo que se venía blindaba mis temores, mis amarguras y mis dolencias físicas, a estas las confinaba para intercambiarlas por falsas ilusiones. En mis sueños me veo corriendo por campos tequileros, escabulléndome de los arañazos de los agaves y ahí tras de mí, mis amiguitas de la guardería persiguiéndome acompañada por grandes carcajadas; estas ensoñaciones me sabían a caramelitos como los que mi papá fabricaba.

    Con mi premeditada torpeza en el manejo de los platos, vasos y cazuelas, me auto flagelaba, y sin que nadie me viera los arrojaba al piso haciéndolos trizas y obviamente me iba a cargar la fregada; esto me valía varios jalones de pelo, pero estos trastos al romperse producen un sonido que me parecía música celestial; así fue que, gracias a mi desacato, se estrenaba continuamente vajilla nueva, los trastos se confabularon conmigo y ocurría que, algunas veces se resbalaban sin mi intervención, y la pedacería de vasos y platos adornaban el piso concediéndole brillos espectrales y de ipso facto llegaban mis hermanitas y me surtían con lo mejor de su repertorio:

    —¡Pinche escuincla!, eres una pendeja.

    Me costó tiempo entender el significado de pinche y el de pendeja, entre lágrimas memoricé esas palabras y cuando me agredían, les gritaba:

    —¡Pinches viejas! Son unas pendejas—y entonces cuando mi cuerpo se saturaba de golpes, mi masoquismo salía a relucir y con resignación digería mi triste destino.

    Conforme crecía; las agresiones físicas y verbales se duplicaban y ellas entendían que por cada golpe dado, recibirían una andanada de mis fantásticos vituperios:

    —Las voy a acusar con papá Dios—las amenazaba con estas palabras que le aprendí a mi mamá, antes de que se fuera.

    Mis ingenuas advertencias hacían que me sintiera protegida. Estaba aprendiendo a llorar en secreto, mordiéndome los labios hasta hacerlos sangrar; yo cooperaba con mis pucheros, sin recibir compensación alguna, ni siquiera una insignificante sonrisa.

    Una noche escuché en el portón de nuestra casona una discusión a voz en cuello; era mi hermana Caridad, fue sorprendida besuqueándose y dejándose toquetear por un espontáneo y desconocido enamorado, el supuesto y verdadero novio los descubrió, sintió la traición en lo más profundo de sus entrañas, le afloró la violencia verbal:

    —Eres una puta, una malnacida—y haciendo un gran esfuerzo por contenerse, agregó—: Tendrás que cuidarte porque te voy a partir tu madre.

    Tienen que creerme, hasta hoy sé que esas palabras ofensivas se usan para castigar a los mal portados, a los adúlteros y en mi caso: a la desobediencia. Las incluí en mi bitácora, las repetía una por cada golpe que recibía:

    —¡Eres una puta! ¡Una callejera! ¡Una pendeja!

    Si no te aburro, te cuento y te pido perdón por mi falta de tacto en repetir continuamente las palabras groseras que aprendí entre los ocho y diez años.

    Hice el servicio social en los dominios de una familia mediocre y abusadora que, mediante un pago semanal, del cual nunca me enteré y que mis hermanas administraban como un favor especial, mi contrato especificaba que el horario sería de entrada y salida el mismo día, lo que me daba el tiempo necesario para no descuidar la limpieza de mi casa. De lo que sí estaba al tanto era el debe y el haber de la andanada de golpes y la retahíla de palabras feas, que mis nuevos patrones me dedicaban y por supuesto mis hermanitas se hacían de la vista gorda y de los dineros, argumentando que serían destinados al ahorro para mi futuro.

    Mis hermanitas empezaron a reunirse en la parte más arrinconada de la casa, hablando a murmullos, mi papá presentía que se estaban confabulando para huir escalonadamente. Él intervenía con la intención de advertirles el peligro al que se iban a exponer. Mi papá se arriesgaba a recibir respuestas groseras y faltas de respeto que le lastimarían la dignidad de padre de familia; al final se daba cuenta que todos sus argumentos eran una pérdida de tiempo y terminaban en el bote de la basura. Para disimular su intranquilidad, regresaba a la fabriquita y al amparo del olor a caramelo se enjugaba unas lágrimas silentes.

    La primera en emigrar fue mi hermana mayor Pachita, ella huyó hacía la Ciudad de México, se acomodó en amasiato con un zapatero que, en el patio de su vecindad, fabricaba calzado a la medida y esto permitía una vida más o menos llevadera. «Hija, con ese tipo vas a ser infeliz, piénsalo», ella recordaba la advertencia y también no había olvidado su respuesta: Usted no se meta, yo sé lo que hago, es mi vida. Ella ignoró el consejo y con golpes en el desayuno, en la comida y en la cena; fue domesticada y la innata rebelde se convirtió en una sumisa amante. Nunca se casaron, pero, a fuerza de darle y darle gusto a sus instintos, concibieron a dos hermosos sobrinitos: uno se llama: Emeterio como el padre de su amante y la niña Generosa como la madre de Emeterio. Parecía que varias generaciones habían adoptado ese nombre, como si fuera la consigna de la familia.

    Yo seguí entorpeciendo la alegría de mis hermanitas Constancia y Caridad; aprendí nuevas palabras que las predisponían a enfadarse conmigo, así, nacían nuevas encomiendas que consistían en lavar los calzoncillos de toda la familia y del clan en el que prestaba mis servicios como sirvienta de medio tiempo. Los días se acumulaban en los calendarios, la familia se reducía a gran velocidad, mis hermanitas imitaron los pasos de Pachita, desaparecieron escalonadamente; así fue como me gané con honores el birrete que afirmaba que yo sería una sirvienta de cinco estrellas.

    Dos

    Era una noche de febrero de 1929…se presagiaba un futuro incierto para Martita, también ella, antes de nacer, su alma tuvo una entrevista con el coro de ángeles guardianes que suplicaban a los Dioses benevolencia para ella. Ellos aseguraban que, desde los primeros tiempos, los humanos ya venían marcados con sus herencias ancestrales y con el dolor tatuado en sus genes. En el hospital de obstetricia Martita nacía…su mamá había sufrido dos paros cardiacos en el momento exacto del alumbramiento; ahí en el quirófano fue revivida varias veces, entonces ella había nacido con el estigma del dolor físico. El ángel que la acompañaría durante toda su vida lloraba invadido por una profunda tristeza; ella no los veía, pero eran testigos del drama que la pequeña viviría. Varios de ellos la visitaban esporádicamente, sus intentos de consolarla fracasaban. Ella viviría arrastrando enfermedades eternizadas, tanto que, podría vivir o, podría morir, estas se obstinaban en fastidiarla.

