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Errores no Forzados
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Libro electrónico239 páginas3 horas

Errores no Forzados

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Aprender de los errores es fundamental para tener una vida plena. Pero ¿Qué tal si pudiéramos aprender de ellos sin necesidad de cometerlos? Este libro analiza la estructura de los fallos y por qué algunas personas tropiezan una y otra vez con la misma piedra. Desde la psicología conductual, Waits nos enseña a aprender de nuestros errores y nos comparte los fallos más comunes en los principales ámbitos de la vida. Con un lenguaje cercano y directo, el psicólogo sostiene que hay muchos errores que podemos evitar si los conocemos de antemano. Que los fallos de otras personas te sirvan de lección para evitar los errores no forzados. Se trata de un texto de autoayuda que nutrirá tu crecimiento personal para tener una vida mas plena.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 may 2022
ISBN9798215787335
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    Errores no Forzados - Bill Waits

    ERRORES NO FORZADOS

    ––––––––

    BILL WAITS

    Para William Waits, de quien aprendí la importancia de no cometer dos veces el mismo error.

    1 La LIBRETA DE LOS ERRORES

    Cuando tenía quince años creía saberlo todo sobre la vida. Era guapo, listo y atlético. O al menos eso creía. Lideraba el equipo de fútbol de mi escuela y todo el mundo quería estar cerca mío. Las chicas se morían por mí y tardé poco en entender el poder que tenía en mis manos. No aceptaba que nadie me dijera nada. Nada de reglas, nada de consejos. En lo que entonces consideraba mi larga vida había aprendido lo suficiente como para arreglármelas el resto de los días. Claro, todo aquello no era más que el primer peldaño de una larga escalera de errores que me llevarían a un lugar en el que nunca pensé estar. Pero eso lo aprendí mucho después. Para entonces yo solo me consideraba el rey del barrio, el hombre más preparado de la historia y todos los consejos sobre el trabajo y la dedicación comenzaban a parecerme un molesto zumbido como el de un mosquito en el verano. Mi cuerpo era un hervidero de hormonas y la fiebre disco me poseía como si no hubiese mañana. El mundo había sido construido para mí y yo estaba más que dispuesto a asumir esa responsabilidad.

    Me consideraba un adulto y toda esa historia de la escuela me parecía la más absurda de las rutinas. ¿Para qué querría escuchar todos los días a la Señorita Greenfield hablarme de ecuaciones? ¿Era necesario someterme a la tortuosa interpretación del Señor Gordon sobre los poetas griegos?

    La verdad es que todo esto se sustentaba en la cariñosa compañía de mi madre. Cuando nací, ella abandonó su prometedora carrera en una empresa local para acompañar mi educación. El trabajo de mi padre era suficiente para sostener el hogar y ambos decidieron que ella podría dedicar su tiempo a la extenuante tarea de mi crianza. Cuando llegó el momento de entrar en el sistema escolar, la situación pareció bastante cómoda para todos. Ella llevaba el hogar a la perfección y su vigilante cuidado me había llevado a lo que para entonces podría considerarse una posición de éxito: buenas notas, buen rendimiento deportivo, muchos amigos y el inicio de una tierna relación amorosa con Kathy, la chica más guapa del condado. Para entonces yo desconocía que todo lo que tenía se lo debía en buena parte a la atención de mi madre. No era una mujer estricta, pero había logrado establecer ciertas rutinas entre nosotros que yo nunca me hubiese animado a desafiar.

    Pero las cosas cambiaron. Una crisis financiera en el sector inmobiliario llevó a la empresa de mi padre a una estrepitosa quiebra y de un momento a otro el dinero comenzó a escasear. Mi padre era un tipo previsor y había ahorrado lo suficiente como para que aquello no se convirtiera en una amenaza en el corto plazo, pero en el horizonte los nubarrones grises presagiaban una tormenta. Mi madre siempre ha sido una mujer de decisiones prácticas y enérgicas. Una mañana en el desayuno, cuando mi padre se lamentaba por la pérdida de un nuevo contrato, ella le notificó que desde ese día comenzaría a buscar trabajo, que yo ya era lo suficientemente grande como para poder encargarme de mí mismo y que los problemas se solucionarían. Ella era una mujer de acción y no pensaba sentarse a esperar que la respuesta a nuestras complicaciones llegara del cielo. En menos de una semana consiguió un empleo como administrativa en una empresa de logística. Ese fue solo el comienzo de los cambios.

