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Dar el salto: Cuando tu empleo no es la vida que quieres
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Libro electrónico403 páginas8 horas

Dar el salto: Cuando tu empleo no es la vida que quieres

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Si tu trabajo actual no es lo que quieres, si tu vida en el mundo corporativo te hace sentir infeliz o tu profesión no se parece a lo que deseabas… ¡es momento de Dar el salto!
Mike Lewis tenía el trabajo que muchos anhelaban. Sin embargo, no era feliz. Había una vocecita en su interior que le decía: "Persigue tu sueño". Siempre tuvo ganas de convertirse en jugador profesional de squash, pero no se atrevía. Un día encontró la respuesta en las sabias palabras de un amigo: "No es lo mismo una locura que una estupidez. La diferencia radica en cuándo dar el salto".
Este libro es una guía útil que te impulsará a aventurarte para que puedas dejar tu mundo profesional y dedicarte a lo que realmente te apasiona. Sus consejos, herramientas y testimonios te prepararán para lograrlo en el tiempo correcto y de una forma sensata.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento1 sept 2018
ISBN9786075276892
Dar el salto: Cuando tu empleo no es la vida que quieres
Autor

Mike Lewis

Mike Lewis worked at Bain Capital before chasing his dream of playing professional squash. He is the founder and CEO of When to Jump, a global community of people who have left one path to pursue a very different one. When to Jump has reached millions through media impressions, in-person events, and brand collaborations. When to Jump, a collection of case studies with clear guidance on how and when to jump, is Mike's first book. He received his BA from Dartmouth College and lives in San Francisco.

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    Dar el salto - Mike Lewis

    Para Corey Griffin, una leyenda para todos nosotros.

    Prefacio

    El salto más importante de mi vida sucedió casi un siglo antes de que naciera.

    Mis bisabuelos, Sadie y Gimpel, se criaron en poblados no muy lejanos el uno del otro, en lo que ahora es el sur de Ucrania. A principios del siglo XX, empacaron junto con su familia y se mudaron al otro lado del mundo, en donde los judíos podían vivir sin ser perseguidos: a la ciudad de Nueva York. Ahí, Sadie y Gimpel encontraron la seguridad y las oportunidades que habían deseado. También se encontraron el uno al otro. Se conocieron, se casaron y se instalaron en un departamento en un edificio sin elevador en la zona este del Bajo Manhattan, en donde compartían el baño con las distintas familias de su piso.

    Trabajaron mucho para tener una buena vida. Gimpel era vendedor ambulante, empujaba su carrito para vender sus mercancías. Sadie dio a luz a ocho hijos: tres niñas y cinco niños. Uno de esos niños fue mi abuelo Emanuel, a quien todos llamaban Manny. Cuando era veinteañero, Manny trabajó en el correo postal y en las noches estudiaba en la escuela vocacional. Más tarde se dedicó a vender seguros. Yo solía preguntarle cómo era la vida en aquel departamento abarrotado y cómo diablos se las arreglaban con un solo baño. Esperabas tu turno, me respondía en su voz áspera.

    Con el tiempo me di cuenta de la ironía de su respuesta. Lo más probable es que yo esté viva gracias a que Sadie y Gimpel no esperaron su turno. Si mi familia no se hubiera ido de Europa, sin duda habría muerto en el Holocausto. En cambio, mis bisabuelos se armaron de valor para tener una vida nueva en otro país. Dieron el salto.

    Adelantémonos al año 2005, cuando conocí a Mike, mi primo segundo. Él cursaba segundo de preparatoria. Yo me acababa de casar y trabajaba en Google. De inmediato me encariñé con Mike; era gracioso, inteligente y mucho más reflexivo de lo que yo fui en la adolescencia. En nuestro primer encuentro, nos sentamos para descifrar nuestro parentesco. Resulta que su abuela Frieda era hermana de Emanuel. Se criaron juntos en aquel departamento de una recámara, en donde juntos esperaron su turno. Me pregunto si alguna vez se imaginaron que décadas más tarde, sus nietos estarían sentados en una mesa de California intentando descifrar su árbol genealógico.

    Desde entonces, he visto a Mike graduarse de la preparatoria y la universidad y comenzar su carrera profesional. Lo he visto dar un salto audaz para convertirse en jugador profesional de squash y he sido testigo de la felicidad que esto le ha brindado. Lo he visto estudiar cómo y por qué las personas dan el salto, así como las lecciones que todos podemos aprender sobre el valor, la resiliencia y cómo vivir con plenitud. También lo he visto integrar esas enseñanzas en este libro, el cual estoy segura te guiará a la hora de tomar decisiones importantes.