    Dentro de los cuneros, las asistentes informaron: que tenían a una bebé que no paraba de llorar. Ellos descubrieron un problema estomacal, le suministraron medicamentos específicos que paulatinamente mejoraron su salud; se la llevaron a su mamá que dormitaba, le indicaron que tenía que dar de comer a su bebita, se sacó un pecho, lo aproximó a la boca de la nenita y Martita empezó a succionar el vital alimento. Así inició su paso por la vida: agredida por las enfermedades que iban y venían a su antojo.

    La situación económica limitaba algunos gastos superfluos, sin embargo, toda la familia comía lo suficiente para mantener saludable a todos los integrantes. Cuando Martita fue presentada a sus hermanas, de inmediato le hicieron gestos malintencionados. Martita los festejaba con grandes sonrisas, ignorando el verdadero sentido de las caras desfiguradas de sus hermanas; así creció solitaria, despreciada por la antipatía de sus hermanas. Era una chiquilla hermosa, sus ojos verdes sobresalían por encima de otros atributos y estos eran admirados por las personas que por inercia pasaban cerca de ella; a Martita le gustaba bailar la Bamba, cantaba desafinada, pero con voz angelical, entonaba cancioncitas que recién había memorizado, por supuesto, estaba claro que su futuro no estaba considerado en la ópera. A pesar del disgusto de sus hermanas se ganaba el aplauso y la empatía de conocidos y desconocidos, luego los apapachos y los besos le llovían de sus simpatizantes y entonces ahí surgía el meollo del asunto: los celos enfermizos superaban al amor filial.

    De inmediato las hermanas se confabulaban y a jalones de pelo la hacían entrar a su cuarto; dejando estupefactos a sus admiradores, sin creerse la violencia de las hermanas. Para acrecentar su desgracia, su madre fallece en los primeros días de 1932. La hermana mayor se hace cargo de la pequeñita que muy pronto cumpliría sus cuatro añitos… Pachita odiaba cambiar pañales, preparar biberones y nunca se desprendía de alguna caricia o una sonrisa para Martita.

    En 1934 cumplía más de cinco años, la inscribieron en una guardería, allí destacó por su inteligencia. Le brindaron una alimentación que superaba por mucho a la que recibía en su casa, ahí aprendió los números primarios y el vocabulario, de esta forma hizo sus primeros intentos de escribir su nombre; sus maestras le enseñaron a armar rompecabezas y luego de tomarse una siesta, la merienda del mediodía la acompañaba medio satisfecha rumbo a su casa. Su salud se incorporaba al desarrollo de su cuerpo.

    A finales de 1935, cuando llegó a los siete años, tenía que ayudar en la fabriquita de los caramelitos. Su aprendizaje le costó cientos de quemaduras en sus manos: su obligación era separar los dulces de sus moldes, que instantes antes habían estado al rojo vivo; el azúcar fundido era muy difícil de manipular, la melcocha quemaba sin compasión a quien la tocara. A esa edad, la tarea que le encomendaban se convertía en un entretenimiento y así las horas se acortaban, su obligación era desentrañar el secreto de como nacían los caramelitos. Había que limpiar los moldes que tienen que conservar su calor, para así, desconchar la melcocha que poco a poco se endurecía, y cuando estos abortaban el calor, a golpes de cincel se desprendían las costras azucaradas. A ella le gustaba deglutirlas, las mantenía en su boca hasta que estas se derretían por el calor y la salivación, «Son un regalo de Dios», pensaba.

    Había momentos en que la tristeza invadía a su corazón, ella sacaba a flote su fortaleza y así aprendió a sobrellevar la carga de su destino; sus lágrimas se mezclaban con el sudor que el calor de la estancia del fuego que fundía el azúcar; ella con una sacudida de su cabeza, lanzaba sus pesares y el sudor al viento.

    La familia residía en un pueblo pequeñito llamado Zapotlanejo, muy cerca de Guadalajara, Jalisco. Su nombre está relacionado con la abundancia de la fruta llamada Zapote; la carne de dicha fruta es muy oscura con una suavidad casi como un puré, esta se sirve en un tazón, se le agrega una importante cantidad de azúcar y se le baña con el jugo de una naranja.

    Ahora recuerdo que la mayoría de la población se dedica a confeccionar ropa de muy buena calidad. La iglesia de la Ciudad celebra a la Virgen del Rosario, todos los días siete del mes de octubre, anualmente se congregan cientos de fieles a escuchar la solemne misa en su honor. La familia toda se acerca al altar y le pide a la Virgen la sanación del papá de Martita. Él va perdiendo la vista a consecuencia del calor tan intenso al moldear la melcocha.

    Después de incontables búsquedas para recobrar la vista y la visita a varios oftalmólogos, y ante la imposibilidad de encontrar una curación efectiva, deciden ponerse en manos de una vidente que aseguran tiene poderes curativos.

    Durante miles de años el río Santiago se fue labrando su propio camino, este barría con sus turbulentas aguas el empedrado subacuático, como persiguiendo a los peces que ahí se reproducían; las continuas sedimentaciones que las indómitas aguas acarreaban. Los residuos arenosos y algunos grandes pedruscos que a través de los siglos habían colaborado a profundizar la hondonada, creando un cañón que al final se había convertido en un río muy sinuoso. Allí, en la cúspide de la montaña, existe una planicie que conserva algunos retazos de hierba verde y pequeños espacios desérticos, como si se hubieran distanciado los unos de los otros y, precisamente en la orilla a unos pasos del desfiladero está un pequeño sembradío de plantas desconocidas y de formas extrañas, las había en diseños nunca antes vistos, unas semejaban estrellas de mar, otras con el pistilo en forma de una cara humana; con el movimiento que el viento procuraba, se percibía que estas sonreían. Luego un caminito estrecho, breve, de tierra suelta bordeado de dos empalizadas colocadas paralelamente, al adelantar algunos pasos, estas reducían su altura y solo unas piedras devastadas por el agua y por el viento te marcaban el sendero que te llevaba a la entrada de una choza, construida con ramajes muertos, secos, sedientos, esperando la visita de enfermos desahuciados.