    En mis hombros recayó la responsabilidad de ser adulto. Yo tenía quince años y aquello parecía una misión divertida. Desde hacía mucho tiempo que me consideraba lo suficientemente maduro como para ser un adulto, para llevar mi vida y tomar mis decisiones. Las instrucciones de mi madre eran claras: nada tiene que cambiar cuando yo no esté en casa. Ahora necesitamos que seas un chico maduro y que actúes como tal.  Sin embargo, la primera tarde que regresé de la escuela y no encontré a mi madre tuve una extraña sensación. Era como si lo que siempre había dado por sentado fuese solo una ilusión. El almuerzo estaba congelado y una cariñosa nota de mi madre me daba un par de instrucciones para calentarlo en el microondas. Después de una pequeña batalla con la tecnología culinaria, logré calentar el estofado y como premio a mi falsa independencia, me senté frente al televisor a comer. Esto nunca hubiese sido posible con mi madre en casa, para ella el almuerzo era un espacio sagrado en el que compartíamos nuestras experiencias del día sentados en la mesa. Era como el punto medio de la jornada en el que analizábamos la mañana y planificábamos la tarde. Bien, Bill, parece que tuviste un gran día en la escuela, descansa un rato y después regresa al trabajo, quiero comentar aquel libro contigo, solía decirme tras el almuerzo.

    Aquel día sentí un gran alivio al no tener aquella conversación rutinaria. Me concentré en el televisor y después de terminar mi almuerzo volví al sillón, después de todo, me decía, tenía que disfrutar esta nueva libertad. En la noche, cuando mis padres regresaron a la casa, parecían demasiado cansados como para ir hasta el fondo de mi día. Después de conversaciones rutinarias, mi madre relató cómo fue su primer día en el trabajo y la noche siguió su curso, sin tiempo para un detalle de mi primer día como adulto responsable.

    Al cabo de unas semanas, las tardes frente al televisor se convirtieron en un hábito diario tras la escuela. Mis padres confiaban demasiado en mí como para dudar de mis palabras durante la cena, cuando inventaba historias respecto a mis esfuerzos académicos en su ausencia. Lo cierto es que acompañaba el televisor con alguna siesta furtiva y, hacia el final de la tarde, abría un libro para al menos tener un asunto sobre el cual hablar en caso de ser preguntado.

    Después de algunos meses, estaba claro que yo no actuaba como el adulto de mis fantasías y ese rol seguía siendo una quimera. Descubrí que no basta con desear algo para que suceda si no haces nada. Los sueños son una herramienta muy poderosa, pero es inútil si no es acompañada de la acción. Claro, esto lo entendería después, cuando cometí el primero de lo que yo llamaría errores evitables.

    Impulsado por mis ganas de sentirme parte de un grupo, entré en el mundo del alcohol y las drogas. No podría definirme como un adicto, pero sí como un consumidor problemático al que le costaba decir que no. Y todos sabemos que las drogas y la fiesta no son amigas del trabajo y los buenos resultados. Yo no fui la excepción. En menos de un año mis calificaciones abandonaron el terreno de la excelencia para entrar en el campo de la mediocridad sin que aquello pareciera importarme gran cosa. Después de todo, yo hacía parte del grupo de los chicos populares de la escuela y para entonces nada podía ser más importante que aquello. Claro, ver las cosas de ese modo fue mi segundo gran error. Estaba persiguiendo sueños inútiles y en el fondo de mi corazón sabía que poco a poco comenzaba a dar pasos por un camino peligroso, un camino que pondría en riesgo mi futuro.

    Mi padre y mi madre lo notaron. Pero ellos también sabían que un adolescente como yo no estaría dispuesto a escuchar sus consejos. Sabían que estaba atravesando aquella fase de negación y rechazo: yo nunca seré como ellos, me decía, sin grandes improvisaciones en el campo de la rebelión. Es curioso: todos los adolescentes creen ser los primeros en rebelarse contra sus padres. Todos los adolescentes pasan por la misma fase de negación y rechazo de lo establecido. En su afán por diferenciarse de los otros, todos terminan adoptando las mismas actitudes, creando así otro gran grupo de iguales. Pero bueno, esas son ideas que llegaron a mi cabeza muchos años después. Para entonces yo estaba convencido de ser el primer ser humano que emprendía una rebelión contra lo establecido. Arriba los que luchan. El pueblo unido jamás será vencido. Mi conducta, sin embargo, sólo destruiría a una persona: a mí. Y eso, en el fondo, lo sabía yo. Pero mis ganas de actuar en contra de lo que se esperaba de mí eran más grandes. El deseo de hacer mi propio camino, lejos de los parámetros de la sociedad de entonces, que a decir verdad, son los mismos de la sociedad de hoy y de hace mil años: sé un buen hombre, honesto, sincero, correcto y cariñoso. No es que yo quisiera dedicar mi vida a la maldad, simplemente no quería hacer lo que se esperaba de mí, había perdido el interés en la escuela y sentía que solo el equipo de fútbol, la fiesta, las chicas y mis amigos valían la pena.