    Al igual que Mike, este libro es inteligente, amigable y dispuesto a ayudar a las personas a dar su propio salto. Mike explica la estructura sencilla que muchos han seguido para dar un salto con éxito y ofrece conocimientos no sólo a partir de su propia experiencia, sino de individuos de distintas edades y contextos con todo tipo de sueños. Algunos de sus saltos han conducido a cambios importantes en sus vidas, otros han alterado sus futuros de manera formidable. Ninguno de ellos se arrepiente de haber dado el salto.

    La pregunta que me he hecho una y otra vez en el transcurso de mi vida es: ¿Qué haría si no tuviera miedo?. Esa pregunta me dio el empujón que necesitaba para dar grandes saltos: del gobierno al sector de la tecnología, de Google a una empresa llamada Facebook que dirigía un chico de 23 años con la visión de conectar al mundo. En cada caso, algunas personas de mi confianza me dijeron que estaba cometiendo un error. En cada caso, quizá pudieron haber acertado, pero mi corazón me indicó lo contrario. Quería dar el salto. Y nunca me he arrepentido.

    Todos enfrentamos momentos en la vida en los que debemos decidir: ¿dar el salto o no? Lo cual podría significar abandonar un campo conocido para dedicarnos a un proyecto personal que nos apasiona, o bien, asumir nuevas responsabilidades en el trabajo. Podría implicar iniciar una relación sentimental o despedirse de aquella que ha llegado a su fin. Podría ser tan pequeño como dedicarnos a un nuevo pasatiempo o tan grande como mudarnos a otro país. Nunca se sabe del todo a dónde nos llevarán dichos saltos. Pueden despertar miedos y no siempre salir del todo bien. Pero es así como seguimos nuestros sueños. Nos pueden hacer más fuertes, resistentes, simplemente más interesantes y contribuir a tener mayor influencia en el mundo. Nos permiten imaginar las cosas no como son sino como deberían ser y después nos motivan a esforzarnos para realizar dichos cambios.

    Hay maneras de lograr que estos saltos resulten en algo maravilloso. Y este libro te dice cómo.

    ¿Quién sabe? Tal vez un día tus bisnietos hablarán de cómo ese salto que diste hace tantos años cambió sus circunstancias, tal como nuestros bisabuelos cambiaron todo para Mike y para mí.

    SHERYL SANDBERG

    Introducción

    La historia de Mike

    Scott fue amigo de mi primo antes de ser el mío. Nos habíamos conocido en una fiesta en casa de mi primo y fuimos intimando gracias a que nos veíamos para tomar café de vez en cuando, como el que acabábamos de compartir antes de despedirnos en una banqueta impecable en el centro de Palo Alto. Era una tarde de finales de febrero.

    Scott tenía cuarenta y tantos; era alto, con una sonrisa juvenil e intensos ojos azules. Su voz era suave, sabía escuchar y tenía el don de hacer que el tiempo que uno pasaba con él pareciera importante. Conmigo era un mentor considerado, un hermano mayor leal y un confidente, alguien a quien el soñador, el chico, podía compartirle una idea para valorarla. Cuando nos despedimos aquella tarde, no estaba listo para decir adiós del todo. Después de avanzar unos pasos hacia mi coche, me di la vuelta.

    ¿Te parece una locura?, le pregunté. Estaba apretando la tapa manchada de una taza de café en mi mano izquierda. La culminación de varios años de fantasear y planear estaba a unas cuantas horas de distancia, y buscaba consuelo.

    Scott ya se había encaminado a casa, estaba encorvado mirando su teléfono, revisando asuntos de su vida laboral y personal. Nuestro encuentro se había prolongado y tenía llamadas del trabajo pendientes y niños que recoger en la escuela. Sin embargo, caminó más lento y amablemente volvió a brindarme su atención. El sol ya se había ocultado. Entraban nuevos clientes al café.

    Lo que tienes en mente es una locura absoluta, respondió mientras se metía el teléfono en el bolsillo trasero de los jeans. Pero la locura y la estupidez no son lo mismo.

