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Con el Canto del Ruiseñor
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Libro electrónico472 páginas6 horas

Con el Canto del Ruiseñor

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Después de mil años esperando en lo más profundo del reino de los hombres, el momento de recorrer Earthea para buscar a los Nacidos que ayudarán al Elegido a vencer la oscuridad que amenaza con someter a todos los reinos a su voluntad, ha llegado: un viejo que no es capaz de recordar, un farolero descendiente de uno de los grandes del pasado, un joven de ojos de mar y un extraño ruiseñor, serán los primeros en iniciar este viaje sin imaginar quién se les unirá y qué peligros deberán enfrentar más allá de las fronteras del gran muro de piedra.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 abr 2020
ISBN9781643344003
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    Con el Canto del Ruiseñor - Leosvel Valdes

    En el bosque y la pradera

    La oscuridad quebró el canto de la luz con mentiras y temores.

    Traducido por el primero de todos que se llamó Lesh.

    Tomado de: Libro 7, Versículo 77, El Libro de los Hechizos de Luz.

    Estaba sentado ahí desde que comenzó la Era del Hielo, sobre la misma roca áspera y dura. Ya no se observaban los casquetes ni se sentía el intenso frío; ahora, una pradera se alzaba, conjugada con el aroma de un campo lleno de rosas. La piedra era el centro del lugar, como si las flores, de un rojo vivo, hubiesen decidido crecer alrededor de ella, formando una espiral que alternaba el color de la hierba con el de los pétalos, mezclándose cuando el viento soplaba con fuerza. Más allá, delimitado por las aguas de un pequeño arroyo proveniente de la montaña que se avistaba a lo lejos, se encontraba un enorme y sombrío bosque.

    Se sentía un poco extraño: el mundo que conocía había cambiado mucho. Giró la cabeza a la derecha y emitió un leve bostezo, su primer movimiento tras mil años de estática, para toparse con el bosque. Miró a la distancia, más allá de los primeros árboles que le daban forma al lugar, como si estuviese buscando algo, pero solo notó la presencia de un pequeño ruiseñor que también lo miró fijamente. A pesar de que eran los únicos huéspedes de la espesura y del valle, ninguno había reparado en la existencia del otro. El ruiseñor había llegado mucho después, volando desde el Valle del Atardecer, el punto más occidental de Earthea, donde nacen todas las aves. Era de un tenue color naranja, todo menos la cola y el dorso de sus alas, que brillaban con un tono rojo intenso. Desde su llegada, no se había aproximado a los límites que intentaban besarse; siempre habitó entre las sombras, sin volar más allá de la copa de los árboles.

    Estuvieron mirándose por un buen tiempo. El ave trataba de alejarse de la espesura para acercársele, pero le temía al cielo, y al mismo tiempo, se sentía atraído por la figura que, inmóvil, observaba cada uno de sus movimientos desde la roca. Aquella presencia le causaba alegría y comenzó a dar saltos agitados y pequeñas vueltas, transformando su gorjeo en un potente canto. Él, por su parte, disfrutaba de la hermosa melodía de la joya de dos colores agitando sus orejas de arriba abajo. Ambos se sentían motivados por haberse descubierto.

    Cuando el ruiseñor estaba en el éxtasis de su música, él dejó de agitar sus orejas y alzó la cabeza, alerta. El cielo azul se cubrió de nubes grises que provenían de la montaña, ocultando el sol y extendiendo la sombra que el macizo dejaba sobre la pradera. El pájaro no dejó de cantar ni siquiera cuando la sombra del valle se unió con la del bosque, pero su melodía ya no lo motivaba. De pronto, una gota de agua cayó sobre su fría y húmeda nariz, lo que le provocó un leve estornudo. El alegre silbido del ruiseñor cesó. Sintió otra gota sobre su cabeza y una más sobre su cuerpo. De pronto, miles de gotas se precipitaban violentamente sobre la pradera, dirigiéndose hacia el bosque. El ruiseñor, al ver que la lluvia se aproximaba, huyó hacia las entrañas de la espesura.

