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Memorias, Historias Y Aventuras De Un Marino Mercante
Memorias, Historias Y Aventuras De Un Marino Mercante
Memorias, Historias Y Aventuras De Un Marino Mercante
Libro electrónico169 páginas2 horas

Memorias, Historias Y Aventuras De Un Marino Mercante

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Desde niño, Ernesto sintió curiosidad por conocer Japón y Nueva York. Ese sueño lo acompaño durante su infancia en una hacienda en la que vivió incontables aventuras. Mas de una vez, ayudo a alguien cuya vida estaba en peligro. Perdió a su padre y tuvo que abandonar sus estudios y trabajar desde joven. Su frustrado primer amor lo empujo a decidir a ser marino y aunque la tarea resulto difícil, logro acostumbrarse a la vida en alta mar. Conoció puertos de Centro y Sudamérica, de los Estados Unidos y Canadá. Su curiosidad lo impulsaba a conocer las personas y a los sitios a los que arribaban. A veces los peligros estaban en el oficio de marinero; un accidente lo llevo al hospital por varios días. Por fin llego al país que soñó conocer, Japón, el cual lo impresiono con su cultura y su historia. La artritis reumatoidal comenzó a afectar sus rodillas; tiempo después su carrera de marino mercante llegaría a su fin. Ernesto recuerda que a través de los años navegando, algunas noches salía a cubierta y miraba en soledad las aguas del mar iluminadas por la luz que regalaba la luna. Levantaba la mirada y veía las estrellas resplandecientes y contemplando ese espectáculo tan hermoso, sentía paz y gozo en todo su ser.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jul 2020
ISBN9781643344836
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    Memorias, Historias Y Aventuras De Un Marino Mercante - Ernesto Lescano

    1

    HACIENDA SAUSAL

    Principian estos relatos con recuerdos de mi infancia, que tienen un significado increíble de relatar por ser unas palabras dichas por un niño de 8 años de edad. Este deseo infantil que no puedo olvidar ocurrió en una hacienda llamada Sausal en 1933 en Perú y fue así:

    Al estar escuchando una clase de Geografía en el salón de una escuelita particular, la profesora nos enseñaba a los alumnos a conocer cómo orientarnos para así saber por dónde quedan el Norte, Sur, Este y Oeste. Yo me quedé pensando en este relato de la profesora y en un día sábado por la mañana salí temprano de casa para ver de qué dirección salía el sol. Caminé hasta un pequeño puente y, mirando el sol, recordé las palabras de mi profesora que nos dijo:

    —Pónganse en un sitio libre y alzando horizontalmente los brazos, el derecho va donde brilla el sol. Ese es el Este. Ahí queda Nueva York y donde señala el brazo izquierdo es el Oeste. Ahí queda Japón. Y sus frentes señalan el Norte. La parte de atrás de sus cabezas señalan el Sur.

    Así lo hice, pero dentro de mí estaba muy interesado en saber en dónde estaban Nueva York y Japón y me dije así: "Cuando yo sea grande iré a conocer esos dos sitios." Era un deseo, como un sueño, y nada más. Pasaron muchas cosas en mi vida, anécdotas, aventuras y muchas historias para que se pudiera hacer realidad este deseo mío.

    A esta misma escuelita, el gerente de la hacienda envió una invitación para ir a la casa hacienda a las profesoras y alumnos donde nos ofrecieron un desayuno por un acontecimiento patrio del Perú y en una mesa larga nos sirvieron una taza de chocolate y pan con mantequilla. Cuando terminamos de comer, sirvieron más chocolate y pan. Lo que sucedió es que yo no me di cuenta que de la mesa los niños salían y yo creí que nos daban repetición y seguí tomando el chocolate. Vi venir a mi profesora quien me cogió de la oreja delante de niñas y niños y me dijo:

    —Gordito tragón, te tomaste el chocolate que sirvieron para niños del otro salón que venían al salir ustedes de la mesa a tomar el desayuno.

    Al oírle, me dio mucha vergüenza y le dije a mi mamá cuando regresé a casa: Yo no voy más a esa escuela. Mamá me entendió y me matriculó en la escuela pública.