    Hacia un viento muy violento, este ascendía por las paredes del desfiladero y producía sonidos que parecían: gritos de almas en pena…ahí arriba, el viento soplaba inmisericorde, entonces los torbellinos se manifestaban envolviendo a las plantas, ya de por si secándose por los inclementes rayos del sol…y ahí mismo se escuchaba el cloqueo de unas gallinas que huían del cacareo de un gallo. Por las pequeñas rendijas que las ramas muertas toleraban, salían vapores con olor a rosas y a flores de Cempaxúchitl, las gallinas correteaban y se interponían en tu camino, te daban a entender que había que esperar el permiso correspondiente, estas eran asediadas por un hermoso gallo giro.

    El sol marcaba las doce del día; una niña rubia que peinaba unos bucles que, al ser acariciados por el sol, brillaban como si fueran rizos de oro; ella les flanqueo la entrada. Martita no pudo disimular su temor, este se acrecentó al descubrir a una lechuza que, sobre la rama de un avejentado pino, se posaba y gritaba y a cada grito, una nube de mosquitos zumbaba, dando la bienvenida a los visitantes. La niña rubia le tendió a Martita un ramito de florecitas moradas, rosadas, amarillas y blancas; estas invadían en solitario grandes espacios en los valles, dándoles un aspecto de alfombras donde caminarían los ángeles, estas florecitas las portaba en una diadema que coronaba su cabeza, la niña le impidió la entrada; Martita se quedó observando a las gallinas que picoteaban el arenisco suelo.

    Dentro de la choza, una anciana desdentada con mil arrugas decorando su triste cara que ya no concedía ningún espacio para enriquecerla con una arruga más…con un cigarro prendido en su boca asegurado por la presión de sus encías ausentes de dientes, le dio la bienvenida a un desconcertado y apesadumbrado don Ricardo. Para llegar a ella, dentro de la choza, había que cruzar varias encrucijadas. Don Ricardo con la falta de visión no percibió el largo camino en ese pequeño espacio. Simultáneamente aspiró los efluvios que venían de una gran bocanada de humo lanzada por la curandera, se formó una nube espesa, luego con sus manos la sacudió hasta que esta desapareció; sobre el piso de tierra apisonada formó un circulo con piedras del río, alternando una grande y después una chica y ahí en el centro sobre una terracota Maya depositó su habano, este sorprendió a Don Ricardo, pues el puro se consumió en cuestión de segundos…

    Acto seguido bebió un trago de alcohol que mantuvo en su boca, después lo lanzó sobre la cara de don Ricardo, luego tomó varias ramas de hierbas olorosas y las sacudió sobre el cuerpo inmóvil, impregnándolo de aromas irrespirables, con la intención de desplazar a las apariciones que lo hacían padecer de insomnios agravando su perdida visual. Puso varias especias dentro de un molcajete y las trituró a golpe de piedra de amolar, les prendió fuego y obligó a don Ricardo a inhalar los vapores, lo que le provocó un lagrimeo involuntario y recurrente.

    La anciana recito en voz alta oraciones nunca antes escuchadas; por último, había que esperar la intervención del gallo giro, este tenía que pisar a alguna gallina de las que picoteaban el suelo, buscando insectos, o a algún despistado granito de maíz. El gallito cumplió con sus deberes y piso a una bonita gallina—el gallito tenía buen gusto—…la hermosa gallina no tuvo más remedio que aguantar la breve embestida, su destino había llegado, fue sacrificada con un tajo en el pescuezo y la sangre manó desbordada…la santera humedeció sus dedos con la sangre y los frotó sobre los parpados de los ojos de don Ricardo. Martita coligió que la pitonisa había cumplido con la anodina ceremonia.

    Al salir de la choza, don Ricardo se apoyó en uno de los hombros de Martita e iniciaron el regreso por el mismo camino; la niña rubia le regaló su diadema de florecitas recién cortadas de algún jardín escondido y se la colocó sobre su cabeza.

    El sol se dio cuenta que el reloj marcaba la una y quince de la tarde y aceleró la repartición de sus inclementes rayos; el calor rebotaba del suelo y este reverberaba y producía imágenes falsas que ilusionaban el horizonte con figuras que parecían seres humanos y con rapidez estas desaparecían. Martita torcía el cuello por el sudor que la mano de su papá inducía, tratando de escapar de la implacable compresión de la palma de la mano, no obstante, sentía una gran alegría de servir de lazarillo a su querido papá.

    Llegaron a casa después de una caminata de dos horas. El declive del terreno provocó que descendieran de prisa y sin tanto esfuerzo; y con la esperanza sujeta sobre sus espaldas. A ella se le presentó un fuerte dolor de cabeza, sus sienes pulsaban a 100 kilómetros por hora; martita llegó extenuada, su tolerancia al dolor se rindió y entonces oprimiéndose la parte dolorida, sintió que el dolor menguaba; pidió permiso a su papá para irse a acostar, se durmió con su migraña como si fuera un diablillo que la atormentaba.

    Esa misma tarde, sus hermanas estaban reunidas en el patio de la casona, estas murmuraban, quizá confabulando en contra de Martita o contra su papá. Esas reuniones secretas se repetían, pero esta vez, se encontraban teniendo una conversación en voz baja, se reían como si estuvieran planeando diferentes circunstancias, decidieron colocar a Martita como sirvienta en la ciudad de Guadalajara.

    —¿Tú qué opinas hermana?

    —Estoy de acuerdo—contestó: Constancia—. Habrá que estar atentas con sus ingresos.

    —Deberán ser ahorrados para su futuro—reafirmó Constancia—, yo tengo una cuenta de ahorros y si les parece ahí podemos depositar su salario. Estoy dispuesta a cooperar con ustedes—agregó.

    Así, en medio de los buenos deseos de sus hermanas, transcurrieron los meses, el tiempo se violentó y en su loca carrera contra reloj, Martita alcanzó casi sus catorce años. Ella dividía su actividad: mitad sirviendo en la casa de Guadalajara y la otra mitad en su propia casa. Los ingresos se redujeron cuando las hermanas se unieron a la pandilla de emigrantes, dejando reducida la mano de obra; un aprendiz era el que mantenía la ridícula producción de dulces.

