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Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos
Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos
Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos
Libro electrónico372 páginas5 horas

Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos

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Es posible que las palabras de Fidel, al final de los encuentros con escritores y artistas en la Biblioteca Nacional José Martí, durante la segunda mitad de junio de 1961, sigan creciendo. Su resonancia y amplitud han rebasado las circunstancias que les dieron origen, no solo por el trazado político, axiológico y ético que establecieron para la cultura, sino por el peso significativo que tuvieron para lo que sería después la política cultural de la Revolución. «Palabras a los intelectuales» es hoy un documento histórico que constituyó, en su momento, una respuesta a las inquietudes e interrogantes de los allí reunidos, y fue, ante todo, el resultado de un debate de ideas previo, por primera vez incluido dentro del ámbito nacional en estas páginas, que debemos a la iniciativa del escritor y cineasta Senel Paz. «Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos» nos ofrece una lectura de época. Aquí podremos leer Palabras… en su contexto y, entonces, comprender mucho mejor desde el presente el clima intelectual que presidió aquellas reuniones y hacia dónde apuntaban algunas observaciones de Fidel.
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento20 oct 2022
ISBN9789593043014
Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos
Autor

Varios autores

<p>Aleksandr Pávlovich Ivanov (1876-1940) fue asesor científico del Museo Ruso de San Petersburgo y profesor del Instituto Superior de Bellas Artes de la Universidad de esa misma ciudad. <em>El estereoscopio</em> (1909) es el único texto suyo que se conoce, pero es al mismo tiempo uno de los clásicos del género.</p> <p>Ignati Nikoláievich Potápenko (1856-1929) fue amigo de Chéjov y al parecer éste se inspiró en él y sus amores para el personaje de Trijorin de <em>La gaviota</em>. Fue un escritor muy prolífico, y ya muy famoso desde 1890, fecha de la publicación de su novela <em>El auténtico servicio</em>. <p>Aleksandr Aleksándrovich Bogdánov (1873-1928) fue médico y autor de dos novelas utópicas, <is>La estrella roja</is> (1910) y <is>El ingeniero Menni</is> (1912). Creía que por medio de sucesivas transfusiones de sangre el organismo podía rejuvenecerse gradualmente; tuvo ocasión de poner en práctica esta idea, con el visto bueno de Stalin, al frente del llamado Instituto de Supervivencia, fundado en Moscú en 1926.</p> <p>Vivian Azárievich Itin (1894-1938) fue, además de escritor, un decidido activista político de origen judío. Funcionario del gobierno revolucionario, fue finalmente fusilado por Stalin, acusado de espiar para los japoneses.</p> <p>Alekséi Matviéievich ( o Mijaíl Vasílievich) Vólkov (?-?): de él apenas se sabe que murió en el frente ruso, en la Segunda Guerra Mundial. Sus relatos se publicaron en revistas y recrean peripecias de ovnis y extraterrestres.</p>

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    Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos - Varios autores

    SENEL PAZ

    sancti spíritus, 1950

    ►Escritor y guionista de cine. Profesor de narrativa cinematográfica y analista de guiones. En su obra literaria sobresalen las novelas Un rey en el jardín (1983) y En el cielo con diamantes (2007), y el relato El lobo, el bosque y el hombre nuevo (1991); entre las películas, Una novia para David (1987), Fresa y Chocolate (1994) y Cosas que dejé en La Habana (1998). Fue reconocido con el Premio Nacional de Cine en 2020.

    Edición

    Carla Muñoz

    Diseño y realización

    Alexis Manuel Rodríguez Diezcabezas de Armada

    Sobre la presente edición

    © Senel Paz, 2021

    © Ediciones ICAIC, 2021

    ISBN

    9789593042857

    9789593043021

    ISBN-e

    9789593043014

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

    instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos

    Calle 23, no. 1155, entre 10 y 12, El Vedado, La Habana, Cuba. CP 10400

    Tel.: (53) 7838-2865

    publicaciones@icaic.cu

    www.cubacine.cult.cu

    Palabras a los intelectuales en la cultura cubana

    Prólogo de Francisco López Sacha

    Es posible que las palabras de Fidel, al final de los encuentros con escritores y artistas en la Biblioteca Nacional José Martí, durante la segunda mitad de junio de 1961, sigan creciendo y nunca terminen de decir lo que tienen que decir, de acuerdo con la definición que de un texto clásico establece Italo Calvino –novelista y teórico italiano nacido en Cuba. Su resonancia y amplitud han rebasado las circunstancias que les dieron origen, no solo por el trazado político, axiológico y ético que establecieron para la cultura, sino por el peso significativo que tuvieron para lo que sería después la política cultural de la Revolución.

