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Cuatro ensayos sobre Gilberto Owen
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Libro electrónico116 páginas1 hora

Cuatro ensayos sobre Gilberto Owen

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Tomás Segovia indaga los rastros de la poesía viviente de Gilberto Owen en su correspondencia privada y en su pasado tan poco conocido. Pero, más que apresar la obra del poeta que "vuela de entre las manos al primer intento", estos ensayos son a la vez testimonio erudito y creación de un escritor que constantemente vuelve a sus fuentes preferidas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 ago 2015
ISBN9786071631831
Cuatro ensayos sobre Gilberto Owen

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    Cuatro ensayos sobre Gilberto Owen - Tomás Segovia

    1998).

    NUESTRO CONTEMPORÁNEO GILBERTO OWEN

    *

    DE TODOS LOS POETAS MEXICANOS de su generación, Gilberto Owen es probablemente uno de los menos conocidos, tanto en su país como en otros. Y sin embargo me atrevería a decir que su influencia, aunque poco extendida, puede compararse en profundidad con la de los más citados entre los de su grupo; su obra, en todo caso, aunque no parece suscitar suficientemente la curiosidad de la crítica, es tratada en general con gran respeto. Esta situación se debe sin duda, en parte, a las circunstancias exteriores y fortuitas que rodearon sus escritos. Una particular mala suerte, que no es éste el momento de detallar, parece haber perseguido siempre sus ediciones, y casi puede decirse que el único verdadero libro suyo es la recopilación que él mismo no pudo terminar en vida y que fue publicada por la Universidad de México en 1953, al cuidado de Josefina Procopio y con prólogo de Alí Chumacero. Casi todo lo que puede saberse de su vida es lo que se encuentra en ese breve prólogo y en algunos escasos pasajes epistolares reproducidos en el mismo volumen. Lo demás habría que buscarlo en su poesía. Y casi podría decirse que lo demás es poesía, porque la trasmutación poética de la materia biográfica es precisamente, me parece, lo más profundo que hay en la obra de Gilberto Owen. Pero no quiero insistir ahora sobre este punto, porque tendremos que volver sobre ello.

    De momento habrá que situar un poco a Owen en su marco literario. Él mismo ha contado, en las páginas que consagró a evocar a Jorge Cuesta, los primeros encuentros de aquellos casi adolescentes que pronto debían reunirse alrededor de una importante revista: Contemporáneos, cuyo título serviría más tarde para designar a toda la generación: Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Jorge Cuesta, el mismo Owen, Salvador Novo, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, etcétera.

    La importancia y la significación del grupo de Contemporáneos no han sido todavía suficientemente estudiadas, a pesar de que se lo encuentra mencionado por todas partes. Es claro que, en toda la historia de la poesía mexicana, ningún otro grupo ha dejado una huella más profunda. Esa huella es nítidamente visible en todos los poetas importantes e incluso secundarios que los sucedieron en su país. Fueron los Contemporáneos —que por eso siguen mereciendo el nombre que nadie les ha disputado todavía— los que llevaron verdaderamente a término, para la poesía mexicana, lo que Octavio Paz decía de Rubén Darío para la poesía latinoamericana en general: hacer de los latinoamericanos los contemporáneos de todos los hombres. El rigor y la curiosidad de ese grupo fueron ejemplares. Y sin embargo, o por ello mismo, no han cesado de ser combatidos desde sus comienzos y aun hasta hoy. Porque es cierto que puede sentirse cierto malestar de ver a esos jóvenes consagrados a su pasión intelectual en los momentos en que la Revolución reciente alimentaba una ola de nacionalismo, enfermedad infantil del Tercer Mundo, pero congénita de toda demagogia, que lo inundaba todo alrededor de ellos. Cuando se piensa, por ejemplo, que esos poetas son contemporáneos exactos de los pintores de la Revolución mexicana, de lo que se ha llamado la escuela muralista de México (Rivera, Orozco, Siqueiros), se tiene la impresión de una fisura bastante inexplicable. Y sin embargo ellos permanecieron fieles a su actitud. Que los ecos de las últimas luchas revolucionarias todavía audibles durante su adolescencia, lo mismo que más tarde el profundo estremecimiento de la guerra mundial y sobre todo la guerra de España que fue su preludio y los tocó de más cerca; que todo esto interesó vitalmente la situación y el pensamiento de cada uno de esos poetas, no hay de ello la menor duda. Pero en su obra artística no dejaban traslucir nada de esto, por lo menos exteriormente.