    Don Ricardo salía de su casa y se sentaba en un banquito de patas cortas y sobre sus piernas sostenía una charola exponiendo sus caramelitos; los centavos que recibía venían insuflados de bondad y caridad. Don Ricardo insistía a esas personas que tomaran algunos caramelitos:

    —No se preocupe don Ricardo.

    Entonces él contestaba:

    —Que Dios se lo pague.

    Pachita fue la primera en emigrar, ya echaba raíces en la Ciudad de México, las advertencias de su padre se convirtieron en premoniciones: desde el principio padeció golpizas, violaciones, con gran rapidez se embarazó y en veinte meses dio a luz a dos pequeños; se convirtió en su amante, en su cocinera, en su lavandera y en su ayudante en la fabricación del calzado. Se conectó con vecinas que trabajaban como sirvientas y entonces ofreció a Martita como recamarera en una mansión de alta alcurnia; allá por las Lomas de Chapultepec, muy cerca del Paseo de la Reforma; le pagarían el doble de lo que ganaba en Guadalajara, tendría su propia habitación y la alimentación garantizada y si se portaba bien, le darían el domingo como descanso.

    Pachita y Martita, abordaron un autobús Flecha Roja, acomodaron sus paupérrimas pertenencias debajo de sus asientos, el vehículo devoraba el camino a gran velocidad; Martita con la nariz embarrada y achatada por permanecer pegada a la ventanilla, veía con cierta desesperanza los campos, a veces verdes, a veces yermos, la carretera se involucró en una gran extensión, donde miles de Agaves adornaban el paisaje; la abstracción de Martita la confundía, la hacía dudar si los agaves o el autobús corrían al mismo tiempo. Ladeo un poco su cara y esta se fundió con el vidrio de la ventanilla. El run-run monótono la adormeció y cayó en un sopor que la hizo dormir profundamente; el calor se apropió del interior y luego el bochorno hizo que todos los pasajeros chorrearan grandes gotas de sudor, algunos enjugaban sus frentes con la manga de sus camisas, las señoras se abanicaban sus caras con revistas y periódicos con la equivocada pretensión de encontrar un poco de aire fresco.

    Después de dos horas de viaje, estaban por llegar a una terminal intermedia. Ocotlán es el nombre de esa población y se cuenta que es la ciudad, después de Guadalajara, la más poblada del estado, su modus vivendi es la fabricación de muebles modulares; uno de los últimos censos indica que existen más de 150 establecimientos dedicados a la compraventa de dichos enseres, allí se encomiendan a la imagen del Señor de la Misericordia. Su agricultura es muy variada y su principal industria es la lechera.

    Un frenazo le salvó la vida al perro que, en ese instante, se cruzó en el camino del autobús, esto influyó para que algunos pasajeros se desperezaran, estiraron piernas y brazos, los bostezos sonoros se escucharon como si fueran percutidos suavemente. En esa estación los viajeros se apearon en estampida, se dirigieron a los sanitarios para desahogar lo que sus vejigas e intestinos cargaban; los más tranquilos solo refrescaron sus caras mojándolas con el agua del grifo. Pachita preguntó:

    —¿Tienes hambre?

    Ella contestó con un:

    —Aja.

    Martita siguió a su hermana, ahí compraron unas bolsitas de papitas fritas y se bebieron una soda con gran fruición y el tentempié amortiguó el hambre y el consuelo le llegó intermitente, el gas de su refresco le causó inflamación en su estómago y durante la continuación del viaje, la incomodidad se apersonó en Martita, ella no pudo dominar las contracciones estomacales y haciendo esfuerzos titánicos para retener sus ventosidades, contraía su estómago, lo que, producía ruidos ampliamente conocidos. El chofer, con un grito advirtió a los viajeros que era la hora de ascender al autobús y reiniciar el viaje a la Ciudad de México.

    —¡Vámonos!

    El chofer despedía sin miramientos el olor a tabaco y este se mezclaba con la emanación a fierro viejo y a combustible convertido en monóxido de carbono, que se colaba al interior del vehículo.

    Martita empieza a tener un dolor de cabeza casi imperceptible que le obliga a mantener los ojos cerrados, pero le provoca un sudor frio que escurre por su cuello, luego, dormita y recuerda a sus hermanas; a pesar de las injusticias las va evocando, quizá las va extrañando, quizá las va detestando. Su migraña no remite, cada vez es más intensa, pero lo que le preocupa son las náuseas que van y vienen a su antojo, luego se retiran sin prisas, como retando a la resistencia de Martita.

    El autobús se desquició al cruzar un tramo de la carretera sin pavimentar, se sacudió de un lado al otro, pero, la pericia del conductor acertó y recobró la estabilidad del camión, los pasajeros reacomodaron sus cuerpos, en ese instante Martita recordó a su papá, las imágenes, aunque difuminadas, ahí estaban, entonces su corazón empezó a palpitar aceleradamente; una repentina angustia le oprimió el pecho: «¿Qué será de mi papá?» se preguntó. Las ensoñaciones van desapareciendo por culpa del zangoloteo del autobús y se mantiene despierta, luego se sobresalta al escuchar las amenazas del chofer:

    —¡Aquí, no habrá paradas imprevistas! La siguiente parada será hasta La Piedad, Michoacán.

    Por esa población fluye el río Lerma. Así, después de esas breves palabras, el silencio en el interior se incluye en la cabina; afuera, el motor del autobús produce un ronroneo, como si el agua en un recipiente estuviera hirviendo a fuego intenso, esto provoca el desfase de los pasajeros y acaban por dormirse; en algunos, el protagonista de sus sueños es un chamán que pretende apoderarse de sus ingenuas y supersticiosas almas. El chofer enciende un cigarrillo a sabiendas que lo tiene prohibido, da tres largas chupadas y exhala el humo en pequeñas volutas circulares que el aire esparce. Alguien empieza a toser, otro finge que carraspea; el chofer se percata de las insinuaciones y lanza el cigarrillo a medio consumir por la ventanilla, su cara expresa un gran enojo, frunce su entrecejo, mordisquea su labio superior y murmura unas maledicencias que nadie escucha, después prende la radio y de inmediato se escucha una melodía interpretada por el trío Los Panchos; todos los viajantes se relajan, algunos cierran sus ojos y se construyen sus propias ensoñaciones.