    En principio, este discurso-resumen, que es hoy un documento histórico, no se propuso como un dictamen, una advertencia incómoda o una imposición; constituyó, más bien, una respuesta a las inquietudes e interrogantes de los allí reunidos, y fue, ante todo, el resultado de un debate de ideas previo, por primera vez incluido dentro del ámbito nacional en estas páginas, que debemos a la iniciativa del escritor y cineasta Senel Paz. Aquellas palabras sobrepasaron el debate que le dieron origen, y lo enriquecieron con una serie de criterios y principios rectores para la cultura que no tenían precedentes en ningún otro proceso revolucionario. Palabras a los intelectuales estableció una línea de acción inédita en las relaciones entre la cultura, la política y la ética, basada en la honestidad de los artistas y escritores, revolucionarios o no, y se perfiló como un programa para garantizar, en consecuencia, la libertad expresiva, la unidad y la participación de un movimiento intelectual y artístico que acaso llegaba a su punto más alto a inicios de esa década.

    Para lograrlo, la primera y más importante tarea de la Revolución fue potenciar esa cultura de la resistencia –como la denomina Graziella Pogolotti en el texto suyo incluido en este volumen– al facilitar el trabajo de los escritores y artistas cubanos, al darle sustento y visualidad a través de las instituciones recién creadas, y al establecer simultáneamente las bases para la enseñanza artística y para la gestación de un nuevo público. Solo así la Revolución Cubana pudo tener la autoridad necesaria para dialogar con el movimiento intelectual y artístico, y para sumarlo a todos sus proyectos. La cultura emergente, y sus instituciones, exigían una integración mucho más plena porque, entre otras razones, estaba organizada y dirigida por los propios artistas y escritores. Se trataba de alcanzar, entonces, un consenso y un criterio permanente sobre los problemas de la creación y, en particular, sobre el derecho a pintar, a esculpir, a escribir, a filmar, a realizarse en la danza, el ballet, el teatro, dentro de los principios de una Revolución en marcha.

    Cuando estos debates se producen, la cultura cubana tenía un perfil de desarrollo y el trazado de una continuidad. Su creación alcanzaba niveles extraordinarios en casi todos los géneros, y su repercusión, sobre todo en la música, la danza y el ballet, desbordaba a la nación. Sin embargo, no era todavía un verdadero patrimonio de todos. El proyecto cultural revolucionario respondía a esa necesidad, a esa urgencia.

    A pesar de que la Revolución abre las puertas a todos los sectores de la cultura, elimina en gran medida la marginación y la soledad de escritores y artistas, fomenta su trabajo y promueve sus obras, el incidente del documental P.M.¹ desencadena el temor de una cultura dirigida, de una pérdida de la libertad alcanzada, de restricciones y prohibiciones desde el poder. Los asistentes a aquellas reuniones temían, sobre todo, que la Revolución Cubana tomara como fatídico modelo el realismo socialista con sus errores estéticos y su carga burocrática y opresiva.

    Ante esa inquietud, con sus Palabras…, Fidel se propone disipar las dudas al invocar de un modo convincente lo que trajo el cambio revolucionario:

    Si la Revolución comenzó trayendo en sí misma un cambio profundo en el ambiente y en las condiciones, ¿por qué recelar de que la Revolución que nos trajo esas nuevas condiciones para trabajar pueda ahogar esas condiciones? ¿Por qué recelar de que la Revolución vaya precisamente a liquidar esas condiciones que ha traído consigo?