    Dos años antes, en una oficina en las plantas superiores de una impoluta torre de cristal, en las alturas del ajetreo de Boston, estaba sentado frente a mi escritorio mirando a la pared. Pegada en la esquina superior de la pantalla de mi computadora, impresa en fuente tamaño 50 en papel reciclado, tenía una cita del discurso que el fundador y CEO de Amazon, Jeff Bezos, había dado en la ceremonia de graduación de estudiantes de Princeton en 2010: Cuando tengan ochenta años y se encuentren en un momento de reflexión personal, narrando sólo para ustedes la versión más personal de su historia de vida, la serie de decisiones que han tomado será el relato más compacto y significativo. Al final, somos nuestras decisiones. Armen una gran historia.

    ¿Cómo querría que fuera mi historia?

    Conocía la respuesta: quería ser jugador profesional de squash, pero no sabía cómo lograrlo.

    Tenía veintitrés años, era el más pequeño de seis hijos, había nacido en la ciudad de Nueva York y me había criado en Nashville, Tennessee, y después en la ciudad costera de Santa Bárbara, California; era el único de la familia que vivía en Boston. Hacía un año había terminado la universidad y estaba listo para asentarme en Massachusetts. O ése era el plan.

    Me había mudado a la ciudad debido a lo que consideraba un trabajo de ensueño: en las oficinas relucientes y decoradas con paneles de madera de una empresa de capital riesgo. Tenía el tipo de empleo al que no renuncias, con el cual te jubilas, de ser posible. Había buscado este trabajo desde el inicio de mi último año de carrera. Salía por las escaleras traseras de mi fraternidad cuando leí la descripción del empleo en un boletín de bolsa de trabajo en mi teléfono y de inmediato copié y pegué el texto en un correo para enviárselo a mis padres. Les conté que había visto una oferta para el trabajo perfecto, en Bain Capital Ventures, el brazo inversor en capital riesgo de la empresa internacional Bain Capital. Mis padres estuvieron de acuerdo en que el empleo parecía creado para mí: conocer a emprendedores, escuchar las historias de la fundación de sus empresas emergentes, revisar sus planes de negocio e ideas, analizarlas y ayudar a decidir si dicha empresa era una buena inversión para la firma. Pero adelantémonos a la oficina de paneles de madera. Llevaba meses en este trabajo de lujo y me desempeñaba bien. Leía todo lo que podía, escuchaba a todo el que hablara conmigo y el esfuerzo comenzaba a dar frutos: uno de los primeros emprendedores al que asesoraba había fundado una empresa que, un par de años después, trastocaría el sistema de salud y se convertiría en una de las mayores inversiones que un analista había llevado a nuestra compañía.

    Mis colegas eran interesantes, mis jefes eran líderes sensatos, mis horarios eran razonables: todos los días entraba a las ocho y salía entre siete y ocho de la noche. Me gané un par de semanas de vacaciones al año, supuse que entonces saciaría mis ansias de viajar y vivir aventuras, viajaría a donde fuera, el tiempo que pudiera, combinaría los días de descanso y fines de semana para aprovechar al máximo mi tiempo libre. Pasé la segunda Navidad de mi época en Bain haciendo senderismo en los famosos templos de Angkor Wat en Camboya con Dan, uno de mis mejores amigos. Mis colegas me felicitaron por haber conseguido empalmar tres semanas enteras de vacaciones, mientras los viajeros y guías locales que conocimos en el sudeste asiático me preguntaron por qué viajábamos tan poco tiempo. Creí que tres semanas en el sureste asiático satisfarían lo que fuera que estaba buscando fuera del trabajo. Sí, eso creí, me quitaría las ganas de aventura entre la Navidad y el Año Nuevo, después regresaría a mi escritorio como si nada.

    Había aceptado laborar en Bain por un interés genuino y entusiasmo en el empleo, pero debo admitir que también me había metido en la cabeza que debía seguir cierto camino después de la universidad, y el trabajo en Bain encajaba con esa idea: de la universidad a las prácticas profesionales, luego a un empleo corporativo bien remunerado. En Bain estaba en el camino correcto, rodeado de gente inteligente, dedicado a un trabajo interesante y disfrutando vacaciones bien pagadas. ¿Qué más podía pedir?

    No obstante, a medida que el tiempo transcurrió, me fui dando cuenta de que en el fondo quería esta vida en buena medida porque creía que debía quererla. Mientras tanto, oculta en lo más remoto de mi mente, una voz distante, aunque muy clara, me susurraba una idea de algo muy distinto.