    Martita durante el viaje se conmueve al descubrir que existen otras poblaciones aparte de Zapotlanejo, conforme el autobús se acerca a la tierra prometida, La Piedad, se perciben emanaciones que recuerdan granjas porcinas. El chofer indica que permanecerá solo treinta minutos, por lo que recomienda no alejarse demasiado de la estación; Pachita y Martita bajan y luego caminan rodeando la manzana y descubren una taquería especializada en preparar taquitos de carnitas, el aroma que estas esparcen, provoca la estimulación de salivar en ambas y Pachita decide convidar un par de tacos a cada una, se acompañan con sendos vasos de agua de Jamaica.

    Medio satisfechas retoman el camino hacia la terminal, ascienden y detectan que alguien lleva envoltorios que contienen carnitas, el aire se satura del recalcitrante aroma, esto provoca que una señora embarazada dé arcadas intentando detener el vómito, palidece, pero logra distraer el malestar. El chofer acelera y cruza una intersección urbana, luego toma la autopista y se encamina hacia la refinería de Petróleos Mexicanos. El aire se impregna de olores industriales que se mezclan con la emisión del aroma de las carnitas, lo que hace irrespirable la atmósfera dentro del autobús, después, varias personas deslizan los vidrios de sus ventanillas y las ráfagas de aire fresco desvanecen el olor. Ahora se perciben perfumes de hierba recién podada, a sembradíos, a maizales, a floresta, entonces los viajeros rescatan la tranquilidad.

    El chofer con su vozarrón de barítono invita a todos a asegurar sus equipajes de mano pues, en veinte minutos llegaran a la ciudad de Irapuato. Pachita le informa a Martita que en esa tierra se cultivan las fresas más dulces del mundo. Como si fuera una excursión de adolescentes, a empujones quieren llegar primero a los sanitarios, unos lo consiguen, otros tienen que esperar su turno, se forma una fila de inquietos estómagos. El color paliducho de la cara de Martita, es el preámbulo que informa que padece algún pequeño dolor que disimula con decisión, ella empieza a esconder sus recuerdos, menos el dolor que taladra su cabeza, se niega a informar a Pachita el malestar que la invade, con discreción entra al váter que ya se encuentra rebasado por la innumerable entrada y salida de pasajeros de diferentes líneas de autobuses, ella inclina su cabeza hacía las rodillas, presiona su vientre con sus manos y consigue desalojar el exceso de gases que contiene su estómago; se siente mejor, ahora la confianza se reinserta en su cuerpo; sin embargo, alguien la mira con indiscreción y la piensan como si fuera un espécimen extraterrestre.

    Dentro de la gran sala de espera, varios pequeños comercios ofrecen productos de la región, Pachita compra unas cajitas de fresas deshidratas, con la intención de llevar algún recuerdo a sus hijos. Nuevamente el chofer con su voz ronca agradece a todos su paciencia y el haber escogido a esa línea para su viaje; aprovecha el momento en que los viajeros ponen atención y entonces presenta a un nuevo chofer que lo va a sustituir hasta la Ciudad de México. El nuevo conductor se planta en los peldaños e informa que es la hora de proseguir el viaje. El procedimiento se vuelve rutinario, cuando los viajeros abordan, los choferes repiten:

    —Bienvenidos.

    —Gracias—todos contestan.

    El chofer enciende él ruidoso motor e indica que la última parada será en Querétaro y el final del viaje tendrá que ser en la Ciudad de México. Sobre la marcha, va notificando las poblaciones que van encontrando:

    —Esta ciudad se llama Celaya, de aquí salen las deliciosas cajetas. Estos cremosos dulces, los elaboran con leche de cabra, azúcar y algunos secretos obvios.

    Empiezan a circular poblaciones: el pueblo de Cortázar, Salvatierra y luego ya los espera la majestuosa Ciudad Colonial de Querétaro. Como cortesía, antes de aparcar el vehículo, ofrece un pequeño recorrido por esas intrincadas y hermosas callejuelas. Detiene la marcha del autobús y dirige una llamada de atención:

    —Por favor, finiquiten sus necesidades aquí en su última parada.

    —Correcto—responden.

    Cuatro asientos quedan desocupados, sus ocupantes se quedaron en Querétaro, su destino permanente, Pachita se recuesta en esos asientos, sube sus largas piernas e invita a Martita a imitarla, ella dice que no, prefiere seguir mirando hacia los campos, en su cerebro almacena los constantes cambios paisajísticos de pueblo en pueblo. Desgraciadamente empieza a anochecer, la luz se torna grisácea, pero ella no pierde detalle de esos ahora oscuros paisajes. Su rostro se refleja en la ventanilla y se confunde con imágenes perturbadoras, ella vislumbra figuras fantasmales, así que, cierra sus ojos, apoya su cabeza en el pedestal de su butaca y se imagina mil historias acerca de su porvenir; las luces del interior del autobús disminuyen su intensidad y todo se convierte en sombras y en segundos se siente sola, desamparada y ya no observa al exterior, ahora es ella su propio objetivo. Los bocinazos de los autos, el trajín de las personas que rescatan sus valijas es el indicativo que ya se encuentran en la Ciudad de México. Ante lo escaso del servicio público, Pachita decide contratar un taxi, lo abordan y le indican la dirección al taxista, se dirigen a la vecindad, a donde su hermana vive.

    En la habitación, todos duermen, la oscuridad reina en su apogeo… Pachita colocó su dedo índice sobre sus labios sugiriendo silencio; ella dispuso algunos cartones sobre la dureza del suelo, para amortiguarlo un poco, Pachita le acercó un viejo cobertor y Martita se acostó vestida y se cubrió su cuerpo con la reseca tela de la frazada. Pachita tenía la obsesión de tomar agua antes de dormirse, le acercó un vaso con agua a Martita, ella apuró su vaso con el vital líquido, las comisuras de sus labios perdieron el control y de estas escurrieron varios chorritos que humedecieron una de sus blusas recién compradas, así que, fue inevitable chasquear sus labios. Ella siguió preguntándose, a qué hora dejarían de mortificarla las ventosidades incontenibles, estas, incomodaron a todos los que pernoctaban en ese cuarto, así que, pasaron una noche de perros.