    Todavía quizás era muy pronto para percibirlo, pero estas condiciones creadas por el cambio revolucionario fueron, en verdad, el impulso que necesitó la cultura cubana para convertirse en una verdadera cultura moderna, participativa ypopular. Si demoró varios años, con choques, retrocesos y omisiones; si no fue posible más que con otra conciencia del valor de la cultura espiritual en la vida de un pueblo –principio establecido por José Martí y defendido por Fidel en estas mismas páginas–; y si, por otra parte, para que ocurriera el milagro de la unidad, la auténtica unidad de propósitos con diversidad de líneas y tendencias en el movimiento literario y artístico, tuvimos que superar las divisiones internas, las rencillas y los graves errores que nos llevaron al abismo del Quinquenio Gris y a la temida restricción de las ideas y de la vida cultural, se debió al éxito momentáneo –en desconocimiento de los criterios emitidos por Fidel– de una tendencia dogmática en la aplicación de la política cultural y a la imposición de un tipo de pensamiento ideoestético que desconocía por completo los vínculos históricos y el estadío de desarrollo de la cultura cubana. Y también, sin duda, a la notable ausencia de un programa estético en el movimiento intelectual cubano, a la pobreza de sus proposiciones teóricas y, peor aún, a su incapacidad para establecer un registro y un análisis de las conquistas de la cultura cubana durante la larga fase de su modernidad.

    Con toda justicia, como afirma el poeta e investigador Juan Nicolás Padrón en el documento que acompaña la primera sección de este libro, un encuentro que pudo ser más productivo y se consumió casi totalmente en el enfrentamiento entre las líneas en pugna, dejó la impresión de que «nuestros intelectuales no estaban preparados o no alcanzaron altura para un debate de otro calado», a pesar de que representaban la vanguardia de un movimiento artístico cuyas profundas dimensiones habían sido trazadas desde la tercera década del siglo xx.

    No debemos olvidar que nuestra cultura había ingresado, por derecho propio, en su fase más productiva e influyente, iniciada por la generación que protagonizó la «Protesta de los Trece» en 1923 y dio a la cultura algunos de los procesos más innovadores a partir de 1927. Otra, más joven, que comenzó a actuar desde finales de los años treinta y llegó a su madurez a mediados de los años cincuenta, aunque negó algunos presupuestos anteriores, se sumó a la modernidad y acompañó a los entonces novísimos, recién entrados a escena con impronta propia. De modo que, al triunfo revolucionario, tres generaciones en activo ocupaban el panorama cultural. Desde finales de los años veinte los códigos de la vanguardia iluminaron los hallazgos sinfónicos en su integración a las raíces de origen africano; el mundo entero bailó con el son, la rumba, la conga, la habanera, el danzón, el mambo y el chachachá, sin olvidar el préstamo cubano al bebop; inició el cuento moderno y una verdadera novelística con el realismo crítico y realismo mágico, lo real maravilloso y el absurdo; apareció el teatro contemporáneo; se transformó la poesía cubana de un modo radical en el hermoso viaje de Motivos de son [Nicolás Guillén, 1930] a Dador [José Lezama Lima, 1960]; se ensancharon los estudios etnográficos, históricos y socioculturales, y se introdujo en ellos el concepto de transculturación; tuvimos al fin, en consecuencia, un pensamiento moderno en las ciencias sociales; asistimos a las revoluciones de la danza y el ballet, a los procesos de cambio en la plástica cubana y al nacimiento del cine cubano de la Revolución. Todo esto era absolutamente vigente y renovador en junio de 1961, y muchos de los autores de estos cambios estaban vivos o estaban allí.

    Lo más novedoso e importante, entonces, para ese instante del desarrollo de la cultura cubana a través del impulso que le dio la Revolución, era que su programa integrador los incluía a todos, excepto a aquellos «incorregiblemente contrarrevolucionarios», y solo podía constituir un problema para quienes siendo honestos, raigalmente honestos, no se sentían revolucionarios. Fidel establece entonces una diferencia radical en sus Palabras…:

    Y esto no sería ninguna ley de excepción para los artistas y para los escritores. Esto es un principio general para todos los ciudadanos, es un principio fundamental de la Revolución. Los contrarrevolucionarios, es decir, los enemigos de la Revolución, no tienen ningún derecho contra la Revolución, porque la Revolución tiene un derecho: el derecho de existir, el derecho a desarrollarse y el derecho a vencer.

    A partir de este principio, que no incluye a ningún enemigo, Fidel sitúa en un ángulo a los revolucionarios, y a aquellos que sin ser revolucionarios, son honestos, aunque tengan dudas; y en otro, a aquellos que son capaces de fingir o simular que lo son. Para estos, su razonamiento es concluyente:

    Para un artista o intelectual mercenario, para un artista o intelectual deshonesto [la Revolución], no sería nunca un problema. Ese sabe lo que tiene que hacer, ese sabe lo que le interesa, ese sabe hacia dónde tiene que marcharse.