    En la hacienda al lado de nuestra casa estaba la iglesita donde los dos cuidadores abrían la iglesia por las noches y donde asistían a rezar las mujeres y algunos niños de la hacienda. Era así porque no había sacerdote en la hacienda para hacer la misa y de una ciudad un poco lejos venía un sacerdote cada tres meses. Se quedaba por un mes haciendo misas y bautizos. En la iglesia había un sacristán para ayudar al padre y los que cuidaban la iglesia lo despidieron porque lo vieron cogiendo dinero de las limosnas. Cuando llegó un padre llamado Marcos no había sacristán para ayudarle. Al salir de la iglesia, el padre vio a mi mamá en la puerta de mi casa y le dijo:

    —Señora, necesito un niño para que me ayude en la misa.

    Y me vio a mí y le dijo a mi mamá que me daría una propina para que yo le ayudara. Mamá aceptó. El padre me enseñaba lo que tenía que hacer cuando él hacía la misa. Y lo aprendí. En una copa, de una jarrita yo echaba agua y de la otra jarrita, vino. El padre, cuando yo le echaba agua a la copa, con su dedo levantaba el pico de la jarrita. Pero cuando echaba el vino de la otra jarrita, ponía su dedo encima del pico y la presionaba hacia abajo para que cayera más vino a la copa.

    Aprendí también a tocar la campanita y el último domingo que harían la Comunión los niños y niñas de la escuela pública fueron muchos familiares a la iglesia. Después de la misa, el sacerdote cogió la copa con las hostias para la Comunión. Cuando yo cogí la campanita, me arrodillé y cuando el sacerdote levantaba la copa, yo tocaba la campanita. Pero cuando yo miré al grupo de niñas, ¡oh, qué sorpresa! Quien iba a recibir la hostia era una niña que me gustaba. Yo al verla me emocioné mucho y comencé a tocar la campanita seguido sin parar. Vi que el sacerdote con la mano me hacía señas que parase de tocar. Yo estaba tan contento que la niña haría la Primera comunión que no le hacía caso al sacerdote. Tan solo tenía ojos para mi amiguita y seguía tocando la campanita. Vino a mí el sacerdote y me quitó la campanita de la mano.

    Por la tarde del día domingo, el sacerdote Marcos fue a casa y le dijo a mi mamá:

    —Señora, tengo que decirle que en los muchos años que llevo en las iglesias, nunca he tenido problemas. Pero justo hoy su hijo me ha dado un tremendo bochorno al tocar la dichosa campanita sin parar por más que yo con la mano le señalaba que parase de tocar y no me obedecía mirando él a una niña."

    Pero aparte de estos dos relatos seguí soñando, hasta mis doce años de edad en 1937, que estuve en la hacienda Sausal, si se pudiesen hacer realidad mis sueños y conocer qué caminos al ser yo mayor de edad me llevarían a conocer Nueva York y Japón. Un día vi un grupo de muchachos que eran mis amigos y les dije: ¿A dónde van?. Me dijeron: Vamos al campo donde cortan la caña de azúcar. ¿Quieres ir?. Lo pensé y dije: Es bueno tener aventuras para así conocer otros sitios que yo no conozco. Así algún día de adulto iría a Japón y Nueva York. Los seguí. Fuimos por los caminos saltando por muros de adobe para llegar adonde íbamos. De verdad que vimos el campo de caña de azúcar. Y después yo me entretuve mirando el río. Fui a ver a mis amigos y ya no estaban en el campo. Me dejaron solo. Yo pregunté a un trabajador y él me dijo: El camino a la hacienda es en esa dirección.. Seguí ese camino y estaba oscureciendo. Yo estaba un poco asustado por el camino largo que me faltaba. Vi una camioneta que pasaba y seguí caminando. La camioneta de pronto paró. Corrí hacia el carro y me hicieron subir. Uno de los viajeros era mi primo Pedro que viajaba a la hacienda. Él me reconoció. Le dijo al chofer que parara la camioneta. Ya no fui más a aventuras con ese grupo de malos amigos que me dejaron abandonado.