    En la mañana abrieron la puerta y una pequeña ventana de par en par, con la intención de ventilar la estancia toda, luego todo se tranquilizó; la familia se bebió un jarro de café negro con un chorrito de leche y lo acompañaron con un par de tortillas de masa de maíz, recién recalentadas, las rociaron con una pizca de sal, las enrollaron a modo de un esbelto taco; ese fue su desayuno. Martita se dio un baño a medias, pues la escasez de agua caliente le produjo escalofríos, por lo que apresuró la salida de la regadera; cuando secaba su cuerpo, observó que su cuñado Emeterio la espiaba con descaro. Se vistió y regresó a la vera de su hermana. Martita traía como equipaje una caja de cartón, donde guardaba sus escasas pertenencias, regresó sus prendas sucias y no tuvo más remedio que mezclarlas con las limpias…se escuchó la voz de su hermana, le preguntó:

    —¿Estás lista?

    —Sí—contestó.

    En las Lomas de Chapultepec se encuentran las mansiones donde viven los más prominentes millonarios del país, en esa colonia está la residencia donde Martita iría a trabajar. El transporte que las llevaría al Paseo de la Reforma iba repleto de pasajeros, los efluvios extraños, despertaron su sentido olfativo y estos la agobiaron, sonrió al recordar que ella también había causado estragos en la respiración de muchas personas. Descendieron en Reforma y la calle Niza, ahí obligadamente tenían que recurrir a otro autobús, este recorría todo el Paseo de la Reforma. Con un sorpresivo grito, Pachita pidió esquina. Pachita reconoció el lugar, pero, tuvieron que caminar un largo trecho. La gran residencia impactó a Martita; lo inesperado de la belleza de la mansión, la sorprendió y le injertó pensamientos que apuntaban a procesar temores: «Espero que esta no sea una jaula de oro» pensó. Martita pierde la compostura y entonces un temblor aprisiona su cuerpo, «Quisiera desaparecer», piensa. Ella se dirige a Pachita:

    —Tengo miedo—le dice mientras intenta detener una lágrima que escurre mustia y se detiene sobre su labio superior; el sabor salino, la confunde.

    —No seas tonta, aquí te van a tratar como a una reina—Pachita, le contesta.

    Con sollozos ella responde:

    —Está bien.

    Mientras se acercan a la entrada, ella lanza la pregunta sin contemplaciones:

    —¿Qué habrá pasado con nuestros hermanos?

    —No tengo idea, yo también traigo la misma pregunta guardada en el costal, lo último que recuerdo es cuando mi papá recibió una carta que llegó desde Ciudad Juárez; la leyó en voz alta, nuestros hermanos se habían enrolado en el Ejército norteamericano, después de eso, ya no supimos más.

    El silencio se involucró cuando Pachita se anunció, luego entonces, el relato se truncó.

    La fachada de la mansión se presenta presuntuosa con su estilo Barroco, Martita remite sus recuerdos a las iglesias de su pueblo, estas ostentan fachadas similares. El Barroco es un estilo artístico Europeo, en México se consolidó en las residencias del Virreinato, de ahí se ganó el título de La Ciudad de Los Palacios. La fachada de esta magna residencia es un ejemplo tangible de los rescates de esas construcciones magistrales, el espacioso jardín fue armonizado con algunos toques de palacetes parisinos; luego el hermoso portón de hierro forjado es la envidia de las otras mansiones que no desmerecen en el concurso de saber cuál es el más bello; para acceder al interior de la mansión se tienen que conquistar seis peldaños de mármol blanco, con la presunción que podría ser de carrara, el vestíbulo es una copia casi exacta de cientos de grandes villas que sobreviven en París.

    Las cornisas del portal son sostenidas por dos columnas decoradas con abundantes redondeces; el quicio de la entrada está cubierto con un mármol adornado por varias vetas negras y pulido hasta el cansancio, este debe ser pisado con cuidado extremo, es tal el pulimento que se corre el riesgo de resbalar al primer intento de adentrarse al recibidor; este sorprende a Martita, pues alberga dos imponentes escaleras circulares que desembocan al mismo sitio. Se supone que es el corredor que te encamina a las seis grandísimas recámaras: todas con su propio baño y un increíble vestidor, donde se guardan prendas de diseñador de fama mundial, sobre los tocadores una personalizada colección de esencias exclusivas y una gran variedad de cremas y afeites. «Menudo trabajo me espera», Martita frunce el ceño y piensa.

    En la planta baja se encuentra la sala con doble amueblamiento, haciendo una valla frente a una inmensa chimenea, bordeada de piedra negra y en un extremo de la estancia un espacioso salón de juegos dotado con un bar colmado de botellas, vasos y copas de cristal de bohemia; en el sótano, una cava de más de quinientas botellas de caldos importados de Francia, Italia y España, debidamente protegidos por un clima controlado y una permanente oscuridad. Del lado opuesto un espacioso comedor, con una mesa de dimensiones espectaculares, donde más de dieciséis comensales pueden compartir las viandas que ahí se cocinan. La cocina le produce cierta angustia, se imagina el quirófano de algún hospital; a un lado de la estufa una puerta que desemboca a una habitación donde la servidumbre come, le sigue una puerta que lo mismo sirve para entrar o salir, esta se cierra sola, no necesita ningún impulso humano, por ahí se pasa a un pequeño patio con tres cuartos que ocupan los sirvientes de tiempo completo; adyacente, otra habitación, que por sus olores a jabón, se deduce que es la lavandería. La dueña de la casa recibe a Martita con cara de perdonavidas:

    —Tú, espera aquí—le dice—, ahora regreso.

    —Sí, señora.

    La dueña se asiste de un brazo de Pachita, como si fueran dos grandes amigas, ambas se dirigen a la salida de la mansión Pachita giró su cara y oteó a ambos lados, como asegurándose que nadie la mirara, se despidió de mano, fingiendo que se trataba de una amistad. En el encuentro de las dos manos, Pachita se apercibió que heredaba un paquetito de billetes que de inmediato se embolsó; se había consumado una operación de compra venta de un ser humano; no hubo tiempo para despedirse de Martita, a ella no le afectó; ya se lo esperaba. La señora cerró la puerta y se dirigió a Martita:

    —Sígueme—ordenó.

    —Sí, señora—contestó.

    Dentro del cuarto designado, le sugirió poner sus pertenencias en un ropero que ya cargaba algunos años…

    —Y por favor tiras esa apestosa caja de cartón—agregó.

    Con sus dedos oprimió su nariz teatralmente, como evitando aspirar algún fétido olor.

    —Cuando termines vas a la lavandería, para que te den tu uniforme.

    —Sí, señora.