    Para esta actitud, contaban con un precursor. El maestro que habían escogido, Ramón López Velarde, suscita ya para la crítica este mismo malestar, y acaso de manera más acusada aún, porque él, que asistió a todas las convulsiones de la Revolución, dio todavía menos explicaciones sobre su actitud que la generación siguiente. Pero el problema no es nada sencillo, puesto que, contrariamente a lo que la lógica nos haría tal vez suponer, fue esa poesía la que a la postre se reconoció como expresión del México nuevo nacido de la Revolución. La importancia de esa obra, como también de ese problema, me autorizan, creo, a extenderme un poco sobre el caso de López Velarde.

    De La sangre devota (1913) a Zozobra (1919), y de éste a El son del corazón (póstumo, 1932), no hay en la obra de López Velarde ninguna solución de continuidad, ningún progreso tampoco, por lo menos en el sentido mecánico, sino únicamente diferencias de grado, una lenta y continua condensación, una evolución casi secreta y difícil de captar. Ahí se expresa sin duda una característica bastante esencial de esa poesía: la humildad de la que López Velarde supo hacer una grandeza, porque esa humildad era la de la aceptación de un destino, y no sólo personal. Una vez reconocido este destino, no queda más que la fidelidad, tan desnuda, tan restringida como sea posible. Que ese destino aparentemente personal, circunstancial y hasta marginal se insertaba sin embargo en una significación profunda que rebasaba la vida personal del poeta, la influencia de su obra en las generaciones siguientes y la fidelidad que todo un pueblo no le ha desmentido nunca lo prueban de sobra. Porque López Velarde ofrece la imagen más bien infrecuente de un gran innovador, a la cabeza de las tendencias más osadas de su tiempo y su medio, maestro y precursor de los futuros poetas —y que es al mismo tiempo el más conocido, el más leído, el más querido de su país, casi su poeta nacional—.

    Pero no por ello es esta significación menos compleja, incluso ambigua, y los críticos no han dejado de polemizar a propósito de la interpretación que conviene hacer de ella. Tanto más cuanto que la cronología establece inevitablemente el nexo de esta poesía con un acontecimiento tan señalado y lleno de sentido como la Revolución mexicana de 1910. Éste es en efecto el año en que López Velarde tiene listo para la imprenta su primer libro, que no podrá salir al público, en una versión enriquecida entre tanto, sino en 1913. Lo que complica la cuestión es que esos hechos históricos que trastornaron profundamente el país y cambiaron hasta en sus detalles cotidianos la vida de cada mexicano, no parecen haber dejado en esa obra, por lo menos a una primera lectura, sino huellas dispersas y bastante borrosas. Y sin embargo, para muchos críticos, como también probablemente para la conciencia implícita de ese público que desde entonces se ha reconocido en ella cada vez más, es sin duda esa poesía la que expresa esa profunda renovación, no en el sentido de que sea su producto o que manifieste sus principios o su ideología, menos aún porque tome como temas sus acontecimientos exteriores, sino porque es la única que corresponde, en otro plano, a los impulsos hacia un porvenir nacional y al sentimiento de una particularidad válida que la Revolución expresaba en otro terreno por medio de gestos políticos y guerreros; la única también, preciso es decirlo, que es digna de ella.

    Pero si esta correspondencia no es pues, a fin de cuentas, absurda, puede sin embargo parecer curiosa. Porque es por su ambigüedad misma, por la reserva que se obstinó en mantener con relación al remolino histórico que arrasaba con todo a su alrededor, por lo que López Velarde logró a la postre, sin haberlo buscado, encarnar el alma de ese pueblo nuevo mucho mejor que los que se esforzaban en captarla y traducirla, tal vez un poco guiarla también. En medio del estrépito revolucionario, en esa ciudad de México que servía de escenario a asesinatos y matanzas constantes, presa sucesiva de los Pancho Villa, de los Zapata, de tantos generales verdaderos o improvisados, López Velarde escoge la poesía más íntima y susurrante que pueda darse. ¿Cómo es posible entonces que ese pueblo que en aquel momento se enfrentaba a la muerte, o por lo menos la clase que precisamente encabezaba la batalla y que debería resultar victoriosa, no se haya sentido traicionada por su poeta? Comprobemos simplemente el hecho, y subrayemos tal vez cómo, bajo una apariencia tranquila, la complejidad del que Anderson Imbert ha llamado el más mexicano de los poetas de su generación parece ser, si no el reflejo, por lo menos la respuesta más precisa a la complejidad de su país.

    Católico y tradicionalista, pero a la vez amigo de los intelectuales revolucionarios,

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