    Me encantaba el squash.

    El squash es un deporte británico y primo cercano del tenis que se juega en una cancha interior contra una pared. Me había enamorado del squash en la adolescencia, después de mudarme con mi familia a California. En Estados Unidos es un deporte especializado, sobre todo en lugares fuera del noreste. Si bien es un deporte cada vez más popular, hay relativamente pocas canchas y pocos jugadores competitivos al oeste de la ciudad de Nueva York. Éste era el panorama durante mi infancia en California, pero cuando mi familia se inscribió a un gimnasio, el Club Atlético de Santa Bárbara, tuve buena suerte: tenían canchas de squash.

    Hacía un par de décadas el club había transformado las canchas de raquetbol en canchas de squash. Las dimensiones no seguían las normas, pero se acercaban lo suficiente para atraer a un puñado de adultos entusiastas que jugaban por afición. Y el club era el único lugar que tenía cinco canchas en 120 kilómetros a la redonda, hasta Los Ángeles. Así que buena parte de mi adolescencia viví en este club. Desayunaba y comía en la cafetería, hacía la tarea en las mesas del café y practicaba squash en las canchas reestructuradas con quien quisiera jugar conmigo. Día tras día: también iba los fines de semana por la mañana y después de la escuela; recogía cuando cerraban. Ferdinand el relojero, Dirk el gurú de la tecnología, Debbie la jefa de recursos humanos: buena parte de la preparatoria, mi familia fue el grupo de jugadores de squash que se reunían en las canchas todas las noches.

    Además de las canchas y esa otra familia, el regalo más grande que el club me brindó fue su tradición de albergar una modesta competencia profesional anual. Así me enteré de la gira de squash profesional. Tenía catorce años cuando se celebró la competencia que trajo a jugadores de todo el mundo. Los torneos profesionales de squash no suelen entregar premios monetarios cuantiosos, y para aligerar el costo para los jugadores, la mayoría ofrece alojamiento con los jugadores locales. Anoté a mi familia para alojar a Shawn Delierre, un joven prometedor de Canadá. Mientras cenábamos hamburguesas y papas de un restaurante de comida rápida en la mesa de mi casa, Shawn me cautivó con anécdotas sobre competencias en todo el mundo, y cómo se quedaba con amigos y con familias que le dieran hospedaje. Desde la cima de montañas en Brasil a ciudades en Japón y suburbios en Suiza: Shawn me tenía enganchado. Me dijo que yo también podía participar en la gira, aunque para un entusiasta adolescente de catorce años como yo esa opción parecía improbable: era un novato y me encontraba a cientos de kilómetros de la mayoría de los jugadores competitivos de mi edad. Sin embargo, después de conocer a Shawn, empecé a seguir la página de la gira de squash profesional y me enamoré de las lucecitas que se encendían en el globo terráqueo rotatorio para representar las competencias en todo el mundo.

    Ocho años después, en mi escritorio en Bain Capital, cuando había asumido hacía mucho que la visita de Shawn y la imagen del globo punteado desaparecerían de mi memoria, era incapaz de centrarme por completo en mi camino profesional adulto. No me podía quitar de la cabeza la idea de jugar squash profesional.

    Es raro cuando una vocecita interior te habla, una voz que temes escuchar. Es todavía más raro cuando esa voz no te deja en paz.

    ¿Cómo empezar a hacer lo que en el fondo querrías hacer? ¿Cómo saber cuándo arriesgarse? No tenía idea. Y nadie me había dado la respuesta. Tenía el trabajo y el estilo de vida que creía querer; sin embargo, en el fondo tenía la esperanza de que alguien tocara a mi puerta, que alguien entrara a mi pequeña oficina, se pusiera de pie frente a mi escritorio y me diera permiso para irme: Mike, es 1 de julio, es hora de cumplir tu sueño, ¿recuerdas?

    Mi vida implicaba lo que mi amigo Nick denominaba circularidad. Entre semana despertaba a las 7:20 con I Think Ur a Contra de Vampire Weekend, apagaba una vez la alarma y volvía a sonar, me metía a bañar, me vestía, salía del departamento y daba vuelta a la derecha hacia Symphony Hall, después a la izquierda pasando por el museo de la Ciencia Cristiana, subía las escaleras eléctricas y pasaba los salones de manicure, así como las luces cegadoras del Prudential Center, y seguía derecho para atravesar las puertas de la reluciente Torre Hancock. Subía al piso 39 en el elevador, pedía huevos y jugo a mis amigos de la cafetería, hablaba de futbol americano y planes de fin de semana con mis colegas cruzando el pasillo, después cerraba la puerta de mi oficina. Sólo yo, una pared y la cita inspiracional impresa en papel reciclado y pegada en la pantalla de mi computadora. Diez a doce horas después, regresaba caminando a casa por el mismo camino. Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes.