    El cansancio que le provocó el largo viaje, hizo mella en su cuerpo y así vestida se recostó sobre una cama de las dos que ahí se encontraban; su cama, en cada intento de cambiar de posición, rechinaba, como protestando del nuevo cuerpo que tendría que soportar; se durmió sin soñar.

    Por la mañana escuchó que alguien tocaba la puerta, la abrió a medias y una chica le indicó que la señora exigía su presencia. La dueña estaba dirigiendo a la cocinera e intercambiando opiniones respecto a lo que se tenía que preparar…le extendió un papel que traía escrito el menú del día, la cocinera de mal modo lo hizo una bolita y lo guardó en la bolsa de su mandil; al ver a Martita sin el uniforme se encolerizó, gritó incoherencias y le dio una inesperada cachetada, el golpe fue tan fuerte que la piel de su mejilla se enrojeció.

    —Debes entender que mis órdenes se cumplen de inmediato.

    —Sí, señora.

    Martita sintió un encono como nunca lo había sentido, corre a su cuarto, se viste el uniforme, después regresa y mientras espera más indicaciones percibe ruiditos que se originan en su estómago. «Mi panza se encolerizó» piensa y siente hambre, el murmullo dentro de la cocina notifica que el trajín se avecina. Martita intenta identificar algunos sonidos, entrechocan sartenes contra ollas de aluminio, el chorro de agua que sale del grifo del fregadero, este le produce un relajante momento, recuerda la fuente de su pueblo que se surte de un manantial cercano. La cocinera y dos ayudantes pretenden trabajar en silencio, lo que resulta imposible, mientras una exprime naranjas y deposita el zumo en una jarra de cristal, la otra pica cebollas y jitomates, la mayora bate huevos y los fríe en una sartén donde flota una gran cantidad de aceite.

    A una de las ayudantes, con la torpeza de las aprendices, deja caer la jarra de vidrio que contiene el zumo de naranja, cuando se estrella contra el piso, explota y produce un gran estruendo, se esparcen diminutos pedazos de vidrio en un radio de más de dos metros, y, como por arte de magia, la patrona entra a investigar lo que sucedió. Encuentra a la jovencita de hinojos limpiando el desaguisado, la señora grita:

    —Te voy a descontar de tu salario lo que me costó esa jarra—y sale dando un portazo que hace vibrar las estanterías y estas como agradeciendo la desaparición de la mujer ogro, producen un tintineo cristalino, casi musical.

    Todas, incluso la mayora, sienten una gran aprehensión. Martita le acerca un trapeador y entre las dos, con delicadeza, van recogiendo los pedacitos de vidrio. La ayuda a incorporarse, la chica dice:

    —Gracias—con lágrimas escurriendo sobre su rostro, queriendo pronunciar otras palabras que no alcanzan a salir.

    La cocinera acostumbrada a esos momentos desafortunados hace caso omiso y desiste de la mohína, así que, se mantiene concentrada en sus cocimientos, pretende eludir alguna responsabilidad en el accidente. A Martita se le encomienda la limpieza de los baños, cuando la chica sale, bajo su mandil esconde un bolillo relleno con un huevo frito; Martita con gran gusto lo devora. Luego busca a alguien para que le indique por dónde empezar su encomienda, regresa a la cocina y le pregunta a la mayora…

    —Ve a la lavandería, agarra una cubeta, un cepillo, y un bote de detergente…ah y un trapo limpio—le dice.

    —Gracias—ella responde.

    Poco a poco va reconociendo los espacios de la mansión; inspecciona todos los rincones y en su cerebro se van almacenando las referencias para poder cumplir sus encargos.

    Tres

    Todo se convierte en un anecdotario histórico: cuando duerme, las reminiscencias la acompañan aderezadas con dolores físicos, todavía no natos. En esa casa alcanzó un poco más de catorce años, su cara la cubría el color del miedo al dolor que empezaba a avecindarse en su cuerpo. Sin embargo, cada día se la veía más hermosa, sus formas ya apuntaban a ser abundantes y rotundas, pero no encontraba respiro en sus enfermedades, hoy era una pertinaz tos que no desaparecía con algún jarabe diseñado para esos contratiempos, mañana aparecía una congestión nasal cuando menos se lo esperaba, luego una diarrea que por más que bebía infusiones de hierbas medicinales no recuperaba su continencia; la persecución persistía, estos malestares se volvieron recurrentes y se apropiaban de ella.

    Martita vivía siempre con la zozobra, enquistada por los ataques virulentos de sus enfermedades, entonces se declaraba en un paro obligatorio, había periodos que duraban solo uno o dos días, y, cuando más o menos se recuperaba, volvía a la búsqueda eternizada de alguna ilusión, aunque fuera perentoria.

    Una noche la cocina permanecía en silencio, ni las ánimas se percataron de su presencia, abrió el refrigerador, se armó de audacia, el hambre era mayor que su miedo, con los nervios que anteceden a un acto de pillaje, los sentía remitir cuando dio el primer mordisco al queso y a las rebanadas de jamón, el temor se transfiguró en una gloriosa satisfacción casi mágica y como en un juego de azar, se arriesgó a engullirse otro pedazo de queso y otra rebanada de jamón; si perdía en esta lotería, se ganaría un buen puñetazo, pero si acertaba al número ganador, su estómago recibiría el premio mayor.

    En esta familia viven dos señoritas veinteañeras y un joven que ya cumplía sus dieciocho años, siendo el único varón, era el favorito de todos. Él, después del padre, era el que imponía sus caprichos rayando en un dictadorcillo de segunda. La cocinera era el blanco de sus incoherentes ordenes:

    —Ya te he dicho que me sirvas la sopa no muy caliente.

    —Disculpe joven, no volverá a ocurrir.

    Luego la madre lo secundaba y con amenazas y malas palabras la doblegaba. La cocinera superaba los sesenta y tantos años y tenía un hijo incapacitado que vivía eternamente en una silla de ruedas así que, vivía resignada a las ofensas matutinas, vespertinas y a la hora que a la patrona se le antojara. Por otro lado, Martita se abstenía de tener enfrentamientos con la patrona; sabía que tenía las de perder. Había escuchado rumores de los abusos que el hijo mimado había consumado con las ayudantes de la cocinera.