    Él se mantuvo firme sobre la roca, con su cabeza erguida hacia el cielo, a pesar de la tormenta. Las gotas le caían directamente sobre los ojos pero no le molestaban: tenía una retina de acero cubriéndole el iris. Su estampa era hermosa y a la vez extraña. A pesar de que la lluvia se precipitaba sobre él, mantuvo la imponente presencia que había cautivado al ruiseñor. Su pelaje era más blanco que la nieve y, cubierto de agua, parecía escarcha que nacía junto con el frío, el mismo que lo había acompañado durante la Era del Hielo. Ahora parecía una estatua de cristal viviente, empapado, firme y con su pelaje intacto como había permanecido durante los últimos años, décadas. Siglos.

    Un gélido viento sopló desde la montaña para acompañar el estruendo de las gotas. El vendaval golpeó su cuerpo, haciendo que su pelaje se agitara como carámbanos que chocan entre sí, pero su fuerza era inmensa; nada lo apartaba de su lugar de reposo. La brisa sopló primero sobre la pradera, haciendo que la hierba y las flores danzaran en su espiral roja y verde, pero ese baile alrededor de la roca no duró mucho: los pétalos de las rosas se congelaron junto con al pasto que le daba vida al valle.

    Él suspiró y un aliento tan helado como el viento de la montaña escapó de su boca. Bajó la cabeza con lentitud, dirigiendo la mirada hacia el bosque. Entonces, como si tuviera vida propia, la corriente de aire siguió el movimiento que se le había indicado, precipitándose sobre la espesura. La brisa mortal congeló todo a su paso: el pequeño arroyo se convirtió en un puente traslúcido e inseguro de cruzar; las hojas de los árboles se cristalizaron como habían hecho las flores y la hierba. La escarcha se estaba adentrando en lo más profundo del bosque.

    A lo lejos, donde los árboles se perdían para darle paso a las sombras, el pequeño ruiseñor huía del retorno de la helada precipitándose entre las ramas y esquivándolas de arriba abajo. Su vuelo era rápido, pero el del viento también. Sus alas se llenaron de escarcha, haciendo su avance más lento y torpe. La ventisca parecía perseguirlo como un humo que se esparce para devorar todo a su paso. De pronto, sus alas dejaron de agitarse y comenzó a caer. Su vuelo no sobrepasaba los diez metros de altura y pudo hacer un último movimiento, extendiendo sus miembros para planear y controlar la caída. Aun así, el impacto contra la tierra provocó que su ala derecha se quebrara como si de cristal se tratara. Tendido en el suelo, cantó como lo había hecho en los límites de la hondonada, pero esta vez su canción era de miedo y tristeza.

    El viento se precipitó sobre su cuerpo, empapado por la furiosa lluvia, y su melodía se elevó, llena de espanto. El vendaval era un jinete armado que se abalanzaba sobre él con una espada de hielo para ponerle fin a su vida. En eso, un aullido se escuchó desde la pradera. El viento, cual jinete obediente de su capitán, se detuvo. Otro aullido, más sonoro aún, se hizo escuchar tanto en la espesura como más allá del valle, donde la montaña comenzaba a crecer. Las gotas de agua dejaron de caer. El ruiseñor alcanzó a escuchar un tercer aullido. Las nubes grises parecieron disolverse, despejando el cielo. El viento frío se tornó cálido y vivaz, ahora con el permiso de extenderse por todo el bosque. Herido sobre la hierba, el ave cerró los ojos, observando el azul del cielo que las copas de los árboles permitían entrever. Entonó un leve y apagado canto hasta que la oscuridad se apoderó de él.

    Él seguía en el mismo lugar. Sus aullidos, cual incontestable autoridad, habían hecho que la calma retornara, y la escarcha, que había cubierto su cuerpo y congelado la pradera y parte del bosque, se había desvanecido. El aroma a hierba que había permeado unos quinientos años atrás, cuando las hadas y los elfos iniciaron la Era Verde de Earthea, volvió como si nunca hubiera estado ausente.