    Ahora podemos apreciar mejor que la piedra angular de Palabras a los intelectuales no era solamente los derechos, los deberes o los límites –«¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho»–, sino el respeto a las condiciones y convicciones íntimas de quienes realizaban la cultura. La perspectiva ética que domina todo el documento le permite a su autor calificar la participación de un movimiento intelectual heterogéneo que puede integrarse al proyecto revolucionario en virtud de su grado de compromiso con su conciencia estética, su condición moral, y también con su interés en el destino de la nación, vale decir, con su pertenencia o su grado de adhesión a una cultura anticolonial, antineocolonial, que terminará siendo una cultura antimperialista –términos de Graziella Pogolotti en su texto ya citado–, de la cual era hija la propia Revolución. De ahí la existencia de un modelo cultural participativo que pudiera unificar en sí la conciencia histórica y política de la nación con el desarrollo de una cultura abierta, inclusiva, popular, compleja, crítica, e impulsora también de los cambios que necesitaba el país.

    En aquellas sesiones, por último, se definió ese destino. La intención de Fidel era fijarlo a través de una organización que los uniera a todos, y de un organismo rector que, junto a ella, pudiera mantener esos principios. O como resume Fernando Martínez Heredia esa intención en el texto suyo incluido aquí:

    Opino que el objetivo de las palabras de Fidel en la Biblioteca era mantener abierto el diálogo revolucionario con los intelectuales y artistas, defender abiertamente la libertad de creación frente a los dogmas, respaldar a todo el que echara su suerte con la Revolución y evitar que el sectarismo-dogmatismo consumara un desastre en ese campo.

    Por desdicha, lo que trató de evitarse, ocurrió.

    La pugna por el poder cultural, visible en las opiniones y las ideas vertidas allí durante las sesiones del 16 y el 23 de junio, y las tensiones entre los grupos, no se solucionaron entonces con la unidad que ofrecía la Revolución –la creación, en agosto de 1961, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba–, sino que se arrastraron por más de una década y produjeron, entre 1971 y 1976, el desastre previsto diez años atrás.

    Sin embargo, a pesar de todo, a pesar de los errores cometidos después, a pesar del retroceso que significó la imposición de una línea de pensamiento estético, y de la consideración del arte como ideología, a pesar de la rigidez conceptual y de los límites, y la marginación que afectó a una gran cantidad de importantes creadores, la cultura cubana alcanzó un perfil de desarrollo y una continuidad después de 1961 con un poderoso movimiento creativo, interrumpido momentáneamente, y dolorosamente, durante esa etapa. La quebradura de esos años fue muy honda y le costó al movimiento intelectual y artístico más de veinte años para restañar las heridas. Cuando retornamos al pensamiento elaborado por Fidel en 1961, cuando el Ministerio de Cultura y la labor de Armando Hart en él, y los cambios internos de la Uneac, a partir de su IV Congreso en enero de 1988, establecieron de nuevo los principios esenciales para la creación, las condiciones de desarrollo de la cultura cubana incluían ya un pensamiento estético contemporáneo; un conocimiento mucho más completo de las tradiciones y las raíces de nuestra identidad; una apertura polémica a los factores exógenos de la alta modernidad y la naciente posmodernidad; un ejercicio más pleno de las instituciones culturales; un sistema de enseñanza artística, desde el nivel primario al nivel superior; un reconocimiento de todas las tendencias en el arte y la literatura; una conciencia alerta ante el grave problema de la seudocultura; una noción mucho más avanzada de los problemas de la cultura mediática y el uso tecnológico de los medios; una vanguardia dentro de la vanguardia en la lucha contra los modelos hegemónicos del pensamiento único y el neocolonialismo, y una conciencia estelar de la importancia decisiva de la cultura artística y literaria para alcanzar las metas sociales de la Revolución.

    Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos nos ofrece una lectura de época. Aquí podremos leer Palabras… en su contexto y, entonces, comprender mucho mejor desde el presente el clima intelectual que presidió aquellas reuniones y hacia dónde apuntaban algunas observaciones de Fidel.