    Él empezó a entrar a su cuarto de improviso, a leguas se leía en su rostro sus perversas intenciones; Martita se mostraba cautelosa, cuando esto sucedía, se paraba en el umbral de su puerta pretendiendo huir hacia el cuarto adjunto y pedir ayuda a las chicas que ahí dormían, pero él bloqueaba la salida. Después de varios intentos malogrados, cambió de táctica, se mostró meloso, así las caricias excesivas se suavizaron, pronunciaba palabras aparentemente cargadas de inocencia, ante la insistencia, Martita agitaba sus manos luchando contra la férrea tozudez del abusador.

    Una noche entró a su cuarto sin previo aviso, se mostró deferencial y la hizo sonreír, de modo que, la intención de violarla prevalecía; ella se defendió con fiereza, pero él, con palabras tiernas, la fue convenciendo con la promesa del matrimonio.

    —Yo te amo, cariño, además nos vamos a casar, tú eres mi prioridad, te juro que te voy a hacer feliz.

    —Sí, pero yo tengo miedo. Yo jamás…—fue entonces cuando el desconcierto acabó por traicionar la negativa de Martita.

    Esa misma noche persistió y en un acto premeditado, tocó sus genitales y los alborotó, su juventud y su hermoso cuerpo se dejaron llevar por la seducción; ella accedió, él la desnudó con gran premura, besó todo su cuerpo y con manos trémulas acarició su intimidad, la desfloró con inesperada brusquedad y de esta forma profanó su cuerpo virgen. Por días permaneció con dolor en su cuerpo y en su alma, incluso estuvo caminando con dificultad, disimulando el dolor de su entrepierna. Aun así, había que cumplir con sus tareas: le ordenaron limpiar la verja con un cepillo de acero y trapos viejos y untar grasa sobre el metal para evitar el óxido; tenía que trepar sobre una escalera improvisada con dos o tres cajones de madera, a riesgo de partirse el esqueleto; mantener el equilibrio en esas condiciones le ayudó a formar muslos fuertes y bien torneados. La verdad, sus piernas eran bonitas y culpables de provocar los insanos deseos del heredero de esa nefasta familia.

    Ese día, no había desayunado y del almuerzo ni pensarlo; la patrona requirió su presencia, la mandó que planchara una montaña de ropa—con frecuencia sucedía—; gracias a Dios que su cuarto y la lavandería estaban frente a la cocina y su querida compañera, Brígida es su nombre, la obsequiaba con algún bocadillo a expensas de ganarse un buen sopapo si es que era descubierta, así que, entre planchada y planchada, ella se embutía algún alimento que paliara su apetito. A consecuencia de esos ayunos empezaba a padecer jaqueca, que de vez en vez eran intolerables y le provocaba desganos y tristezas indelebles.

    Una tarde se festejó el cumpleaños de una de las señoritas. Se repartieron rebanadas de pastel entre los invitados, ellos a cambio entregaron sus regalos, se contaron chistes al parecer muy jocosos, pues todos reían a carcajadas; los señores acompañaron el pastel con un café negro muy cargado, regado con una copita de coñac Martel. El pastel fue únicamente para los privilegiados invitados y los hijos de la familia. Los sirvientes solo fantasearon con el sabor del pastel. Ella ya dormitaba, él, después de entrar a su cuarto, le entregó una gran rebanada del pastel de queso con fresas en la superficie.

    —¿Qué desea?—le preguntó.

    —Nada, solo vine a saludarte, ya sabes que mis padres gruñen por cualquier cosa.

    Él se tomó como propia la cama de Martita y se acostó sin pedir permiso. No olvidaba las promesas de casamiento de aquel abusador, fingía aceptar la mentira como cosa verdadera, cuando Virgilio—ese creo es su nombre—entraba con las obvias intenciones, lo recibía con sentimientos encontrados; le gustaba su compañía, pero luego recordaba lo iracundo que se ponía cuando hacía el amor y deseaba que él no estuviera ahí. Casi siempre él tenía su eyaculación precoz, la rapidez con la que terminaba, precipitaba las preguntas que ella misma se formulaba: ¿Eso es hacer el amor?. Martita ni idea de lo que era tener un orgasmo.

    En un acto de glotonería degustó toda la rebanada del pastel. Repentinamente unos retortijones alebrestados la acecharon; intuía que se estaba enfermando, se sintió mal, su estómago tronaba y le producía un poco de dolor, caminó hacía la cocina y se preparó una infusión de flor de manzanilla, regresó a su cuarto. Cuando entró, sintió que se desmayaba, un mareo distorsionó su visión, sus ojos se empañaron, un temblor invadió a su cuerpo, como pudo se aferró a la orilla de su camastro, de hinojos se acercó a su váter, con las náuseas mortificando a su entereza, no pudo retener el vómito, arrojó un chaparrón de líquido amarillento con un sabor amargo que le quemaba la garganta, logró ponerse en pie, enjuagó su boca y se recostó en su cama, cerró los ojos y el vahído remitió. Esa misma noche, Virgilio la visitó, la encontró desencajada, la piel de su cara estaba gris, ceniza, le confesó que no se sentía bien:

    —Tengo náuseas y mareos, he vomitado varias veces.

    Él, temeroso de un embarazo, dio las buenas noches y salió pitando, buscando refugio en la recámara de su mamá, relató la razón de esa invasión sorpresiva. Ella decidió que al día siguiente la despediría, se inventaron un pretexto, la calificaron de mujer de la calle y la corrieron. Ella con pocos centavos en su bolso, justo para pagar el costo del traslado del autobús; corrió a lo de Pachita como si ella fuera un antídoto para curar su desgracia, el apoyo sería incondicional, pero solo por un tiempo, mientras encontraba un nuevo trabajo.

    Martita comía en solitario, los hijos de Pachita habían salido a jugar en el parque cercano a la vecindad, su hermana no pudo disimular su impaciencia, traía varias preguntas en la punta de la lengua, quería resolver el galimatías y así sin más preámbulos disparó una de ellas:

    —¿Estás embarazada?

    —No lo sé—martita respondió.

    —Está bien, entonces vamos a la consulta.

    Ella evidenciaba una gran preocupación. «¿Ahora qué?, espero que no sea demasiado tarde» Pachita pensó; presintiendo lo peor, la acercó con una destructora de embarazos, ahí se despejó la duda: no estaba embarazada, solo había tenido una infección estomacal.

    El atardecer se presentó con un cielo muy nublado, luego se fragmentó y dejó

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