    Se incorporó sobre las cuatro patas en la superficie áspera de la roca. Su pelaje estaba erizado, al igual que sus orejas puntiagudas; su cuerpo entero se erguía, atento y en posición amenazante, al tiempo que fruncía el ceño y chirriaba los afilados dientes. Dejó escapar un pequeño gruñido y avanzó, apoyando la pata izquierda entre la hierba y las flores. La furia se había apoderado de él al notar que el ruiseñor dejaba de cantar. Permaneció vigilante, con la mirada clavada en un sitio específico. Eventualmente, el sol dejó de ocultarse detrás de la montaña para alcanzar la plenitud de su cenit; su calor se extendía sobre la pradera e iluminaba todo a su alrededor. De pronto, cuando el rey del cielo se encontraba justo sobre él, una tenue luz comenzó a parpadear desde el bosque, más allá de donde el ruiseñor yacía y de donde los árboles se unían para dar paso a la oscuridad. Él gruñó una vez más, pero fue un sonido distinto al anterior: fue uno de alivio y esperanza.

    Súbitamente, lo que había sido una pequeña y tenue luz se tornó potente y cegadora, cubriendo todo el bosque y bañando el cuerpecillo del ruiseñor, cuyo suave plumaje se vio salpicado de un polvo dorado. La luz no había vuelto aún a su intensidad natural cuando el pájaro se levantó, con su ala derecha curada. Y por primera vez desde que había llegado al bosque, voló por encima de la copa de los árboles, entonando un alegre canto para abrazar el pecho gigante del cielo. Al notar que aquella pequeña estela del color del fuego se internaba entre las nubes, él abandonó el sitio de su larga espera de un salto. Al fin.

    Caminó hasta el pequeño arroyo y, cuando tocó el agua con sus patas, esta se congeló para crear un puente cristalino que desaparecía con cada uno de sus pasos. El bosque era sombrío y un tanto húmedo y solitario. En él abundaban los robles y sauces de enorme tamaño, con arbustos menores cuyas lianas tejían cortinas naturales en el aire. La luz del sol se filtraba poco a través de la frondosidad. Avanzó por un estrecho sendero que una vez fue ancho y seguro, pero que había sido clamado poco a poco por el bosque: hacía mil años que nadie caminaba por la zona. Se adentró en lo más profundo del lugar, donde ya la pradera no era visible y solo las sombras lo acompañaban. Aun así, no se detuvo a contemplar los majestuosos sauces y robles, árboles imponentes que una vez fueron amigos de los hombres.

    Con cada paso, dejaba un rastro de vida: la hierba húmeda y fría, que no permitía que otro tipo de vegetación creciera en el lugar, se volvió cálida. El follaje dejó de ser tan imponente para darle paso a los rayos del sol y desvanecer la oscuridad y el exceso de sombras. De cualquier modo, el bosque no era tan hermoso como el Bosque Blanco que guardaba el reino de Enderfon, más allá de las arenas del desierto de Undun, pero en los tiempos de los Grandes Reyes había sido el bosque más majestuoso del occidente de Earthea.

    Anduvo un largo tiempo por el mismo sendero, sin detenerse ni desviar la mirada. Las sombras se dispersaron con su presencia como si fuera un mensajero divino o un dios perdido, revelando una columna de volutas enormes abrazadas por unas hojas de acanto talladas con sumo cuidado. La estructura estaba quebrada y llena de grietas y aunque alguna vez se había alzado para formar parte de una majestuosa construcción, ahora yacía tendida en el suelo como si fuera el cadáver de algún héroe de antaño. Otras columnas se habían alzado también, sobrepasando la altura de los árboles para ser vistas desde la distancia. Pero ella era la última de todas sus hermanas que quisieron alcanzar el cielo.