    El documento que cierra este valioso compendio, la semblanza histórica de Palabras a los intelectuales realizada por Miguel Díaz-Canel Bermúdez en la clausura del VIII Congreso de la Uneac, celebrado en 2019, alude a los nuevos criterios emitidos por Fidel en la del IV Congreso de la Uneac en 1988, que amplían, a favor de una libertad irrestricta de forma y contenido, el punto de vista estético adoptado en 1961. Ambos valoran la cultura cubana en su integridad conceptual como el resultado del largo proceso revolucionario y humanista que compromete a la nación y al pueblo cubano en el ejercicio de su libertad. Para estos años, finales del siglo xx, Fidel puede expresar también un criterio valorativo que tiene su origen en José Martí, y que el líder cubano incluye como axioma en nuestro panorama intelectual: «Sin cultura no hay libertad posible».

    Con esta conclusión se complementa también Palabras a los intelectuales después de sesenta años de incesantes cambios, obstáculos, escollos, avances, restricciones, oscuridades y luces, para darle un sentido mayor a la cultura que hacemos, a la Patria, a las ideas de la Revolución. Aquellas ideas abrieron el camino y crearon finalmente una política cultural para una cultura en crecimiento continuo que siguió siendo abierta, inclusiva, integradora, popular, moderna y contemporánea, y ahora sí, patrimonio de todos.

    Infanta y Manglar

    12 de abril de 2021

    Notas

    ¹ En los primeros planos del documental aparece brevemente «pM» con la grafía del diseñador cubano Raúl Martínez. No obstante, nos acogemos a quienes adoptan P.M. para el título de la obra atendiendo a su asociación generalizada con la expresión «pasado meridiano», cuya abreviatura es p. m.

    Francisco López Sacha

    GRANMA, 1950

    ►Narrador, ensayista y crítico de arte. Participó en la Campaña de Alfabetización como miembro de la Brigada Conrado Benítez, en la Sierra Maestra, a la edad de once años. Entre 1995 y 2007 presidió la Asociación de Escritores de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Desde 1990 hasta la actualidad es Profesor Adjunto de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños. Recibió la Distinción por la Cultura Nacional en 1994, y en 2018 la Asociación Hermanos Saíz le otorgó la Condición «Maestro de Juventudes».

    Palabras contextualizadas

    Nuestro futuro ha comenzado*

    Roberto Fernández Retamar

    La invitación del compañero Abel Prieto para leer hoy estas líneas, al mismo tiempo me ha honrado y perturbado, y supongo que ambas cosas se entienden con facilidad. Lo menos que puedo decir es que, aunque me enorgullece la solicitud, no me resulta fácil hablar aquí cuarenta años después de haberlo hecho el compañero Fidel, cuando, luego de tres días de reuniones entre miembros del Gobierno Revolucionario y un grupo de escritores y artistas, él pronunció el fundamental discurso suyo que sería publicado con el título Palabras a los intelectuales: si bien, como sabemos, dichas Palabras… no se referían a los intelectuales en su conjunto (de cuya naturaleza y diversidad nos enseñaría tanto Antonio Gramsci), sino a esa zona de los intelectuales formada por escritores y artistas. Reiteradamente Fidel habla en su discurso de «los artistas y de los escritores», o de los artistas y los escritores «cubanos», añadiendo más adelante un distingo entre «todos los escritores y artistas revolucionarios, o [...] todos los escritores y artistas que comprenden y justifican a la Revolución», y «los escritores y artistas que, sin ser contrarrevolucionarios, no se sientan tampoco revolucionarios». Y si alguna vez menciona a «un artista o intelectual», o a «un artista o intelectual mercenario [...] un artista o intelectual deshonesto», no parece que en estos casos se trate de sinónimos: la disyuntiva apunta más bien al señalamiento de quienes desempeñan tareas afines, pero no idénticas. Y refiriéndose a sí mismo, dirá con modestia: «nosotros, que hemos tenido una participación importante en esos acontecimientos [los propios de la gestión revolucionaria], no nos creemos teóricos de las revoluciones ni intelectuales de las revoluciones». Sin embargo, para Gramsci los dirigentes políticos son también, sin duda, intelectuales, por supuesto de un tipo particular, criterio que comparto, como tantos otros del gran revolucionario italiano.