    Por eso, cuando mi conducta suicida me llevó a una situación límite con el entrenador del equipo de fútbol, entendí un par de cosas. Una tarde después de la escuela me encontré con un par de colegas para pasar el rato y uno de ellos sacó un cigarrillo de marihuana. La rutina no era nueva y nadie planteó un reparo, al contrario, muchos de nosotros celebramos la posibilidad de drogarnos un poco y pasar la tarde con la cabeza en otra parte. Nos sentamos en un parque cerca de la escuela y encendimos aquel cigarrillo. El porro comenzó a circular entre nosotros, desprendiendo un olor insoportable para los visitantes del parque. Nada de eso nos importaba, creíamos que habíamos nacido para reinar el mundo y nadie podía imponer su voluntad sobre la nuestra, prohibido prohibir. Con el cigarrillo en una mano y una lata de cerveza en la otra, me encontré frente a frente con el entrenador de fútbol, que esa tarde había decidido pasear a su perro en aquel parque.

    —Hola Bill, ¿qué tal? —me saludó incrédulo. —No sabía que tú eras de esos...

    Entendí lo que quería decir con esos. A sus ojos, yo dejaba de ser el deportista con un futuro prometedor para entrar al grupo de los mediocres.

    —Ahora entiendo por qué se habla de ti en la reunión de profesores. Me han dicho que tus calificaciones han empeorado.

    Era cierto. Mis calificaciones pasaron del campo de la excelencia a la decadencia en solo meses y mi profesor de lenguaje me había advertido que Shakespeare podría dejarme por fuera de mi amado fútbol.

    El entrenador se despidió con una mirada de desilusión y una palabra sincera:

    —Cuídate, Bill.

    Al día siguiente me llamó a su oficina. Quería explicarme en persona la situación. Nuestro encuentro era solo la punta del iceberg de una realidad que se comentaba por los pasillos de la escuela: las malas decisiones pueden hacer que un chico pierda todo su valor en pocos meses y si yo seguía por aquel camino, mi futuro estaría lleno de visitas a los tribunales de justicia.

    —Mira Bill, tú eres uno de nuestros mejores deportistas. Yo aprecio eso. Pero un buen deportista no es el que corre más rápido. Es el que quiere correr más rápido todos los días. El que se compromete de corazón con un sistema y lucha diariamente por ser mejor. —Hizo una pausa y miró a su alrededor. Su oficina estaba repleta de fotografía de atletas en blanco y negro, campeones estatales del pasado, héroes de su tiempo.

    —Todos ellos lucharon por estar ahí. Y muchos de ellos no eran la mitad de buenos que tú, pero tenían algo que tú estás perdiendo: hambre de ganar. Hambre de mejorar y deseos de ser excelentes en todos los campos. ¿Tú crees que las personas se esfuerzan porque les da placer? No. Se esfuerzan porque el esfuerzo trae sus frutos. Y esos frutos sí dan placer. Hoy no lo entenderás, pero si sigues en este camino, el adulto que serás mirará a su juventud con vergüenza. La vergüenza de no haber sido tu mejor versión y de conformarte con solo ser.

    Sus ojos me miraban penetrantes. Noté un punto de rabia. Parecía querer darme uno de esos golpecitos que se le dan a los televisores antiguos para que funcionen. En su mirada vi cierta tristeza, pero no tuve mucho tiempo para analizar sus sentimientos antes de que volviera a hablar.

    —Mira, he tomado una decisión muy difícil para mí. Pero tu actitud no me deja otra salida —carraspeó y retomó —Desde hoy estás fuera del equipo. No te molestes en venir a los entrenamientos. Creo que necesitas un tiempo para pensar en quién quieres ser. Y yo tengo la responsabilidad de darte una lección. Tampoco sería justo para tus compañeros que se esfuerzan cada día por ser mejores. Tú pareces empeñado en hacer lo contrario.

    —Pero yo soy tu mejor jugador —la rabia se apoderó de mí. En ese momento no supe ver la lección que aquel hombre recio quería darme y me dejé llevar por mi ego. ¿Cómo era posible que un entrenador despidiera a su mejor jugador? ¿Es que acaso no quería ganar? Se lo pregunté.

    Su respuesta fue una mirada de desilusión que acompañó con una explicación intensa.