    Se detuvo a unos diez metros del pilar, observándolo no con extrañeza, sino con añoranza, como si lo hubiera visto en todo su esplendor junto a sus hermanas de mármol años, vidas atrás. Luego, inició una carrera veloz. Al aproximarse a la columna dio un salto enorme, pasando por encima del obstáculo para caer, perfectamente, sobre sus cuatro patas. Al volver a tocar el polvo del sendero, la oscuridad del sitio se desvaneció para revelar un muro que le ponía fin al camino. El muro no era más que una de las paredes de un antiguo santuario, ahora cubierto de musgo. La imponente columna había formado parte del templo en los tiempos en que el verde no se había apoderado de él. Ahora, la blancura del mármol había desaparecido y era de un blanco opaco y sucio debido al paso de los años y al abandono.

    En su época de esplendor, el santuario había sido simétrico, con cuatro imponentes columnas en su entrada como obeliscos que recordaban los cuatro puntos de Earthea: el agua, el fuego, el aire y la tierra-hierba. Un enorme frontón adornaba la entrada principal para darle paso a una cubierta que vertía las aguas hacia el este y el oeste. Muchos fueron los hombres del reino de Ubac que visitaron el Santuario de Pradda, que para ellos significa Santuario del Yelmo de la Hierba, pues creían que había sido bendecido por la armadura de la sien del bosque que lo resguardaba. Pero ahora, el mismo bosque que lo había bendecido, lo había consumido durante mil años, dejándolo oculto entre las sombras, y le había robado poco a poco su esplendor hasta derribar, con sus raíces, las cuatro magníficas columnas que una vez se observaron desde Ubac.

    Tenía la mirada clavada en un portón de formidables aldabas de oro que estaba en el centro del muro norte del santuario, donde el sendero moría. El portón estaba cerrado y parecía que ni la fuerza de cien hombres podría hacerlo ceder. Se detuvo ante él y, por primera vez desde que inició su marcha, alzó la cabeza para medir la fuerza que debía usar para derribar la enorme puerta de madera. Aún con la cabeza en alto, se levantó sobre sus patas traseras para apoyarse en la puerta. En el mismo momento en que bajó la cabeza, el portón se abrió, dejándolo caer en el interior del Santuario del Yelmo de la Hierba.

    La luz del sol, que había vuelto al bosque gracias a su presencia, iluminaba gran parte del interior del templo, ya que la cubierta, al igual que el resto de Pradda, estaba llena de grietas y aberturas. Un amplio salón, rodeado de muros, se avistaba más allá del gran portón. Ostentaba una serie de columnas interiores a la derecha y a la izquierda, marcando el pasillo central que terminaba en una pequeña escalinata para, luego, convertirse en un altar. A ambos lados del sagrario se alzaban unas estatuas: dos hombres de mármol. El de la izquierda tenía la mano izquierda hacia al frente y el otro la derecha. Ambos apuntaban al reino que se encontraba más allá de la pradera y de la montaña. La estatua de la izquierda, construida antes que el santuario, pertenecía al rey Oscor, el primer hombre entre los primeros, y la segunda al rey Erier, quien vivió antes de los años del frío. Pero aquellos monumentos no le llamaron la atención; su mirada estaba clavada en el altar, en cuyo centro había una tumba rectangular, simétrica, con las mismas proporciones que el santuario pero a menor escala.

    La tumba se había construido antes que la estatua de Oscor y mucho antes de que el Bosque del Occidente fuera plantado por los elfos de Isin como obsequio para los hombres. Tras su edificación, se talló la estatua del rey Oscor para consolidar una promesa. El santuario se alzó a su alrededor para venerar la historia de Earthea. Pero ya nadie se acordaba de esa promesa; lo único que perduraba era el juramento que sólo conocían los reyes Oscor y Erier. Hasta allí anduvo, hasta esa tumba que no perdió la perfección ni la fortaleza del mármol con la que había sido construida, pues había sido bendecida directamente por el poder del Grandioso.