    Una de las primeras cosas que se me ocurrieron al comenzar a esbozar estas líneas fue que en aquellas tres reuniones de junio de 1961, memorables para los que tuvimos el privilegio de participar en ellas, no hubiera podido estar presente nuestro ministro de Cultura, pues –quizá por desdicha– no había allí niños ni niñas de diez u once años, que es la edad que a la sazón tenía Abel. Otro tanto puede decirse de quienes también nacieron, como él, en el nutrido 1950. Por ejemplo, el presidente de la Uneac, Carlos Martí; el de la Asociación de Escritores, Francisco López Sacha; el de la de Artistas Plásticos, José Villa, sin el cual John Lennon no tendría su estatua meditabunda en un visitado parque de El Vedado; el del Icaic, Omar González; mi compañero de aventuras en la revista Casa de las Américas, Luis Toledo Sande; otros artistas y escritores de la jerarquía de Roberto Fabelo y Senel Paz. Añádase que en las cuatro décadas y pico que median entre las vísperas de los cuarenta y los comienzos de los ochenta del pasado siglo nació la gran mayoría de quienes son hoy escritores y artistas cubanos (incluyendo, desde luego, a los actuales miembros de la Asociación Hermanos Saíz), y a ellos, a causa de su edad, no les fue dable ir a las reuniones de junio de 1961. Con raras excepciones, como la de quien acaso fue el más joven de los asistentes, Miguel Barnet, quien, no obstante, tendría que esperar aún dos años para publicar su poemario inicial. Digamos, para no fatigar con nombres, desde gentes como Eduardo Heras León, Nancy Morejón o Silvio Rodríguez, hasta gentes como Kcho, Elsa Mora o Rolando Sarabia. No pocos y pocas –como me consta directamente en un caso que ustedes adivinarán, pues su madre y yo la dejábamos en su cuna para venir a las reuniones– tenían apenas unos meses entonces, y muchas y muchos nacerían después. No en balde nos separan ocho lustros del acontecimiento que hemos venido a conmemorar. Y como no tiene demasiado sentido que me dirija a los sobrevivientes, ya más bien escasos, de quienes estuvimos en la Biblioteca Nacional aquel junio de 1961 y hemos formado nuestro criterio, hablaré sobre todo para los más, aquellos que saben de los acontecimientos por versiones, a menudo harto diversas, que les han llegado.

    El discurso de clausura de Fidel ha sido leído con frecuencia, y sin duda seguirá siéndolo. También ha sido objeto de numerosos comentarios, de algunos de los cuales me valdré. E incluso se lo ha citado sin habérselo leído, o alterando sus líneas, o desgajándolas del conjunto, con las intenciones, por lo general aviesas, que se supondrá. Para apreciarlo debidamente, no solo es imprescindible remitirse a él con fidelidad, sino que es útil recordar los contextos en que se produjo: contextos que no son siempre círculos concéntricos, y a menudo se mezclan entre sí.

    En primer lugar, el discurso fue precedido por un número grande de intervenciones de escritores y artistas. Tales intervenciones, improvisadas como lo sería el discurso de Fidel, no se han publicado aún –ni siquiera sé si existen grabaciones o transcripciones suyas–, y los asistentes que quedamos conservamos recuerdos cada vez más desvaídos de ellas, sin excluir las propias: al menos, esa es mi experiencia. Sin embargo, Fidel las comenta a cada rato en sus Palabras…, que probablemente ganarían de conocerse con precisión a quiénes o a qué se refieren en cada caso. Al evocar treinta años después tales experiencias, Graziella Pogolotti dijo con vivacidad:

    Hoy, sentada aquí, de este lado, no puedo dejar de recordar aquellos días intensos, en que pasábamos juntos las horas, en este mismo local, en un agitado y controversial desorden, donde se dijeron cosas profundas, cosas brillantes, cosas que no lo eran tanto, como siempre ocurre cuando muchos hablan. Recuerdo que entrábamos y salíamos, que conversábamos por los pasillos, que nos veíamos allá abajo, en el sótano y en la cafetería, donde proseguían el diálogo y el debate.

    En segundo lugar, lo que en lo inmediato provocó aquellas reuniones fue el hecho, sobredimensionado, de haberse impedido la exhibición de un documental. Yo no me encontraba entonces en el país, sino en la hoy inexistente República Democrática Alemana, adonde había ido para asistir a un congreso de escritores. Era la primera vez que visitaba un país llamado socialista de Europa, y ello despertaría en mí inquietudes en las que no voy a detenerme ahora. Me limito a decir que durante mi ausencia se celebró en la Casa de las Américas una reunión de escritores y artistas para abordar la cuestión del documental. Tal reunión, que solo conozco de oídas, resultó un preludio de las que ocurrirían algún tiempo después en la Biblioteca Nacional, esta vez con la presencia también, ya aludida, de miembros del Gobierno Revolucionario. Pero estas últimas reuniones iban a tener lugar de todas maneras, tarde o temprano. Era algo previsible, y Fidel lo aclaró sin ambages al decir: «esta discusión [la de junio de l961] –que quizás el incidente a que se ha hecho referencia aquí reiteradamente contribuyó a acelerarla– ya estaba en la mente del Gobierno».