    Sigo recordando impresiones de aventuras que tuve en mi niñez en esta hacienda llamada Sausal al cual llegó una vez un circo, el cual una noche yo fui y me quedé impresionado con una niña que hacía pruebas diferentes. Era muy ágil y bonita. Al día siguiente en la mañana, salí de casa a caminar. Al voltear la esquina de la iglesita, vi a esa niña en la puerta de una casa que el alcalde de la hacienda les había dado a los del circo para alojarse. Cuando volví a pasar de regreso, la miré. Ella también me miró. Seguí caminando y pensando: ¿Cómo hago para hacerme amigo de ella?. Días después, recordé que mi mamá hacía diferentes dulces, y en unos de esos dulces les ponía una pulpa de unos cocos. Los cocos son de cáscara dura. Cogí varios y fui a la esquina de la iglesita. Me puse a golpear el coco con una piedra esperando que ella saliera. Al verme, se acercó y me dijo: ¿Qué haces?. Yo le dije, partiendo los cocos: ¿Quieres probar?. Dijo que sí y le gustó mucho. Por varios días nos veíamos. Yo le partía los cocos; ella contenta. Ya era mi amiga. Pero sucedió que mi mamá se dio cuenta que faltaban los cocos para hacer dulce. Un día que estábamos conversando, mi amiga me dijo: ¡Ahí viene tu mamá!, y se fue corriendo. Mi mamá miró las cáscaras de coco en el suelo. Y hasta ahí quedó esta aventura con mi amiguita.

    En la Hacienda Sausal hay otros recuerdos de mi vida de niño. Antes de los doce años de edad, después de que salía de la escuela, yo iba al corral de caballos, me subía al techo del abrevadero y veía cuando los caballos venían a tomar agua. Me pasaba horas mirando los caballos en sus juegos y a veces sus peleas. Una aventura que recuerdo sobre los caballos es que mi primo Homero me dijo una vez: Vamos en el caballo de mi papá y los dos lo montamos para hacerlo correr en la pampa.. Yo lo pensé y le dije: Está bien, vamos. Pero yo manejo la rienda.. Teníamos en ese tiempo los dos doce años de edad y él me dijo que no. Él manejó. Lo montamos e hicimos correr al caballo en la pampa. Pero sucedió que en unos minutos corriendo moderadamente, mi primo soltó la rienda y el caballo, al sentirse libre la boca, comenzó a correr con más velocidad. Y, como la palabra lo dice, se desbocó el caballo. Corría sin control. Y yo le gritaba a mi primo Homero: ¡Agarra la rienda y jala con fuerza! y él me decía, ¡Ya la jalé, pero no responde el caballo!. Mi cuerpo estaba en el aire pero bien agarrado de la cintura de mi primo. Si él se soltaba de la montura, caeríamos los dos al suelo. Felizmente, el caballo fue bajando la velocidad y trotando fue parando. Yo le vi la boca con espuma. Bajamos de su lomo suavemente y empezamos a sobarle el pescuezo hasta que se calmó y lo llevamos hasta el corral. Le sacamos la montura y la rienda y lo dejamos para que descansara.

    En otra ocasión, tuve curiosidad de conocer el corral donde se hacía la matanza de los toros que su carne era para la alimentación de la población de la hacienda. No me fue fácil entrar allí por ser menor de edad pero alguien que trabajaba ahí le habló a su jefe que me diera permiso para entrar. El jefe aceptó y me fue fácil para entrar. El empleado me llevó a un sitio alto y me dijo que estuviera quieto. El proceso del sacrificio del toro para dar carne para los pobladores de la hacienda para mí el presenciarlo fue bastante cruel, tanto que no puedo plasmarlo en esta lectura. Después de yo ver ese mal momento, los empleados cargaron las piezas grandes de carne en un carrito de rieles hasta el lugar que despachaban a la población.

    Esta es otra historia en la Hacienda Sausal: mucho antes que mi abuelo llegara a esta hacienda vinieron a trabajar en el corte de caña cierta cantidad de inmigrantes chinos. El trabajo era bastante fuerte porque después de quemar las hojas secas de la caña entraban los cortadores con machetes e iban cortando la caña avanzando por hileras. Otro grupo de obreros recogía la caña. La llevaban a los vagones del tren que va al ingenio para hacer la molienda de caña para hacer azúcar. Pero a los inmigrantes chinos les era muy duro el trabajo. Algunos de ellos se escapaban por las noches a las pampas y los cerros hacia otros pueblos. En el tiempo que entró mi abuelo a trabajar, quedaban en la hacienda buena cantidad de chinos y algunos de ellos buscaban de escapar. El gerente de la hacienda, al saberlo, enviaba a los caporales a capturarlos. A algunos los cogían y los entregaban a la policía rural que los encerraban en el calabozo y a veces estaban heridos y golpeados porque se caían de los cerros. En esas condiciones los llevaban a la cárcel. Era muy doloroso, pero algunos hacían caridad. Una de ellas era mi abuela que le decía a mi abuelo: "Si algunos de los chinitos están heridos, tráelos para nuestra casa que yo con mis hijas los curaremos. Les daremos de comer porque deben estar heridos y

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