    Mientras se acercaba a ella, su pelaje se erizó y todo su cuerpo comenzó a temblar. Sus pasos dejaron de ser firmes y rápidos y se tornaron torpes y lentos. Los pocos metros que lo separaban del altar le parecieron una distancia tan grande como la recorrida desde el arroyo. Por alguna razón el miedo se apoderó de su cuerpo, evitando que se aproximara a la tumba. Cuando estuvo frente a la escalinata que precedía al altar, un pequeño destello, similar al que lo había hecho abandonar la áspera y dura roca, escapó del interior del sepulcro. ¿Sería esa la causa de su larga espera?

    Esta vez, el destello no se convirtió en una potente luz: solo brilló por unos instantes, como si la fuente de su nacimiento hubiera sentido su presencia. Con el mismo temor que lo invadió al iniciar su marcha, subió la escalinata hasta llegar al altar. Los pelos se le crisparon aún más al detenerse a tan solo un paso de la fuente de su miedo. Dejó escapar un poderoso aullido, superior a los tres con los que había desvanecido el frío que quiso apoderarse de la pradera y del bosque. El aullido hizo eco en el inmenso salón hasta traspasar los muros de Pradda; dicen que llegó incluso a ser escuchado en el reino de Ubac, más allá de la montaña.

    Cuando su voz se extinguió, se apoyó sobre las patas traseras para posar las delanteras en el borde de la tumba, justo sobre la lápida que sellaba la bóveda, e intentó deslizar la enorme tapa, que se movió muy poco. Parecía ser mucho más pesada que el imponente portón de Pradda. Su pelaje ya no estaba erizado a pesar de que las patas sobre las que se mantenía erguido, temblaban. Cuando se dio cuenta de que era imposible usar la fuerza para abrir la tumba, suspiró. En ese momento, cuando el deseo de su corazón escapó mezclado con su aliento, la lápida cedió y un horrible hedor se apoderó de la atmósfera del lugar. Dio un pequeño salto para subirse en la bóveda.

    Uno de los hijos de los hombres descansaba ahí desde los inicios de los tiempos de la historia, envuelto en un manto milenario cuyas hebras blancas no habían sido vencidas por el tiempo. Sin embargo, las eras si se habían apoderado del cuerpo, que había sido hermoso y ahora era un cadáver consumido por las edades de Earthea. Todavía conservaba rastros de tejidos: era una momia que entrecruzaba los brazos sosteniendo, en la mano izquierda, una rosa. La flor no lucía marchita, a diferencia del cuerpo que la guardaba. A pesar de que llevaba ahí el mismo tiempo que el hijo del hombre, las eras no habían podido destruirla. Había sido arrancada de su arbusto pero seguía llena de vida. Era de un rojo intenso, mucho más intenso que el rojo de la sangre, y su tallo, junto con la única hoja que lo adornaba, eran de un verde más verde que el follaje de la copa del árbol más magnífico de toda Earthea.

    La rosa resplandecía. Era como si una estrella disfrazada estuviera a punto de nacer. Introdujo la cabeza en la tumba y, sin pensarlo, tomó la rosa entre sus fauces para luego volver a sellar la bóveda. Al darle la espalda al sepulcro, una extraña sensación lo invadió y se encontró con que justo en el centro del templo, donde la luz se filtraba con mayor intensidad, había aparecido en otro altar un sello en forma de estrella de siete puntas rodeada de siete aros en diferentes tonos de gris. Aquellas formas estaban encerradas en un círculo formado por una serie de palabras antiguas, desconocidas por los hombres de Ubac.

    Se aproximó al nuevo sagrario para observar de cerca el sello que había aparecido. No comprendía las palabras que rodeaban la estrella: o pertenecían a un idioma ya en desuso en Earthea, o alguno que poco conocía. Aun así, observó todo con detenimiento, tratando de grabar en su memoria cada uno de los detalles de la extraña inscripción. Al concluir, se dio a la fuga con una carrera veloz y cruzó el bosque casi sin darse cuenta, alejándose del santuario para regresar a la pradera.