    —Mira Bill, tienes razón. Tú eres mi mejor jugador en términos de desempeño deportivo. Eres rápido, eres fuerte y eres listo en el juego. Pero no tienes algo que fundamental en el campo de juego y fuera de este: se llama ambición por la excelencia. Tú tienes suerte porque tienes buenas cualidades, pero si no quieres mejorarlas, de nada te sirven. El éxito no se basa en el talento, se basa en el trabajo y en el aprendizaje. Tú estás cometiendo un error al creer que las fiestas, el alcohol y las drogas te llevarán lejos. Crees que tu talento basta, pero te aseguro que estás equivocado. Mira por ejemplo a Jim Hammer. Es el suplente en tu posición. Un chico que no tiene ni la mitad del talento que tú tienes, pero que sí tiene algo: ganas de ser mejor. Es el primero en llegar a los entrenamientos y el último en retirarse. Nunca he recibido una queja de él y su rendimiento escolar va en ascenso a pesar de que le cuesta mucho más que a ti. Mi experiencia me dice una cosa: si él sigue su rumbo y tú sigues el tuyo, en algún momento él te alcanzará y será tan bueno como tú. Y te digo algo más: al día siguiente será mejor. Tú, en cambio, no sólo estás desperdiciando tus habilidades, sino que las estás perdiendo. El talento es una cosa que se entrena. Puedes nacer con un poco, pero si no trabajas duro para mantenerlo, créeme que lo perderás. ¿Cómo crees que se pondrá un cuerpo atlético que de un momento a otro deja de ejercitarse y comienza a comer comida chatarra? Así pasa con todo.

    Sus palabras me dejaron frío. Sentía mucha rabia por lo que para entonces consideraba una injusticia. ¿Cómo puede ser posible que este hombre despida a su mejor jugador? La pregunta se repetía en mi cabeza una y otra vez. No era capaz de entender lo que él trataba de hacer por mí y ese día solo tuve sentimientos negativos hacia él. Hoy siento una gran vergüenza por mi reacción, pero creo que precisamente haber actuado de un forma incorrecta ese día, me ayudó a no volverlo a hacer.

    Salí de su oficina con lágrimas en los ojos y fuego en el corazón. Recorrí los pasillos de la escuela convertido en un huracán, que nadie se acerque. Saqué mi uniforme del equipo de fútbol del casillero y lo tiré en la basura justo frente a la oficina del entrenador. En ese momento deseaba que él me estuviera observando por la ventana. Quería decirle que no aceptaba su despido porque yo renunciaba primero. Claro, esto no era cierto y era un gesto solo para mis colegas, quería maquillar la vergüenza que me daba la decisión del entrenador como algo que no era. Quería que todos pensaran que mi revolución y rebeldía había llegado a un punto radical en el que rechazaba incluso mi posición de poder como capitán del equipo. Cuando terminó mi espectáculo, el entrenador salió de su oficina, movió su cabeza en señal de desaprobación y dijo en voz alta:

    —Algún día lo entenderás, Bill. Algún día verás el error.

    Para entonces, yo creía que tenía suficiente con aquello de los errores. Desde mis padres hasta los constantes comentarios de mis profesores sobre mi desempeño y el poco tiempo que le estaba dedicando a la escuela, todos lo decían: estás cometiendo un error. Errores por todos lados. Lo que no sabían es que por entonces, ya con dieciséis años, todo lo que ellos veían como un error parecía la forma más atractiva de hacer algo.

    Desde entonces me he preguntado ¿Por qué queremos saber cómo se siente algo que otros nos han dicho que posiblemente no sea lo correcto? Para mí es uno de los grandes misterios de la humanidad: ese deseo de experimentar por cuenta propia una vivencia aun cuando todos los que han pasado por allí nos recomiendan que no es nada bueno. A lo largo de los años lo he comentado con algunos de mis colegas en el campo de la psicología conductual y han surgido interesantes teorías que comentaré más adelante.

    Pues bien, perdí mi posición como líder del equipo de fútbol y el espectáculo que di en la oficina del entrenador llegó a los oídos de Mister Blake, el director de la escuela. Me citó a su oficina junto a uno de mis padres. La situación comenzaba a ser un poco desastrosa y aunque no recibí una gran reprimenda, los días me enseñaron que mi salida del equipo era solo el comienzo de un proceso que me llevaría a cambiar de vida.

    Por esos días, mi relación con Kathy, la hermosa rubia despampanante que lideraba el equipo de porristas, había entrado en una nueva fase. Al escribir esto siento que  toda mi vida era en apariencia la de un cliché de película de los años ochenta. El joven y apuesto deportista sale con la rubia más hermosa de la escuela y son la pareja más popular. En nuestro destino estaba escrito ser coronados como reyes del baile de promoción. Pero lo que hoy podría definir como un

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