    Me sentía solo cuando consideraba la posibilidad de escuchar esa vocecita, pero cuando me quedó claro que la voz no desaparecería, comencé a investigar. Lo que empezó como una inocente pesquisa en Google (cuándo perseguir tus sueños) se convirtió en una investigación completa en busca de inspiración y poco después, en una búsqueda de historias. Devoré libros como La semana laboral de cuatro horas, de Tim Ferriss, el cual aborda por qué y cómo la gente da el salto para vivir la vida que quiere. Elaboré una lista de mis empresas favoritas y me informé sobre sus inicios. Si el fundador tenía un contexto poco tradicional —si él o ella había tomado un riesgo inusual para fundar la empresa—, quería saber cómo había tomado esa decisión. Todas las historias de saltos me motivaban a buscar más. Comencé a identificarme y a llamar a quienes hacían cosas interesantes: exalumnos de mi universidad, hermanos de amigos, desconocidos cuyas historias leía en el periódico. En la oscuridad de mi oficina, mucho después del fin de la jornada laboral, rastreé a otros individuos —antiguos electricistas, consultores, maestros— que habían renunciado a su zona de confort para dedicarse a una pasión personal. Todos habían dado el salto.

    Quería saber cuándo dar el salto.

    La primera mujer que me regresó la llamada era una antigua banquera convertida en ciclista. La había contactado después de leer una entrevista suya en un número reciente de la revista de exalumnos de nuestra universidad. Cuando le pregunté por su salto, no me contó nada sobre cómo andar en bicicleta ni qué implica ser atleta de élite. En cambio me explicó el detrás de cámaras de los preparativos: cómo había ahorrado dinero, cómo se había preparado mentalmente para la posibilidad de que las cosas no salieran bien, cómo le había dicho a su jefe que renunciaba. Colgué el teléfono y me fui deprisa a la oficina de un colega: él también estaba planeando hacer algo diferente, y sabía que esos consejos nos ayudarían a ambos.

    El siguiente año y medio reuní más testimonios sobre el momento adecuado para dar el salto: de un periodista que se convirtió en político, una trader de bonos que se convirtió en organizadora de aventuras, una mercadóloga que se convirtió en fabricante de juguetes. Había esperado consejos cliché y cuentos de hadas optimistas. En cambio, recibí detalles sinceros sobre cómo ir en busca de lo desconocido, honestidad sobre las vulnerabilidades emocionales y financieras, y franqueza sobre la variedad de pensamientos y sentimientos que dicho riesgo suscita. Perseguir un sueño es noble y parece admirable; sin embargo, implica consecuencias reales. Y yo buscaba las verdades sobre dichos costos.

    Tras escuchar decenas de relatos de individuos que habían cambiado de rumbo profesional, identifiqué un patrón. En distintas experiencias que a simple vista no tenían nada en común, coincidían algunas ideas, incluso las mismas palabras y frases. Un antiguo instructor de karate de la zona rural de Virginia compartía las mismas reflexiones que una madre soltera del noreste del país. El propietario de una cervecería en Boston expresó una filosofía del salto similar a la de un aspirante a emprendedor de la aviación a quien le doblaba la edad y que vivía al otro lado del mundo.

    Descubrir patrones en una serie azarosa de historias sobre el cambio de carrera resultó peculiar y emocionante. Reuní más anécdotas y surgieron más coincidencias. Su recurrencia en la experiencia del salto dibujaba una curva. No había una forma infalible para garantizar el éxito de un salto o predecir qué pasaría después; sin embargo, el proceso de saltar me empezó a parecer menos caótico y azaroso. Identifiqué que había una forma sensata de intentar cumplir un sueño, cierta disciplina en la planeación responsable. Me di cuenta de que me prepararía para la mejor experiencia de salto posible si cuidaba cada una de las fases del proceso. La curva del salto sugerida por los relatos no me ofreció instrucciones precisas sobre cómo cumplir mi sueño. Pero tampoco las necesitaba; lo que necesitaba era una señal de que podía darlo, de que no era absurdo intentarlo.