    Tras su visita a Pradda, el Santuario del Yelmo de la Hierba, ningún otro ser sobre Earthea volvió a poner pie sobre él, pues mientras el cuadrúpedo cruzaba el bosque, los muros del templo se iban abajo silenciosamente, destruyendo las estatuas de Oscor y de Erier, que se convirtieron en protectoras de la tumba donde descansaba la amada Arythea, hija del primero de los hombres entre los primeros, la que fue guardiana después de su muerte.

    Ya se encontraba en el valle, con la rosa entre sus dientes, cuando un sonido similar al de una avalancha, proveniente de la montaña, le puso los pelos de punta: sabía que no se trataba de una catástrofe natural. Con aguzada mirada pudo observar de qué se trataba, a pesar de los kilómetros que lo separaban del macizo: una pequeña fuente tallada en piedra se hallaba en escombros y, entre los abedules, una sombra siniestra se desplazaba. Al verla, el contacto visual se rompió y él se estremeció, presa de un dolor desagradable. Debía abandonar la pradera, no a causa de la sombra que deambulaba por la montaña, sino porque ya era hora de emprender su viaje y dejar de una vez los límites que lo habían encerrado por tanto tiempo. Abandonó el campo lleno de flores de forma veloz y sin mirar atrás. No se percató de que, con su marcha, la áspera y dura roca que lo acompañó durante mil años se desvaneció convirtiéndose en pequeñas luces que se elevaron al cielo.

    Ya lejos de la hondonada, se topó con un camino construido por el hombre que llevaba a los viajeros a la ciudad del reino de Ubac. Cuando sus plantas tocaron el polvo del sendero, ya no tenía patas, sino dos piernas y un cuerpo humano que vestía una larga túnica blanca, manos y cara arrugadas con una inmensa barba y cabello blancos. Dejando atrás su forma de lobo, caminó con los pies desnudos, salpicando las piedras con un mágico líquido que se escurría por la parte inferior del atuendo. Llevaba entre sus dedos un largo y encorvado bastón que no era ni rojo ni verde, sino del color de la caoba, con pequeños retoños de hojas y coronado por una pequeña gema roja sostenida por una multitud de venas.

    Le costaba mucho andar. Aparentaba tener unos cien años, o más. Sus ojos tristes y caídos se perdían de vez en cuando en la claridad del cielo. Sus delgadas piernas casi no soportaban el peso de su vejez, por lo que el bastón le servía de sostén mientras descendía por el pedregoso camino. Se aferraba con fuerza al madero dejando caer, con frecuencia, gran parte de su peso sobre él, y avanzaba con mucho cuidado, temiendo caerse o ser visto por algún explorador de esos que, inesperadamente, aparecen por dondequiera. Cuando ya solo se podía ver una parte de la cumbre puntiaguda de la montaña, supo que había caminado bastante. Se detuvo cerca de un risco y dejó de apoyarse en el bastón para hacerlo en el alto y escarpado peñasco. Su longevidad le impedía continuar. De pronto, oyó un dulce gorjear a sus espaldas. Posado en la rama más delicada del árbol más cercano, la misma ave, el mismo ruiseñor que se encontraba junto a él en la pradera, le cantaba.

    El pájaro voló con suavidad hasta posarse en su hombro derecho, cantando con mayor fuerza. El viejo se apartó del risco, alzó ambos brazos, y desapareció.

    Los sucesos de la montaña

    El lobo llevaba mil años sentado sobre una roca. Había llegado desde el noreste a un desierto helado que se extendía como el brazo gigante de una montaña. Earthea era entonces muy distinta a la de estos días y los días que le precedieron. Inmensos casquetes de hielo cubrían mares, bosques y desiertos; el intenso frío se había apoderado de cada rincón del continente, de las cuevas y de los lugares más profundos del mar. Había sido una época de escasez de cosechas en la que el hambre, la penumbra y la agonía se habían apoderado de cada reino y de cada hogar por quinientos largos años hasta que el poder de los elfos y las hadas venció a la maldad del frío para iniciar una nueva era, no tan espléndida como las eras que precedieron a la Gran Helada, pero una donde el verde abundaba hasta en el desierto de Undun, que nunca había conocido la vida tras concluidas las Guerras por la Expansión.