    Abultar aquel incidente, como a menudo se ha hecho casi siempre con mala sangre, no es apropiado. Pero tampoco lo es pretender esfumarlo. Lo justo es hacer mención de él, y tratar de darle una explicación. Contamos, en este sentido, con un testimonio excepcional: el de uno de los protagonistas de la vida cultural en la Cuba revolucionaria, Alfredo Guevara, presidente del Icaic al ocurrir dicho incidente, quien ha asumido su responsabilidad, y aportado sus razones, en entrevista publicada en La Gaceta de Cuba (julio-agosto de 1993). En aquella ocasión, el entrevistador le planteó:

    En un clima de intensos debates ideológicos, la realización del documental P.M. en 1961 desató una polémica que desembocó en su prohibición por parte de la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas, considerándola «nociva a los intereses del pueblo y su Revolución». A la distancia de treinta años, ¿cuál es su punto de vista sobre aquella decisión?

    Aunque la respuesta de Alfredo fue muy extensa, y, por descontado, polémica, es útil recordarla en su totalidad. Hela aquí:

    De aquel instante quedan la noticia lejana y confusa, las interpretaciones diversas, lo que han dicho algunos protagonistas, y nuestro silencio.

    P.M. no es P.M. P.M. es Lunes de Revolución, es Carlos Franqui, es una época convulsa y de extremas contradicciones en que participaban múltiples fuerzas. No creo que P.M. merecía tanto revuelo, y la reacción del naciente Icaic fue muy matizada. De acuerdo con el texto de su pregunta quedamos reducidos a una simple, calculada y también graduada prohibición. Pero convendría recordar que en esos días se esperaba ya el ataque armado y que por todas partes se emplazaban ametralladoras y antiaéreas. Que el pueblo todo se movilizaba para repeler la agresión y que el espíritu guerrillero y de combate estaba en su más alto grado de exaltación. No soy ajeno al mundo que recoge P.M. Titón, Guillermo Cabrera Infante y yo, con Olga Andreu y alguna que otra vez con Billo Olivares, estuvimos en El Chori, un cabaretucho de la playa que impregna con su experiencia el hilo conductor del documental; los bajos fondos, la embriaguez (y la mariguana), la música quejumbrosa que acompaña al alcohol y el abandono de sí mismo.

    Pero la Revolución abrió un abismo en aquel grupo de amigos; unos quedaron indiferentes ante la conmoción transformadora que se desencadenaba, para ellos no pasaba de ser un trastorno bananero que perturbaba sus vidas; para otros era la culminación potencial de la independencia nacional.

    Reduces el tema a P.M. Tengo las de perder ante el audaz periodista. Prohibir es prohibir; y prohibimos. No entraré en los detalles pero sí diré que el film quedó en manos de sus autores, y que cuando salieron pudieron llevárselo. Lo que no estábamos dispuestos, y era un derecho, era a ser cómplices de su exhibición en medio de la movilización revolucionaria. A ellos parece que les sucede lo que a nosotros con El Mégano [Julio García Espinosa, 1955], prefieren cultivar el mito y dejar la obra en la oscuridad. Fue el Icaic quien la presentó recientemente en el Centro Georges Pompidou, en París, en un panorama «casi» exhaustivo del cine producido en Cuba.

    Si ahora, en las condiciones actuales, me tocara aprobar o prohibir P.M., simplemente dejaría que siguiera su curso porque aunque las circunstancias no nos son favorables, no vivimos un instante de tensión y exaltación; y tampoco yo lo vivo de aquella manera. Pero si combatiente revolucionario volviéramos –y eso ya sabes que no es posible– treinta años atrás, no vacilaría seguramente en enfrentarme a los que comenzaron a usar todos los medios de comunicación para servir a su objetivo, el de Franqui en la época: impedir el socialismo. Acaso P.M. no sería la chispa, pero una chispa habría; y treinta años después alguien, ahora, preguntaría no qué estaba sucediendo contextualmente

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