    Los individuos dispuestos a compartir sus experiencias también me hicieron sentir menos solo al desear intentar algo tan importante. Mi cambio de carrera ya no iba a ser yo contra el mundo. Las experiencias que estos individuos habían compartido conmigo resultaron ser estudios de caso que me acompañaron. Demostraban cuánta resolución y preparación implicaría cambiar de rumbo.

    En el transcurso de veintitrés años, me había centrado en objetivos dispuestos con total claridad. Objetivos fáciles de establecer porque eran populares entre las personas mayores en mi entorno e incluso entre mi generación. Además, cuantas más personas busquen el mismo objetivo, mayor es la competencia, y soy competitivo, así que me sentí obligado a correr para llegar a ciertas metas, con el riesgo de olvidar por qué y para qué iba tan deprisa. Cada meta tenía un punto de referencia —graduarme de la preparatoria, ingresar a la universidad, entrar a las prácticas profesionales— y cada punto de partida implicaba metas adicionales más exigentes: graduarme con excelentes calificaciones y actividades extracurriculares, ingresar a una universidad lvy League, hacer mis prácticas en Goldman Sachs. Cumplir cada objetivo se convirtió en un juego: alcanzar cada punto de referencia y comprobar cuántos puntos extra podía obtener. ¿Quién no quiere ganar al jugar?

    De modo que cuando el juego predeterminado que había estado jugando se quedó sin nuevos niveles durante mi primer año en Bain Capital Ventures, mis pies dejaron de correr. Por primera vez en mucho tiempo nadie me decía qué debía hacer después.

    Hasta este momento había dos palabras que resumían el premio gordo en el juego que estaba jugando: capital riesgo. El capital riesgo es la supuesta Tierra Prometida para cualquiera que quiere ser inversor. Durante el proceso de reclutamiento de la empresa, me explicaron que el capital riesgo es la razón por la que estudias finanzas, para dedicarte a ello, con suerte. A diferencia de la consultoría o la banca, el capital riesgo es el aspecto de compra; tienes el dinero y decides cómo y en dónde invertirlo. Mejores horarios, mejores honorarios, mejores historias de éxito. El director de orientación profesional de mi facultad, exalumnos mayores, amigos y mis padres coincidieron al darme el siguiente consejo: un empleo en una empresa de capital riesgo era lo mejor. Una vez, cuando se me escapó contarle a un colega mayor que yo, mi jefe directo, que soñaba con viajar y competir en la gira de squash profesional, su respuesta fue abrupta: No renuncies a tu trabajo. Si tenías la suerte de aterrizar en una empresa de capital riesgo en cualquier punto de tu carrera, ya no digamos al inicio, debías quedarte ahí. Punto.

    Mi formación no era financiera; cuando crucé las puertas del castillo, no tenía información privilegiada de la empresa ni de la industria. Mi universidad no tenía licenciatura en finanzas y nunca había tomado una clase de economía. Aunque quería dedicarme al sector empresarial, había decidido aprovechar la licenciatura para tomar clases que no tendría oportunidad de cursar. Me titulé en ciencias políticas y ciencias ambientales. Si bien estaba capacitado para Bain Capital Ventures en virtud de mi historial académico y mis intereses genuinos, lo mismo se podía decir de otros miles de estudiantes. Sin exagerar, la oferta de uno de los dos puestos en Bain superaba por mucho los sueños más desmesurados que yo, mis padres y mis hermanas habíamos tenido.

    Que me eligieran para el empleo me hacía sentir exactamente así: que me habían elegido. Como ganarme la lotería. Me sentía afortunado de estar ahí, de tener un buen sueldo, de dedicarme a algo que mis padres podían compartir con sus amigos en sus fiestas. Es mucho más fácil explicar que Mike se dedica al capital riesgo, y también más fácil de digerir, que Mike no tiene sueldo, está durmiendo en los sillones de la gente y practicando un deporte raro en algún lugar de Fiji. Cuando pensaba a qué me dedicaba y a qué me quería dedicar, invariablemente me sentía culpable. Era el menor de seis hijos al que mis padres habían pagado la universidad. Me daba la impresión de que con mi trabajo, con aquella carrera, podía pagarles el favor, al tener autonomía financiera.