    En aquellos tiempos la montaña estaba cubierta de nieve, no había bosques de abedules ni cosa viviente que la adornara; el sol no llegaba hasta su cima y solo asomaba sus rayos de vez en cuando. Pareciera que él, al igual que el lobo, le temiera al frío. El macizo se erguía imponente cual muro que delimitaba el reino de Ubac y la pradera que nacería con el inicio de la Era Verde, pero al igual que el Bosque del Santuario de Pradda, no pertenecía a las primeras cosas creadas en Earthea. Así como los elfos del reino de Isin sembraron el bosque alrededor de la tumba de Arythea, los elfos de Enderfon, que los superaban en poder, alzaron aquel macizo del polvo de la tierra, siendo su obra más majestuosa.

    Tras el inicio de la Era Verde, ni las hadas ni los elfos pudieron devolverle a la montaña, ni a ninguna otra cosa sobre el reino de Ubac, su pasada belleza; solo un poco de su poder llegó hasta aquellas tierras. Los bosques de abedules, ellos sí, se erguían por todo el macizo como un ejército de soldados delgados y blancos como la nieve. Las arboledas no estaban ahí para hacer hermosa la montaña sino para guardar con celo la causa de su creación: más allá de los bosques de glicinas, sauces y arces que una vez se alzaron, y de los abedules que permanecían en la cima del macizo, se hallaba una majestuosa fuente. La fuente no estaba esculpida en mármol como la tumba de Arythea, sino que formaba parte del propio cuerpo de la montaña. Había sido tallada después de que aquel muro natural se levantara de la tierra gracias al movimiento de las manos de los elfos, y de que se plantaran las semillas de los hermosos árboles que habitarían ahí.

    Durante la época de esplendor de Earthea, tanto los elfos de Isin como los de Enderfon emprendían una vez al año el largo peregrinaje para contemplar la majestuosa fuente, que era más que una simple obra de arquitectura élfica. Los elfos de Isin realizaban su peregrinaje a través de la costa norte. El único peligro en su camino eran las fauces del Cañón de Isin, que de norte a sur se extendía como una puerta insegura de cruzar, pero que había sido puesta ahí por los Grandes Seres y no por decisión de algún rey, como la que se extendía en el reino de Ubac. Las aguas que debían cruzar, pertenecientes al Río Endon, eran dóciles y mansas, como el mar donde desembocaban.

    Los elfos de Enderfon no corrían con la misma suerte: debían atravesar las arenas del desierto de Undun para luego navegar las feroces aguas del Río Endon justo en el mismo punto donde se dividía en dos grandes caudales que, como brazos gigantescos, encerraban al reino de los magos de Eodicer. En el Bosque de la Noche, el tercer gran bosque de Earthea, los elfos de Isin y Enderfon se unían una vez al año para continuar juntos hasta la majestuosa montaña, uniéndose a ellos los hombres de Ubac. Esa tradición perduró hasta los días del rey Erier, que terminó con ella. Así de especial era el monumento que movía a dos pueblos de un extremo a otro del continente.

    La fuente no estaba en la montaña para coronarla ni para besar la luz más cálida del sol: estaba ahí por el mismo motivo que la tumba del Santuario de Pradda. Medía unos tres metros, dándole más altura al macizo. El agua no provenía de algún río subterráneo; nacía de la propia estructura. Alrededor del centro se extendían sus cinco cuencos, uno por cada una de las primeras razas que poblaron Earthea. Los elfos habían tallado un ramillete de hermosas rosas que envolvían la fuente y se elevaba sobre los cuencos en una espiral, asemejando las nubes de una tormenta, para morir en lo más alto. A pesar de los vientos del norte, que la golpeaban constantemente, de ella brotaba la más cálida de las aguas, como había sucedido desde su creación. En cada nueva estación floral, una rosa de piedra se desprendía del ramillete y caía para convertirse en una rosa natural. Así, cada cuenco albergaba cientos de flores, haciendo que el agua pareciera la más roja de todas las sangres.

    En el centro de la fuente, oculta de las miradas de los extraños, los elfos habían depositado una gema que era el corazón de la estructura y el origen de su magia. Así de hermosa y magnífica era la creación de los elfos que yacía en el reino de los hombres, pero a diferencia de estos, que se arrodillaban ante la tumba del Santuario de Pradda para llorar ante el cuerpo sepultado de Arythea, la hija de Oscor, el primero entre todos los hombres, los elfos solo podían llorar ante la fuente que era tumba y monumento a la vez, un monumento vacío erigido en honor a Dryads, el que fue destinado a morir en forma de piedra para luego ser destruido en cientos de pedazos. Por esa razón, los elfos recorrían grandes distancias para llorar la muerte del hijo de Teleior, el primero de todos los elfos y el primero entre todos los hijos de los Grandes Seres que abrió los ojos.

    La montaña se alzó en el lugar donde Dryads fue convertido en piedra y donde su cuerpo fue destruido. De los fragmentos nació la majestuosa montaña que pertenecía tanto a los elfos como a los hombres, pero más la amaban los primeros, y los hombres amaban más al Bosque de Pradda. Un poco más allá del monumento, entre lo blanco del paisaje, se levantaba una cueva que abría sus fauces hacia el sur, en la dirección del Santuario de Pradda, que en los tiempos del peregrinaje de los elfos había sido el lugar de descanso de los reyes y príncipes de Isin y Enderfon, que recorrían de oriente a occidente toda Earthea.

    La cueva solía ser tan magnífica como el resto de la Montaña de Elhas, como la llamaron los elfos, o incluso más, porque resplandecía gracias a unas flores que nunca se habían visto ni se verían en Earthea: crecían en su interior como pequeñas estrellas nacidas de la hierba. Pero, como todas las cosas hermosas, dejaron de existir cuando se inició la Gran Helada. Ahora la cueva era igual de fría que la montaña, y el calor que manaba de las aguas de la fuente se había hecho tenue y no lograba sobrepasar los límites del monumento. El hielo había nacido en la entrada de la cueva, que ahora semejaba las fauces de un depredador de dientes afilados, transparentes y fríos, dificultando la entrada a la misma. En su interior, las rocas del suelo estaban completamente congeladas y resbaladizas; solamente unos pies de afiladas garras podían cruzarlas. Pero esquivando las estalagmitas y estalactitas que nacían de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo, un conjunto de llamas calentaba una parte del interior de la caverna. Sin temerle al frío, pero sin lograr derretir el hielo que había ocupado el lugar que una vez fue de las flores, las llamas ardían sin miedo a apagarse, como si se hubieran ya enfrentado al hielo y ambos, rendidos, hubieran decidido finalmente convivir en armonía.

    De vez en cuando, una siniestra sombra se acercaba al hervidero, extendía sus manos y las frotaba. Respiraba un aire que producía escarcha y, al tacto con el suelo, rompía el hielo de sus dedos. Luego volvía a alejarse, refugiándose en lo más húmedo de la caverna. La sombra provenía de uno de los seres más horrendos que se pudieran imaginar. Una capucha de un negro intenso le cubría el rostro, develando solo unos ojos rojos y un mechón de cabello gris. El resto del rostro no era visible, como si no existiese. La capucha se deslizaba por el resto del cuerpo hasta rozar el suelo y un par de piernas asomaban por una abertura cuando el ser se desplazaba. Las piernas brillaban y al tacto parecían estar confeccionadas de un metal muy valioso. Sus manos no eran tan espléndidas: estaban cubiertas de vello y las uñas largas y curveadas le hacían juego. Al igual que el lobo transformado en viejo, la sombra portaba un bastón que terminaba en cinco afiladas puntas que parecían los dientes del más temible de los depredadores. La sombra misma era un depredador por naturaleza: animal que entraba en la caverna, encontraba la muerte entre sus garras para servirle de alimento a una boca invisible.

    La sombra había llegado a la montaña a la vez que el lobo a la pradera, y a pesar de que

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