    Sin embargo, cuando intenté instalarme en el sitio en el que había aterrizado, terminé mirando fijamente a la pared. Mi amiga Emily me había regalado un mapa del mundo, un mapa de la organización Médicos sin fronteras; estaba arrugado y desgastado, como si hubiera llegado desde una de las sedes de la organización ubicada en un pueblo rural. Emily y yo habíamos tomado clases de geografía y ella era una de las pocas que conocía mis aspiraciones secretas. Creo que por eso me regaló el mapa arrugado y desgastado, el cual yo había estirado para colgar a lo largo de la pared de mi oficina. Sentado frente a mi escritorio, Australia y Nueva Zelanda me quedaban enfrente, al nivel de la vista. Ahí, cada año en junio, se celebraba una competencia profesional de squash para chicos de mi edad. Con el paso de los meses, me empecé a obsesionar con un escenario de pesadilla: este mapa endeble, arrugado, permanecería colgado en la pared temporada tras temporada, año tras año. Yo envejecería. Y cada año, en junio, vería la silueta de Australia y Nueva Zelanda, saldría a comer, iría a tomar algo y les contaría a mis colegas que en ese preciso momento podría estar del otro lado del mundo cumpliendo mi sueño. Después regresaría a casa y al día siguiente, el mapa endeble y viejo seguiría colgado en la pared de mi oficina.

    Esa pesadilla no se hizo realidad. Después de hablar con la banquera que en enero se convirtió en ciclista en mi segundo año en Bain, ya había puesto en marcha mi salto. El proceso tomaría el siguiente año y medio, una ventana de dieciocho meses durante la cual reuní más relatos sobre saltos y comencé a esbozar el mío. Escribí mis planes y ahorré dinero. Identifiqué en qué zona de la curva del salto me encontraba. Para ser claro, no creo que haya ninguna receta secreta que motive a un individuo a dar el salto. Sin embargo, los relatos que escuché, los temas y las reflexiones comunes de la curva del salto me ayudaron a hacer un cambio sustancial, y creo que estas historias y conocer la curva puede ayudar a los demás a hacer lo mismo.

    El tiempo importa. Si mantienes a una familia o tienes deudas apremiantes, es muy probable que no sea momento de renunciar a un empleo remunerado para perseguir un sueño sin sueldo. Sin embargo, eso no significa que nunca podrás hacerlo, sólo que aún no es momento: y la curva del salto lo demostrará.

    Durante la época en que tenía ganas de dar el salto, tuve suerte. En el transcurso de buena parte de mis tres años en Bain Capital Ventures pude ahorrar parte de mi sueldo en una cuenta para el squash, y no me permití gastarlo. En los últimos dos años en Bain, imité el entrenamiento, la alimentación y la rutina cotidiana de los atletas profesionales que serían mis colegas. Como no tenía familia, hijo ni hipoteca, pude aprovechar mi tiempo libre para entrenar y mi dinero para invertir en alimentos saludables y programas de bienestar.

    Durante mi último año en Bain empecé a contactar a posibles patrocinadores. Les conté mi historia: mi sueño y mi plan para hacerlo realidad. Les transmití que, para su suerte, estaba aceptando patrocinadores que proveyeran fondos a cambio de un espacio visible en mi camiseta deportiva. Fue aterrador escribir y compartir mis deseos y sueños más personales, pero lo hice. Un par de meses después de hacer mi primera oferta, estaba sentado frente a un jugador aficionado y socio de mi gimnasio, Amrit. Le compartía los argumentos que, hasta el momento, habían recibido negativas y uno que otro tal vez. Mientras pasaba las diapositivas de papel, comencé a hablar más rápido y a sonar emocionado. Aunque no había encontrado a nadie que compartiera la visión que estaba vendiendo, el simple acto de leer mis sueños más personales me hacía sentirme más cerca de conseguirlos. Después de darle el último trago a su cerveza y colocar la botella junto a mis hojas dispersas en la mesa, Amrit me dijo que le interesaba. Había encontrado a mi primer patrocinador.

    De pronto me dio la impresión de que no tenía otra alternativa. Lo estaba haciendo.

    Nueve meses antes de partir para la gira empecé a competir como profesional de medio tiempo, para asegurarme de que estaba familiarizado con el estilo de vida que me esperaba: viajar solo, confiar en desconocidos, dormir en sillones. Para participar en mi segundo evento profesional, me escabullí de la oficina y volé a Chicago por la tarde. Cuando llegué supe que mi oponente de esa jornada no se había presentado. Esto me

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